Selección de poemas de Pere Gimferrer

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Selección de poemas de Pere Gimferrer
Selección de poemas de
    Pere Gimferrer

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Selección de poemas de Pere Gimferrer
Cetrería
     Oh tristeza oh mesnadas oh plazuelas marinas
     neblinosos arbustos oh caído noviembre
     plataforma del sueño giratorias farándulas
     arlequinada o vértigo de medusas silentes

     Oh   corceles del tiempo sobre el mar desbocados
     Oh   girasol perpetuo de confundidas sangres
     Oh   palabras oh rostros oh velamen de plata
     Oh   escrituras miniadas crepitando de imágenes

     Mis azores dan caza en la arboleda a un hombre
     Aquel hombre que fui que seré que voy siendo
     La sortija en mis dedos en mis ojos la playa
     La sortija o la muerte como un pájaro suelto

     Cara y cruz Estremece un aliento las bóvedas
     Como gritos se abren rosas en el silencio
     Las veletas metálicas giran en mi pasado
     Pregón de las espumas sepultando al velero

     Su   sepulcro fue el mar oh tristeza oh raíces
     oh   floración de sombras ataúd marfileño
     oh   mastines de muerte oh lebreles flamígeros
     oh   jaurías hirientes oh lagunas oh ciervos

     Mi almoneda tendida de liana en liana
     Sobre el pretil calizo la heráldica del viento
     Quién mi voz estipula quién pujará en mi nombre
     Contrapesan mi vida las balanzas del tiempo

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Selección de poemas de Pere Gimferrer
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Selección de poemas de Pere Gimferrer
Mazurca en este día
     Vellido Dolfos mató al rey
     a las puertas de Zamora.
     Tres veces la corneja en el camino, y casi
     color tierra las uñas sobre la barbacana,
     desmochadas, oh légamo, barbas, barbas, Vellido
     como un simio de mármol más que un fauno en Castilla,
     no en Florencia de príncipes, brocado y muslos tibios.
     ¡Trompetas del poniente!
                                Por un portillo, bárbaro,
     huidiza la capa, Urraca arriba, el cuévano
     se teñía de rojo entre sus dedos ásperos,
     desleíase el cetro bordado en su justillo,
     quieta estaba la luz en sus ojos de corza
     sobre el rumor del río lamiendo el farellón.
     Y es, por ejemplo, ahora
     esta lluvia en los claustros de la Universidad,
     sobre el patio de Letras, en la luz charolada
     de los impermeables, retenida en la piel
     aun más dulce en el hombro, declinando en la espalda
     como un hilo de bronce, restallando en la yerta
     palmera del jardín, repicando en la lona
     de los toscos paraguas, rebotando en el vidrio.

                                           Guantes grises, rugosos,
     pana, marfil, cuchillos, alicates o pinzas
     sobre el juego de té o baquelita y mimbre.
     Dios, ¿qué fue de mi vida?
                                Cambia el color del agua,
     llegan aves de Persia.
                           Kublai Khan ha muerto.

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Selección de poemas de Pere Gimferrer
Oda a Venecia ante el mar de los teatros
                Las copas falsas, el veneno y la calavera
                de los teatros.
                                             García Lorca

     Tiene el mar su mecánica como el amor sus símbolos.
     Con qué trajín se alza una cortina roja
     o en esta embocadura de escenario vacío
     suena un rumor de estatuas, hojas de lirio, alfanjes,
     palomas que descienden y suavemente pósanse.
     Componer con chalinas un ajedrez verdoso.
     El moho en mi mejilla recuerda el tiempo ido
     y una gota de plomo hierve en mi corazon.
     Llevé la mano al pecho, y el reloj corrobora
     la razón de las nubes y su velamen yerto.
     Asciende una marea, rosas equilibristas
     sobre el arco voltaico de la noche en Venecia
     aquel año de mi adolescencia perdida,
     mármol en la Dogana como observaba Pound
     y la masa de un féretro en los densos canales.
     Id más allá, muy lejos aún, hondo en la noche,
     sobre el tapiz del Dux, sombras entretejidas,
     príncipes o nereidas que el tiempo destruyó.
     Qué pureza un desnudo o adolescente muerto
     en las inmensas salas del recuerdo en penumbra.
     ¿Estuve aquí? ¿Habré de creer que éste he sido
     y éste fue el sufrimiento que punzaba mi piel?
     Qué frágil era entonces, y por qué. ¿Es más verdad,
     copos que os diferís en el parque nevado,
     el que hoy acoge así vuestro amor en el rostro
     o aquel que allá en Venecia de belleza murió?
     Las piedras vivas hablan de un recuerdo presente.
     Como la vena insiste sus conductos de sangre,
     va, viene y se remonta nuevamente al planeta
     y así la vida expande en batán silencioso,
     el pasado se afirma en mi a esta hora incierta.

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Tanto he escrito, y entonces tanto escribí. No sé
si valía la pena o la vale. Tú, por quien
es más cierta mi vida, y vosotros, que oís
en mi verso otra esfera, sabréis su signo o arte.
Dilo, pues, o decidlo, y dulcemente acaso
mintáis a mi tristeza. Noche, noche en Venecia
va para cinco años, ¿cómo tan lejos? Soy
el que fui entonces, sé tensarme y ser herido
por la pura belleza como entonces, violín
que parte en dos el aire de una noche de estío
cuando el mundo no puede soportar su ansiedad
de ser bello. Lloraba yo, acodado al balcón
como en un mal poema romántico, y el aire
promovía disturbios de humo azul y alcanfor.
Bogaba en las alcobas, bajo el granito húmedo,
un arcángel o sauce o cisne o corcel de llama
que las potencias últimas enviaban a mi sueño.
                                        Lloré, lloré, lloré.
¿Y cómo pudo ser tan hermoso y tan triste?
Agua y frío rubí, transparencia diabólica
grababan en mi carne un tatuaje de luz.
Helada noche, ardiente noche, noche mía
como si hoy la viviera! Es doloroso y dulce
haber dejado atrás la Venecia en que todos
para nuestro castigo fuimos adolescentes
y perseguirnos hoy por las salas vacías
en ronda de jinetes que disuelve un espejo
negando, con su doble, la realidad de este poema.

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Himno
     Contemplo el sol y el ritmo del cerezo
     que estremece sus ramas. Circe, Circe
     ¿son tuyos estos ojos que puntean
     la mies, como una noche? No los cierres
     mas hiñe en mí, oh espada y fiel del día,
     oh manopla en mi rostro, viva máscara,
     ocre dogal, oh cepo por quien somos
     más que quien somos, claridad de un vientre!
     Cristal, mercurio, tarde: ¡cómo pesa
     en mis hombros el cobre incandescente
     de la fruta en sazón! Dicen del hombre
     que no puede consigo. En todo caso
     no con su juventud, rosa sin número.
     Y debe ser. Volvían viñadores
     y aún el cielo iba rojo por poniente
     con sentido de hoz. Siégame, siega
     en los ojos y el sexo, a flor de piel,
     como puntazo o ácida sutura
     al borde mismo de los labios. Viene
     un sordo rumor, megáfonos, sirenas,
     pesquerías lejanas. Puede el mar
     saber más que nosotros, y sentencia
     con su fulgor de escualo. Arena, calcio,
     madréporas dormidas, oh columna
     del pasado y presente, estancia yerta
     donde la luz se esfuma, nieve o sauce!
     Mas ¿qué redime el tiempo? Piedra, mies,
     oro mortal, ajorca, qué presea
     para el rubio Azrael, tiza y carbono.
     A lo lejos relámpagos invocan,
     cárdenas trompas. Voluntad de púrpura
     sobre mis hombros, voluntad de ser
     más que yo mismo, escudo de ojos tristes.
     Oh voluntad de estío en llamas. Muerte,
     sobre la mies soy tuyo.

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Cuchillos en abril
     Odio a los adolescentes.
     Es fácil tenerles piedad.
     Hay un clavel que se hiela en sus dientes
     y cómo nos miran al llorar.

     Pero yo voy mucho más lejos.
     En su mirada un jardín distingo.
     La luz escupe en los azulejos
     el arpa rota del instinto.

     Violentamente me acorrala
     esta pasión de soledad
     que los cuerpos jóvenes tala
     y quema luego en un solo haz.

     ¿Habré de ser, pues, como éstos?
     (La vida se detiene aquí)
     Llamea un sauce en el silencio.
     Valía la pena ser feliz.

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I

     Yo, que fundé todos mis deseos
     bajo especies de eternidad,
     veo alargarse al sol mi sombra en julio
     sobre el paseo de cristal y plata
     mientras en una bocanada ardiente
     la muerte ocupa un puesto bajo los parasoles.
     Mimbre, bebidas de colores vivos, luces oxigenadas que
            chorrean despacio,
     bañando en un oscuro esplendor las espaldas, acariciando
            con fulgor de hierro blanco
     unos hombros desnudos, unos ojos eléctricos, la dorada
            caída de una mano en el aire sigiloso,
     el resplandor de una cabellera desplomándose entre mú-
            sica suave y luces indirectas,
     todas las sombras de mi juventud, en una usual figuración
            poética.
     A veces, en las tardes de tormenta, una araña rojiza se
            posa en los cristales
     y por sus ojos miran fijamente los bosques embrujados.
             ¡Salas de adentro, mágicas
     para los silenciosos guardianas de ébano, felinos y noc-
            turnos como senegales,
     cuyos pasos no suenan casi en mi corazón!
     No despertar de noche el sueño plateado de los mirlos.
     Así son estas horas de juventud, pálidas como ondinas o
            heroínas de ópera,
     tan frágiles que mueren no con vivir, no: sólo con soñar.
     En su vaina de oscuro terciopelo duerme el príncipe.
     Abandonados rizos en la mano se enlazan. Las pestañas
            caídas hondamente han velado los ojos
     como una gota de charol y amianto. La tibieza escondida
            de los muslos desliza su suspiro de halcón ago-
            nizante.

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El pecho alienta como un arpa deshojada en invierno;
       bajo el jersey azul
se para suave el corazón.
               Ojos que amo, dulces hoces de hierro
       y fuego,
rosas de incandescente carnación delicada, fulgores de
       magnesio
que sorprendéis mi sombra en los bares nocturnos o sa-
       liendo del cine, ¡salvad
mi corazón en agonía bajo la luz pesada y densa de los
       focos!
Como una fina lámina de acero cae la noche.
Es la hora en que el aire desordena las sillas, agita los
       cubiertos,
tintinea en los vasos, quiebra alguno, besa, vuelve, suspi-
       ra y de pronto
destroza a un hombre contra la pared, en un sordo chas-
quido resonante.
Bésame entre la niebla, mi amor. Se ha puesto fría
la noche en unas horas. Es un claro de luna borroso y
       húmedo
como en una antigua película de amor y espionaje.
Déjame guardar una estrella de mar entre las manos.
Qué piel tan delicada rasgarás con tus dientes. Muerte,
        qué labios, que respiración, qué pecho dulce y mórbido
ahogas.

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El cuerno de caza
     Para quién pide el viento de esta tarde clemencia
     En los arcos de otoño qué susurra el zorzal
     Con sirenas de buques a lo lejos la ausencia
     Oh capillas nevadas de la noche y el mal
     cetrería de oros y de bruma imperial
     bella presa halconeros un amante desnudo
     presa de luz de viento de espacio de bahías
     todo su cuerpo en llamas un puñal un escudo
     lebrel en los pantanos qué luz de cacerías
     Para mí sólo amor por mí sólo vivías

     No es hablaros de oídas de cuchillos y sedas
     ni proyectar historias en los cuartos oscuros
     Cuando todo se ha ido sólo tu amor me quedas
     no quiero hablar entonces de estanques ni arboledas
     sólo el amor nos hace más solemnes más puros
     En la noche de otoño no me valen conjuros

     En la glacial tiniebla de las calles la luna.
     lleva guantes de plata muerta y fosforescente
     Al acecho en la esquina ninguna voz ninguna
     me llamará mi amor dulce cuerpo presente
     Como si hubiera vuelto la niñez de repente
     oh borrosas imágenes cristal esmerilado
     densa penumbra denso silencio en los pasillos
     de puntillas andamos el viento en los visillos
     las ventanas el agua aquel cuartó cerrado
     A oscuras muy despacio no sé quién me ha besado

     Qué me han dado que todo resplandece y se esfuma
     Qué diluye los rostros en su luz misteriosa
     Los armarios se abren cae del libro una rosa
     Rueda en la playa un aro al jardín de la espuma
     Sí recuerdo mi vida Que el amor la consuma

     Estos focos que ciegos en la noche no cesan
     de recorrer palacios y ciegas galerías
     del país del amor encendidos regresan
     cuando unos labios a otros labios temblando besan
     cuando tú amor a mi lado palidecías

     Y la muerte de blanco soltará sus jaurías

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Homenaje a Edgar Allan Poe
     Topando desvalidos en la llama los ciegos halcones
     En la ciudad las nieblas el estío que mata a los venados
     oh pobre corazón oh pobre corazón hierro y jazmines polvo
     vidrios acribillados a balazos fotografías rasgadas estuches
             vacíos una mujer desnuda
     con suavidad las lentas cortinas del crepúsculo los pre-
             sagios
     A esta hora mis ojos que quedaban vacíos pensando en
             el bosque
     Cielo tenso maroma tendida del que soy al que fui a pul-
             so solamente a pulso solamente y muero casi
     nadie llora en la infancia nadie llora por mí una garza plie
             ga sus alas heridas y muere en el dorado esplen-
             dor de las marismas
     Príncipe azul calesas el mar en los hangares
     La muerte como un revólver y unos guantes sobre la mesa
     Este rostro es mi rostro

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1960
     Súbito, en las oscuras balaustradas, un rostro,
     una azucena tronchada ante el poniente de cristal,
     un martín pescador abatido en el hueco de la escalera,
     unas manos que tiemblan como la noche helada.
     De puntillas volviendo en la noche, de puntillas, amor de
             quince años.
     Pasan automóviles negros como un susurro de sedas
     en la cálida noche de los mambos, violeta encendida,
             sacrificio
     a la penumbra azul de las pistas de baile!
     Con un punzón en el pecho, con un punzón en los labios,
             con una rosa en las manos,
     Paul Anka canta como la lluvia en el oscuro setiembre.
     La estación de la bruma y las destrucciones
     abate galerías de cristal, dones del agua y de la noche, si-
             renas como cálices de espuma.
     Como un frufrú de faldas, oh mi dulce damita.
     Todavía mi abuelo leerá Rojo y negro al final del pasillo,
             viendo gotear el jardín sombrío tras los cristales
             empañados.
     Esta voz es la suya. Qué humedad, qué silencio.
     Alguien me da la mano y es el balcón, el grito de los ven-
             cejos, los tranvías dorados en el denso crepúsculo,
     el fantasma de Robert Taylor como la muerte en los cines,
     los pómulos de las chicas del Instituto y sus carteras bajo
             el brazo y sus sonrisas, diríase que todas tienen
             los ojos azules.

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Elegía
     Morir serenamente como nunca he vivido
     y ver pasar los coches como en una pantalla
     y las canciones lentas de Nat King Cole
     un saxofón un piano los atarcederes en las terrazas bajo
             los parasoles
     esta vida que nunca llegué a interpretar
     el viento en los pasillos las ventanas abiertas todo es blan-
             co como en una clínica
     todo disuelto como una cápsula de cianuro en la oscuridad
     Se proyectan diapositivas con mi historia
     entre el pesado olor del cloroformo
     Bajo la niebla del quirófano extrañas aves de colores
             anidan

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Unidad
                               A Marie José y Octavio Paz

     Dictado por el crepúsculo,
     dictado por el aire oscuro, el círculo se abre
     y habitamos en él: transiciones, espacio
     intermedio. No el lugar
     de la revelación, sino el lugar
     del reencuentro. La espada
     que divide la luz.
                        Del ojo a la mirada,
     la claridad permanente, el ámbito de los sonidos,
     la campana que clausura la visión terrestre
     como el ojo inexorable de la forma floral
     fija el fuego de un carbunclo. Este ojo
     ¿ve mi ojo? Es un espejo de llamas
     el ojo que ahora me ve. Con sonido de poleas,
     los ejes de la noche. Desarbolada,
     se derrumba la oscuridad y, a tientas,
     el sol conoce la noche.

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País de Antoni Tàpies
     Trae el invierno el color de este polvo de mármol.
     Arde una fragua de claridades verdes
     bajo la luz visible de las ramas, tan claras
     por tan desnudas, el cercado de los incendios de abril.
     Nos pertenece un país palpitante de agua y de hierba,
     un gotear de nieblas en el desfiladero del cielo.
     El polvo de mármol, la piedra, el cartón y la chatarra
     han recibido el legado de las estaciones,
     la herencia del tiempo que rodea al hombre,
     el oro ceremonial y el verde trémulo,
     el azul nocturno y el azul que ven unos ojos cerrados
     en el anillo de oscuridad que enciende las apariencias.
     Nos pertenece un país, un legado, el alto ejemplo
     de la claridad de los álamos y la ventana desnuda
     que ve la transparencia del vacío total.
     Un país para volver a él, más adentro
     que lo que pedimos, y más adentro aún
     que lo que nos podremos atrever a soñar:
     un país donde la oscuridad fuese conciliación
     del espacio y el hombre, como la raíz del espacio
     aferrada al subsuelo, como la raíz del subsuelo
     aferrada a las minas negras del flrmamento.
     Volver a él es como volver al país donde no nacen
     ni mueren los instantes: presentes, irreductibles,
     rehusados al recuerdo, son sólo conocimiento.
     Como la mano, como el cuerpo, como la mente
             febril,
     todo el ser ha dejado de arañar el entorno.
     Ahora ha llegado el tiempo de esperar y conocer,
     tiempo de herramientas sumergidas en el agua de los
             desvanes,
     la navegación de escombros, monasterio
     de sábanas y moho, país de esta sangre.
     Tiempo de hombres que han hallado súbitamente un
             ámbito:
     la pura nitidez de saberse vivientes.

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Un poema, autógrafo e inédito,
     de Pere Gimferrer
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