Retratos de flanêurs. Andar sin rumbo en el cine contemporáneo

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Actas – IV Congreso Internacional Latina de Comunicación
Social – IV CILCS – Universidad de La Laguna, diciembre 2012

 Retratos de flanêurs. Andar sin rumbo en el
            cine contemporáneo
Marta Pérez Pereiro. Universidade de Santiago. marta.perez.pereiro@usc.es

Resumen: Esta comunicación se constituye como unos primeros apuntes
sobre un tema en el que espero poder profundizar, para pasar de este estado
incipiente a una genealogía de flanêurs más exhaustiva. La idea de vincular al
flanêur, una figura nacida en el XIX, por tanto, con una convivencia exigua con
el medio audiovisual, y la representación en imágenes de su mito, relacionado
con figuras liminares y la idea del movimiento como motor del relato, implica la
búsqueda de personajes y cineastas no apegados a ningún estilo determinado.
La presencia del inadaptado y la inadaptada ha sido una constante en la crisis
de la imagen-acción y su paso a la imagen-movimiento descrita por Gilles
Deleuze, de manera que el cine contemporáneo presenta un catálogo extenso
de figuras que pueden identificarse con este paseante solitario, tanto como
personaje como creador.

Palabras clave: flanêur, flanêuse, cine, Benjamin, Deleuze, wanderlust, huella,
aura

El flanêur, el caminante solitario de la modernidad, padecía un vicio que parece
erradicado en este tiempo de automoción y transporte colectivo. Wanderlust o
sauntering son términos asociados a este deambular desde que Walter
Benjamin definiera por primera vez a esta figura oculta en la muchedumbre. El
diccionario Webster, en su edición de 1850, recogía la acepción de wanderlust,
palabra que deriva del alemán, como “el deseo fuerte e innato de vagar o viajar
por ahí”. Sauntering, por su parte, era la palabra escogida por Henry David
Thoreau en su ensayo Caminar (2010) para referirse a la acción de deambular,
a pie, tal y como recoge la etimología del término, como los peregrinos que
pretextaban ir a Tierra Santa y vagaban por los campos sin ocupación alguna.
El flanêur se muestra como un personaje con una inclinación natural al
movimiento, pero, al contrario que el peregrino a Tierra Santa o del propio
Thoreau de Walden, su espacio no es la naturaleza sino las avenidas en
construcción de las incipientes ciudades europeas del XIX. Walter Benjamin,
autor que sistematiza por vez primera el retrato del flanêur, lo identifica con los
bohemios, de los que recoge una definición de L’Ambigu Comique de 1843:

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                   “Entiendo por bohemios esa clase de individuos con una existencia
                   que es un problema, una fortuna que es un enigma, que no tiene
                   residencia estable, ningún lugar reconocido al que ir, que no
                   encuentran gusto en ningún sitio y que uno encuentra en todas
                   partes” (Benjamin, 2008:432).

Los bohemios, que proliferan en la segunda mitad del XIX, no tenían oficio y
hacían gala de su ociosidad como una virtud. Podían prescindir de ejercer un
oficio en el arranque de la Revolución Industrial y, por tanto, de la división del
trabajo, y su mayor deseo era permanecer en movimiento continuo. La
ocupación del flanêur es esa errancia que deriva del tedio que como

                   “Una afección de naturaleza urbana, sería la enfermedad propia del
                   paseante (flanêur), que ya no es capaz de procesar la vida
                   metropolitana como un todo, sino como un complejo múltiple y
                   fragmentario de sensaciones” (Rábade Villar, 2012:97).

El embotamiento de los sentidos del caminante solitario proviene de la multitud
de estímulos de la ciudad que él, sin embargo, rechaza “como un animal
ascético” (Benjamin, 2008:422) para poder permanecer sin ataduras a
personas o bienes materiales. El flanêur transitaba un mundo que ya no existe,
si entendemos que la ciudad ha sido invadida por el no-lugar, descrito por Marc
Augé a lo largo del siglo pasado, ya que asiste a un nuevo modo de crear
espacios. Con todo, el caminante rechaza todo lo que este mundo tiene de
nuevo, brillante y consumible, es decir, permanece al margen de la incipiente
sociedad de consumo.
Tal y como indica Benjamin, el flanêur no puede resistirse a desafiar a este
nuevo mundo y el control que sobre él ejercen las autoridades, de manera que
“los muros con el ‘Prohibido fijar carteles’ son su escritorio” (2008:428). Prefiere
las ruinas, los letreros y las esquinas. Podría decirse que el flanêur es el
equivalente a un graffitero sin obra, que no desea ser visto ni dejar huella, pero
no puede evitar “mirar” a través del enrejado o de las grietas de los muros.
En este sentido, una de las dimensiones más interesantes del flanêur es su
vivencia del espacio, que es precisamente lo que lo relaciona con el cine como
modo de representación. Benjamin entendía que la experiencia fundamental
del flanêur era lo que denominaba la “vulgarización del espacio”. Este espacio,
cualquiera que sea dentro de la red urbana, deja de ser sublime por su
presencia no reverente. Se convierte así en un “sospechoso” al tiempo que, por
esta vulgarización, este espacio se haga representable. La presencia de esta
figura –que Benjamin relaciona con el detective o el periodista, profesiones que
funcionan en los márgenes– define lo transitorio en un momento en el que
empiezan a generarse las condiciones de representación mecánica de la figura
humana en el paisaje urbano a través de la fotografía. Las primeras imágenes
de Niepce y Daguerre necesitaban tantas horas de exposición que los
paseantes de las ciudades que retratan no son más que manchas
fantasmagóricas en las calles. La presencia del flanêur queda bien
representada, en su intento de invisibilidad, por ese desdibujamiento, que
Baudelaire explica casi con un aforismo: “estar en el centro del mundo y
permanecer oculto al mundo” (op. cit. Benjamin, 2008:446).
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En la literatura, la figura del flanêur aparece representada de forma canónica
en los escritos de Robert Walser y su sucesor natural W. G. Sebald,
particularmente en relatos como El paseo (2012), donde se ponen en juego
todas las condiciones, casi atmosféricas, de la actividad preferente del
caminante. Walser es retratado como el escritor-flanêur prototípico en el librito
de Sebald que sirve como homenaje:

                   “Las huellas que Robert Walser dejó en su vida fueron tan leves que
                   casi se han disipado. (…) En ninguna parte pudo establecerse,
                   nunca tuvo la más mínima posesión. No tuvo casa jamás, ni una
                   vivienda duradera, ni un solo mueble y, en su guardarropa, en el
                   mejor de los casos, un traje bueno y otro menos bueno. De lo que
                   necesita un escritor para ejercer su oficio ni tenía casi nada que
                   pudiera llamar propio” (Sebald, 2007:11).

Lo mismo que Walser, que fallece incluso como flanêur, dejándose sepultar por
la nieve del camino, Edgar Allan Poe, Nikolai Gógol o incluso Rosalía de
Castro1 intentar retratar al hombre que pasa inadvertido en la multitud. Existe
un hilo conductor entre estas figuras que acaban atacando a la propia narrativa
que deriva de una novela en una miscelánea de miradas, de manera que en
obras como las Almas muertas (2009) de Gógol

                   “el personaje principal, el yo, apenas aparece en este libro en
                   primera persona, sino que queda apartado o escondido entre la
                   multitud de los demás transeúntes” (Sebald, 2007:39).

Cualquier escrito sobre el flanêur es, además, el resultado de una experiencia
personal, en la que la mirada y el conocimiento de primera mano de las
condiciones de vida del personaje son fundamentales. A este respeto, Gógol y
Walser comparten

                   “La falta de hogar, lo horriblemente provisional de su existencia, su
                   prismático cambio de talante, el pánico, el sombrío humor,
                   impregnado de un negro dolor de corazón, la interminable profusión
                   de papelitos y precisamente la invención de todo un pueblo de
                   pobres almas, de un cortejo de máscaras que prosigue sin cesar, con
                   fines de mistificación autobiográfica” (Sebald, 2007:39).

El simple hecho de caminar se convierte en otros autores en motivo único de
escritura, como en caso ya mencionado de Thoreau2, pero como una forma de
vida, no como un deseo de dejar testimonio de los lugares por los que se

1
   Las condiciones de la modernidad, entre ellas el conjunto de experiencias sensibles
asociadas al urbanismo y la sociedad de masas, aparecen descritas en la literatura en lo que
Rábade Villar (2012) describe como “un fenómeno de carácter global”.
2
  No deja de resultar curioso que conferencias como Caminar, que tantas veces pronunció en
vida David Henry Thoreau, se hayan transformado en el paso al siglo XXI en memorias como
De qué hablo cuando hablo de correr, de Haruki Murakami (2010), un cambio de velocidad del
autor que afecta necesariamente a los ritmos narrativos y la manera de representar el propio
movimiento de los personajes.
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transita. De este modo se aleja de la idea del viajero que necesita levantar acta
de su tránsito, y del turista, que vive de manera vicaria el lugar para demostrar
la autenticidad de la experiencia y, por extensión, de su propia vida. Guy
Debord (2008) enunciaba desde el Situacionismo que en la Sociedad de
Espectáculo las vacaciones equivalían a nuestro auténtico yo, el de las
fotografías en las que ya la figura humana aparece perfectamente perfilada
gracias a la técnica. En la explicación, citada casi hasta el exceso, que Paul
Bowles usó para definir a Port, uno de los personajes de El cielo protector
(2000), se resume la diferencia que desde la literatura de viajes se aplica a
viajero y turista:

                   “No se consideraba un turista. Él era un viajero. Explicaba que la
                   diferencia reside, en parte, en el tiempo. Mientras que el turista
                   regresa deprisa a su casa al cabo de unos meses o semanas, el
                   viajero, que no pertenece más a un lugar que al siguiente, se
                   desplaza con lentitud de un punto a otro de la tierra” (Bowles,
                   2000:10).

La variable tiempo, la duración del viaje, se añade de este modo a la ecuación
que empezaba a configurar la experiencia “vulgarizadora” del espacio que
describiera Benjamin. El desplazamiento está marcado por las coordenadas de
un tiempo no finito en un espacio urbano, y constituye la experiencia innata y
primordial del flanêur. Apartado de la muchedumbre –que es “el más reciente
laberinto e inescrutable laberinto en el laberinto de la ciudad” (Benjamin,
2008:449)-, el flanêur se convierte en un observador a distancia y, al tiempo,
vive embriagado por la empatía como modo de relación con el otro: “La
fantasmagoría del flanêur: leer en los rostros la profesión, el origen y el
carácter” (Benjamin, 2008:433).
Estas dos cuestiones, la representación del movimiento y la cuestión de la
mirada del flanêur, son los elementos esenciales sobre los que se funda un
acercamiento a la representación de esta figura en el cine. La pregunta
pertinente, en este punto, es si el caminar de esta figura parcialmente oculta en
la muchedumbre es representable en imágenes, tal y como la literatura,
descrita aquí en pocos ejemplos, ha conseguido trasladar las sensaciones de
su errancia. Si la opción cinematográfica más plausible es la adaptación de
estos relatos, existe ya una respuesta desde la crítica canónica cuando Andre
Bazin (1999) en su artículo “Por un arte impuro” reflexionaba sobre la escasa
aproximación de los autores cinematográficos a la literatura de vanguardia y,
en cambio, el apego a relatos convencionales, perfectamente representables
con el esquema aristotélico de la acción.
El reto de un posible cine del flanêur es jugar narrativamente con una historia
que arranca in media res, al no tener datos sobre el origen del personaje, y que
no implica un final, sino una desaparición. Asimismo, la imposibilidad de
concentrar su mirada en un único punto ofrece, al mismo tiempo, la posibilidad
de un relato en mosaico y la dificultad intríseca de establecer un hilo narrativo.

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    1. El caminante sin rumbo en el cine. El personaje del flanêur
Desde las primeras fantasías de Meliès, el viaje ha sido un motivo recurrente
en el cine. El cine de la modernidad, particularmente, ha estado plagado de
errantes que transitan los arrabales de las ciudades. A pesar de la idea de
aristocracia y seriedad que aparece asociada su imagen, existe un personaje
que se puede identificar con la forma física y moral más acabada del flanêur.
Charlot es un flanêur legítimo tanto en la marca autobiográfica de su creador,
Charles Chaplin, que fue un niño de la calle en el Londres en el tránsito del
siglo XIX al XX3, como en su carácter vagabundo.
Charlot es la figura inadaptada por excelencia, que fracasa cada vez que
intenta someterse a las normas sociales y a integrarse en la clase obrera que
parece ser la que le corresponde. Al igual que los personajes de Walser o
Gógol, esa condición de outsider demanda la flexibilidad necesaria por las
condiciones que impone una vida en la calle, sometida a constantes cambios.
De ahí el nacimiento del humor en el flanêur como la forma última de
relativización. El humor como corrección social, tal y como lo entendía e filósofo
contemporáneo del flanêur, Henri Bergson (1999), también es un ingrediente
esencial de las películas protagonizadas por Charlot. Bergson es el creador de
lo que se denomina “teoría de la incongruencia” según la cual el origen de la
comicidad está en la falta de adecuación al contexto. La inadaptación al medio
de Charlot es más que obvia: se escenifica en los gags físicos, que son su
marca identitaria junto con su caracterización, y en los problemas que su
contacto con los otros –siendo él el “otro”, el extraño, para ellos– genera
constantemente.
Desde la mirada allea del vagabundo, la sociedad releva así toda su crueldad y
contradicciones. A pesar de sus intentos de formar parte del mundo, Charlot
siempre fracasa, de manera que,

                   “Individualista y anárquico, el vagabundo no duda en dinamitar el
                   mundo en el que poco antes pretendía integrarse: sintiéndose
                   rechazado, lo destruye para partir, habitualmente solo, en busca de
                   nuevas aventuras” (Riambau, 2000:29).

De este modo, las historias de este flanêur, que aparece por vez primera en Kid
Auto Races at Venice [Carreras de autos para niños/Carreras sofocantes]
(1914), carecen de principio y final. Simplemente, vemos al personaje,
eternamente descontextualizado, en una sucesión de gags que aspiran a ser
olvidados en la siguiente entrega. En el mejor de los casos, Charlot acaba con
la chica, pero siempre es expulsado del lugar normativo, en el que se produce
la división del trabajo. André Bazin ejemplifica con la clásica patada del
vagabundo hacia atrás su posición moral:

3
  Al igual que Chaplin, que reconoce como propia la vida en la calle cuando niño, otros
retratistas de vagabundos han usado su experiencia como referencia para la ficción. Tal es el
caso de Charles Dickens, quien es retratado por G. K. Chesterton como un experto en el ritmo
de las calles de Londres, derivado de su infancia de vagabundo, tal y como recoge Benjamin
(2008).
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                   “Por un lado, a Charlot no le gusta (…) afrontar directamente las
                   dificultades; prefire atacarlas por sorpresa volviéndoles la espalda.
                   Por otro, y sobre todo cuando no existe una utilidad precisa (aunque
                   sea de simple venganza), esa patada hacia atrás expresa a la
                   perfección la constante preocupación de Charlot de no sentirse
                   ligado al pasado, ni de arrastrar nada tras él” (2000:21-22).

The tramp [Charlot vagabundo] (1915) simboliza, ya desde el propio título, la
condición de flanêur de Charlot, su origen y destino inciertos, que, a modo de
bucle, representa una carretera por la que entra y sale del film. También la
empatía con los desamparados -en este caso, una chica acosada por ladrones-
y la capacidad de renuncia a sus deseos que suele terminar con el acto final de
desaparición.
A medida que avanza el siglo, los caminantes, cada vez menos a medida que
cobran protagonismo los riders del cine americano, se convierten en símbolo
de la alienación de la vida en la ciudad, las condiciones que imponen el capital
y los conflictos armados globales. La Segunda Guerra Mundial es el punto de
inflexión de lo que Gilles Deleuze (1994) denomina la crisis de la imagen-
acción y su transformación en la imagen-movimiento. El neorrealismo, más
como estilo que como escuela, es el ejemplo que Deleuze pone para hablar de
este cambio de paradigma, la “puesta en escombros” definida por la falta de
continuidad, la no-clausura y la forma-vagabundeo como narrativa, que
presenta “espacios cualesquiera, cáncer urbano, tejido indiferenciado, terrenos
baldíos” (1994:295). Y entre las ruinas, el secreto y los universos sociales
paralelos –hay un interés por retratar el mundo del hampa, de la delincuencia y
la corrupción–, cobran un especial protagonismo las figuras solitarias. La
forma-vagabundeo es el modo de mostrar el paisaje y al personaje perdido en
él, en una suerte de spleen que borra los límites entre interior y exterior:

                   “Un diagrama de itinerarios físicos y síntomas mentales. Sin duda,
                   Antonioni es el cineasta que mejor expresó esa errancia del sujeto en
                   relación con la indeterminación del universo urbano, esa contigüidad
                   entre ambientes y personajes que se explicita mediante una triple
                   ecuación entre el espacio psíquico interior, el espacio arquitectónico
                   y el espacio del encuadre” (Font, 2002:311).

El Neorrealismo y los sucesivos movimientos asociados tienen un amplio
catálogo de seres inadaptados que funden su angustia con el paisaje. En los
desiertos y las ciudades vacías de Wim Wenders, como en su paradigmática
Paris-Texas (1984), en el espacio borroso de Theo Angelopoulos y su
búsqueda de un lugar al que pertenecer, como en Topio stin omichli [Paisaje en
la niebla] (1988) o en la tetralogía de Michelangelo Antonioni, -compuesta por
L’Avventura [La aventura] (1960), La notte [La noche] (1961), L'Eclisse el
eclipse] (1962), e Il Deserto rosso [El desierto rojo] (1964)– que representa la
profunda incomunicación en la sociedad contemporánea. En cierto sentido
podría decirse que, más que flanêurs cuyo deseo de movimiento es innato,
estos personajes huyen y no caminan. Más que wanderlust, sufren de angustia
y su condición de errantes no es natural sino que está forzada por las
circunstancias.

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Por otra parte, resulta curioso, cuando menos, observar que muchas de estas
figuras perdidas en el paisaje neorrealista, sobre todo en el caso de Antonioni,
son mujeres. Benjamin no enuncia de modo directo la posibilidad de que la
mujer sea una caminante sin rumbo, sino que la única mención se refiere a una
hipotética “compañera” del flanêur, de la que ignoramos si tiene casa o se
mueve en la ciudad como él. Más explícito al respecto es Thoreau, quien en
Caminar se refiere al confinamiento de las mujeres al indicar que están aún
más recluidas que los hombres y duda de que puedan soportarlo en absoluto
(Thoreau, 2010). Janet Wolff (1985) acuñó la denominación flanêuse para
referirse a una imposibilidad, la de la mujer que puede pasear sin destino
evidente en la ciudad del XIX. Según la autora,

                   “Las mujeres sólo aparecen (…) a través de sus relaciones con
                   hombres en la esfera pública y a través de rutas ilegítimas o
                   excéntricas en este ruedo masculino, esto es, en su rol de prostituta,
                   viuda o víctima de un crimen” (Wolff, 1985:4).

Es la mujer que camina, que “hace la calle”, en una metáfora que hace pensar
que es la prostituta la que crea la ciudad cada noche. Lo que transita la
flanêuse es un camino construido sobre el secreto, sobre ese mundo oculto del
que habla Deleuze como parte de la crisis de la imagen en el siglo XX. La
prostituta sería, en cierta medida, la flanêuse por definición a no ser porque, a
diferencia de su correlato masculino, para quien la ociosidad es su actividad,
ella está trabajando, aunque quede expulsada de las categorías aceptadas por
el capitalismo. Al contrario que el flanêur, quien desea no ser visto, la mujer no
puede estar en la calle sin exponerse, sin convertirse en objeto de consumo.
Laura Mulvey (1989) divide precisamente a las mujeres en el cine en dos
modelos: la “mujer negociable” (madre, esposa, hija) y la “mujer consumible”
(prostituta, vampira). Si la primera está confinada al hogar y su cuidado, la
segunda parece conseguir un cierto estatuto de movilidad. La mayoría de films
que retratan a la mujer consumible, sean estrictamente comerciales o más
próximos al cine de autor, exponen de modo sintético el paso de una mujer
independiente a mujer negociable en dos escenarios básicos: el amor, que la
transforma, o el castigo por esta autonomía.
En cuanto al primero de los supuestos, no hay film que trace de un modo más
sintético la transición de la mujer independiente, pero consumible, a una
esclava por amor que Morocco [Marruecos] (1931), la primera película
hollywoodiense del tándem Joseph von Stenberg-Marlene Dietrich. La última
escena del film muestra a Amy Jolly (Marlene Dietrich) siguiendo por el Sáhara
al soldado Tom Brown (Gary Cooper), de la legión extranjera, en una suerte de
destino fatal pero inevitable.
En lo que respecta al segundo supuesto, el entusiasmo por la libertad que
experimenta Nana, la prostituta de Vivre sa vie [Vivir su vida] (1962), de Jean-
Luc Godard, se convierte en esclavitud conforme avanza la película para
terminar en una tragedia súbita e inexplicada. También sabemos que la mujer
morirá, -pues Agnès Varda nos lo muestra al principio de su film-, en Sans toit
ni loi [Sin techo ni ley] (1985), donde la hippie Mona viaja por Francia con su
mochila. En su periplo irá encontrando la incomprensión y marginación por

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parte de todas las clases sociales. Varda retrata la dignidad de una mujer que
no desea trabajar ni establecerse, aunque la interpretación que de su actitud
hace el resto de personajes sea la arrogancia y la falta de adecuación de Mona
al sistema.
En cualquiera de estos casos, el personaje, sea hombre o mujer, se adapta a la
forma-vagabundeo de los denominados geógrafos (Font, 2002), cineastas
como Win Wenders, Andrei Tarkovsky o Abbas Kiarostami, que emplean el
paisaje como metáfora y reducen la figura humana a un punto en el horizonte.
Con todo, y al contrario que en el Neorrealismo, el cine de los geógrafos no
busca mostrar la huella del flanêur sino el sentido metafísico de su viaje. En
este punto, resulta pertinente recordar la diferencia que establece Benjamin
entre lo material y lo inmaterial de la experiencia:

                   “Huella y aura. La huella es la aparición de una cercanía, por lejos
                   que pueda estar lo que dejó atrás. El aura es la aparición de una
                   lejanía, por cerca que pueda estar lo que la provoca” (2008:450).

El flanêur, como un espejismo, una imagen apenas entrevista en un cristal,
sólo puede aparecer en el plano como una ausencia. La que propone, por
ejemplo, Chris Marker en sus films errantes. El protagonista de Sans Soleil
(1983) es el cineasta ficcional Sandor Krasna que escribe cartas a una mujer
desconocida, la voz en off del film. Las imágenes se encadenan en esa forma-
vagabundeo enunciada por Deleuze sin que medie un hilo narrativo más allá
del relato de las cartas de Krasna. El cineasta-flanêur, a diferencia del errante
del XIX, se traslada de continente a continente para mirar, desde la distancia
que procura el objetivo de la cámara, y descubrir que, caminantes o no, todos
los hombres son iguales.
Aunque la actividad cinematográfica es casi nómada, acostumbrada al cambio
constante de escenario, apenas se pueden consignar ejemplos de esta
categoría, el cineasta-flanêur, sin hablar de figuras singulares como las del
propio Marker, Jonas Mekas, la ya citada Agnès Varda o Chantal Ackerman,
quienes ponen en imágenes una mirada particular, entre la multitud,
traspasada por la experiencia propia, a veces inequívocamente autobiográfica,
y que actualiza, en cierta medida, el mito del flanêur como un observador
solitario, de origen y destino inciertos, y sentido moral inapelable.

Bibliografía
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Filmografía
L’Avventura (1960)
La Notte (1961)
Morocco (1931)
Il deserto rosso (1964)
L’Eclisse (1962)
Sans toi ni loi (1985)
Vivre sa vie (1962)
Kid Auto Races at Venice (1914)
The tramp 1915)
Paris-Texas (1984)
Topio stin omichli (1988)
Sans Soleil (1983)

ISBN-13: 978-84-15698-06-7 / D.L.: TF-969-2012                                Página 9
             Actas on-line: http://www.revistalatinacs.org/12SLCS/2012_actas.html
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