Juan Alfonso Santamaría Pastor
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Juan Alfonso Santamaría Pastor La teoría del órgano en el Derecho Administrativo {*} Sumario: I. La teoría del órgano y sus dificultades.-II. Génesis y evolución de la teoría del órgano.-III. Un nuevo intento de aproximación al concepto. 1. La tesis de la explicación subjetivizada de la imputación. 2. La tesis descriptiva de la realidad organizativa. 3. Los intentos de delimitación jurídica: aportaciones de Alessi y Giannini. 4. Conclusión. IV. El órgano en su aspecto estructural. 1. El elemento subjetivo: el titular del órgano. A) Las personas físicas. B) La relación entre la persona y el ente público. C) El problema de los órganos-personas jurídicas. D) La cuestión de la personalidad o subjetividad de los órganos. 2. El elemento objetivo: las funciones del órgano. V. El órgano en su aspecto dinámico. 1. La potestad organizatoria. A) Caracteres generales. B) La distribución de la potestad organizatoria. C) Los límites de la potestad organizatoria. 2. La imputación del órgano a la persona jurídica. A) El objeto de la imputación. B) Los límites de la imputación. VI. Tipología de los órganos. 1. El sentido de las clasificaciones. 2. Las tipologías de orden estructural. 3. Las tipologías de orden funcional. I. LA TEORIA GENERAL DEL ORGANO Y SUS DIFICULTADES El concepto de órgano constituye el punto de arranque de toda la teoría jurídica de la organización pública, como es fácil deducir de una simple aproximación terminológica. Es, también, el núcleo central del sector de la organización pública que ha experimentado históricamente un mayor desarrollo; nos referimos, claro está, a la organización de las Administraciones públicas. Sin embargo, su desarrollo ordenado y coherente presenta dificultades casi insalvables, cuyas causas es preciso referir brevemente. La primera dificultad inherente a la teoría del órgano radica en su escasa madurez. Su construcción jurídica sólo se inicia en la dogmática alemana de fines del siglo XIX, y su desarrollo se ha visto entorpecido por la mentalidad relacional y bilateralista del Derecho, a la que era inherente la negación de toda relevancia jurídica a los aspectos organizativos y estructurales del ordenamiento jurídico. A esta dificultad se suma una segunda, derivada de la aceptación generalizada que experimenta el concepto en los primeros treinta años de este siglo: su utilización por el Derecho constitucional, por el Derecho internacional y, sobre todo, por el Derecho privado (principalmente, por el Derecho mercantil, donde la estructura de la empresa lo exigía de forma ineludible) ha aportado tratamientos doctrinales muy dispares. Con la heterogeneidad de los planteamientos, la formulación de una teoría general deviene más problemática. Con todo, el mayor escollo que esta teoría ofrece en la actualidad radica en la enorme abstracción y disparidad de los estudios que sobre ella se han alumbrado en el último medio siglo: resulta desalentador comprobar cómo la doctrina no ha llegado a alcanzar siquiera una mínima base de acuerdo terminológico. Los tratamientos que del tema se encuentran en monografías y obras generales guardan entre sí muy escasos puntos de contacto: ante la escasez de datos de Derecho positivo, las exposiciones derivan con peligrosa frecuencia a lúdicos
divertimentos sobre abstracciones; a una mera ars combinatoria de conceptos del peor género post-pandectístico {1}, hecha a la medida de los caprichos del autor más que para servir a las necesidades de la interpretación jurídica. La teoría del órgano se convierte así en un terreno movedizo e inestable, mareante para quien no posee un conocimiento profundo de la bibliografía, y en el que la energía intelectual, que ha de consumirse para el simple trabajo de deshacer equívocos conceptuales alcanza niveles de escandaloso despilfarro. Ante esta perspectiva, la actitud que parece más aconsejable es la de formular una exposición comprensiva, que persiga lograr un punto de acuerdo mínimo entre las múltiples exposiciones, más que construir una tesis original pretendidamente novedosa entre tantas otras olvidadas; y todo ello, con una atención constante a los datos que proporciona el Derecho positivo vigente entre nosotros. A tal efecto, la exposición que sigue se divide en cinco bloques de problemas. Los dos primeros tienen un carácter netamente conceptual: a través de ellos se intentará trazar el origen y evolución doctrinal de la teoría del órgano (II), así como una nueva aproximación a su concepto (III). Los dos bloques siguientes tienden a analizar la estructura del órgano, esto es, sus elementos integrantes (IV) y su dinámica (V). El punto final alude a la tipología o distintas modalidades de clasificación técnica de los órganos (VI). II. GENESIS Y EVOLUCION DE LA TEORIA DEL ORGANO La teoría del órgano es directamente tributaria del dogma de la personalidad jurídica del Estado, del cual aparece como una consecuencia poco menos que natural. Concebido el Estado como una persona jurídica que ha de expresar una voluntad unitaria, se plantea inmediatamente el problema de calificar en Derecho la posición de las personas físicas que individual (el monarca) o colegiadamente (por ejemplo, el Parlamento) manifiestan dicha voluntad. La primera calificación apuntada intuitivamente por la doctrina fue la de otorgar a estas personas o cuerpos colegiados la naturaleza de representantes: jugó en favor de ello, sin duda, la aplicación de los modelos jurídico-privados (las personas que integran el Estado expresan la voluntad de éste como persona jurídica del mismo modo que un representante privado quiere y realiza actos jurídicos para una persona representada), así como el empleo del vocablo representación en la designación de los órganos estatales nacidos de la Revolución francesa (Constitución de 1971, III, art. 2.: «La Constitution française est representative: les répresentants sant le Corps Législatif et le Roi»). En definitiva, las personas integrantes del aparato público debían ser consideradas jurídicamente como representantes de la persona jurídica del Estado. Esta calificación, sin embargo, se reveló bien pronto como insostenible: y ello, tanto por su inexactitud teórica cuanto por sus inconvenientes prácticos. Teóricamente, en efecto, la idea de representación cuadraba muy malamente con la posición constitucional ostentada por cada uno de los poderes del Estado. El monarca, en primer término, difícilmente podía ser considerado un representante: su investidura provenía no de la elección o designación voluntaria alguna, sino de la legitimidad dinástica; por otra parte, su inviolabilidad - o, lo que es lo mismo, la imposibilidad de exigirle responsabilidad- resultaba un dato
rigurosamente contradictorio con la esencia de la representación, a la que es inherente la responsabilidad frente al mandante (arts. 1.718 a 1.726 del Código Civil). El caso del Parlamento, conceptuado como «representación» nacional, tampoco se ajustaba al concepto: ¿ante quién se ejercía esta representación popular? No ante el Rey, con quien no tiene que tratar, sino imponerle su voluntad expresada en leyes; ni tampoco ante la nación, pues decir «que los representantes representan a la nación cerca de la nación misma es un puro contrasentido» {2}. Algo semejante podría decirse de los miembros del poder judicial. La doctrina puso también de relieve que el empleo del término representantes para calificar a los diputados de las asambleas legislativas constituía una pura adherencia histórica del parlamentarismo estamental, incompatible con la esencia de los nuevos regímenes políticos: de una parte, la voluntad de la nación no es jurídicamente representable, pues la nación es un ente abstracto, incapaz de querer por sí mismo; de otra, la prohibición del mandato imperativo y de la revocación de los diputados {3} era contradictoria con la esencia misma de la representación, a la que es connatural el que el mandante pueda dirigir la voluntad del representante y privarle del poder conferido; por último, los diputados no expresan la voluntad de la nación como un hipotético sujeto representado, sino que la forman y la constituyen: ellos son la nación misma, su única encarnación posible en el mundo del Derecho. En la práctica, por otro lado, la tesis de la representación ofrecía inconvenientes no menores desde la perspectiva de la garantía patrimonial de los ciudadanos: si el representante llevaba a cabo un acto ilegítimo dañoso para algún particular, dicho acto podía ser no asumido por la persona jurídica Estado, al tratarse de una actividad extraña a la representación concedida (ultra vires), con lo que la garantía del particular dañado quedaba disminuida sensiblemente {4}. Y también la seguridad jurídica en general, al ponerse en cuestión si los actos ilegítimos del representante habían de ser asumidos o no como propios por el Estado. La solución a todos estos problemas vino de la mano de la teoría del órgano, que formuló por vez primera el gran jurista germano Otto von GIERKE en 1883 {5}: los servidores del Estado no deben reputarse personas ajenas al mismo, representantes; antes bien, se incrustan en la organización estatal como una parte integrante o constitutiva de la misma. Gráficamente dirá GIERKE que «cada uno de los órganos de la colectividad -Genossenschaft- es poseída por ésta como un fragmento de sí misma» {6}. El funcionario, pues, no es un representante que quiere para la Administración; quiere por ella, en cuanto que forma parte de ella, es una y la misma persona, a la que presta su voluntad psicológica. Entre el órgano (el funcionario) y la persona jurídica (el Estado) se da una relación de práctica identidad (expresivamente, la doctrina italiana hablará más tarde de rapporto de inmedesimazione), que hace que sea el funcionario quien quiera por y en lugar del Estado. La doctrina de GIERKE conoció un éxito fulgurante. Fue inmediatamente asumida por el bloque de la gran escuela alemana de Derecho Público {7} y penetró con fuerza en Francia {8} y en Italia, a partir de la obra de V. E. ORLANDO. A partir de este mismo momento, sin embargo, comenzaron los problemas: la intuición genial de GIERKE era plenamente comprensible en el marco de la filosofía social organicista en que este autor se encuadraba {9}. Cuando la doctrina, sin embargo, intenta depurar el concepto y situarlo en un plano puramente político, eliminando la ganga poética del organicismo y analizando su estructura interna, el debate comienza a adquirir proporciones alarmantes de sofisticación y artificialidad.
La primera contribución capital a la teoría del órgano se debe a Hans KELSEN. Aceptando sin reservas el concepto de órgano, pero rechazando explícitamente su trasfondo organicista, KELSEN aporta a la teoría el concepto fundamental de imputación (Zurechnung): la atribución al Estado de las consecuencias jurídicas de los actos que realizan las personas que son órganos suyos no tiene lugar en virtud de ningún mecanismo misterioso de integración o incorporación, sino mediante la imputación: «no se trata de que el hecho interno de voluntad de un hombre se traslade al Estado, sino de que una determinada acción humana es "imputada" a éste y se la considera realizada por él. Puesto que a los hombres se les imputan las acciones porque se las considera "propias" de éstos, porque las ha querido, también las acciones imputadas al Estado se las considera "propias" de éste y se dice que han sido "queridas" por él»; sin embargo, y a diferencia de lo que ocurre con la persona humana, «una acción no es imputada al Estado porque éste la "quiso", sino a la inversa: el Estado "quiere" una acción porque y en tanto le es imputada» {10}. El Estado es, por tanto, un poro centro de imputación (Zurechnungspunkt) al que se atribuyen las consecuencias del obrar jurídico de sus órganos. Pese a la simplicidad y rigor del pensamiento de KELSEN, la doctrina derivó hacia un intento de análisis estructural del concepto de órgano, que de inmediato reveló sus dificultades. Para la doctrina clásica de GIERKE y sus seguidores, la calidad de órgano correspondía en exclusiva a la persona física que ejercía las funciones estatales. Esta tesis, de aceptación generalizada {11}, comienza a ponerse en cuestión a partir de G. JELLINEK, cuya posición es en este punto contradictoria: de una parte, su exposición de los órganos del Estado comienza afirmando que «toda asociación necesita de una voluntad que la unifique, que no puede ser otra que la del individuo humano. Un individuo cuya voluntad valga como voluntad de una asociación debe ser considerado... como un instrumento de la voluntad de ésta, es decir, como órgano de la misma»; más adelante, sin embargo, asevera rotundamente que el «órgano tiene siempre, como titular, a un individuo, que jamás se puede identificar con el órgano mismo. Estado y titular de órgano son, por tanto, dos personalidades separadas» {12}. La contradicción parece que debe resolverse en que, para JELLINEK, la esencia del órgano se identifica más con la institución, la dignitas o complejo homogéneo de funciones estatales (la Corona, el Parlamento, etc., con abstracción de quienes sean sus concretos titulares), que con la persona física, lo que venía lógicamente exigido por la necesidad de asegurar la estabilidad e inmutabilidad del órgano por encima de las situaciones de vacancia o cambio de sus titulares. La persona física no será ya, pues, el órgano, sino el mero titular o portador del órgano (Organträger). Si no es la persona física, ¿qué es, entonces, el órgano? A responder esta pregunta se lanzó tempranamente la doctrina italiana, recuperando para ello la vieja noción canónica de officium, traducida al italiano como ufficio {13}. El sentido de este último término no es unívoco en la doctrina, como veremos; pero la idea general que le subyace es clara: ufficio u oficio viene a ser la denominación de un complejo ideal de funciones públicas homogéneas, unitariamente consideradas en cuanto a su ejercicio y delimitadas por el Derecho. En definitiva, un haz de poderes y deberes o un ámbito funcional abstracto y unificado. No otra era la idea de JELLINEK al describir el órgano: siguiendo esa línea, un importante sector de la doctrina italiana identifica el órgano como el oficio. El órgano, pues, consiste en un círculo de titularidades activas y pasivas, de potestades, derechos y deberes en que se concentran una o varias funciones públicas {14}. La persona física queda relegada a la condición de mero titular del oficio (y del órgano).
Esta tesis, que entraña el máximo grado de abstracción en el diseño del concepto, fue rechazada por otro amplio sector de la propia doctrina italiana que, siguiendo la línea marcada por O. RANELLETTI, aventura un concepto ecléctico. El órgano sería, según esta tendencia doctrinal, una noción compleja, no predicable separadamente de la persona física ni del círculo de funciones o atribuciones que ésta ejercita, sino de la unión de ambas: la persona física no significa nada, sino en la medida en que desempeña determinadas funciones, ni éstas son concebibles ni actuables sin un titular que las lleve a la práctica {15}. La polémica se ha prolongado hasta nuestros mismos días, en los que continuamos careciendo de una tesis de aceptación generalizada. No son pocos los que continúan negando la utilidad o validez de la noción de órgano, entendiendo suficientes para explicar la organización administrativa y su actuación mediante personas físicas los conceptos de representante o de oficio. Los partidarios de la figura, por otro lado, continúan divididos en la identificación del núcleo estructural del órgano, fijándolo ya en la persona física, en una parte de la actividad de ésta, en el oficio o círculo de atribuciones, o en ambos factores conjuntamente con o sin adición de otros elementos jurídicos o materiales. Dado el carácter eminentemente conceptual de esta teoría, apenas constreñida y disciplinada por datos de Derecho positivo, el capricho constructivo viene a ser la regla común: la teoría del órgano se convierte, de este modo, en un ámbito abierto al vuelo de la libre fantasía de los tratadistas {16}. III. UN NUEVO INTENTO DE APROXIMACION AL CONCEPTO Ante un panorama doctrinal tan irritantemente heterogéneo, la primera reacción instintiva es la que conduce al escepticismo: puesto que todo se reduce a juegos de palabras y, en definitiva, da lo mismo una tesis que otra, que cada cual se sirva del plato que más le apetezca. Pero ello, claro está, no calma la inquietud intelectual: seguimos sin saber qué es exactamente un órgano, esa realidad tan escurridiza que cien años de reflexión jurídica no han bastado para definir. Esta dificultad nos pone, sin embargo, sobre una pista importante: la de que el planteamiento metodológico hasta ahora utilizado quizá sea erróneo. A esta conclusión llevan dos constataciones: Primera, la de que el problema del concepto se ha abordado hasta ahora mayoritariamente con un espíritu metódico propio de las ciencias experimentales: un espíritu que consiste en el trabajo de aislamiento y análisis de una realidad preexistente, conocida en hipótesis y previamente rotulada. Y es notorio que este camino no lleva a ningún lugar, porque esa realidad buscada no existe como tal realidad. A la inversa, y con un método más propio de las ciencias del espíritu, de lo que se trataría es de llegar a un acuerdo convencional acerca de cuáles sean los fenómenos a los que ha de asignarse el rótulo conceptual y unificador de órgano. Pero un acuerdo no totalmente convencional ni arbitrario: la adscripción del rótulo está condicionada por los datos que suministran el Derecho positivo, la realidad administrativa y, sobre todo, la funcionalidad jurídica que pretende lograrse con el concepto. En suma, el concepto de órgano no debe ser hallado, sino construido, de forma que sea
coherente con la estructura real de la Administración en un país dado y con su Derecho positivo, y que sirva a unos fines jurídicos previamente determinados. La segunda constatación se refiere, precisamente, al factor de la finalidad o funcionalidad jurídica del concepto. A mi entender, las disparidades en que ha desembocado la doctrina son imputables a una falta de previo acuerdo acerca de los fines que se persiguen con el concepto de órgano: porque, en efecto, unos autores pretenden con él explicar en forma subjetivizada el fenómeno de la imputación (los actos de los servidores del Estado se imputan a la persona jurídica de éste porque aquellos son órganos de dicha persona), mientras que otros emplean el concepto como una técnica de rotulación (poner un nombre, en suma) de los diferentes centros funcionales que integran una organización administrativa compleja, y de descripción de los elementos que los componen (personas, competencias, medios materiales). La diversidad es inevitable, pues se está hablando, bajo el mismo concepto, de cosas distintas y con finalidades dispares. El problema se traslada, pues, al examen de una y otra finalidad de las tesis contrapuestas, al objeto de comprobar su coherencia interna. 1. LA TESIS DE LA EXPLICACION SUBJETIVIZADA DE LA IMPUTACION La primera de las finalidades expuestas es, sin duda, la que ofrece más puntos débiles. Volvamos a los comienzos del debate histórico: la persona física imputa jurídicamente sus actos a la persona jurídica del Estado. Ahora bien, si el Estado no puede considerarse en modo alguno como un organismo semejante siquiera a los vivos, lo que importa no es la calificación de órgano, pura metáfora biológica, sino el diseño concreto del fenómeno, estrictamente jurídico, de la imputación. Lo que interesa no es saber si la persona física es o no es un órgano, sino cómo, con qué límites y con qué consecuencias jurídicas se imputan sus actos a la persona jurídica del Estado. Hugo PREUSS puso el dedo en la llaga cuando, al criticar el uso del concepto por autores no organicistas, como LABAND o JELLINEK, afirmaba que es «eine logische Tatsache, dass Organe nur ein Organismus besitzen kann» {17}. Si no se acepta la teoría organicista, la utilidad de la expresión «órgano», en su auténtico significado, se desvanece en buena parte, y se convierte en una pura convención lingüística: lo relevante es el mecanismo jurídico de la imputación, fenómeno éste que no tiene su origen en ningún tipo de pertenencia anatómica del órgano al Estado, sino en el ordenamiento jurídico. De ahí el gran mérito de la aportación de KELSEN, que no tiene empacho en utilizar la nomenclatura tradicional de órgano, pero sin plantearse problemas ulteriores de disección analítica del concepto: la imputación es lo que cuenta, no el decidir a qué factor concreto de la organización se coloca el nombre de órgano. ¿Por qué, entonces, el afán de determinar qué elemento de la organización -la persona o el oficio- debe denominarse órgano? Parece claro, en mi parecer, que la raíz de esta pretensión se halla en la pura inercia respecto del planteamiento privatista. No hay que olvidar que el concepto de órgano aparece como el contrapunto jurídico-público a la figura del representante. Frente a éste, la doctrina se entendió obligada a construir una figura jurídica subjetiva diversa (de ahí el órgano), antes que ir al fondo y diseñar una estructura de la imputación ajustada a las necesidades del Derecho público: esto era lo que quizá debió haberse hecho, si se tiene en cuenta que la teoría del órgano nace como consecuencia de los problemas que suscitaba, no la figura del representante, sino el régimen de la imputación de Derecho privado derivada del mecanismo clásico de la representación.
Ahora bien, no cabe negar que la subjetivización ofrece algunas ventajas, principalmente en el orden expresivo. El concepto de órgano no es, por tanto, enteramente inútil, aunque su funcionalidad sea muy limitada. Y si hubiera de optarse entre alguno de los elementos aspirantes a la calificación de órgano, parece claro que la decisión habría de ser la de atribuirla a la persona física titular, más que al oficio. Subjetivizar las funciones constituye una hipóstasis perfectamente gratuita, que no se justifica en la pretendida necesidad de asegurar la permanencia e inmutabilidad de la dignitas por encima de las situaciones de vacancia o cambio en las personas: que la competencia y los medios permanecen, es algo obvio, dado su carácter objetivo o material. Pretender subjetivizarlos en base a este objetivo no cumple más función que la puramente simbólica: la misma que hacía decir a los legistas franceses le roi ne meurt pas, o a BLACKSTONE que «Henry, Edward or George may die; but the King survives them all» {18}. Una función comprensible en una fase primitiva del razonamiento jurídico, en la que la carencia de abstracciones forzaba a recurrir a imágenes míticas; pero totalmente superflua en nuestros días, en que la estabilidad, ajena a los cambios personales, de la estructura estatal constituye una evidencia intuitivamente asumida por todos los juristas. En suma: el concepto de órgano resulta innecesario para explicar o fundamentar el fenómeno de la imputación, que tiene un origen y una eficacia puramente normativa. En realidad, la doctrina del Derecho público hubiera podido continuar haciendo uso de la figura jurídica privada de la representación, sin más que modular o alterar el régimen de efectos de la imputación propio de la representación jurídico-privada, del mismo modo que se hizo con la institución contractual para alumbrar la noción de contrato administrativo. Por otra parte, es inexacta la suposición de que la representación sea un mecanismo sustancialmente incompatible con el Derecho público: antes bien, puede ser utilizada por los entes administrativos para actos singulares, y es incluso obligada en determinados supuestos (por ejemplo, la representación en el proceso contencioso de los entes locales: artículo 35 de la Ley reguladora de la Jurisdicción contencioso-administrativa). Ahora bien, no cabe duda de que existe una diferente posición estructural entre el puro representante de un ente público y el titular de un órgano del mismo (entendidos uno y otro concepto en su significación clásica). La moderna configuración de los entes públicos se rige por el principio de que las funciones propias del mismo, incluso en su relación con terceros, se llevan a cabo por personas integradas de forma estable en la organización del propio ente (al contrario, por ejemplo, de lo que sucede con múltiples empresas industriales, cuya relación con los clientes se traba a través de una red de agentes o comisionistas independientes, no integrados en la plantilla laboral de la empresa). De esta forma, los supuestos de conferimiento de poderes de representación a una persona ajena a la organización pública tienen un carácter singular, constituyendo un mecanismo de desplazamiento de funciones públicas hacia el exterior, fuera de su sede orgánica ordinaria {19}. Ello nos lleva directamente al análisis de la segunda de las finalidades a que antes hicimos referencia. 2. LA TESIS DESCRIPTIVA DE LA REALIDAD ORGANIZATIVA El objetivo perseguido por el segundo sector doctrinal era, como recordamos, diverso. El concepto de órgano no se utiliza como quid explicativo del fenómeno de la imputación, sino como una noción descriptiva de los diversos centros funcionales que integran una organización
administrativa y de los elementos que los componen. Esta perspectiva, aunque no exenta de problemas, resulta en principio bastante más razonable que la precedente. Las organizaciones administrativas modernas se estructuran internamente en una red (normalmente jerárquica) de unidades funcionales abstractas (Ministerios, Direcciones Generales, Servicios, Secciones, Negociados, Gobiernos Civiles, etc.). Cada una de ellas tiene encomendada la realización de un haz de funciones o tareas, que son las que configuran su denominación oficial; su elemento personal está integrado por una persona física o colegio de personas, que ostenta la dirección y jefatura de la unidad, y por otras personas que auxilian a aquélla en su tarea; a tal efecto, hacen uso de unos bienes muebles y ocupan unos inmuebles donde radica su sede. Esta descripción, puramente escolar y elemental, de la textura interna de la organización administrativa (en general, de cualquier organización pública o privada), identifica unas unidades funcionales que son las que el lenguaje ordinario conoce con el nombre de órganos administrativos: a estos limitados efectos, tan órgano es el Consejo de Ministros como la Dirección General de Aviación Civil o el Servicio de Recursos del Ministerio de Industria y Energía. Un dato éste en absoluto despreciable, por cuanto es el implícitamente utilizado por nuestro Derecho positivo: desde la fórmula genérica empleada por el artículo 103, 2, de la Constitución a cualquier reglamento del mínimo rango, pasando por los artículos 1., 2. y 22 de la Ley de Régimen Jurídico de la Administración del Estado y por todo el Título I de la Ley de Procedimiento Administrativo. Para nuestro Derecho positivo, todas las unidades funcionales no personificadas en que se estructuran normativamente las Administraciones públicas reciben la denominación de órganos administrativos {20}. 3. LOS INTENTOS DE DELIMITACION JURIDICA: APORTACIONES DE ALESSI Y GIANNINI Tal uso lingüístico, no ausente en otros ordenamientos europeos, ha motivado la preocupación acerca de la pérdida de carácter jurídico de la noción de órgano, que de esta forma se equipara a los conceptos paralelos propios de la ciencia de la Administración (órgano=unidad funcional diferenciada). Por ello, la doctrina italiana más reciente ha llevado a cabo un intento de delimitación ulterior, tendente a reducir el empleo de la denominación de órgano sólo para determinadas unidades de la organización administrativa, en base a elementos de relevancia jurídica. Las hipótesis más notables formuladas hasta la fecha las debemos a ALESSI y GIANNINI. Uno y otro rechazan implícitamente la noción de órgano para designar todas las unidades funcionales administrativas: desde un punto de vista material, todas ellas tienen de común el hecho de nuclearse en torno a un haz de actividades o funciones; deben denominarse genéricamente, pues, oficios (uffici). Pero sólo merecen la calificación de órganos los uffici dotados de cierta relevancia jurídica: relevancia que viene dada, para ALESSI, por el hecho de que los órganos se caracterizan por poseer individualidad jurídica propia, en cuanto que sus atribuciones vienen establecidas por normas jurídicas auténticas; las de los restantes uffici vienen establecidas, en cambio, por puras normas o instrucciones internas dictadas por el jefe de la organización global respectiva. Para GIANNINI, en cambio, el dato de la naturaleza de la norma que establece las atribuciones no es decisivo: lo relevante es siempre el fenómeno de la imputación; de ahí que el concepto de órgano deba reservarse para «aquellos uffici que las normas señalan como idóneos para operar la imputación jurídica al ente». En otros términos,
órgano es sólo la unidad funcional capaz de actuar de forma jurídicamente eficaz en las relaciones intersubjetivas, o, lo que es lo mismo, la que ostenta el poder de expresar hacia el exterior la voluntad jurídica del ente en que se integra; el órgano como Willenserzeuger, en la expresión de KELSEN {21}. En un plano abstracto, la superioridad de la tesis de GIANNINI parece indiscutible, al haber unificado en una sola fórmula el análisis de la realidad organizativa y la sede del fenómeno de la imputación. La traslación de una y otra a nuestro ordenamiento jurídico no puede realizarse, sin embargo, sin matices. La tesis de ALESSI, en primer lugar, aunque debida al pie forzado del Derecho positivo italiano, responde a una realidad evidente, que no puede despreciarse. Aunque entre nosotros la organización administrativa estatal posea un grado de formalización normativa muy superior al de Italia (las normas Orgánicas de los Ministerios, a nivel de Decreto o de Orden, recogen hasta los negociados, por imperativos presupuestarios condicionados por la creación y asignación de complementos de destino), no existe un paralelismo en el plano de las atribuciones o competencias concretas de cada unidad. Aunque existen normas orgánicas que describen con minuciosidad las tareas de cada unidad (así, por ejemplo, el Reglamento Orgánico del Ministerio de Justicia, de 12 de junio de 1968), la regla general es la contraria: los Decretos orgánicos suelen enunciar genéricamente sólo las funciones de los órganos superiores (hasta Direcciones Generales; a veces, ni eso), con lo que la distribución de competencias de los órganos inferiores queda confiada a normas materiales o a instrucciones internas del jefe de la unidad. Por otra parte, es también un hecho notorio que la atribución de competencias que se realiza en las normas materiales o de regulación sectorial se efectúa en muchos casos de forma global (confiándolas, in genere, por ejemplo, al Ministerio de Defensa o al de Cultura); en el mejor de los casos, se especifica hasta nivel de director general. Las atribuciones expresas a órganos inferiores son contadísimas. La tesis del profesor de Bolonia responde, pues, a un hecho notorio. Sin embargo, no se trata de un dato sustancial, utilizable a efectos del diseño conceptual y jurídico, dada su dependencia del grado de detalle de las normas orgánicas, que es arbitrario y sumamente variable. ¿Cuál es el grado de detalle en la determinación de las competencias o atribuciones necesario para que un simple ufficio adquiera la condición jurídica de órgano? Por su parte, la tesis de GIANNINI, aunque correcta en términos generales, choca ab initio con el inconveniente del carácter genérico que la voz órgano posee en nuestro Derecho positivo. Un inconveniente que se debe a la imperfección e inespecificidad de nuestro lenguaje normativo: quizá, desde el punto de vista jurídico, sería más correcto que el Derecho positivo reservase el nombre de órgano para las unidades administrativas con competencia de expresión jurídica externa, pero la discordancia no desaparece por ello. Este simple problema podría resolverse, en hipótesis, con una formulación teórica dual, distinguiendo entre órganos en sentido amplio (como lo hace nuestro Derecho positivo) y en sentido estricto (los competentes para comprometer ad extra la voluntad del ente público e imputarle sus actos, acogiendo la tesis de GIANNINI). Con ello, sin embargo, nos quedaríamos en la superficie de un tema que es, en sí mismo, bastante más complejo. A la tesis de GIANNINI cabría formular la objeción de su excesiva dependencia respecto de los esquemas privatistas: la imputación al ente público no sólo tiene lugar cuando el órgano competente emite una
declaración de voluntad (por ejemplo, cuando el subsecretario concede una licencia por asuntos propios a un funcionario, cuando el Gobierno dicta un Decreto o cuando un ministro suscribe un contrato de obras). La imputación se produce también cuando la unidad administrativa actuante carece de competencia, y no sólo como consecuencia de la emanación de declaraciones de voluntad (reglamentos, actos, contratos), sino de la producción de simples hechos por parte de personas pertenecientes a la Administración pública. La resolución dictada por un órgano manifiestamente incompetente no deja de ser por ello un acto administrativo -aunque nulo- impugnable en vía contenciosa. Por otra parte, el carácter objetivo de la responsabilidad patrimonial del Estado en nuestro ordenamiento (arts. 106, 2, de la Constitución, 40 de la Ley de Régimen Jurídico y 121 de la Ley de Expropiación Forzosa) entraña la imputación automática a los entes públicos de las consecuencias indemnizatorias derivadas de las conductas lesivas de cualquiera de sus agentes. En realidad, el punto débil de la tesis de GIANNINI se encuentra, a mi entender, en la codependencia que establece nuevamente entre los conceptos de órgano y de imputación, siendo así que el mecanismo operacional de ésta es puramente normativo. Es cierto que normalmente la imputación tiene lugar a través de los actos voluntarios realizados por el órgano competente, pero acaece también en los casos de falta de competencia, en los de actuaciones no formalizadas, incluso involuntarias (medidas de coacción policial directa, responsabilidad por accidente determinado por el mal estado de una carretera), y también en las actuaciones de personas ajenas a la organización administrativa (funcionarios de hecho). 4. CONCLUSION Recapitulemos. Organo administrativo es un concepto aplicable a todas las unidades funcionales creadas por el Derecho en que se estructuran internamente las entidades públicas (unidades no personificadas, como después veremos). Organo es, pues, un centro di funzioni establecido a efectos de división del trabajo, que forma parte de una persona jurídica, considerado como un centro de imputación o centro di rapporti {22}. Un centro funcional unificado, de estructura interna compleja, cuya actividad se imputa a la persona jurídica en que se integra, si bien la imputación es un fenómeno de origen y operatividad puramente normativa, que puede tener lugar al margen de la actuación orgánica {23}. En definitiva, el órgano no es más que el producto de la formalización jurídica de una realidad organizativa, llámese ufficio o unidad funcional. Algo, como puede verse, bien modesto en el plano conceptual, y que es dudoso, dado los problemas que ha causado, que merezca las calificaciones entusiastas de opera mirabile del diritto, o de costruzione geniale e tale da far onore alla scienza giuspubblicistica {24}. Antes bien, los juspublicistas deberíamos estar avergonzados de haber consumido tantos esfuerzas en el diseño de un concepto de utilidad tan limitada. IV. EL ORGANO EN SU ASPECTO ESTRUCTURAL El análisis del régimen jurídico de los órganos administrativos, una vez sentadas sus bases conceptuales, debe comprender un doble aspecto: el aspecto estructural o estático, al que se refiere este epígrafe, y cuyo contenido radica en el examen de los elementos subjetivo y objetivo que lo integran: esto es, las personas o titulares del órgano y sus funciones {25}. En el siguiente
se analizará el aspecto funcional o dinámico, en sus facetas de la constitución del órgano (potestad organizatoria) y del régimen de imputación de sus actividades a la persona jurídica en que se integra. 1. EL ELEMENTO SUBJETIVO: EL TITULAR DEL ORGANO A) Las personas físicas La estructura primaria y tangible del órgano se encuentra en su titular: esto es, en la persona física a la que se confiere el ejercicio de un determinado haz de funciones públicas, que constituyen el acervo competencial de aquél. Es el otorgamiento de la titularidad de estas funciones lo que pone en marcha el mecanismo de la imputación: la voluntad y los actos de dicha persona devienen en voluntad y actos del ente público en la medida en que desarrolla las funciones de que ha sido investida. Dada la trascendencia jurídica de la imputación, es lógico que el ordenamiento jurídico atribuya al acto de asunción de tales funciones públicas una formalidad -incluso solemnidad- singular. La adquisición de la calidad de titular del órgano tiene siempre lugar, en los sistemas jurídicos contemporáneos, mediante un acto o procedimiento formalizado, al que se denomina, por lo general, investidura. Un acto éste de carácter complejo, en el que cabe distinguir al menos dos fases lógicas: la adquisición abstracta de la titularidad formal y la de asunción concreta de las funciones inherentes al órgano. La primera fase tiene lugar, normalmente, mediante un acto de designación (electiva o no), aunque puede deberse también a un hecho puramente físico (adquisición por nacimiento del derecho a la Corona, actualizado por la muerte o abdicación del anterior monarca), o incluso a una designación para un órgano distinto cuya titularidad va unida a la de otro (la designación como Ministro de Educación y Ciencia supone la adquisición automática de la condición de presidente de la Comisión Asesora de Investigación Científica y Técnica, por ejemplo, sin que para esta última se requiera un nombramiento específico). La segunda fase de investidura marca el momento de la asunción efectiva de sus funciones por parte del titular y del comienzo de desarrollo de las mismas: entre nosotros suele recibir el nombre tradicional de toma de posesión (art. 101, 2, de la Constitución; art. 36, d, de la Ley de Funcionarios Civiles del Estado, entre otros múltiples textos). El elemento personal del órgano es, sin embargo, de una mayor complejidad. De un lado, por lo que se refiere a la titularidad del órgano, ésta puede corresponder a una persona física singular o a un colegio o pluralidad de personas ordenadas horizontalmente, todas las cuales concurren de modo colectivo a formar la voluntad u opinión del órgano (de donde emana la distinción de los órganos en unipersonales y colegiados, a la que más adelante se aludirá). De otro, la composición personal del órgano no se agota en la persona física (o colegio) titular del mismo: salvo casos excepcionales, el titular del órgano suele estar asistido directamente por un conjunto de personas (funcionarios profesionales o no) que le auxilian y apoyan en el ejercicio de las funciones propias del órgano o realizan las tareas materiales propias del mismo. Dichas personas no imputan su voluntad al ente público al que pertenece el órgano, aunque sí pueden imputarle la responsabilidad derivada de sus actos dañosos para terceros {26}.
B) La relación entre la persona y el ente público Un problema clásico de la teoría del órgano se halla en la calificación de la relación jurídica que une al ente público con la persona o personas integradas en sus órganos: un problema que, sorprendentemente, ha levantado una escasa polémica doctrinal, al hallarse de acuerdo la generalidad de los autores en constatar la existencia de una doble relación, denominadas orgánica y de servicio {27}. A la hora de definir uno y otro tipo de relación, sin embargo, la doctrina no se muestra excesivamente precisa. La relación orgánica es la que se establece con la persona titular del órgano y de la que deriva la potestad de actuar y querer por el ente. Su definición suele hacerse recurriendo a metáforas: es una relación por la que la persona se identifica con el órgano (inmedesimazione), se incrusta en la organización. La relación de servicio, en cambio, se establece con la persona titular del órgano en cuanto sujeto individual, distinto del ente público y potencialmente enfrentado al mismo, frente al que ostenta derechos (por ejemplo, la retribución) y deberes (por ejemplo, a realizar las tareas o prestaciones que exige el desempeño de su cargo). Aun a riesgo de incrementar el grado de confusión existente en toda la teoría del órgano (y, por añadidura, en el único punto que ofrece una cierta coincidencia doctrinal), debemos decir que esta distinción se nos antojo carente por completo de significado y contenido jurídicos. La distinción, en efecto, carece de consistencia técnica; ante todo, en cuanto afecta a la independización de la llamada relación orgánica, que no es más que una herencia innecesaria de la pugna original entre las teorías de la representación y del órgano. De la misma manera que el representante imputa al representado las consecuencias de sus actos en virtud de una relación jurídica de base que los une (contrato de mandato, en la representación voluntaria), los teóricos del órgano se consideraron obligados a buscar un paralelo a la relación jurídica subyacente a la representación, con el fin de explicar mediante este vínculo la imputación de los actos del órgano a la persona jurídica: así surge la evanescente relación orgánica, fundamento mismo de la imputación. Pero si convenimos en que la imputación es un fenómeno estrictamente normativo, la necesidad del concepto cae por su base. Por otra parte, que el concepto es evanescente lo prueba la absoluta vaguedad con que la doctrina ha fijado sus límites y su diferencia de la relación de servicios. Las dificultades son múltiples e insolubles. Por ejemplo, ¿entre quiénes se establece la relación orgánica? No entre la persona física y el ente público, porque entonces, ¿qué papel corresponde al órgano? Tampoco entre el ente público y el órgano, porque este último carece, por definición de personalidad (las relaciones jurídicas sólo pueden establecerse, en principio, entre sujetos de Derecho) y porque quien cumple las funciones es realmente la persona física. Ni tampoco, por último, entre la persona y el órgano, porque entonces, ¿cómo se imputan los actos de la persona física al ente público, que es un tercero a la relación orgánica? Pero no se trata de puros juegos conceptuales. En realidad, la doctrina no ha alcanzado (no lo ha intentado siquiera, porque es imposible) a distinguir, de entre las situaciones jurídicas subjetivas que unen al titular del órgano con la Administración, cuáles de ellas corresponden a la relación orgánica y cuáles a la de servicios. Lo más que se llega a decir es que a la primera corresponden
los actos que formalmente se imputan a la Administración, y a la segunda, el sueldo o retribución que el titular del órgano percibe. Pero tal posición carece de coherencia: resulta, entonces, que el sueldo no retribuye el trabajo empleado en aquellos actos formales; la firma de una Orden por un ministro es una actividad gratuita. La asistencia de un director general a un Consejo de Dirección de Departamento, ¿es una obligación derivada de la relación orgánica o de servicios? ¿Y la asistencia de un ministro al Consejo de Ministros? Toda contestación sería convencional, pues tanto valdría optar por una tesis como por otra. En realidad, la relación que une a la persona física (titular o no del órgano) con la Administración es unitaria. Su contenido se desglosa, como toda relación jurídica compleja, en una serie de situaciones jurídicas, activas, pasivas o mixtas: de una parte, está obligada a realizar una serie de prestaciones personales a la Administración, a cambio de las cuales percibe unas compensaciones económicas u honoríficas; de otra, alguna de las actividades que realiza se imputan jurídicamente a la Administración, pero ello ocurre no en virtud de ningún tipo especial de relación, sino por la pura eficacia de una previsión normativa. La distinción, pues, entre relación orgánica y de servicios carece de contenido jurídico real: no tiene más valor que el de ser un paro artificio conceptual de utilidad meramente explicativa, didáctica, para reflejar el doble juego de intereses que actúa en la posición material del servidor del Estado; de una parte, se actúa identificado con el Estado, pero no por ello se deja de ser un sujeto con intereses propios, eventualmente contradictorios con el Estado. Pero ello es algo evidente, que no es preciso explicar acudiendo a una dualidad de relaciones jurídicas: el gerente de una sociedad mercantil, unido a ésta por un puro contrato laboral, se encuentra en idéntica situación, sin que ningún privatista (con toda razón) haya querido ver una multiplicidad de relaciones jurídicas en su status (aunque pueda haberlas, mediante el otorgamiento de poderes ad hoc en algunos casos) {28}. Insistimos: entre el servidor público (titular o no de un órgano) y la Administración no existe más que una única relación, que bien podemos seguir denominando relación de servicios, cuyo contenido es diverso según el origen del reclutamiento del personal y los puestos de trabajo concretos que en cada momento ocupa. La distinción entre lo «orgánico» y lo «de servicios» afecta exclusivamente a la naturaleza de las actividades: unas se imputan a la Administración como propias de la misma, otras permanecen como propias de la persona (caso prototípico, el del profesor, cuyas explicaciones orales no se imputan a la Administración, pero sí las calificaciones de los exámenes). Pero en ambos casos la imputación tiene su origen y causa en un mandato normativo, no en ningún género de relación especial. Precisión importante es la relativa al concepto mismo, unitario, de relación de servicios, que no es equivalente a la de relación funcionarial (mera especie dentro del género común de aquélla). La relación de servicios incluye a toda persona que presta su actividad a la Administración, integrándose formalmente en su estructura orgánica (no así, pues, en el caso del concesionario de servicios públicos o de quien realiza un contrato de trabajos específicos), de forma relativamente permanente y continua {29}, pero no es necesariamente profesional: relación de servicios es la del funcionario, pero también es la del ministro o la de cualquier otro cargo político o de confianza.
C) El problema de los órganos-personas jurídicas Un tema clásico de la teoría del órgano es el relativo a la posibilidad de conferir esta calificación a personas jurídicas. En suma, el problema de la naturaleza de los supuestos en que un ente se vale, para el desarrollo de funciones propias, de organizaciones personificadas ajenas al mismo: ¿pueden ser éstas calificadas como órganos de aquél? Como de inmediato veremos, el problema carece prácticamente de consistencia: de lo que se trata, más bien, es de deshacer los equívocos que, una vez más, ha producido un debute doctrinal extraordinariamente confuso. El problema se planteó, inicialmente, como una forma de dar explicación técnica a los supuestos de funciones estatales desarrolladas por entes locales, o incluso por personas ajenas a la organización administrativa (concesionarios de servicios públicos, notarios, etc.). Para la explicación de todos estos casos, el concepto de órgano ofrecía ventajas considerables, y así lo utilizó la doctrina de forma sistemática {30}, dando lugar, incluso, a la formulación de una categoría más amplia, que englobaría todos los supuestos de actuación de una persona jurídica pública a través de otras. Santi ROMANO popularizó a tal efecto la noción de Administración indirecta (del Estado), aunque la doctrina más reciente prefiere hablar en estos casos de organización impropia {31}. Es claro que no nos corresponde abarcar aquí toda la problemática, cada día más rica y extensa, de la utilización de unas personas públicas por otras para la realización de funciones propias de estas últimas, cuyos supuestos más importantes son, en la actualidad, los del desdoblamiento funcional de los entes locales (así, en la concepción tradicional del alcalde como presidente de la Corporación municipal y agente del Gobierno en la misma), los casos de delegación intersubjetiva (en favor de entes locales o de Comunidades Autónomas, art. 150, 2, de la Constitución) y la creación de entes instrumentales de todo tipo. El único problema teórico que corresponde analizar es el de si estas personas públicas pueden ser consideradas jurídicamente como órganos de aquellas otras cuyas funciones realizan. Un problema que, como puede fácilmente deducirse, carece de interés práctico, no siendo más que una pura quaestio nominis. Lo que importa, nuevamente, no es si dichas personas pueden ser calificadas de órganos, sino, antes bien, si las actividades que realizan en el ejercicio de dichas funciones ajenas se imputan a todos los efectos al ente que las desarrolle o al ente titular de las funciones. Y ésta, en último término, es una pura cuestión de Derecho positivo, como todo lo relacionado con el mecanismo de la imputación. Si la imputación al ente público titular de las funciones tiene lugar, no sería disparatado hablar del ente actuante como un órgano de aquél (aunque siempre con el inconveniente de propiciar confusiones terminológicas, dada la contraposición de principio entre los conceptos de órgano y de persona); en otro caso, la calificación sería claramente inadecuada, por cuanto el órgano no es comprensible sin la imputación. El nudo del problema no está, pues, en la atribución o no del nombre de órgano, sino en saber si, en caso de silencio de la norma positiva, existe o no imputación jurídica. La solución más razonable parece ser la negativa: la vis atractiva de la personalidad, y el principio de que la imputación no se presume, impiden la traslación de los efectos jurídicos del acto de la persona jurídica utilizada. En cualquier caso habrá que estar ante todo a los datos que proporcione el Derecho positivo {32}
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