Escasos monstruos sobre las tablas del Siglo de Oro Antonia Petro

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Escasos monstruos sobre las tablas del Siglo de Oro

                                           Antonia Petro
                             Loyola Marymount University

  Resumen
  Una de las reacciones al desengaño barroco provocado por las crisis económicas, políticas y sociales de la
  época quedó reflejada en el arte áureo donde lienzos y páginas se llenaron de personajes imperfectos, de-
  formes, grotescos, en muchas ocasiones, monstruosos, que reflejaban el nuevo sentimiento de la época y
  contrastaban con los innumerables dioses y ninfas mitológicos que habían dado forma al canon renacentista.
  Pero curiosamente, esa figura del monstruo, que tan bien encajaba en la estética y la ideología barrocas, no
  permeó de igual modo toda la literatura, y mientras no tenemos problemas en encontrarlos en tratados de
  filosofía, libros de medicina, avisos e incluso romances, la comedia española del XVII, el género más popular
  de la época, no coloca sobre las tablas ni un solo “monstruo” original como protagonista ni crea un hilo na­
  rrativo que no esté basado en las ya conocidas historias de los avisos y relaciones.

    La idealizada perfección renacentista y el optimismo reinante en la época, impulsados por la
prosperidad económica, las ideas humanistas y el haber dejado atrás la intolerante e inflexible
sociedad medieval, no duraron demasiado en España. Las ideas del Renacimiento llegaron tar-
de y se fueron pronto, en cuanto la crisis del XVII (económica, política y social) empezó a asomar
en Europa calando con excesiva dureza en la España de los Austrias. Es Maravall quien ahonda
en esa importante conexión entre la crisis económica y social de fines del XVI, una combinación
que duró lo suficiente para que la respuesta se sistematizara en lo que llamamos cultura del Ba­
rroco (61). La reacción a ese engaño, a esas mentiras que hicieron creer que la belleza y juventud,
y sobre todo el oro, durarían para siempre, no se hizo esperar en el arte. Lienzos y páginas se
llenaron de personajes imperfectos1, deformes, grotescos, en muchas ocasiones, monstruosos,
que reflejaban el nuevo sentimiento de la época y contrastaban con los innumerables dioses y
ninfas mitológicos que habían dado forma al canon renacentista. Significativamente, la moda
de los libros de caballerías pareció decaer en 1588, con la derrota de la Invencible; y la expulsión
definitiva de los moriscos en 1609, acabó con este grupo de novelas en las que los idealizados
moros se comparaban a sí mismos con Sálmacis y Narciso. Como explica David Castillo en Ba­
roque Horrors, “An imitation of nature and the early Renaissance search for classic harmony and
proportion are progressively abandoned in favor of artificial modification, metaphoric creation,
dissonance, rarity, disproportion, and sensationalist novelty” (24), lo monstruoso se coloca en un
lugar privilegiado dentro de la cultura y literatura barrocas. Pero curiosamente, esa figura del
monstruo, que tan bien encajaba en la estética y la ideología barrocas, no permeó de igual modo
toda la literatura, y mientras no tenemos problemas en encontrarlos en tratados de filosofía,
libros de medicina, avisos e incluso romances, la comedia española del XVII, el género más

1        Recordemos cuadros de Velázquez como El bufón “Calabacillas” (también conocido como Bobo de Coria), El
niño de Vallecas, el retrato de Sebastián de Morra, e incluso casos más extremos como la Barbuda de los Abruzzos de
José Ribera.

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popular de la época, no parece haber tenido mucho interés en los nuevos personajes de moda.
     La figura del monstruo tiene el problema añadido de su ambigüedad, o por lo menos, su
inconsistencia, pues a la hora de definir qué era o se consideraba monstruoso en la época, sur-
gen diferentes teorías e interpretaciones2. Como explica Ettinghausen, había varios tipos de
monstruos: humanos, semihumanos, fabulosos y alegóricos; y resulta casi imposible distinguir
netamente entre los casos (37). Aparte del problema de su clasificación, aparece el de la con-
fusión entre lo monstruoso y lo grotesco3, que en algunos críticos acaban identificándose, pero
cuya diferenciación es importante en este artículo. Si bien la comedia española del Siglo de Oro
presenta buen número de personajes grotescos (excesivamente deformados en ocasiones hasta
parecer caricaturas4), el monstruo como tal no aparece, como veremos, en la gran mayoría de
ellas; e incluso cuando los autores deciden incluir monstruos mitológicos en su trama, la pre­
sencia del gracioso en gran número de estas escenas nos hace cuestionarnos si se quería que la
audiencia los tomase realmente en serio (Leavitt 81).
     Por supuesto que los monstruos ya existían en el mundo medieval, no hay más que recordar
el bestiario más popular de Europa en la Edad Media, El fisiólogo (Physiologus), traducido en nu-
merosas lenguas y que contenía un conjunto de descripciones de diversos animales, criaturas
fantásticas, plantas y rocas, incluyendo anécdotas, sentencias morales y cualidades simbólicas
de los mismos; pero el escepticismo renacentista se dedicó a cuestionar el bestiario del medievo
cuya realidad empezaba a parecer dudosa. El mundo antiguo parecía admitir todo un universo
de criaturas híbridas, animales fantásticos y seres humanos prodigiosos cuya existencia real se
daba por buena, pero el siglo XV y las ideas humanistas alentaron la observación positiva de
la naturaleza, y la curiosidad se vio estimulada por seres reales y de existencia contrastada que
fascinaron al Siglo de Oro. Así, se intentaron descartar los monstruos relacionados con mitos
y leyendas, y se esforzaron en documentar la existencia real de lo prodigioso explicado desde
distintas disciplinas. De esta manera, durante el Renacimiento y Barroco, muchas de las criatu-
ras reales que habían pertenecido al universo teratológico, se convirtieron en objeto de estudio
para la ciencia.
     Alixe Bovey, en su completo estudio Monsters and Grotesques in Medieval Manuscripts, ya co-
menta que pese a que muchos de los monstruos medievales son productos fantásticos de in-
vención artística, no todos pueden ser considerados simplemente producto de la imaginación
(6). De hecho, en esta época, los monstruos servían dos funciones principales: moralizadora
y de entretenimiento. Los autores eclesiásticos no dudaban en interpretar “outward, physical
deformity as a sign of inner, moral corruption” (Bovey 40), ni tampoco perdían la oportunidad
de convertir cualquier tipo de prodigio en una señal del Cielo dispuesto a castigar los vicios y
pecados de sus contemporáneos. A la vez, las historias de monstruos conseguían fascinar a su
auditorio. El entretenimiento, valor en alza en la sociedad renacentista, siguió siendo un factor
importante en la aparición de monstruos en los libros de viajes e incluso los tan afamados libros
de caballerías (Park and Daston 37), pero el mundo científico empezó a esforzarse en explicar e

2         En el Tesoro de la lengua castellana (1611), Covarrubias definía monstruo como “qualquier parto contra la
regla y el orden natural.” Definición que, por supuesto, podía abarcar infinitas posibilidades. Al fin y al cabo, como
comenta Eco en su Historia de la fealdad, “un objeto bello siempre tiene que seguir ciertas reglas … La fealdad, en
cambio, es impredecible y ofrece un abanico de posibilidades.”
3         Hay incluso una distinción entre el monstruo y el prodigio. Para el jesuita Gracián, por ejemplo, el pro-
digio tiene resonancias positivas, pero “todo lo contrario se predica de los monstruos, figuras recurrentes … como
imágenes del desorden y del pecado” (Checa 204).
4         Recordemos, por ejemplo, a don Lucas de Cigarral en la obra de Rojas Zorrilla Entre bobos anda el juego; al
pretendiente tuerto con ojo de plata que disgusta a la melindrosa Belisa de Lope; o incluso a su infanta barbada en
la comedia burlesca La ventura sin buscarla.

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incluso justificar este tipo de personajes que tuvieron gran difusión en la sociedad barroca, pues
apoyaban el escepticismo ante el endiosamiento de la figura humana, propio de los modelos
clásicos renacentistas (Río Una era 119).
     El primer obstáculo al que nos enfrentamos, como he comentado, es la interpretación del
término monstruo5. En el siglo XVII, según señala Elena del Río, coexistían tres teorías princi-
pales: la que procedía del aristotelismo veía a los seres deformes como ajenos al orden natu-
ral, menoscabando el proyecto universal y, por tanto, moralmente reprobables; una segunda
tendencia los incluía en el plan natural, aunque como excepción a la norma; por último, la
ideología agustiniana mantenía que “la única forma de ser digno de estimación consiste en ser
raro, único y singular” (Una era 42). En un estudio reciente, el Tratado de monstruos de Héctor
Santiesteban, el autor se adentra en épocas diversas y culturas alejadas de la occidental para
definir a tan controversial figura; y utiliza un enfoque interdisciplinar, psicológico, etológico,
mitológico, simbólico, filosófico y antropológico (14) para analizarla y clasificarla hasta llegar a
alcanzar su propia definición de monstruo basada en tres cualidades: ser fabuloso, terrorífico y
significativo (82). Un nuevo punto de controversia, en ese afán del Siglo de Oro de documentar la
existencia real de lo prodigioso, eran las causas. De acuerdo a Ambroise Paré, en su obra Mons­
truos y Prodigios, hay hasta trece causas, tan diversas que van desde la gloria de Dios, hasta la
cantidad excesiva de semen en el hombre, el modo inadecuado de sentarse de la madre, y, cómo
no, la intervención de demonios y diablos. Aunque la más lógica para nosotros sería la novena:
enfermedades hereditarias o accidentales, en la época se llegaba a incluir como causa de un
nacimiento monstruoso el engaño de los malvados mendigos itinerantes. Lo que sí parece cier-
to, pese a todo, es que había una nueva tendencia a enfatizar “natural causes over supernatural
ones” (Park and Daston 41).
     Pese a la dificultad en definirlos e interpretarlos, no cabe duda acerca de la fascinación del
Barroco por esta figura monstruosa. Una fascinación que iba mucho más allá de las fronteras
españolas, pues de acuerdo a Park y Daston, “they appeared in almost every forum of discus-
sion in the sixteenth and seventeenth centuries. Philosophers like Bacon incorporated them
into treatments of … natural history; civil and canon lawyers debated the marriageability of her-
maphrodites” (22); y el público, en general, leía fascinado la literatura que se producía sobre el
tema. En “Unnatural Conceptions” se nota, incluso, el cambio en su trayectoria en los títulos de
obras francesas e inglesas que, ya a finales del siglo XVI, pasaron de describir al monstruo como
horrible, terrible, effrayable, espouventable, a utilizar adjetivos como strange, wonderful y merveilleux
(35). La gran difusión de esta figura se debe, por tanto, a tres motivos principales: el primero, la
reacción a la perfección e idealismo renacentistas6; el segundo, como ya se ha mencionado, el
deseo de explicar, desde las nuevas disciplinas científicas, la existencia de los prodigios natu-
rales; el tercero, que encaja perfectamente en el nuevo mundo materialista y en crisis del XVII,
el provecho económico, aspecto en el que nos detendremos un momento.
     De acuerdo a Elena del Río, “El nacimiento de un ser monstruoso es una bendición para
sus progenitores, y aún para sí mismo, caso de sobrevivir, puesto que tenía posibilidades de
ganarse la vida exhibiéndose” (Una era 119). En un Madrid donde llegó a haber más de 3000
indigentes, los mendigos y pedigüeños eran parte del paisaje urbano, y la competencia hacía
que los ingenios se agudizasen para llevarse la ansiada limosna. Salas explica que se conocen
5        Una dificultad añadida, como explica Insúa, es que, al llegar el siglo XVII, los términos prodigio, monstruo,
portento y ostento, fueron atenuando las diferencias en su significado y prácticamente, se convirtieron en sinónimos
(150).
6        Para Lara Garrido, la estética barroca es precisamente “an aesthetics that prefers whatever is opposed to
the archetypical beauty of Neoplatonic idealism” (101)

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casos de quienes han utilizado incluso a niños y en su ánimo de lucro, han llegado al extremo
de lisiar a los pequeños o cegarlos con hierros candentes (88)7. En la misma literatura de la épo-
ca, encontramos a personajes como Pablos quien, con doce puntos en la cara y muletas, afirma
que “ganaba mucho dinero” (Quevedo 278), y describe al líder del grupo que se ataba “con un
cordel el brazo por arriba, y parecía que tenía hinchada la mano y manca, y calentura, todo
junto” (Quevedo 278-9). Así, como afirma Carranza, en el siglo XVII, lo extraordinario comenzó,
como nunca, a tener un valor mercantil (7). Ya fuera por el atractivo de una nueva estética que se
enfrentaba a la renacentista, ya por curiosidad, afán científico o porque lo deforme, lo “mons­
truoso”, reflejaba ese nuevo mundo barroco en crisis, donde la simpleza y armonía renacentista
habían dado paso a lo complejo y caótico, lo cierto es que el monstruo era admirado tanto en
plazas8, como en cortes. Allí, las criaturas deformes, bufones y trúhanes, con su imperfección,
conseguían que reyes, nobles y cortesanos se sintieran más majestuosos y pulidos (Bouza 20).
Vemos, por tanto, cómo “La cultura española del siglo XVII hace del prodigio un objeto de élite
… un espectáculo popular, teatral, noticioso e impreso … El prodigio se ha convertido en una
de las respuestas culturales a la crisis” (Río Una era 228). Respuesta, además, a distintos niveles:
estética, ideológica y económica a la vez.
     Debemos agradecer a Del Río el exhaustivo estudio sobre la naturaleza del monstruo, su
presencia en las calles y en los géneros informativos de la época, pero necesitamos ir más allá
y preguntarnos, en este artículo, dónde y cómo aparecen, específicamente, los monstruos en la
literatura española de la época. Las obras más conocidas por su extenso y frecuente tratamiento
del monstruo son los avisos o relaciones, y no solamente en España, pues Park y Daston comen-
tan que “the appeal of the monsters … was first and foremost popular, and their spiritual home
… was the broadside ballad” (28)9. En España, a estos pliegos informativos se les llamó relaciones
de sucesos, y fueron los primeros impresos de noticias hasta La Gaceta en 1661. A la par que en
los países vecinos de Inglaterra y Francia, estos avisos se vieron plagados de acontecimientos
extraordinarios, sobrenaturales y, en su mayor parte, inverosímiles. No hay que olvidar, como
señala Claudia Carranza, la validez propagandística de los sucesos extraordinarios, que servían
para avalar determinadas creencias, doctrinas religiosas y sucesos políticos (6). También en Es-
paña la presentación del monstruo tenía una estructura determinada: se propaga la noticia ver-
bal; se introduce la presencia del rey o de una autoridad que dé credibilidad al suceso; se esboza
y se hace circular el dibujo provisional del ser. Lo curioso, como afirma Elena del Río, es que
muy raras veces se sabe en qué paró la historia, ni tenemos noticias de una visita al rey, ni de
una llegada a la corte. El monstruo ha cumplido la función de ser noticia (Una era 143). Al fin y
al cabo, en un siglo XVII golpeado por la ruina económica, las interminables guerras, la peste
y las hambrunas, los impresores españoles que se encontraban en una situación apurada, se
decantaban por incrementar la producción de libros efímeros y de gran venta, como los pliegos
de cordel y las relaciones de sucesos que, pese a estar reñidos con la literatura de calidad, abas-
tecían a las masas (Moll 101-102).

7        Carlos García, en La desordenada codicia de los bienes ajenos, comenta la execrable práctica de mendigos y po-
bres que tuercen los pies o manos de sus hijos al nacer para que destaquen en el oficio y les ayuden a juntar dinero
(118).
8        Park y Daston señalan que a mediados del XVI, “monstrous children and animals were brought to town
for public display” y ya en 1600, “monsters were a prominent attraction at Bartholomew Fair in London and contin-
ued as such into the eighteenth century” (34)
9        Tan comunes eran, que había incluso una estructura específica para las noticias sobre este tipo de
fenómenos: “Most monster broadsides began with a provocative title, a schematic woodcut of the child or animal
involved, and a brief description of the circumstances of this birth, while the bulk of the sheet was given over to an
interpretative section, in poetry or prose” (Park and Daston 28).

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Aunque lo cierto es que no todas las relaciones se basaban en hechos fantásticos e in-
verosímiles con el propósito de darle al pueblo lo que le gustaba o con fines propagandísticos.
Algunas de las noticias nos recuerdan que se consideraban monstruosos casos relacionados con
la obesidad, el enanismo, los partos múltiples, partos de siameses, seres humanos con algún
miembro sobredesarrollado, etc. Así lo podemos constatar en los ejemplos que aparecen en el li-
bro de Ettinghausen, Noticias del siglo XVII, donde encontramos desde el parto de hermanos sia­
meses en Tortosa en 1634, hasta la niña gigante natural de Bárcena (y pintada por Carreño bajo
el significativo título “La monstrua”), pasando por relaciones claramente fraudulentas como la
del nacimiento en Cagliari, en 1658, de un niño cubierto de conchas.
    Si la figura del monstruo era personaje recurrente (y muy popular) en avisos y relaciones, no
lo era menos en las crónicas relacionadas con las Américas. Como explica González Echevarría,
“many of the animals found in the New World were strange if seen through the systems of
classification known in those days, their description inevitably led the chroniclers toward the
figure of the monster” (102). Se enfrentaban los españoles a flora y fauna desconocidas para ellos
que, por salirse de la norma o de las clasificaciones aceptadas en el viejo mundo, adoptaban el
adjetivo de monstruosas10. Así, el cronista español más importante de su tiempo, Antonio de
Herrera y Tordesillas, nos habla de una serpiente con pies y alas y otras culebras fantásticas;
mientras que Alvar Núñez Cabeza de Vaca trata de un ser hermafrodita que vivía debajo de la
tierra. Como afirma Maura, “ni siquiera el más respetado y concienzudo padre de la etnología
moderna, Fray Bernardino de Sahagún, en su Historia General de las Cosas de la Nueva España, se
escapa a la fábula” (217).
    Las criaturas sobrenaturales aparecen en los documentos de Indias desde el primer mo-
mento. Ya en las crónicas de Colón, surgen “monstruos” con forma de hombre en la cara y que
Maura piensa que eran casos reales de alguna foca bigotuda o manatí comunes en el Caribe
(219). En este caso, la comedia sí se hizo eco de la fascinación por el carácter extraordinario del
“monstruo”, y el mismo Fénix de los Ingenios, en su obra El nuevo mundo, pone en boca de sus
personajes descripciones de
                 Peces son, peces que braman:
                 que andando por esas islas
                 a hartarse de carne humana,
                 se han comido aquesos hombres. (967)
O cuando Tapirazú habla
                 de los gigantes que un tiempo
                 vinieron a estas montañas.
                 Eran hombres de la altura
                 de un pino… (968)
En la misma comedia, Tecué describe a un hombre con dos cabezas, “y la una a la mitad/del
cuerpo.” (976). De esta misma criatura se dirá que tiene las orejas largas, abiertas y levantadas;
el pecho ancho; las piernas delgadas, “y tiene cuatro” (977), tal y como veían los nativos a los
conquistadores subidos a lomos de sus caballos.
    Pero probablemente sea en los tratados médicos y en los de filosofía natural donde la pre­
sencia del monstruo resulte más común en la época áurea. En dichos tratados, por supuesto, no
sólo se describe e intenta clasificar a las criaturas monstruosas, sino que se intenta encontrar las
causas de sus deformaciones. Algunas causas eran tan poco científicas como la creencia de que

10     Fue Peter Martyr d’Anghiera el que inicialmente diseminó la nueva zoología americana.

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la imaginación podía cambiar el feto, actuando durante la concepción y de modo más frecuente,
por medio de un retrato que se halle en la habitación (Río Una era 47) o incluso la aprehensión
de la madre, más comúnmente conocida como antojo. Lo cierto es que fue en esta época cuando
nacieron los libros centrales de teratología manejados por los eruditos auriseculares: las Histo­
rias prodigiosas y maravillosas de Rierre Boaistuau y Francisco Belleforest (traducidas al español
en 1585); la Curiosa filosofía (1630) del jesuita Nieremberg y los Desvíos de la naturaleza. O tratado
del origen de los monstruos (1695) del cirujano Rivilla Bonet y Pueyo (Insúa 151).
    Hubo, definitivamente, una transición de la figura del monstruo de la literatura médica (que
incluye tratados de zoología, anatomía, biología) a la popular, hasta llegar a la comedia11; pero
esta llegada, he aquí lo extraño para tratarse del género más popular del XVII, no fue tan re­
levante como se podría imaginar. De hecho, Barrionuevo es el que menciona una de las pocas
comedias en las que un monstruo es enteramente protagonista (Río Una era 133), la comedia de
Don Enrique, el de la espalda de carnero, escrita por Rosa y representada en septiembre de 1655 en
Madrid. Por desgracia, no sabemos si la comedia fue escrita por Cristóbal de Rosa o Diego de
Rosa, y el catálogo de Barrera y Leirado12 no registra ninguna comedia con este título.
    En cuanto a las comedias que sí parecen tratar con el confuso concepto barroco del mons­
truo, las obras de Calderón se mueven más en el aspecto simbólico del término que en el li­
teral. Es cierto que la palabra monstruo y su correspondiente adjetivo monstruoso aparecen en
innumerables ocasiones13, pero se refieren a personajes como Segismundo, donde se ve a un ser
humano viviendo como fiera, apartado de la sociedad de modo antinatural, o a Rosaura, mujer
en traje de hombre defendiendo su honor. Ambos en contra del orden natural, de lo que es
considerado “normal” para el estatus quo, pero en ningún momento, vemos seres maravillosos
por sus peculiares características físicas. Un tipo de seres que sí aparecen con más frecuencia
en Lope: en El vellocino de oro destaca la presencia de un dragón; en El Perseo, vemos a Medusa
con su cabeza repleta de serpientes y el mismo Pegaso, el caballo alado, aparece en la obra; en El
amor enamorado, encontramos a la infame Pitón echando fuego por la boca, antes de que Febo
le corte la cabeza. Monstruos muy poco originales, podemos concluir, puesto que provienen de
la mitología clásica. Un testigo que parece haber recogido Calderón quien, en sus Fortunas de
Andrómeda y Perseo, introduce a la Hidra de siete cabezas y al famoso Can Cerbero.
    Esta situación nos hace preguntarnos, dónde están entonces los monstruos que tan bien en-
cajan en la estética e ideología barroca. Puesto que, como afirma Río Parra, “cada libro de viajes,
historia natural, diario de navegación y novela de aventuras se veía obligada a mencionar la
existencia de razas monstruosas” (“Entre historia” 63); por qué, entonces, el género más popular
en la época, tan dispuesto a darle al vulgo lo que el vulgo quiere, no se hace eco de la fascinación
e interés popular por estos personajes. Pese a todo, encontramos dos ejemplos interesantes sa-
lidos de la pluma del Fénix, que conviene tratar más despacio: Los porceles de Murcia y El animal
de Hungría.
    Lope de Vega basó Los porceles de Murcia en dos relatos: el de la condesa Margarita, que

11       González Echevarría, analizando el corpus calderoniano, comenta sobre la palabra monstruo que “rare is
the play in which the word does not appear several times, and very few indeed are those in which the characters do
not utter it at least once.” (81)
12       Catálogo bibliográfico y biográfico del teatro antiguo español: desde sus orígenes hasta mediados del siglo XVIII.
Madrid, M. Rivadeneyra, 1860.
13       El mismo Lope fue denominado “Monstruo de la naturaleza” por Cervantes, apodo que caló con éxito
entre sus contemporáneos en alusión a su prolífica producción. Aunque lo ambiguo del término, y el hecho de que
usara monstruo en lugar de prodigio, ha hecho pensar a algunos estudiosos que bien podía referirse a su escandalosa
vida personal, con buen número de amantes e hijos, y no sólo a su obra literaria, cuya popularidad, en su época,
sobrepasó con creces a la del padre del Quijote.

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acentúa la maldición y el adulterio, y el recogido por A. de Salazar sobre la historia de la familia
Porcels, cuya madre quiere deshacerse de los seis niños que son salvados por el padre (Río Una
Era 60). Pero incluso en este caso, Lope decide no exprimir el aspecto monstruoso de sus refe­
rencias. La condesa Margarita parió 364 hijos de golpe, y no sólo el parto fue monstruoso, sino
que las criaturas, desde el punto de vista médico, también lo eran, pues como explica Rivilla
Bonet y Pueyo en sus Desvíos de la naturaleza. O tratado del origen de los monstruos, “siendo tan
pequeños que ha haber vivido hubieran sin duda sido pigmeos” (Río Una Era 61). En Los porceles,
Doña Ángela pare gemelos, y tras su maldición a Lucrecia (“Que de un parto tantos paras/ que
tu lengua te condene” (428)), ésta da a luz a siete niños que gozan de buena salud y se convierten
en gallardos mozos en su juventud. Lo realmente monstruoso, por tanto, en la obra, es el deseo
de la madre de ahogar a seis de sus hijos para que el marido no la mate a ella, hecho que se men-
ciona en la conclusión del tercer acto, pero que, ante el asombro del lector moderno, no parece
tener mayor repercusión en la acción a la hora de lograr el deseado “final feliz”.
    En cuanto a El animal de Hungría, Río Parra sostiene que una versión del pliego sobre el
mons­truo de Buda14 es la fuente inicial de esta obra (“Entre historia” 67). Parece obvio que Lope
tiene el grabado de tal monstruo en la memoria, como también debían tenerlo sus contemporá-
neos. De hecho, es interesante que, en la misma obra, se diga que “Ya su retrato anda impreso
/ y se cantan cada día / las coplas de sus traiciones” (Acto I vv. 525-27). Como afirma Río Parra
en su artículo, “el ser retiene suficientes características (amén de su procedencia) como para
asegurar que se trata originariamente del monstruo de Buda, ilustrado en el pliego: vive en lo
más fragoso de las montañas de Hungría, es vegetariano y asalta a los campesinos para robarles
pan” (68). Sin embargo, hay una clara inconsistencia en su descripción, pues aunque es cierto
que Teodosia viste pieles de ovejas, cabras y otros animales que ella misma ha curado al sol para
hacer vestidos, Lauro, al verla por primera vez, confiesa estar admirado “De ver tu rara belleza”
(Acto I v. 16). Una belleza que contrasta con los comentarios del pueblo que la describe de modo
muy diferente: “Tiene el rostro hacia adelante,/ las espaldas hacia atrás / y el cuerpo como un
gigante” (Acto I vv. 548-50). Y mientras Llorente afirma al encontrarla que “¡Los ojos tiene de
fuego!” (Acto I v. 614), apenas 30 versos más adelante, confiesa haberse aficionado “a su cara,
que es tan bella” (Acto I v. 644). Parece, por tanto, que es el miedo o la imaginación colectiva y la
leyenda que ha creado, lo que lleva a los del pueblo a describir a Teodosia como una fiera, pues
aunque se cubre la cara con los cabellos para que no la reconozcan, queda claro que su belleza
no se ha marchitado ni con los años ni con su agreste vida. Al fin y al cabo, también se dice de
ella que “… sabe correr y hablar,/ y aun sabe forzar doncellas” (Acto I vv. 535-6), más de seis de
hecho, aunque el mismo Bartolo comenta ingeniosamente “Si no es que el miedo/ las ha obli­
gado a mentir” (Acto I vv. 538-9). Una beldad similar adorna a Rosaura (la hija, en realidad su
sobrina, adoptada por la fiera) que deslumbra a Felipe y lo lleva a enamorarse de ella convirtién-
dola, al final, en su esposa. Curiosamente, es Rosaura la que exhibe más características mons­
truosas, no en su bello rostro, sino en su personalidad, pues se rebela continuamente al orden
establecido, es agresiva y violenta, descalabra en una escena a Velardo, y llega a exclamar que
despedazó animales, tiñendo las aguas del río “con la sangre de las fieras” (Acto II v. 1026). No
hay, por tanto, nada nuevo bajo el sol, la obra sigue exhibiendo damas bellas y galanes apuestos
enfrentados a amores imposibles, engaños, celos, enredos y dilemas de honor. Hay un final feliz,
14       La crítica opina que dicha figura tiene su origen en un pliego de alrededor de 1664 que relata las hazañas
del Conde Nicolás Serini que capturó un monstruo de origen tártaro (precisamente es conocido como “el monstruo
de Buda” por la ciudad en que fue capturado), aunque es probable que el monstruo fuese conocido en España con
anterioridad. Los diferentes retratos y pliegos que hacen referencia a la figura, demuestran que siguió interesando
hasta finales del XVIII.

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donde, aparentemente, se restaura el orden y se establece la justicia poética, y el matrimonio se
concibe como premio a la virtud. Sólo que en esta ocasión, Lope conecta a sus personajes con
los de una relación de sucesos que sabe goza del gusto popular o como explica Parra, se apropia
de la retórica de los pliegos sueltos en su propio beneficio, volviendo a vender una vieja noticia
como novedad (“Entre historia” 68) y, en el proceso, consigue llenar corrales.
     En una comedia lopesca más temprana, Nacimiento de Ursón y Valentín, hay una historia
simi­lar a la de Rosaura, raptada al nacer por el monstruo Teodosia15. Ursón es raptado, también
recién nacido, por una osa y cuando aparece veinte años después, es un monstruo al estilo de
las dos damas húngaras protagonistas de El animal. Aunque Ursón, mucho más lascivo y feroz
que Rosaura, parece encajar en realidad en la tradición del hombre salvaje, un personaje que
plantea preguntas filosóficas sobre quiénes son los verdaderos monstruos en la historia y el
hecho de que el salvaje puede ser la materialización del monstruo que todos llevamos dentro
(Vélez-Quiñones 51).
     Otra popular figura monstruosa que podemos encontrar en el teatro áureo, son las famosas
serranas, que evolucionaron desde las páginas del Arcipreste de Hita hasta los mismos pliegos
de Lope y Guevara, si bien, una vez más, la evolución no es la esperada en el contexto barroco
que nos ocupa. De acuerdo a García-Rubio, estas serranas pueden ser susceptibles de empla-
zarse en la categoría de monstruo, basando su teratología precisamente en ese carácter liminal,
en muchos casos rayana al hermafroditismo (3). De hecho, ya en el Libro de buen amor, aparecen
como seres grotescos, masculinizados, y a veces con rasgos monstruosos (5). La versión conside­
rada como la más antigua del romance, la de Gabriel Azedo de la Berrueza, la presenta como
una bella mujer que por no querer casarse con el pretendiente escogido por sus padres, es-
capa a los montes donde sobrevivirá cazando: “Dió esta hermosísima serrana, habitadora de los
montes, en salirse a los caminos con una flecha al hombro y una honda en la mano …” (128). La
monstruosidad, en este caso, no está en su físico ni en su figura, sino en sus acciones, al saltear
a los caminantes que encontraba, llevarlos a su cueva para su deleite y, por no ser descubierta,
matarlos después. Sin embargo, esa serrana que en las versiones más primitivas del romance to-
davía poseía cierta belleza femenina, acabará presentándose, en diversas versiones más tardías,
como un ser híbrido entre mujer y animal, llegando a poseer unos cuartos traseros semejantes a
los de una yegua (González Terriza 14). Así, ese personaje que había nacido en las montañas de
Extremadura, se populariza en el Siglo de Oro gracias a la comedia de Lope de Vega, La serrana
de la Vera (1603) y a la de Vélez de Guevara, con el mismo título, en 1613. Pero frente a las serranas
de rasgos masculinos e incluso animalizados, la de Lope es un ser amable y ameno para la mo­
ral establecida en la escena del teatro del corral (García-Rubio 14). Es una mujer bella y noble,
y pese a su afición por el deporte y la caza, Lope consigue dulcificarla y domesticarla (15). Re-
cordemos que Leonarda nunca llega a perder su virginidad y se casa, como tantas otras damas
protagonistas en la escena del XVII, con su amado al final de la acción16.
     La Gila de Guevara es un poco más fiel a la tradición en cuanto a su origen: no es noble,
sino hija de tabernero, mucho más rural que la de Lope. Y su final no encajará con el final fe-
liz del amor cortés, sino que será juzgada y ejecutada por matar a su burlador. Pero aún así, lo
que queda muy claro en la obra, es que Gila es una mujer bella, y su “monstruosidad” parece

15       En el caso de esta comedia, como explica Vélez-Quiñones, “a direct precursor can be found in a French ro-
mance of chivalry first published in 1489, Orson et Valentin” (43), el cual Menéndez Pelayo cree que Lope pudo haber
conocido a través de una traducción italiana.
16       De acuerdo a Roger Bartra, “las mujeres salvajes de Lope, aunque proceden del folklore español, han sido
despojadas de la desenfrenada sexualidad y del odio mortal contra los hombres que caracteriza a las serranas tradi-
cionales” (116).

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reflejarse, únicamente, en su descomunal fuerza física. La “domesticación” en la comedia de
estos seres monstruosos que ya aparecen en la literatura de la época puede tener su explicación
en la importante función social del género más popular del Barroco, pues aunque se aceptaba
positivamente lo nuevo, raro, extravagante, diferente, también se producía una reacción contra­
ria, un grave recelo, como explica Maravall, contra la novedad, “se la excluye de todas aquellas
manifestaciones de la vida colectiva que puedan afectar al orden fundamental y se la recluye en
aquellas áreas que se juzgan inocuas … para el orden político” (455). El teatro, género de masas
por excelencia, tenía que domesticar sus monstruos antes de ponerlos en escena. En una socie-
dad donde la moralidad sustentada por el poder (léase monarquía y clero) criticaba incluso el
disfraz varonil sobre las tablas y lo calificaba de obsceno, la aparición de un monstruo en escena
que, entre sus muchos sentidos, existe para negar el orden natural (Santiesteban 41) podría no
ser bien acogido por los implacables censores.
     Si las figuras monstruosas no abundan, por tanto, sobre las tablas, sí pueden encontrarse
en otros géneros literarios de ficción de la época. Es el caso, por ejemplo, de los entreactos de la
primera parte de la tragicomedia Los jardines y campos sabeos, donde se nos presentan damas y
galanes que pertenecen al submundo de la miseria y la pobreza. Precisamente el carácter mons­
truoso de los entreactos se identifica “en la imagen exagerada de los cuerpos deformes” (Ruiz
121) en una especie de galería de seres grotescos: un tuerto, un ciego, un corcovado (todos con
muletas) y un contrahecho sin piernas que se arrastra por el suelo sobre una espuerta. Entre las
damas, encontramos una tuerta y otras dos ciegas, con disfraz de harapos y muletas, subvirtien-
do “la imagen clásica asociada a la belleza” (Ruiz 122). Lo feo, lo deforme y lo grotesco son, por
tanto, asociados a la imagen del monstruo barroco en este ejemplo de literatura popular.
     El género de la miscelánea, cuyo eje regulador pese a su eclecticismo es buscar materias que
resulten curiosas y que interesen por su extrañeza, su carácter insólito o su fascinación (Alcalá
9), no podía dejar de incluir una variedad de monstruosas figuras. En La silva curiosa, Medrano
nos presenta a Orcavella, “una mujer bárbara, vieja, fea” (288), y extremadamente cruel. Se la
llama, efectivamente, “monstro de natura” (288) y se explica cómo utilizó sus artes diabólicas
para aterrorizar Galicia, hasta el punto de beber sangre de infantes y sepultar vivo con ella a un
pobre pastor que tenía encantado. Vivió ciento setenta y seis años dejando la mitad del reino
despoblado y desierto. A caballo entre este género y la popular literatura de secretos se encuen-
tra Jardín de flores curiosas, de Torquemada. Estos textos tuvieron enorme difusión en la Europa
de los siglos XVI y XVII y pretendían trasladar una serie de conocimientos a una lengua vulgar a
disposición de cualquier lector17. La explicación de fenómenos relacionados con lo maravilloso,
lo raro, lo exótico o lo secreto, se atribuía en estas obras a causas naturales “porque debía quedar
claro en todo momento que no rebasaban el otro lado de la línea que separaba el mundo natural
del sobrenatural” (Pardo 303). En su Jardín, Torquemada incluye casos que nos recuerdan a los
avisos mencionados, como el del maestre don Rodrigo Girón y su hermano, que se parecían tan-
to que cuando niños, si dormían juntos y juntaban una pierna o un brazo “se les pegaba la una
carne a la otra, de manera que había dificultad en despegarlos” (109); un niño que nació con el
rostro lleno de una barba espesa y larga, muy blanca y delgada (120); un enano, así lo llama, que
nació con todos sus muelas y dientes y que a los siete años ya tenía el rostro cubierto de barba y a
los 10 engendró un hijo (125), hasta casos mucho más inverosímiles como el del hombre con una
criatura en su abdomen, cuya cabeza parecía metida en la boca del estómago (133). En el tratado

17      Entre los ejemplos más populares de la literatura de secretos, encontramos la Silva de varia lección de Pedro
Mexía; Phisonomia y varios secretos de naturaleza de Jerónimo Cortés y Problemas y secretos maravillosos de las Indias de
Juan de Cárdenas

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sexto, donde se habla de cosas que hay en las tierras septentrionales que causan admiración,
recordándonos a las crónicas de Indias y a los mismos libros de viajes, se nos describe una serie
de plantas y animales fantásticos nunca vistos hasta la fecha. Martínez-Góngora concluye que
la presencia de figuras fabulosas, legendarias o monstruosas, cuya naturaleza se caracteriza por
una transgresión de las categorías y de las clasificaciones tradicionales, es un rasgo principal
en la obra. Para ella, como hemos comentado al hablar de la domesticación del monstruo en la
comedia, los personajes maravillosos consiguen “perturbar los sistemas tradicionales de dife­
renciación y de formación de jerarquías” (4).
    Monstruosas son también, qué duda cabe, algunas de las descripciones de las víctimas fe-
meninas de las historias de Zayas. En La inocencia castigada, doña Inés, cruelmente emparedada
viva por su esposo, es encontrada, seis años después, con cabellos blancos “enredados y llenos
de animalejos … de la color de la muerte; tan flaca y consumida, que se le señalaban los huesos,
como si el pellejo que estaba encima fuera un delgado cendal” (287). Aparece, además, “descal-
za de pie y pierna, que de los excrementos de su cuerpo … no sólo se habían consumido, mas
la propia carne comida hasta los muslos de llagas y gusanos, de que estaba lleno el hediondo
lugar” (287). Una figura fantasmagórica, descomponiéndose en vida, que no es un caso único en
la narrativa de Zayas. En La más infame venganza, don Carlos administra un veneno a su esposa
que no la llega a matar “mas hinchóse toda con tanta monstruosidad, que sus brazos y piernas
parecían unas gordísimas columnas y el vientre se apartaba una gran vara de la cintura” (195, el
subrayado es mío). Es la popular estética del monstruo, pues, la que usa Zayas para enfatizar
la victimización de sus contemporáneas a causa de un estricto sistema patriarcal y un férreo y
absurdo código del honor.
    Ni siquiera Santa Teresa de Jesús parece inmune a la influencia de la estética barroca en el
Libro de su vida, cuando describe al demonio como una “abominable figura: en especial miré la
boca, porque me habló, que la tenía espantable. Parecía que le salía una gran llama del cuerpo,
que estaba toda clara sin sombra.” (246). O cuando ve a dos demonios “con muy abominable fi­
gura. Paréceme que los cuernos rodeaban la garganta del pobre sacerdote” (290), en una especie
de asimilación de la figura del diablo con la de un dragón o monstruo mitológico.
    Es Cervantes, nuestro autor más universal, el que nos presenta a otra figura monstruosa en-
carnada por la bruja Cañizares en la prosa de sus novelas ejemplares, una descripción que nos
recuerda los grabados de Niklaus Manuel Deutchs:
                […] toda era notomía de huesos, cubiertos con una piel negra, ve­
                llosa y curtida; con la barriga, que era de badana, se cubría las par-
                tes deshonestas, y aun le colgaba hasta la mitad de los muslos. Las
                tetas semejaban dos vejigas de vaca secas y arrugadas, denegri-
                dos los labios, traspillados los dientes, la nariz corba y entablada,
                desen­casados, los ojos, la cabeza desgreñada, las mejillas chupa-
                das, angosta la garganta y los pechos sumidos. Finalmente, toda
                era flaca y endemoniada. (568)
E incluso añade en la misma historia el parto de la Montiela, que da a luz dos perritos, y parece
basarse en los casos “reales” de Catalina de Porto, que apareció en un manuscrito de 1613, de la
que se dice que, preñada por el diablo, dio a luz tres sapos; o el de María de Don Esteve, que
parió una criatura parecida a un sapo, con vello rojo y cola (Idoate 146). Casos que andaban de
boca en boca y Cervantes podía haber escuchado.
    No son los únicos géneros donde se hará lugar lo prodigioso y extraordinario, pues en el
romancero general, aparecen casos de criaturas fantásticas que deleitaban al vulgo. Así, se nos

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presenta “La arpía americana” cuyos
                 ojos encarnizados
                 están respirando fuego,
                 y con femenil semblante
                 destilan asco y veneno.
                 Con su boca de dragón,
                 sus dientes dobles y espesos
                 en dos hileras pobladas,
                 reducen a polvo el hierro. (Durán 390)
     Frente a las criaturas mitológicas, ya conocidas en el folklore popular, aparecen también,
cómo no, los casos de nacimientos monstruosos, relacionados, de nuevo, con los tratados natu-
rales. Así, en el romance 1345 de la recopilación de Durán, se nos habla del nacimiento de quin-
tillizos: “Cinco hijos de un solo vientre/ ¡Qué fenómeno tan raro!” (393), aunque el fenómeno de
parir cinco hijos de golpe no parece ser suficiente para convertir el suceso en prodigio, así que
se les añaden a los niños cinco señales distintas con las que nacen marcados y que hacen que en
el pueblo anden
                 Todos atemorizados
                 andaban de Dios temiendo,
                 según por lo que han mirado,
                 un riguroso castigo. (393)
Si los nacimientos de quintillizos, aunque extraños, no sorprenden al lector actual, lo que sí re-
sulta del todo inverosímil y añade a esa mezcla constante de lo real e imaginado en el concepto
de lo monstruoso, es el nacimiento de trescientos setenta hijos en un solo parto. Caso que, de
acuerdo al romance, sucedió en Irlanda, a raíz de la maldición que una mendiga le echó a “ma­
dama Margarita”, dama que llegó a engendrar
                 Trescientos setenta hijos,
                 ¡Cosa de maravillar!
                 Todos los parió en un día
                 sin peligro, y con pesar,
                 chicos, como ratoncillos,
                 vivos, sin uno faltar. (Durán 393)
     De hecho, al romance popular le fascinaban los casos de partos múltiples y maravillosos,
como el del hombre que, ayudado por una vieja comadrona, pare una “figura endiablada” que
se agarra con las uñas a la cara de la pobre vieja y es descrito con:
                 Pierna y pantorrilla de hombre,
                 y en el pie quatro uñas largas,
                 y el otro nadie puede
                 juzgarle, porque no es nada.
                 El medio cuerpo de ganso
                 de puerco espino la espalda,
                 de galápago la cola,
                 la natura entienda Bargas.
                 El pescueço de cavallo
                 y orejas la misma traça,
                 los ojos grandes de buey

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hozico y lengua sacada18.
No faltan detalles en el romance para que no se pueda dudar de su veracidad (como ocurría
en los avisos). La criatura no vivió, según se precisa, más de hora y media, y hasta juramento se
le tomó a la comadre que “declaró que le parió/ por la parte extraordinaria” y aparecen como
testigos el mercader Bartolomé de Mestança, un alguacil, y un escribano que les acompañaba.
     Incluso la poesía académica se ve influenciada por los gustos de la época. Río Parra explora
cómo el enanismo y la joroba son dos deformidades muy cultivadas en los poemas cultos (Una
era 206) y menciona autores como Polo de Medina, Solís y Rivadeneyra, J. Cortés y Rufo en cuyas
obras podemos encontrar claros ejemplos. Tampoco podemos olvidar, en este apartado, al Poli-
femo de Góngora:
                 Un monte era de miembros eminente
                 este que, de Neptuno hijo fiero,
                 de un ojo ilustra el orbe de su frente,
                 émulo casi del mayor lucero;
                 cíclope, a quien el pino más valiente,
                 bastón, le obedecía, tan ligero,
                 y al grave peso junco tan delgado,
                 que un día era bastón y otro cayado.
ni esa nariz quevediana superlativa, espolón de galera, pirámide de Egipto, “las doce Tribus de
narices era”; que participan de ese gusto por lo monstruoso y grotesco exhibido en sus contem-
poráneos.
     Al fin y al cabo, como comenta Bovey, los monstruos más antiguos han perdurado hasta
nuestros días en novelas, cómics, películas, video juegos, por lo que parece que compartimos
con nuestros antepasados un deseo de transformar nuestros miedos en “thrilling and terrifying
tales, enjoying the cathartic thrill of cinematic horror as much as medieval peoples must once
have enjoyed hearing of cannibals, vicious reptiles and cunning demons” (59). Lo interesante es
que la historia de la fealdad, asociada con los monstruoso, parece ser cíclica, pues hemos pasa-
do de leyes como la de Chicago relacionada con el “insightly beggar” (1881-1974), popularmente
conocida como “ugly law”, según la cual, individuos “diseased, maimed, mutilated, or in any way
deformed, so as to be an unsightly or disgusting object" tenían prohibido aparecer en público,
a una nueva edad de oro de la fealdad en palabras de Gretchen E. Henderson19, profesora de li­
teratura inglesa en la universidad de Georgetown y autora de Ugliness: A Cultural History. Según
la autora, la fealdad está siendo empujada a un nuevo territorio, donde se la trata de forma
positiva y no negativa, y provoca interés lo que antes provocaba rechazo y miedo. Parece como
si regresáramos, en cierto modo, a las ideas agustinianas mencionadas en este artículo que con-
sideraban que la única forma de ser digno de estimación consiste en ser raro, único y singular.
     Sería una buena base para un futuro estudio, investigar los mecanismo sociales e ideológi-
cos que han puesto en marcha esta nueva reivindicación de la fealdad, que abarca desde nue-
vas agencias de modelos como la londinense Ugly Models hasta la cooperativa portuguesa de
alimentación Fruta Feia. En el XVII, sabemos que los monstruos satisficieron la necesidad de
reaccionar ante la mentira del mundo idealizado renacentista y se convirtieron en una respuesta

18        El romance aparece en Gazeta de Antropología, 1991, 8, artículo 08 (http://hdl.handle.net/10481/13665). El
título completo del romance es “Retrato de un monstruo, que se engendró en un cuerpo de un hombre, que se dize
Hernando de la Haba, vezino del lugar de Fereyra, Marquesado del Cenete, de unos hechizos que le dieron. Par­
teole Francisca de León, comadre de parir, en veynte y uno de Junio, de 1606 por la parte tras ordinaria”.
19        Henderson fue entrevistada por el diario El Mundo para el artículo de José María Robles “La venganza de
los feos” publicado el 11 de Febrero de 2019.

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estética e ideológica a la crisis y caos reinantes, provocando una fascinación que atraía y repelía
al vulgo a partes iguales. De ahí lo sorprendente de su escasa y “descafeinada” presencia en
el género favorito de la época, el teatro. Puede que en una época en la que el público español,
muy diferente al inglés, requería un flujo de obras constante en los corrales, era mucho más
fácil seguir el patrón ya establecido de las comedias de capa y espada, con sus códigos de ho­
nor y personajes estereotipados, que empezar a inventarse monstruos y tramas en las que éstos
se pudieran desenvolver y que, por razones obvias, no podían estar ligadas al tema del amor
cortés. Tal vez, recurrir a la adaptación de avisos y relaciones hería el orgullo de los grandes
dramaturgos de la época, que consideraban esos panfletos literatura popular y de poca calidad,
pese a que, de vez en cuando, se permitían alguna concesión. O más probable incluso, como
ya hemos anticipado en este artículo, es que la causa sea más profunda: como explica Castillo,
esas “monstruosidades”, tan excepcionales, pero tan parte de la naturaleza a su vez, desafiaban
lo conocido y aceptado, y podrían llegar a cuestionar axiomas y categorías universales sosteni-
das hasta el momento, en palabras del crítico, “The excepcionality of monsters could lead to a
further questioning of norms and social hierarchies, insofar as the social order was grounded
on the perceived natural order” (21). Los monstruos son una perversión del orden natural y, por
asociación, del orden social establecido. En una época en la que la mayoría de la población no
sabía leer ni escribir20, pero sí podía acudir en masa a los corrales y disfrutar de las populares
come­dias, evitar personajes que cuestionaban lo considerado normal y lógico en la escena po-
dría, por tanto, deberse a una estrategia política de un teatro dirigido desde el poder. No po-
demos olvidar que el teatro era un negocio vinculado con mucha frecuencia a instituciones de
beneficencia, las cofradías, que sufragaban con los ingresos del teatro los gastos de sus obras de
caridad; ni que a lo largo de su historia, contó con la oposición de moralistas diversos que pre-
tendieron su prohibición porque decían que era una fuente de malos ejemplos y enseñanzas, se
criticaba a los cómicos por su vida licenciosa y se censuraba a los dramaturgos por contribuir a
la degradación moral. Por breve tiempo, incluso se logró su prohibición.
    Al fin y al cabo, como asevera Maravall, todo el arte barroco viene a ser un drama estamental,
la gesticulante sumisión del inviduo al marco del orden social (90), y es el género teatral precisa-
mente el que refleja la forma de vida, la ideología, los valores morales de los códigos de conducta
establecidos, no en un plano real, sino “en el de la sublimación que se estima eficaz para llevar
a cabo la defensa de la misma en medio de las tensiones del momento.” (Maravall 301), es decir,
sirviendo a Corona e Iglesia en sus fines económicos, propagandísticos e ideológicos.
    Pese a su popularidad y su presencia en la mayoría de géneros literarios, el interés por el
monstruo/prodigio fue decayendo al mismo tiempo que el desengaño barroco daba paso a
una nueva época, y ya en la Ilustración, “an appetite for the marvellous had become, as Hume
declared, the hallmark of the ‘ignorant and barbarous’, antithetical to the study of nature as
conducted by the man of ‘good-sense, education and learning’” (Park and Daston 54). El ser
deforme, para el ilustrado, pierde su rango de prodigio y, como afirma Insúa, su estudio se in-
tegra a disciplinas médicas desprendiéndolo de su carácter simbólico (157). Es más, se pierde el
interés en estas figuras que ya no provocan ninguna fascinación en el lector erudito del Siglo de
las Luces, mucho más preocupado por lo académico que por el terreno de lo estético, fantástico
y alegórico.

20        En el s. XVI, aproximadamente la mitad de la población de Castilla no podía firmar su nombre; y el por-
centaje llega al 80% entre las mujeres.

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