MÉXICO: LOS HUMANISMOS PERDIDOS? (LIBERTAD Y JUSTICIA)

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MÉXICO: ¿Los humanismoS perdidos?
                     (Libertad y Justicia)

                          Francisco Piñón Gaytán

Introducción

El mundo en que vivimos, producto en parte de la modernidad, es terriblemente
complejo. En sus instituciones económico-políticas e ideológicas. Incluyendo las
religiosas. Somos hijos de la historia, de muchas y variadas tradiciones. Somos
de ayer. En realidad, culturalmente hablando, somos demasiado viejos. Tene-
mos infinidad de “educadores”, i.e., influencias, imposiciones, manipulaciones.
Somos hijos de varios dioses. De los “verdaderos” o, inclusive, de los que se
dicen “verdaderos”. No podemos marginar lo que fuimos, porque es historia y
raíz nuestra. Para bien o para mal. Nuestras historias han sido gritos de liber-
tad y justicia. De reclamos de proyectos que enarbolaron las banderas de crear
un Estado, primero; posteriormente, de rehacerlo por medio de una Revolución.
México, en este sentido si quiere ser estudiado a detalle, en su real facticidad
contemporánea, tiene que avocarse al estudio de ese pasado histórico, donde
se pusieron los cimientos de una sociedad hoy por hoy, demasiado conflictiva.
Un Estado-nación que tiene panorama de violencia. De instituciones que zo-
zobran en incertidumbres, en la fallida o traicionada democracia, en el falso
republicanismo de un Estado de Derecho. Libertad y justicia, elementos esenciales
en toda democracia, sólo quedaron en mera utopía. ¿Cómo es que perdimos el
rumbo?, ¿cómo y cuándo se echó por la borda lo mejor que nos legaron nuestras
viejas tradiciones? Sobre todo, ese núcleo ideológico-doctrinario que nos llegó
del humanismo europeo y lo que aquí, en tierras americanas, se encontró. ¿Cuál
ha sido nuestro panorama en cuanto a libertad y justicia se refiere?, ¿cuál es,
en nuestra contemporaneidad, la radiografía que nos muestra la realidad social
mexicana?, ¿cuál fue el legado humanístico que se perdió?, ¿qué se ha conquis-
tado con nuestras revoluciones?
    Ahora, ya no somos lo que fuimos como Estado-nación. Pero, en ciertos ren-
glones, no hemos superado la marginalidad, la inseguridad y la injusticia. En
este sentido, con nuestra posmodernidad, hemos perdido lo mejor de nuestros
humanismos. O andan en las encrucijadas de muchos laberintos.

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    1. La modernidad nos ha enseñado demasiados valores luminosos. En es-
pecial, la conciencia de libertad e igualdad, herencia que la Europa de la cultura
occidental ya había gestado como simiente. Por lo menos en cuanto idea-savia,
aquella que prepara revoluciones o hace posible que se cristalice en forma de
ley y decreto constitucional. Me refiero a aquellas corrientes de pensamiento,
mezcladas con mitos o lenguajes religiosos que, cual pequeñas e incipientes
avalanchas, van conformando los torrentes del mañana. Aunque, la mayoría
de las veces, se quede sólo ahí: en mera forma de la letra constitucional. Con
logros admirables, cierto, pero con innegables retrocesos en sus posteriores in-
terpretaciones o aterrizajes. Por ejemplo, a nivel de humanidad, la Revolución
francesa de 1798, y su fruto concomitante en cuanto Declaración de los derechos hu-
manos y del ciudadano, no ha producido la auténtica solidaridad humana largamente
esperada. Nuestras instituciones, públicas y privadas, no han expresado, en su
funcionalidad empírica, esos viejos anhelos que alimentaron nuestras revolucio-
nes sociales. La ética de una buena filosofía moral no se ha visto retratada en
una ética cívica y empresarial. Han caminado en vías diferentes. Ni la ciencia
del derecho, con su correspondiente jurisprudencia, ha podido unir derecho y justicia,
sino, más bien, fuerza y ley, estatuto jurídico y explotación de riqueza. Por lo
general, la ética económica no ha sido sino la desnuda ética empresarial, aque-
lla que obedece al éxito de los negocios en un horizonte netamente de filosofía
capitalista en donde el concepto de homo oeconomicus ocupa el lugar privilegiado.
Es el redivivo dios Moloch de la mano invisible de la ciencia económica de Adam
Smith que reproduce el moderno espíritu burgués de Werner Sombart y la racio-
nalización especuladora de lo que Weber detectó en su Ética protestante y el espíritu
del capitalismo: el interés propio a ultranza, el sentido, muy a lo Locke de propiedad
privada, pero llevada al extremo.
    En el fondo no es sino la filosofía moral de Adam Smith, en su teoría de los
sentimientos naturales, donde campea la idea de un “buen dios” que, cual Mano
invisible, intenta consiliar un egoísmo natural con un calculado Beneficio social; en
suma, unos buenos deseos y, al mismo tiempo, una muy clara intención de
realizar buenos negocios. En pocas palabras, la interpretación de un dios que, al
fin de cuentas, permite el “aullido de los lobos” en la práctica de la economía
moderna.
    En suma, una ética económica, ya no inspirada en los principios de huma-
nidad de Kant, sino en la filosofía utilitarista de Bentham (1789) y de J.S. Mill.
Los mejores sueños de esa filosofía del utilitarismo, y su telos de unir racionalidad
y eficiencia (como antes Maquiavelo lo haría con racionalidad y efectividad), no
desembocaron en humanismo solidario sino en una universalización del hedo-
nismo y en una flagrante desigualdad social. No es de extrañar, pues, que a
méxico: ¿los humanismos perdidos?                      167

pesar de los esfuerzos de un Rawls, en su Teoría de la justicia, aun con todas sus
críticas al utilitarismo, no se ha visto florecer en nuestra postmodernidad, ni la
decantada solidaridad, ni la justicia distributiva. El escenario empresarial no es,
definitivamente, de inspiración kantiana. El Leviatán económico ha sabido enguír
todos los intentos de libertad y seguridad de la democracia representativa de la
modernidad.
     Por otro lado, el panorama mundial no ofrece paraísos halagüeños. No han
llegado las prometidas sociedades políticas que muchas revoluciones soñaron.
Ni la racionalidad tecnológica, ni aquella modernidad de la autonomía de los
sujetos, postulada por el racionalismo filosófico, no ha traído ni la libertad plena
de los individuos, ni la equilibrada y justa convivencia humana. No ha llegado
ni “el fin de la historia”, y la que aún tenemos se nos ha vuelto terriblemente
conflictiva. No hay paz de las naciones. El horizonte es de guerra, de competen-
cia económica, de explotación comercial, de una continua y violenta sociedad de
riesgo en todos los órdenes que hacen peligrar la humanidad en cuanto tal. No
otra cosa es el aberrante deterioro ambiental. Erosión de tierras, contaminación
de ríos y mares que, en aras de una pretendida modernización tecnológica,
convierten nuestro planeta en un peligro ya no de simple anuncio de posible
cataclismo, sino en presente ominoso de terribles consecuencias de “irracio-
nal-racionalidad instrumental”. Los frutos de la ciencia y tecnología moderna,
no han sido compartidos por igual. Me refiero a los satisfactores. El moderno
Estado Benefactor sabe elegir sus parcelas y a quienes otorga gracia y justicia o sólo
justicia a secas. No ha dudado recurrir, a discreción, al uso de los nacionalismos
moribundos, dependientes de los grandes poderes fácticos, enarbolando demo-
cracias fallidas; o, dado el caso, a la utilización de las fuerzas de seguridad con
la excusa de defender los supuestos Estados de Derecho.
     El mundo actual es, por lo general, en sus ámbitos económico-políticos, ho-
rizontes de Trasímaco o del homo homini lupus del filósofo Hobbes. Pareciera que
los Leviatanes modernos, superando al creador del Leviatán inglés, han apagado
las pasiones que, por lo menos en el original, servían para ofrecer paz y seguridad.
Hoy nos ofrecen el oropel del hedonismo y consumismo a ultranza, en nombre
de una posmodernidad a la que ya no le duele su pasado. El inmenso Trasíma-
co, convertido en el nuevo dios de la economía internacional, ha transformado
las políticas públicas, otrora descritas por Cicerón y Séneca, revividos por la
buena idea de la filosofía moderna, en mera administración y organización de ser-
vicios, pero para una muy real e identificada minoría social. El fenómeno del
poder, cualquiera que sea su definición (R.A. Dahl, J.D. Singer, F.C. Banfield,
Ratzenhofer) no ha sido en sus aplicaciones prácticas otra cosa que una “po-
lítica burguesa”. Inclusive, aquella que se hace coincidir con un lenguaje de
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“política democrática” en rimbombantes esponsales con la modernización de
una tecnología deslumbrante.
    En muchos lugares de nuestras sociedades modernas vivimos en meros
ambientes virtuales, con tecnologías que reproducen al mundo como imagen, con
una racionalidad encerrada en la sola seriación sin el telos de idea comunitaria.
Es, sin más, una modernidad que ha perdido aquellos renglones que, en sus
inicios, hicieron despertar esperanzas de justicia y libertad. Es el mundo que
la humanidad se ha creado. Los dioses no tienen la culpa. Los poderes fácticos
de la economía mundial, aquellos que sí tienen centro y sede, han substituido al
viejo Becerro de Oro de la antigüedad.
    Los Caballos del Apocalipsis siguen cabalgando por todo el panorama mundial.
El poder, en forma de Centauro, ha roto todas las barreras y se infiltra, cual dios
interior, como Marx lo señalara, en el lenguaje tecnocrático de la “cientifi-
cidad”. Es el Leviatán moderno, que esplende globalidad tecnológica, que el
filósofo Hobbes no soñó. Un mundo moderno que, a escala global, anda a la
deriva.
    2. México, como Nación-Estado, no ha sido ajeno a los vaivenes de esa
radiografía del mundo contemporáneo. Más aún, es partícipe y coautor, en
cuanto gobierno, de muchas de esas políticas de los organismos internacionales
(Banco Mundial, Banco de Comercio) que diseñan la gran maquinaria de los
así llamados poderes fácticos. Por lo menos, México, en cuanto país subalterno,
ha colaborado con su firma, o sus acatamientos a esas políticas económicas
que hacen que el otrora Estado-nación pierda, de hecho, su capacidad de decidir
su propio proyecto nacional.
    México, como Nación, está inmerso en esa política mundial. No es una
aldea que constituye, en sí, proyecto propio. Es fruto de su propia historia, con
sus luces y sombras, y padece todavía las secuelas de diferentes intervenciones,
revoluciones, coloniajes y modernizaciones, no todas con políticas positivas.
    Volvamos la vista hacia nuestra historia nacional. El horizonte contempo-
ráneo que, pareciera en ciertos renglones de Apocalipsis, es definitivamente
una secuela de unas tradiciones políticas que México, como Nación, preparó.
Sembró vientos e injusticias que, con su práctica de poder colonial y época por-
firista, pusieron los cimientos para una modernización también depredadora.
Las tempestades e incertidumbres sociales que vivimos tienen causas que los
incubaron. En tiempo y forma. De la misma manera que los movimientos de
Independencia y Revolución mexicana los tuvieron y los padecieron. Precisa-
mente, en los renglones de libertad y justicia. Conviene recordar esos itinerarios.
    De la vieja Europa, en época de Renacimiento, nos llegaron los primeros
acentos humanísticos. Cierto. No con la conciencia clara de la secularización de
méxico: ¿los humanismos perdidos?                         169

la modernidad. Llegaron envueltos con ropajes de lenguaje religioso propios
de la evangelización, como nos lo recordara la historiadora Silvia Zavala. No,
ciertamente, con el lenguaje de libertad, pero sí con la idea de igualdad del género
humano, tal y como lo atestigua la mejor jurisprudencia de la Escuela de Salamanca
y, antes, en la idea de justicia, ínsita e inseparable de la misma esencia de la ley. Es
lo que enseñaron las obras jurídicas de Jacobus de Revigny (1230-1296) y, prin-
cipalmente, Bartolo de Sassoferrato (1313-1357). Sobre todo, Baldo de Ubal­dis
cuando escribía: “ius descendit, id est nascitur a iustitia, quod iustitia non est aliud quam
aequitas et bonitas…”.1 Era la incipiente, pero ya rica en contenido, ciencia del
dere­cho, aquella que “procedit a ratione”, para todas las gentes, y “et sine quo homines
non possunt vivere”.2 Era, conviene no olvidar, lo que enseñaron algunas universi-
dades medievales, mucho antes que la “modernidad” de los pensadores ingleses
(Locke, por ejemplo) lo propusieran. Tradición romano-latina, no anglosajona.
     Tradición jurídica que venida de lejos inspiró, primero, a la filosofía del
derecho de La Escuela de Salamanca (Francisco Suárez, Francisco de Vittoria,
entre otros) y, posteriormente, a los movimientos independentistas de América
y sus principales actores (entre ellos a los ilustres jesuitas expulsados a Italia;
Clavijero, Alegre, etcétera). Vieja savia de liberación que fundamentó y se
expresó en el mejor humanismo americano y que en México tuvo expresiones
cumbres en la evangelización de Bartolomé de Las Casas, Fray Andrés de Ol-
mos, Bernardino de Sahagún, Vasco de Quiroga. Lástima que ese humanismo,
renacentista, quedó trunco. Por el camino, alguien lo perdió. Se extravió al
confundirse con un humanismo, solamente literario y éste, así, ser instrumento que
revestía con ropaje artístico los poderes fácticos de la Nueva España.
     Sin embargo, México, hoy como ayer, también es fruto de absolutismos y
recreaciones de conquistas. Desde el siglo xv, con su casual “descubrimiento”
y, a lo largo de su historia, de ese ininterrumpido fenómeno de poder que ha
acompañado la gestación y consolidación de lo que hoy llamamos República
Mexicana. Nuestro ethos primero e hilo conductor de nuestra historia ha sido, indu-
dablemente, el hecho histórico de La Conquista. Fruto de un humanismo europeo
muy concreto, que hilvanaba arma et litterae, la virtus (fuerza) de los príncipes,
cuya mentalidad primera no era sino el objetivo de dominio; pero, también, pa-
radójicamente, lo intentaba conciliar con ciertas “virtudes morales” que, en la
práctica, no eran sino excusas para la real dominación. La Civitas Dei triunfaba
sobre la civitas hominis. Lo mejor de las utopías renacentistas, las que nos llegaron
por la Buena Nueva de la evangelización, fueron ahogados por el absolutismo del

   1
       Baldo de Ubaldis, Comm. Iu Dig. Veteris, 1, 1, 7; 7,3.1.
   2
       Ibid., 1,1,1.
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coloniaje español. Dominium et imperium, no el mensaje de la Doctrina Christi del
humanista Erasmo, fueron los que dominaron la incipiente sociedad colonial.
La renovatio y nova vita del movimiento franciscano no pudo contrarrestar ese
ángulo de sed de riqueza de la naciente burguesía del otrora mítico mundus novus.
Cierto que el “humanismo” de Erasmo en su colloquium religiosum, o el mensaje
crítico de la utopía de Moro, influenciaron la pedagogía evangelizadora de un
Pedro de Gante, un Motolinia, un Fray Andrés de Olmos, un Vasco de Qui-
roga y un Bartolomé de las Casas, pero todo ese gran acervo cultural de la
institutio novohispana, que tenía antecedentes de imperio romano y absolutismo
español: imperare no era sino dominar. Así como en el periodo renacentista ita-
liano se combinaban las buenas armas con las “bellas letras”, aquí, en tierras
americanas se fundían el poderío del dominio con un cristianismo justificador.
Por lo menos en la gubernatio de la unión entre trono y altar. Era la continuación
de la sacrosanctitas y el imperium de la tradición vespasiana unida a la potestas iu-
risdictionis del romano pontífice. Aquí, en la Nueva España, se trasladaban los
peores rasgos del absolutismo español y el desenfrenado saqueo de la riqueza
con la subsecuente explotación del indígena, el primero y auténtico dueño de
las tierras americanas. Como en la Europa de la espada y el libro, ingredientes
de una forma mentis de la primera conciencia burguesa. El buen humanismo
renacentista, expresión de las mejores ideas éticas del pasado grecolatino (los
conceptos de bien, de justicia, de solidaridad, se vieron marginados de la vivencia
institucional por la ciencia-técnica de una vertiginosa mentalidad de dominio polí-
tico e interés económico. Casualmente, los motores ideológicos de un capitalismo
depredador. Por lo demás, el hoy mexicano no es ajeno al ayer novohispano. Las
taras se repiten e incuban tal descontento e injusticia que tarde o temprano
alguien prende la mecha que hace explotar el antiguo régimen. El movimiento de
Independencia, proclamando una Nueva Organización Social, no hacia sino
revivir viejos humanismos.
    3. Sin embargo, la historia seguía caminando a pesar de dominaciones y
déspotas. La Nueva España, con su forma particular de vasallaje, propició que
estallara esa “máquina de la Revolución” de la que hablaba en 1811 el obispo
de Puebla, M.I., González del Campillo en un Manifiesto a Rayón y Morelos.3
Nacía, aun en contra de cierta lógica histórica de tipo tradicional, una nueva
forma con el nombre de república. Lejos quedaban ya los antiguos señores
aztecas. Muertos, por vía de conquista, los dioses teotihuacanos. Por lo menos,
así parecía. Pero, también, rotos los andamiajes del coloniaje español: sus insti-

     Cit. En Luis Villoro, El proceso ideológico de la Revolución de Independencia,
      3
                                                                                      unam,   México,
1983, p. 224.
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tuciones de poder, sus alianzas entre trono y altar, su voraz saqueo de riqueza.
Quedaba atrás, por mérito del movimiento de independencia, ese absolutismo
renacentista del poderío español; aunque, posteriormente, renacerían con otros
lenguajes, sus muy modernos tentáculos.
    El 28 de septiembre de 1821 se firmó el Acta de Independencia, pronunciada
por su junta soberana, declarando que salía de la opresión en que había vivi-
do. Sin embargo, permaneció solamente en eso, en una Acta. Sus anhelos de
libertad e igualdad, que son los requisitos de un auténtico humanismo libertario,
a la larga fueron sofocados y, en general, negados. La historia de dominación
se volvería a repetir. El poder central, seguía vigente a partir de 1836 y en 1847
con el Acta de Reformas, se revivía, una vez más, una ficción democrática. El
general Santa Anna sería el prototipo del modo de gobernar a la mexicana. Con
todo lo que esto signifique. El pragmatismo político de centralizar el poder ha-
cia recordar la fuerte administración de antigua “monarquía indiana”. El cura
Hidalgo, en 1810, a pesar de toda la carga explosiva de su grito de Dolores,
en donde, supuestamente, no habría ya “ni rey, ni tributos”, no pudo eliminar
los vicios atávicos del pasado. ¿Razones? El “criollismo”, al fin de cuentas, se
movería por intereses muy específicos: los nuevos amos defendían sus parcelas
de poder económico. Era una radiografía de sólo “mentalidad republicana”: un
“rico vestido sobre un cuerpo lleno de llagas” como lo atestiguaba el Monitor
Republicano.4 La misma situación de injusticia real, aun con la vestimenta de
formalidad republicana, la describían Ponciano Arriaga y Vallarta.5 Entretanto,
aun con la forma de la Nueva República, se mantenía la dominación sobre
los indígenas. Ni Guillermo Prieto ni Ignacio Ramírez, con todo su ilustre li-
beralismo, pudieron escapar de tener una visión “heroica” y “romántica” de
la historia. Al fin de cuentas, padecieron los límites del “humanismo” de tipo
liberal: marginarla desde adentro y desde sus raíces, una verdadera reforma
económica de la sociedad. Su “formalidad republicana” no propiciaba sino
una unidad de Nación, pero sólo en la “ley”, no en la real emancipación del
indígena. Problema que se prolongará hasta nuestros días. La Constitución,
una vez más, como lo consignaban los mismos teóricos liberales, se quedaba
en “la región de las utopías”, como soñando tan sólo, en hermosos palacios,
“pisando oro y plata”, pero presentando al mundo el despreciable espectáculo
de un “mendigo extenuado por la miseria y el hambre”.6 Hoy, con a cuestas

    4
      “Libertad y propiedad”, Mon. Rep., del 28,4,56, núm. 3, p. 156.
    5
      Francisco Zarco, Historia del Congreso Constituyente, 1856-1857, El Colegio de México,
México, 1956, p. 388.
    6
      Mariano Otero, Consideraciones sobre la situación política y social de la República Mexicana en
el año 1847, Porrúa, México, 1967, tomo 1, p. 97.
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una postmodernidad, ¿estaremos lejos de esa descripción dantesca del siglo
xix? Ante esta situación, no es extraño que protesta y armas volvieran, una vez
más, a la palestra. Los nuevos herederos de la Conquista se volvieron, ellos
mismos, dominadores y déspotas. Como lo escribía Ignacio Ramírez en 1846:
“las cargas para el pueblo y las concesiones para las clases privilegiadas”.7
Las palabras de ese viejo liberal del siglo xix podrían pronunciarse hoy en
el México contemporáneo. Guillermo Prieto y Ponciano Arriaga lamentaban
la situación real de injusticia y desamparo en que se encontraba la sociedad
mexicana. Afirmaban que el estado social no había cambiado: los “cimientos
de servidumbre seguían en pie”.8 Aunque, paradójicamente, la “época nueva”
era la famosa “paz porfiriana”. Sabemos lo que pasó. Como lo escribió nues-
tro Alfonso Reyes: bastó “una cuarteadura invisible”, un “reclamo en calles y
plazas”, “una leve rendija”, para que estallara la bomba de la Revolución.9 El
Leviatán tenía, y se sabía, los pies de barro. El país explotó. Se exigía, una vez más,
justicia y libertad, los expedientes fundamentales de un humanismo liberador. Se
exigía un Estado de derecho cuyas aguas, cual torrente, venían de más atrás. Sin
embargo, los “triunfadores” no supieron cosechar lo sembrado. Con un nuevo
rostro, posrevolución mexicana, siguieron los mismos cotos, casi con los mismos
nombres. Una nueva y vieja clase social, solamente cambiaba figura y lenguaje.
El pueblo, veía, sí, una floreciente “modernidad” económica. Pero de élite. Los
buenos humanismos seguían esperando. Aquellos de contenido social. Éstos, los
sociales, fueron mediatizados, marginados, sublimados, por aquellos humanismos
abstractos, metafísicos, que hermanaban sólo en la letra o en la religión, aunque
se revistiesen de bella literatura, pero que no exigían protesta y compromiso
para la liberación de un pueblo. Fue la razón, entre otras, de otro cambio de
sociedad. O, por desgracia, sólo cambio de piel.
    4. Pero, detengámonos en el presente. ¿Cuál es nuestro panorama actual,
en cuanto Estado moderno, en los rubros de democracia, libertad, igualdad?, ¿cuál
es, y qué imagen tenemos, si nos atenemos a la problemática nacional, aquella
que se vive y se siente ahí en donde “los lobos aúllan”?, ¿dónde se marchitaron
o sacralizaron nuestros mejores humanismos? Debemos admitir, viendo el pa-
norama político-económico mexicano, que México ya no es un Estado moderno, en
los términos de democracia real, de los mínimos satisfactores para un equilibrio
social. Tal vez nunca lo ha sido. Pero, por los tiempos que corren, los Caballos

      J. Ramírez, Don Simplicio, Periodico Burlesco, t.1, núm. 1, 1845; iii época, núm. 31,
      7

octubre de 1846.
    8
      Guillermo Prieto, Revista Científica y Literaria de México, tomo 1, 1845, p. 199.
    9
      Alfonso Reyes, Visión de Anáhuac, sep/fce, México, 1983, p. 119.
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del Apocalipsis, aquí, han enloquecido. Vivimos los extremos de la inseguridad,
del desempleo, de la falta de oportunidades en esa mesa común que debería ser
el ejemplo de una comunidad política que ya ha sufrido revoluciones, golpes de
Estado, sublevaciones y movimientos de renovadora cuestión social. Nos move-
mos en la peor modernidad, caótica y desorganizada, cuyos beneficios son para
una élite que sí ha sabido organizarse y usufructuar lenguajes y tradiciones. Pero,
por otro lado, todavía no aterrizamos aquellos viejos humanismos que se aso-
maron en los inicios del Estado-nación. Seguimos fracturados socialmente, sin ese
espíritu nacional que signifique organización política de y para un pueblo. Nuevos
problemas que se añaden a las viejas carencias. No basta presumir centenarios
o bicentenarios de sólo campanario o desfile militar. Casi puro circo, sin pan.
Celebraciones, caras y anodinas, que más bien parecieran las muecas de ester-
tores que anuncian la decadencia de un sistema, de un Estado-nación, de una
cultura política y económica, que no sólo no han leído los signos de tormenta
de estos tiempos de penuria, días que han hecho lo posible para consolidar ese
eterno Leviatán de una modernidad que extravió esos buenos humanismos que
un día acompañaron su nacimiento.
    México sigue fracturado social y culturalmente. No existe una identidad
nacional que ofrezca una conciencia de patria, de comunicad política, que
nos unifique por lo menos a la mayoría. Por una razón fundamental: existen
diversos y encontrados intereses. Por un lado, une élite político-económica que
ha usado a la Nación como un simple botín. La Patria son ellos, sus propios y
específicos intereses empresariales. En contubernio con determinados partidos
políticos. Para ellos, el “nacionalismo” es el conseguir, vía la organización de
la economía y la cultura, su particular beneficio. Camuflado y mediatizado por
una muy buena meditada racionalidad de administración y mercadotecnia revestida
con los oropeles de progreso, modernización y globalización. Por el otro lado, un
pueblo mayoritario en evidente desorganización política a nivel nacional. Con-
trolado por unos mass media, sobre todo televisivos, donde no hay resquicio para
la crítica abierta, donde se detecten y discutan las causas fundamentales de los
problemas sociales. Por un pueblo así, no ha pasado el humanismo auténtico
que toda real democracia debería encerrar. La justicia y el sentido de comunidad
siguen como asignaturas pendientes. Se vive como en una inmensa jaula de hie-
rro (Weber dixit) cuya “irracionalidad” se mezcla con esos “nacionalismos” que
desmovilizan y sirven como meros distractores de los urgentes problemas de
México. Las riquezas, materiales y humanas, que las hay, quedan manifastadas
y fragmentadas. Los mejores proyectos de Nación son tildados de anacrónicos
por quienes saben, ellos sí, usar el poder. Pero como botín o partida de caza. Cier-
to. Desde siempre, pero ahora más que en otros tiempos, el Leviatán está cons-
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ciente que no puede permitirse ser ni demócrata, ni humanista. Y el Leviatán
mexicano sabe hacer honor a su nombre.
    Hoy México se debate en un panorama nacional que ofrece, como target, la
pregunta crucial: México, ¿es todavía un Estado?, ¿guarda algunas características
fundamentales que otrora la clasicidad señalada para un Estado moderno?, ¿dónde
quedaron los buenos humanismos que surtieron, cual savia, las protestas y críticas
a todos los status quo de los poderes fácticos del pasado mexicano? Desde la evan-
gelización y Conquista, pasando por la Independencia y Revolución. Pareciera
que nuestra modernidad, a partir de la década de 1940, se estancó en una
sólida racionalización tecnológica, deslumbrante en algunos renglones, pero sin
contenido de bienestar comunitario. Esa modernidad no tuvo un humanismo
liberador. Más bien, al contrario, maniató y adormeció las conciencias naciona-
les con su supuesta “cientificidad” que enarbolaba un progreso cuyo paradigma
no era otro que la ininterrumpida concentración de riqueza. El Estado-nación
dejó de ser dueño y señor de su desarrollo económico y dejó las puertas abier-
tas a la inversión extranjera. La decantada globalización lo ha convertido en
mero apéndice y subalterno de quienes, afuera, manejan los verdaderos hilos
del poder. Las élites “vernáculas”, aun manejando el lenguaje de la democracia
representativa, en prácticos esponsalicios con el capital internacional. Mientras
el pueblo mayoritario, con poco pan y mal circo, araña los pocos satisfactores
que le permiten sobrevivir. Una vez más, el grito en el desierto de los huma-
nismos reivindicadores. Una vez más, la justicia, aquella que puede producir
la paz, vuelve a ser negada. Tal vez, de nuevo, la libertad (esa loca de la casa),
se tenga que abrir camino blandiendo la espada. No sería la primera vez. Las
tiranías se acaban cuando se pierde el miedo a los déspotas. Aunque también,
hay que reconocer que la racional-irracionalidad de la vida moderna puede neutra­
lizar ese mismo miedo. Un peligro latente, revestido de posmodernidad, peor
que la espada. Sólo puede ser vencido por una reforma integral y su consecuente
Organización nacional. Esta será la labor de los buenos humanismos. México los
tiene. Es urgente, una vez más, robar el fuego a los dioses.
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