La Estrella de Sevilla, vista por Francisco Ruiz Ramón

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La Estrella de Sevilla, vista por Francisco Ruiz Ramón

                                          Hugo Laitenberger

     La Historia del teatro español de Ruiz Ramón, en dos volúmenes, ha tenido un éxito
     editorial fuera de serie y su autor puede considerarse hoy como uno de los historiadores
     y críticos más influyentes del teatro español1. Al ocuparme aquí de su interpretación
     de La Estrella de Sevilla quiero a la vez discutir algunas de las ideas que, generalmente,
     le guían al aproximarse al teatro clásico2. Será una discusión más bien crítica y que
     podría titularse «en contra de la demasiada actualización».
         Tanto en su labor de historiador como en sus reflexiones poetológicas sobre el
     teatro, Ruiz Ramón tiene una especie de «pensiero dominante», que es la preocupación
     por la práctica teatral, por la puesta en escena de la obra para un público moderno.
     Como esta preocupación incluso me parece preponderante, voy a empezar por ella.
         En varios artículos, el crítico alaba lapráctica del teatro francés e inglés, donde se
     encontraría una «lectura» de los clásicos «contemporánea de nosotros» y que nos haría
     ver a sus autores como «contemporáneos de nuestros deseos, nuestras obsesiones o
     nuestras frustraciones». En relación con los clásicos españoles, en cambio, lamenta la
     ausencia de tal lectura:

                   Si los ingleses han sabido leer -para la escena- contemporánea-
                   mente a su Shakespeare y hacer que todos conectemos hoy
                   profundamente con sus textos; si los franceses han sabido también
                   leer y hacernos ver a su Moliere, su Corneille y su Racine como
                   nuestros, contemporáneos de nuestros deseos, nuestras obsesiones
                   o nuestras frustraciones, ¿por qué los españoles o, mejor, los his-
                   panos de ambos mundos, no hemos sabido hacer lo mismo con
                   nuestro Lope, nuestro Tirso o nuestro Calderón? ¿Por qué no los
                   leemos y los damos a ver, a nosotros mismos y a los demás,
                   conectados con nuestros miedos, nuestras esperanzas o nuestras
                   pulsiones? {Celebración, 22)3

        Empleo la edición siguiente del primer volumen: Historia del teatro español (Desde los orígenes
        hasta 1900), Madrid,Cátedra, 91996 ('1967) [abreviado: Historia].
        Ideas contenidas sobre todo en los dos volúmenes siguientes: (1) Estudios sobre teatro español
        clásico y contemporáneo, Madrid, Fundación Juan March y Ediciones Cátedra, 1978 [abreviado:
        Estudios]; (2) Celebración y catarsis (Leer el teatro español), Murcia, Cátedra de Teatro de la
        Universidad de Murcia, 1988 [abreviado: Celebración].
        Lo subrayado es nuestro, excepto indicación contraria.

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           En opinión del autor se trata aquí de una verdadera «anomalía sociocultural» del
      mundo hispánico (ibid., 15), y refiriéndose a las preguntas arriba citadas, el crítico
      incluso afirma que el problema de los clásicos españoles «no está en los textos», sino
      en nuestra manera incontemporánea de leerlos: «La base -movediza- de todas estas
      preguntas está -ya han debido de adivinarla- en la sospecha, casi certeza, de que el
      problema de nuestros autores clásicos no está en sus textos, sino en nosotros y en
      nuestra lectura anormalmente incontemporánea» {ibid., 23). Esto quiere decir que
      importa menos lo que un texto puede haber significado en su época, que lo que significa
      para nosotros, cuando lo leemos con «nuestros miedos, nuestras esperanzas o nuestras
      pulsiones». De ahí la exhortación, expresada en Estudios de teatro español clásico y
      moderno, sobre cómo acercarse a los textos de los clásicos: «Que nuestros hombres de
      teatro empiecen, pues a perderles el respeto como textos muertos, para respetarlos como
      textos vivos» (Estudios, 120).
           Esta exigencia de actualidad*, aquí dirigida a los «hombres de teatro», directores
      y actores, es primordial en el crítico. La percibimos en su Historia del teatro español,
      en la interpretación que nos ofrece de La Estrella de Sevilla, y sobre todo en sus
      reflexiones poetológicas, que se integran en esta empresa; algunas de ellas nos
      acompañarán a lo largo de este artículo.
           El capítulo introductor de Estudios de teatro español clásico y contemporáneo
      enumera cinco «principios metodológicos» de los que el tercero, bajo el título de «juego
      de los puntos de vista»5, me parece particularmente interesante.
           Según el crítico existiría «dentro del universo de la obra» un «juego», o una
      «relación dialéctica», «entre los varios puntos de vista de los diversos personajes», que
      resultaría del hecho de que «cada personaje se interpreta, explícita o implícitamente,
      a sí mismo y a los demás, al interpretar sus propias acciones y sus estados de con-
      ciencia, así como los estados de conciencia y las acciones de los otros personajes»
       (Estudios, 26 s.). Estos puntos de vista de los personajes, que pueden «coincidir o
       confligir», serían «siempre parciales con respecto a la totalidad de la acción y de su
       sentido global» (ibid., 27). Así, el crítico excluye lo que frecuentemente se supone en
       la crítica «tradicional», o sea que un autor, a través de uno de sus personajes, que «lleva
       la voz cantante», o incluso a través de todos ellos, pueda expresar su opinión, más o
       menos «competente», sobre el «sentido global» de la obra. Para el crítico, todo lo que
       dicen los personajes no es más que su opinión particular, su vista parcial sobre la
       acción. Ninguno de ellos dispondría de un «punto de vista omnisciente» (ibid.) que, en
       cambio, correspondería al espectador de la pieza. A decir verdad, Ruiz Ramón, en el
       pasaje que sigue inmediatamente a la afirmación citada, substituye la palabra
       «omnisciente» (que se esperaría) por el término «integral», pero que viene a ser lo
       mismo. En efecto, además del juego ya descrito entre los puntos de vista de los perso-

      4 Fórmula que aparece repetidas veces en relación con la «lectura contemporánea» (p.e. en Estudios,
        49: «nuestra visión actual... del poder»; y en Historia, 163, citada más adelante: «Mirada así, esta
        tragedia tiene en nuestro tiempo -hoy mismo- una gran actualidad»).
      5 Estudios, 26-30.

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     najes, existiría todavía otro juego, otra relación dialéctica, entre, por un lado, estos
     puntos de vista parciales, y, por otro

                  el punto de vista integral del espectador, único que, desde fuera de
                  ese universo del drama, ve toda la acción [...], y capta toda la red
                  de significados, integrando en unidad, y sin eliminar las contra-
                  dicciones, todos los puntos de vista parciales, {ibid.)

          Este espectador que, «desde fuera... ve toda la acción... y capta toda la red de
     significados», sería en efecto omnisciente (o casi). ¿Pero es que tal espectador realmente
     existe? En mi opinión no es más que una construcción especulativa. El espectador real
     (sea del siglo XVII, sea del XX o XXI) será siempre un espectador distraído, mal
     informado, lleno de prejuicios, y cuyo punto de vista tiene todas las probabilidades de
     ser tanparcial como el de cualquier personaje. En realidad, el espectador del que aquí
     se habla es el propio crítico, que así se instala como omnisciente, u omnipotente. Lo
     que el propio autor de la obra expresa, a través de las palabras de sus personajes, se
     reduce para el crítico a unos simples puntos de vista parciales, mientras el espectador,
     con su punto de vista integral, dispone soberanamente del verdadero sentido de la obra.
     Tanto más cuando «la totalidad de la acción y de su sentido global», que en la palabra
     de los personajes no se verbaliza, cae bajo la exclusiva responsabilidad de este especta-
     dor, del que no sabemos exactamente, qué «deseos, obsesiones o frustraciones» tiene
     en la cabeza.
          Ahora bien, a través de este espectador (que decide sobre la «totalidad de la acción
     y de su sentido») se realiza principalmente la actualización de la obra clásica exigida
     por el crítico. Para ello, este espectador dispone de muchas aptitudes y facultades; él
     es
                  el único que puede captar no sólo las contradicciones y los con-
                  flictos entre los distintos puntos de vista parciales de los personajes,
                  sino también las rupturas, desniveles y desacuerdos entre la palabra
                  del personaje -de cada personaje- y su conducta, así como la no
                  coincidencia entre la palabra dramática —la de todo el drama— y
                  la acción dramática -la de la totalidad del drama, {ibid.)

         Estas distinciones son importantes. Según ellas puede haber una divergencia entre
     el punto de vista que un personaje verbaliza y lo que este mismo personaje hace, e
     incluso haber una «no coincidencia» entre la totalidad de la palabra y la totalidad de
     la acción y su sentido; la palabra (o sea el texto) puede decir una cosa, y la acción
     (dominio interpretativo del omnipotente espectador) otra cosa divergente. Y no sólo
     divergente, sino contradictoria y opuesta: «Y lo que es todavía más importante, el
     espectador puede captar asimismo la contradicción o la oposición entre la interpretación
     que cada personaje da de la realidad, en el interior de su mundo dramático, y esa misma
     realidad en sí» {ibid).
         Esta última idea, de que los personajes puedan unánimamente expresarse sobre una
     cosa, mientras «esa misma realidad en sí» (interpretada por el espectador) signifique

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      otra, la aplica Ruiz Ramón repetidamente a los dramas de honor, cuyo verdadero sentido
      sería exactamente lo contrario de lo que todos estos personajes con su palabra
      pretenden6.
          Tenemos aquí una visión profundamente conflictiva de la obra dramática: la palabra
      de los personajes (incluso de todos los personajes) puede decir una cosa, al mismo
      tiempo que la acción (interpretada por el espectador consabido) dice otra completa-
      mente contraria.
          Para apoyar esta visión conflictiva, el crítico recurre, excepcionalmente, al mismo
      autor, que por así decir la garantizaría. La contradicción u oposición que el espectador
      constata (entre la palabra y la acción de la pieza), no sería puro producto de su propia
      fantasía, sino intencional, introducida por el autor, que a través de ella daría a entender
      que el sentido de su obra no es el que insinúan los personajes con todo lo que dicen:
      «Tal oposición, creada por el dramaturgo, es un importante foco o núcleo de sentido
      del drama» (ibid.).
          El modelo «conflictivo» aquí propuesto, lo aplica el crítico a la pieza que nos ocupa,
      en la Historia del teatro español1 y también en el capítulo «De algunos principios
      metodológicos» acabado de citar8.
          Recordemos brevemente (y de la manera más neutra posible) el argumento de La
      Estrella de Sevilla. La acción de esta «comedia famosa», de autor no completamente
      identificado9, se sitúa en los comienzos del reinado de Sancho IV (segundo hijo de
      Alfonso el Sabio). Este rey, habiendo entrado triunfalmente en la ciudad de Sevilla
      (1284), se enamora de una de sus bellezas, «la Estrella» de Sevilla, y empeñado en
      seducirla, encuentra la oposición de Busto Tabera, hermano de Estrella y uno de los
      patricios de la ciudad. Busto emplea todos los medios a su alcance (desde la mera
      «diplomacia», hasta la resistencia abierta), para defender la honra de su hermana, que
      es la suya, y tiene que pagar por esta oposición con su propia vida. El rey encarga en
      efecto aun caballero sevillano, Sancho Ortiz, «el Cid andaluz», darle muerte, retándolo
      a duelo. El monarca no sabe que Sancho Ortiz es en realidad el prometido de Estrella;
      y Sancho Ortiz, al recibir su encargo, tampoco conoce la identidad del adversario. El
      rey sólo le informa que es culpable del crimen de «lesa majestad», y que su nombre va
      en un papel que él mismo le entrega. Al enterarse, a la postre, de que se trata de Busto,

       6 Cf. Estudios, 27 s.; en Historia, 220-24.
       7 Historia, 163-165.
       8 Estudios, 40-43.
       9 El problema de la atribución aquí no interesa. Tradicionalmente se mencionaba el nombre de Lope de
         Vega, pero otros autores, p.e. Andrés de Claramonte, como en la edición citada a continuación,
         tampoco se excluyen. Para citar el texto he manejado las dos ediciones siguientes:
         Lope Félix de Vega Carpió, La Estrella de Sevilla. Peribáñez y el comendador de Ocaña. El
         caballero de Olmedo. Fuenteovejuna. Nota preliminar y prólogos deF. S. R., Madrid, Aguilar, 1957.
         Andrés de Claramonte, La Estrella de Sevilla, ed. de Alfredo Rodríguez López-Vázquez, Madrid,
         Cátedra, 1991.
         Entre paréntesis, al final de las citas, indicaré el acto y la escena, según la edición Aguilar; la
         numeración de los versos se tomará de la edición de Alfredo Rodríguez.

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    su amigo y futuro cuñado, Sancho Ortiz se encuentra en la cruel alternativa de obedecer
    la orden del rey (y cumplir con su propia palabra), o de desobedecerla, en vista de su
    amistad con Busto (y el amor a Estrella). Ortiz se decide por la obediencia, y reta a su
    futuro cuñado dándole muerte (final del segundo acto). Los alcaldes mayores («jueces»)
    de Sevilla se encargan de investigar el caso, y como Ortiz no niega el hecho, están a
    punto de condenarle a la pena capital. El rey (acompañado siempre por su valido, Don
    Arias) quiere impedir esta sentencia, pero al mismo tiempo ocultar su propio papel en
    el asunto. En estas circunstancias, los encargados de la justicia municipal «prosiguen»,
    insobornables, mientras Sancho Ortiz persiste en mantener el secreto sobre el papel
    instigador del rey (que, como ahora sabe, le había hecho actuar por venganza personal
    y no por «lesa majestad»). Sólo la inminente ejecución de la sentencia emitida le obliga
    al rey a una confesión pública de su culpa. Los alcaldes, entonces, revocan la sentencia,
    absolviendo al acusado; y el rey, ahora, permite que Estrella y su prometido se casen,
    pero los dos, de mutuo acuerdo, renuncian al enlace.
         Volvamos ahora a Ruiz Ramón y su modelo «conflictivo». Otra vez aquí «la
    palabra» diría una cosa, y «la acción» otra contraria. En su Historia del teatro español
    leemos:
                 El mismo contraste o desnivel [como en el Duque de Viseo, de
                 Lope de Vega, anteriormente discutido] entre acción injusta y
                 palabra sumisa y aceptante de quien padece la injusticia se encuen-
                 tran también en La Estrella de Sevilla. {Historia, 163)

        ha.palabra («sumisa y aceptante») de los personajes, confrontados con la acción
    injusta del rey, sería expresión de este «conformismo del dramaturgo» (ibid.), que
    frecuentemente se encontraría en esta clase de dramas:

                 Ni un solo personaje del drama acusa al rey, ni uno solo le culpa,
                 en ninguno de ellos hay asomo alguno de protesta o de crítica.
                 [...]/Ni siquiera Estrella, hermana del asesinado por orden del rey,
                 pronuncia queja alguna. Y Sancho y Estrella se separan, renun-
                 ciando al amor y a la felicidad, sin resentimiento alguno contra el
                 rey. El único que se atrevió a enfrentarse al rey fue, precisamente,
                 el muerto. Pero fingiendo que no sabía que era el rey. (ibid., 164)

        Este supuesto conformismo de la palabra, curiosamente, no le estorba al crítico
    sobremanera; porque el modelo conflictivo de interpretación pondría remedio: si la
    palabra de la pieza predica el conformismo, la acción, en cambio, demostraría que tal
    no es el mensaje del autor:

                 Los personajes, pues, incluidas las víctimas, cuya vida ha destroza-
                 do el rey, no protestan. ¿Y el dramaturgo? Al parecer, tampoco. Sin
                 embargo, una cosa es patente: las acciones del rey son injustas.
                 ¿Qué es lo decisivo en la conciencia del dramaturgo: la acción
                 injusta que él ha convertido en drama, en pieza teatral, o la palabra

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                   de los personajes? Justamente lo puesto de relieve en el drama ¿no
                   es, acaso, el contraste entre la acción en sí misma y la palabra de
                   los personajes? (ibid.)

           Ahora bien, en el caso de La Estrella de Sevilla, nadie duda de que la acción del
      rey sea injusta. Lo que habría que demostrar es que, en efecto, no haya nadie que
      «proteste». El crítico simplemente «decreta» este silencio de los personajes, y añade
      que, en todo caso, el público se daría cuenta del contraste (entre la injusticia del rey y
      el supuesto conformismo de los personajes) por vía intuitiva: «Naturalmente, es
      aventurado afirmar con absoluta certeza cuáles serían los sentimientos del público, pero
      sí es lícito presumir que al espectador no le escapaba, sentimentalmente, el contraste
      entre la acción y la palabra ¿Podemos asegurar que al dramaturgo sí se le escapaba?
      Yo no lo creo» (ibid., 165).
          Como aquí se habla del público en pretérito, parecería que se trata de un público
      del siglo XVII. Pero este mismo público sabe actualizar, y sabe cuál es el significado
      de la obra para nosotros: «Mirada así, esta tragedia tiene en nuestro tiempo —hoy
      mismo- una gran actualidad, con sólo vestir personajes y conflicto con nuestra ropa»
      (ibid.).
          Así actualizada, vestida «con nuestra ropa», La Estrella de Sevilla reflejaría pues
      un conflicto de «hoy mismo»: entre el poder (poder injusto), por un lado, y el confor-
      mismo de la sociedad, por otro: «¿Quién no reconocería en ella la tragedia del poder
      injusto, y en la palabra de los personajes la palabra del hombre que todo lo acepta y
      todo lo justifica? ¿Cuál sería la reacción del espectador? Que cada lector [lector de hoy
      día, se entiende] responda» (ibid.).
           El «mensaje» de la pieza sería anti-conformista, a pesar del conformismo de su
      «palabra»; dirigido contra el conformismo monárquico del siglo XVII, pero también
      y sobre todo -en esto estriba su importancia actual- contra el conformismo de nuestro
      tiempo. Tendríamos aquí una prueba más de la servidumbre del dramaturgo clásico,
      que teniendo que ocultar su verdadero pensamiento (como pensamiento expresamente
      formulado) tendría que recurrir a una estrategia de camuflaje, para darlo a conocer
      indirectamente.
           Ahora bien, ¿hacen falta estas proezas interpretativas, para liberar el texto de su
      supuesto conformismo? Yo creo que el dramaturgo, en realidad, se toma esta libertad
      de expresión que el crítico le niega. Sólo que, para comprenderlo, hace falta una lectura
      más bien «incontemporánea de nosotros», que no tiene las miras puestas principalmente
      en hoy día (como, por ejemplo, el conflicto «conformismo-anticonformismo», actual
      por los años 60 y 70 del siglo XX).
           Evidentemente, para los personajes de la pieza es impensable (o casi) resistir
      directamente a la acción injusta del rey; pero esto no impide que ellos -dentro del
      marco estrecho de que disponen- se opongan a la realización de las miras injustas del
      monarca. Este marco estrecho es la concepción de la realeza que llamamos
      «absolutista». Los personajes no se mueven en un espacio utópico, que permite la

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La Estrella de Sevilla, vista por Francisco Ruiz Ramón                                         763

     resistencia directa; estamos antes del siglo de las luces, cuando el derecho a la
     resistencia se proclamaba ya de manera incontrastada, por lo menos en teoría.
          Por eso, yo propongo que el tema de La Estrella de Sevilla es la resistencia al poder
     injusto, pero dentro de los límites impuestos por la monarquía absoluta. Y su «lección»
     sería, que tal resistencia no es imposible. El rey, al final de la pieza, habrá perdido en
     efecto la partida, y aparecerá -moralmente- vencido.
          Según explica Menéndez Pelayo en sus introducciones a las obras de Lope10, la
     recepción crítica de la obra sólo empieza en el siglo XIX, con la refundición hecha por
     Cándido María Trigueros, representada en 1800, bajo el título de Sancho Ortiz de las
     Roelas. El erudito santanderino describe el eco recibido por esta refundición (centrada
     en el personaje de Sancho Ortiz y el tercer acto de La Estrella) por parte de los críticos
     del primer tercio del siglo XIX: Cienfuegos, Munárriz, Marchena, Martínez de la Rosa,
     Alberto Lista, y alguna carta chistosa del canónigo Cayetano María de Huarte". Todos
     ellos reprochan al autor el feroz absolutismo del rey Sancho y el servilismo de Sancho
     Ortiz frente al monarca. A través de sus críticas parece que habla un Ruiz Ramón «avant
     la lettre», sólo que ellos, desconociendo el texto original de La Estrella de Sevilla, se
     pronunciaban exclusivamente sobre la obra de Trigueros. El original de la obra fue dado
     a conocer por Lord Holland, en 1817, y según Menéndez Pelayo, el «primer crítico que
     basó sus observaciones en el texto de la pieza original y no en la refundición» fue Luis
     de Vieil-Castel, cuyos estudios, aunque publicados tardíamente, en 1882, «se remontan
     a 1840»12. Aquí el tono de la crítica cambia completamente. Vieil-Castel exalta el
     «heroísmo corneliano» y la «elevación generosa» de Ortiz, Busto y Estrella. Y el propio
     Menéndez Pelayo se coloca en esta línea, cuando alaba la «enérgica pintura de los
     remordimientos del Rey», la «inmaculada figura de Estrella», los «heroicos arrestos
     de Busto», y ensalza toda la obra como un drama que «nos transporta a la esfera más
     ideal, mostrándonos verdaderos ejemplos de grandeza de alma, sin declamación y sin
     énfasis»13. La crítica alemana, desde mediados del siglo XIX, se había colocado ya en
     este plan14, y la española e internacional de todo el siglo XX se mueve por los mismos

      10 Reproducidas en: Edición Nacional de las obras completas de Menéndez Pelayo, dirigida por Ángel
         González Palencia, vol. XXXII. Estudios sobre el teatro de Lope de Vega, edición preparada por
         Enrique Sánchez Reyes, vol. VI, Santander, 1949, 173-233 [abreviado: M. Pelayo].
      n M. Pelayo, 186-219.
      12 M. Pelayo, 226 s.
      13 Ibid., 232 s.
      14 Schack, Adolph Friedrich von Geschichte der dramatischen Literatur undKunst in Spanien, Berlín
         1845, vol. II, 309, destaca el «profundo arrepentimiento sobre su propio comportamiento», que el rey
         siente al final del drama. Adolf Schaeffer, Geschichte des spanischen Nationaldramas, Erster Band.
         Die Periode Lope de Vega 's, Leipzig, 1890,92, habla del «heroísmo sevillano, que el rey ha conocido
         con espanto». Karl VoBler, Lope de Vega und seine Zeit, München 1932 (21947), 284, afirma «no
         conocer ninguna pieza notable de Lope, que terminara de manera depresiva», y (sin decidirse
         definitivamente por la autoría del Fénix) afirma que incluso La Estrella de Sevilla «quiere tener un
         efecto elevador y está pensado como una glorificación del riguroso sentimiento de honor de la gente
         sevillana».

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764                                                                             Hugo Laitenberger

      derroteros15. Alguno de los críticos modernos incluso habla del «antiabsolutismo» de
      La Estrella de Sevilla, basándose en la idea de que aquí hay dos concepciones de
      monarquía en conflicto, la romano-cesarista y la visigótico-feudal, con causa ganada
      por esta última16. Sobre este «antiabsolutismo», a secas, habrá que decir algo más
      adelante. Pero en lo que se refiere a las concepciones abstractas de «romano-cesarista»
      etc., seguramente ajenas a la conciencia del autor, creo más prudente atenerse a la
      noción de realeza que los propios personajes expresan, por sus palabras y sus actos. De
      ellos se deriva, directamente, el concepto de monarquía implícito en La Estrella de
      Sevilla, y también el grado de oposición posible dentro de este marco. Veamos el caso
      de cada uno de los protagonistas.
          Busto Tobera, para defender la honra de su casa, resiste al rey, por sus palabras y
      sus actos. El propio crítico lo confirma, llamando los dos pasajes siguientes, pronun-
      ciados al enfrentarse con el rey, «una lección de qué es ser rey» {Historia, 164): «Es
      el Rey el que da honor./Tú buscas mi deshonor...» (II, 5; w . 1046 s.)17; «Que no es rey
      quien atropella/los fueros de la opinión...» (II, 5)18.
          Al impartir esta lección, Busto se «protege», pretextando que no reconoce al
      monarca en el adversario que tiene delante. Pero él no busca esta excusa por «confor-
      mismo», sino por ser consciente de los límites impuestos a su resistencia. Ya en ocasión
      anterior, cuando el prometido de su hermana, Sancho Ortiz, se enfurecía porque el rey
      pensaba en darle marido a Estrella, Busto le había recordado estos límites: «¡Sancho
      Ortiz, el Rey es Rey!/Callar y tener paciencia» (I, 9; w . 661 s.).
          Tal es el «remedio» que,provisionalmente, le queda al vasallo. Sin embargo, Busto
      no se resigna. Todo lo contrario; para defender el honor de su hermana y el suyo, Busto,
      desde el primer acto, emplea todas sus dotes diplomáticas, para mantener al rey lejos
      de su casa. En el segundo, cuando el rey ha penetrado ya en su domicilio, se enfrenta
      a él, retándolo a duelo (a la vez que finge no identificarlo). Aquí el rey, que también
      echa mano a la espada, tiene que huir, porque, al aparecer los criados, teme que el
      escándalo se publique. Y, al final, Busto corona su resistencia con una provocación,
      matando a la esclava Natilde, sobornada por el rey para abrirle la casa, y colgando su
      cadáver en las rejas del palacio real, con este comentario:

                     En sus rejas
                     la colgué por su delito;

      15 La excepción es, evidentemente, Ruiz Ramón, con sus partidarios. Por ejemplo, Felipe B. Pedro
         Jiménez y Milagros Rodríguez Cáceres, Manual de la literatura española W. Barroco: Teatro, Cenlit
         Ediciones, 1981, 253-57, que dicen: «El propósito del autor parece ser la exaltación de la nobleza
         sevillana, fiel hasta la muerte a su soberano; pero lo cierto es que el retrato de Sancho IV es el de un
         tirano servilmente venerado. El conjunto del drama presenta una sociedad atrapada en unas
         convenciones y fidelidades que arrastran a la destrucción» (256).
      16 González-Marcos, Máximo, El antiabsolutismo de La estrella de Sevilla, Arbor, 1976, 7-26.
      17 Cf. la explicación de estas referencias entre paréntesis, en nuestra nota 9.
      18 Este segundo pasaje no se encuentra en la edición de Alfredo Rodríguez, pero sí en la Aguilar, citada
         en nota 9. Normalmente citamos el texto que da Alfredo Rodríguez.

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La Estrella de Sevilla, vista por Francisco Ruiz Ramón                                 765

                   que quiero que el Rey conozca
                   que hay Brutos contra Tarquinos. (II, 9; vv. 1371 ss.)

           Este gesto de rebelión, y el comentario que lo acompaña delante del público, en la
      interpretación de Ruiz Ramón no encuentran eco alguno, ni tampoco el último intento
      «subversivo» de Busto que, consciente de los límites de su resistencia se prepara ya a
      huir («Yo he de ausentarme por fuerza»; II, 9; v. 1380), pero antes quiere todavía casar
      a su hermana con Sancho Ortiz, para poner su honor a salvo; intento que se malogra,
      por la venganza del rey, que es más rápida. Busto muere, provocado a duelo por su
      futuro cuñado, que actúa por orden del monarca.
           La «resistencia» ahora pasa a Sancho Ortiz y a Estrella, también muy conscientes
      de los límites que tienen que respetar. Ya en el segundo acto, al enterarse de que el
      adversario, que el rey le manda matar, es Busto, su amigo, Sancho Ortiz protesta: «Mas
      no hay ley que a aquesto obligue», pero en seguida se corrige: «Mas sí hay que aunque
      injusto el Rey/debo obedecer su ley,/y a él después Dios le castigue» (II, 13; vv. 1732
      ss.).
           Cuando el rey manda, hay que obedecer. Aquí, evidentemente, no se proclama el
      derecho natural de resistencia, sino todo lo contrario. Pero la fórmula tampoco es
      «conformista». Sancho Ortiz no duda en llamar al rey «injusto», delante del público,
      y en apelar a la justicia divina.
           Más adelante, bajo la amenaza de la sentencia de los alcaldes, el comportamiento
      de Ortiz hacia el rey se revelará incluso más eficaz que la resistencia más directa
      intentada por Busto. Su actitud demostrará (y tal me parece ser el verdadero sentido
      de la pieza) que, aun con todas las limitaciones impuestas por la monarquía absoluta,
      el vasallo puede resistir al rey, y salir vencedor del conflicto, si bien su resistencia (y
      su victoria) tienen que ser de tipo moral; lo que parecerá una limitación, pero sólo desde
      el punto de vista de hoy día.
           Este aspecto moral del conflicto es muy patente, a través de toda la pieza. El rey
      y su valido, desde el principio, se muestran en efecto sensibles a consideraciones de
      este tipo. En el primer acto, Don Arias, consejero constante del rey, admira el valor de
      Busto y su hermana, que resisten a los intentos en contra de su honra, con estas pala-
      bras:
                     ¡Notable valor de hermanos!
                     Los dos suspensos me dejan:
                     la gentilidad romana
                     Sevilla en los dos celebra.
                     Parece cosa imposible
                     que el Rey los contraste y venza». (I, 13; vv. 815 ss.)

          Y el mismo rey, maquinando la muerte de Busto, confiesa su mala conciencia («Ya
      la piedad me acobarda»; II, 10; v. 1406), comentando así su propio comportamiento:
      «Ya veo,/Amor, que no es este en mí/alto y glorioso trofeo» (II, 10; vv. 1419 ss.).

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766                                                                           Hugo Laitenberger

          Más adelante, cuando Sancho Ortiz encarcelado se niega a nombrar al instigador
     real de su acción, la capitulación final del monarca, en coloquio con su valido, parece
     ya muy cerca: «¡Cómo estoy arrepentido,/don Arias, de mi flaqueza!» (III, 10; w . 2706
     s.).
          Y a continuación, las exclamaciones de admiración para sus adversarios, por parte
     del rey y de Don Arias, todavía se multiplican: «Tal hermano y hermana/piden
     inmortalidad» (III, 10; vv. 2720 s.); «La gente desta ciudad/oscurece la romana» (III,
     10; vv. 2722 s.).
          Será difícil vencer a tales adversarios, y en efecto, en el trascurso de la acción, todas
     las estratagemas, para ocultar la culpa del monarca, fracasarán. Estrella renuncia a
     tomar venganza de quien mató a su hermano, y los dos esposos prometidos, en un
     certamen de magnanimidad, se perdonan mutuamente. Sancho Ortiz, liberado de la
     prisión por Estrella, vuelve a la cárcel por propia voluntad; «heroísmo» que al rey le
     merece este comentario:

                    No he visto gente
                    más gentil ni más cristiana19
                    que la desta ciudad: callen
                    bronces, mármoles y estatuas. (III, 11; vv. 2752 ss.)

          Los «bronces, mármoles y estatuas», que celebran los tiempos pasados, no llegan,
     según reconoce el propio rey, al heroísmo de los protagonistas, cuyas «grandezas
     agravian/la mesma naturaleza» (III, 11; w . 2773 s.).
          Los alcaldes de Sevilla también demuestran su entereza, al rechazar las presiones
     del monarca, a favor del prisionero; otro motivo para el rey de reconocer la superioridad
     moral de sus subditos: «Bueno está. Basta;/que todos me avergonzáis» (III, 16; w . 2899
     s.)-
          Sin embargo, a pesar de tanta sensibilidad para argumentos de tipo moral, el rey
     rehuye hasta el final la confesión pública de su propia culpabilidad. Ésta sólo se
     produce, cuando Sancho Ortiz pide su propia muerte, por haber dado muerte «al hombre
     que más amaba» (III; 18; v. 2919). La victoria moral del subdito, entonces, es completa,
     y el rey declara: «Sevilla/matadme a mí, que fui causa/de esta muerte» (III, 18; w .
     2946 ss.).
          Más no se puede pedir a un rey «absoluto». Sancho Ortiz dice: «Sólo/ese descargo
     aguardaba/mi honor»; (III, 18; vv. 2950 s.); y los alcaldes de Sevilla ahora revocan su
     sentencia:

                    Así
                    Sevilla se desagravia,

     19 Variante de la edición Aguilar: «más gentil ni más bizarra» (con el sentido positivo que tiene esta
        palabra en español).

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La Estrella de Sevilla, vista por Francisco Ruiz Ramón                                     767

                    que pues mandasteis matarle
                    sin duda os daría causa. (III, 18; vv. 2956 ss.)

           Aquí los alcaldes «se conforman», en efecto; o sea: respetan (bajo la cautela
      implícita enunciada por Sancho Ortiz: «A él después Dios le castigue») la prerrogativa
      del rey de decidir, por sí mismo, quién le ha faltado el respeto. La monarquía absoluta
      así se confirma. Pero este rey, por muy «absoluto» que sea, ha tenido que aprender su
      lección, que también le será válida para futuras ocasiones.
           Vista así, La Estrella de Sevilla es una apoteosis del vasallo que resiste al monarca,
      aun bajo las limitaciones de la realeza absoluta. La pieza no termina, como de costum-
      bre, con el elogio al rey, sino con el elogio a los vasallos, por parte del rey y su valido.
      En efecto, cuando los dos esposos prometidos coronan su victoria sobre el rey con la
      victoria sobre sí mismos, renunciando al matrimonio, este elogio ya no conoce límites.
      El rey: «¡Grande fe!»; Don Arias: «¡Grande constancia!» (mientras el gracioso comenta,
      aparte: «¡Más me parece locura!»). El rey, subyugado de admiración, exclama: «Toda
      esta gente me espanta»; lo que el alcalde sevillano, Don Pedro, le confirma, lacónico:
      «Tiene esta gente Sevilla» (III, 18; w . 2997 ss.).
          La Estrella de Sevilla como apoteosis del vasallo, que resiste moralmente y vence:
      he aquí el «mensaje» que se deduce directamente de las palabras y del comportamiento
      de los personajes. Esta «lección» para reyes20 no se esconde detrás de ninguna estrategia
      de camuflaje; al contrario, la pieza sorprende por su franqueza, al criticar al monarca.
           ¿Pero para qué rey sería esta lección? ¿Para Sancho IV el Bravo, que en 1284 hizo
      su entrada en Sevilla? ¿Se querrá corregir aquí, retrospectivamente, a un rey muerto
      hace más de 300 años? Evidentemente no (incluso parece que el argumento de la pieza,
      es decir, toda la historia en torno a Estrella, Busto y Sancho Ortiz, es ficticia, según
      indica Menéndez Pelayo, un poco de mala gana)21. Entonces ¿para qué rey sería la
      lección?
          Ruiz Ramón es contundente al afirmar que tal pregunta carece de sentido. En el
      párrafo quinto de sus «principios metodológicos» expresa:

                    No tiene sentido, por su carga de inescapable reducción, siempre
                    estéril, proceder, al uso de una elemental socio-literatura, a buscar
                    las homologías entre un personaje ficticio B y una persona, o,
                    incluso arquetipo, real B'; o entre una situación ficticia C y una
                    situación histórica C, ni siquiera entre un conflicto ficticio D y un
                    conflicto real D'. {Estudios, 37)

           Sorprende lo apodíctico de esta afirmación, que prohibe buscar la «persona real»
      o la «situación histórica» o el «conflicto real», «detrás» de la ficción. Esta prohibición

      20 Cf. particularmente Jesús García-Várela, «La destrucción del rey en La Estrella de Sevilla»,
         Romance Languages Annual, 1991, 449-53.
      21 M. Pelayo, 230 s.

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     tiene su sentido: Consideraciones «históricas» de este género estorbarían la postulada
     «actualización», el intento de leer el teatro clásico en función de nuestros propios
     «deseos, nuestras obsesiones o nuestras frustraciones». Para ello, conviene vaciar el
     mundo ficticio de sus elementos «históricos» y reducirlo a un esquema más bien
     abstracto y (diría) «estructuralista».
         El rey, para el crítico, forma parte de «un sistema» y recibe su significado de su
     «función» dentro de este sistema:

                    El Rey -llámese Pedro o Felipe o Carlos o, simplemente, el Rey-
                    es la figura que encarna, a nivel de la comunidad nacional, el
                   principio de autoridad, como el Padre o el Marido o el Hermano
                    lo encarnan a nivel de la comunidad familiar privada. Del mismo
                    modo, el Galán y la Dama, no son reflejo social -en cuanto a su
                   función dramática- de los jóvenes de la época, sino las figuras que
                    encarnan, por oposición a los anteriormente mencionados, el prin-
                    cipio de libertad. Todos ellos actúan, según su función, dentro de
                    un sistema de normas específico, del que no se eliminan las contra-
                    dicciones ni las tensiones. Las homologías hay que buscarlas entre
                    las relaciones dentro de un sistema y las relaciones dentro de otro
                    sistema, pero sin dar en la ingenuidad de pensar que cada una de
                    las normas actuantes en el mundo del drama refleja normas homo-
                    logas en el mundo histórico, (ibid., 37 s.)

         Este modelo, «estructuralista», desarrollado generalmente para la comedia del Siglo
     de Oro, según el crítico se adaptaría especialmente a los «dramas de honor» y los
     «dramas del poder injusto»: «Los dos tipos de dramas clásicos donde mejor pueden
     aplicarse estas hipótesis, de valor metodologieo-instrumental, son el drama de honor
     y el drama, al que yo he llamado en otra parte, del poder injusto» (ibid., 38).
          Reducida así, de manera «estructuralista», a-histórica, La Estrella de Sevilla,
     «drama del poder injusto»22, expresaría (más o menos abstractamente) la «relación entre
     el poder y el silencio ante el abuso del poder» (ibid., 42). El mundo histórico concreto,
     al que el mundo ficticio de la pieza tal vez aluda, no interesa:

                    Inútil buscar ningún tipo de correspondencia entre situaciones y
                    personajes del espacio dramático y situaciones y personajes del
                    espacio histórico. Pero si nos atenemos sólo a la configuración de
                    relaciones dentro del sistema del drama y de la sociedad coetánea
                    las correspondencias se dibujan nítidas, (ibid., 42)

         Aquí el término «sociedad coetánea» queda ambiguo. No se sabe si se refiere al
     siglo XVII o al XX. Pero aun en el primer caso, la concesión, para la interpretación de
     la pieza, queda sin consecuencias. Porque la función del modelo interpretativo es otra;

     22 Para nosotros: «drama del poder injusto vencido y convertido a mejores luces y propósitos».

AISO. Actas V (1999). Hugo LAITENBERGER. «La Estrella de Sevilla», vista por Fra...
La Estrella de Sevilla, vista por Francisco Ruiz Ramón                                            769

     y la sociedad «coetánea» de La Estrella de Sevilla, la historia concreta, queda fuera de
     perspectiva.
         Antes de seguir con estas consideraciones, convendrá aclarar lo que aquí entende-
     mos por «historia». En el caso de La Estrella de Sevilla, concretamente, se trata de dos
     cosas diferentes: la época de Sancho IV (finales del siglo XIII), en la que la acción se
     sitúa; o, al contrario, la época del autor y su público, es decir, según las hipótesis más
     probables, los años 20 del siglo XVII23.
         Ahora bien, renunciar a la historia en el primer sentido, no presenta gran problema.
     Un casi axioma de la Historia de la literatura española reza que, para la comedia del
     Siglo de Oro, el rey —«llámese Pedro o Felipe o Carlos»— si en parte es el rey de tal
     nombre24, es también, y sobre todo, el rey contemporáneo del autor y su público25. La
     renuncia a la historia en este segundo sentido, significaría, pues, renunciar simplemente
     a la comprensión de la pieza.
         Como queda especificado en nota (al pie de la página), varios críticos, últimamente,
     han contribuido a dilucidar las relaciones concretas entre La Estrella de Sevilla y la
     historia de principios del siglo XVII (momento de su composición)26. Según ellos, la
     «lección» que la pieza parece impartir a Sancho IV y su valido, sería en realidad una
     lección para el rey «contemporáneo », Felipe IV y su valido Olivares (que en 1624, en
     efecto, visitaron Sevilla, viaje ya insólito, después de la fijación de la corte en Madrid
     y el Escorial). Ésta sería la actualización que históricamente se ofrece (incluso se
     impone por el hecho, ya aludido, de que el argumento de la pieza parece una invención
     de dramaturgo, que con esta historia seguramente tenía en mente su propio tiempo).

     23 M. Pelayo, 173: «posterior a 1618». Alfredo Rodríguez, en su edición, citada en nota 9, propone el
        período de 1617-20 (70), con una «reelaboración hecha... hacia 1623-4» (105). Ruth L. Kennedy, en
        un artículo citado en nota 26, siguiendo a Cotarelo («1623»), prefiere 1623/24 (357).
     24 M. Pelayo, 231 s., aun destacando, más que otros críticos, la relativa «capacidad» de Lope, de pintar
        costumbres de otros siglos, hace, sin embargo, una excepción para nuestra pieza: «Lope era muy
        capaz de haber retratado con su propio y adecuado colorido las costumbres del siglo XIII, como lo
        hizo con las de otras épocas más remotas; pero en el caso presente lo que añadió tiene el sello del
        siglo XVII, tanto en la exageración de la lealtad monárquica, como en la sutil casuística del honor».
     25 Cf. lo ponderado por Menéndez Pelayo en la nota anterior. Más decidido Schack, que subraya el
        «rasgo característico» del teatro español de «reflejar, en todo lo que representa, el presente y
        alrededor más inmediato, en el que él mismo vive» (afirmación citada y asumida por VoBler en su
        libro, nota 14, 232 s.). Vieil-Castel, citado en M. Pelayo, 229, expresa, refiriéndose a las
        «costumbres» descritas por el teatro español del siglo XVII: «Estas costumbres han existido, pero no
        en el tiempo en que los poetas colocan la acción de sus dramas, sino en aquel en que los escribían».
     26 Kennedy, Ruth L., «La Estrella de Sevilla, reinterpreted»; en: Revista de Archivos, Bibliotecas y
        Museos, Madrid 1975,385-408. Kennedy cita, entre otros, el interesante artículo de Jean Vilar sobre
        «Formes et tendances de l'opposition sous Olivares: Lisón y Viedma, defensor de la patria»,
        publicado en Mélanges de la Casa de Velázquez, Madrid 1971, 263-94.
        De Armas, Frederick A., «Un nuevo Hércules y un nuevo sol: la presencia de Felipe IV en La Estrella
        de Sevilla», en: Lecturas y relecturas de textos españoles, latinoamericanos y US latinos, Asociación
        Internacional de Hispanistas, University of California, 1994, 118-26.
        Sieber, H., «Cloaked History: Power and Politics in La Estrella de Sevilla», en: Gestos: Teoría y
        Práctica del Teatro Hispánico, Irvine, 1994, 133-45.

AISO. Actas V (1999). Hugo LAITENBERGER. «La Estrella de Sevilla», vista por Fra...
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          Al contrario de lo que mantenía Máximo González-Marcos, La Estrella de Sevilla
      no es «antiabsolutista» en un sentido estricto27. Los mismos alcaldes de Sevilla dicen:
      «Pues nadie en los reyes manda» (III, 12; v. 2813). Se trata de una lección para reyes,
      pero dentro de las circunstancias históricas del siglo XVII. Esta interpretación,
      históricamente pertinente, está también implícita en los muchos críticos que, a lo largo
      de todo el siglo XX, han destacado el heroísmo sevillano, y no el conformismo de los
      personajes. Ya Busto Tabera, en su confrontación con el rey, decía: «Así aprenderá a
      ser Rey/del honor de sus vasallos» (II, 5; w . 1084 s.).
          Aquí un protagonista nos explica el sentido de la pieza; gran prueba de que los
      personajes, a veces, son más omniscientes que los espectadores. Y gran prueba también
      de que sus conflictos no son siempre directamente transferibles a «hoy día». La
      «demasiada actualización», para volver a mi lema polémico del principio, tiene un
      precio muy alto: renunciar a la historia concreta significa también renunciar a la riqueza
      de la vida misma y sus potencialidades.
          Lo que precede quiere ser una defensa no sólo de la historia, sino también del oficio
      de historiador de la literatura. Aquí no se trata de negar el derecho de «actualizar», que
      tienen los «hombres de teatro», directores y actores, que ponen en escena una pieza.
      La Revolución Soviética trasformó Fuenteovejuna, obra de inspiración monárquica
      sobre la rebelión de una población andaluza, en una pieza del proletariado revoluciona-
      rio.Tales trasformaciones no deben ni pueden impedirse. Una de las tareas del historia-
      dor de la literatura, sin embargo, consiste en recordar, frente a esta adaptación, que tal
      no fue el sentido original de la pieza, ni para Lope, ni para su público.

       27 Artículo citado en nota 16.

AISO. Actas V (1999). Hugo LAITENBERGER. «La Estrella de Sevilla», vista por Fra...
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