Adiós, Kirk Douglas - Newsonmagazzine
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Adiós, Kirk Douglas Sergio Berrocal | Maqueta Sergio Berrocal Jr. Tantas batallas y casi todas perdidas porque las pocas victorias han sido casi siempre sin gran relieve.Pronto me tocará ver la misma palabra, FIN, que Kirk Douglas ha visto hace muy poco tiempo.Pero ya no se encenderán alegremente las luces de la sala mientras aparecen los títulos de fin. Ni habrá el jaleo del público queriendo salir al mismo tiempo que comenta lo que ha visto y que las palomitas invaden las butacas.Supongo que Kirk Douglas creyó que cuando esta vez se apagaron las luces era para otra proyección, una más de las decenas de miles a las que asistió en más de cien años de vida. Y que una vez más era el héroe inmortal, el de la barbilla partida que repartía autógrafos después de haber sido un honesto Van Gogh o un vaquero con pistoleras al cinto.Para nosotros, los que no hemos conocido más gloria que la de vivir lo menos malamente posible, la comedia también se acaba, pero en silencio, sin vítores de espectadores agradecidos ni aplausos en la cabeza de nadie.Se habrá acabado la comedia para siempre, la que hemos vivido el tiempo que nos han dejado representarla y ahora no sabes si tendrás que vértelas con Jesús o con el diablo.Porque tú no has sido nunca una estrella, ni por asomo, una de esas estrellas de Hollywood que era la fábrica de sueños donde desde que los franceses Lumière inventaron lo que se llamó el cinematógrafo, el mundo empezó a ser más feliz pero a veces también más desgraciado, porque te reías o llorabas con lo que ocurría en la sábana blanca del cine. Hemos pasado la vida comprando entradas para escapar a nuestra estúpida e inevitable monotonía y casi siempre hemos intentado identificarnos con esos astros que representaban a mil personajes, unos buenos, otros regulares y otros francamente malos. Hemos amado, odiado llorado o reído según
los guiones escritos a muchos miles de kilómetros de donde nosotros veíamos la película. Hemos vivido historias que nunca hubiésemos vivido sin el cinematógrafo. Hemos buscado y encontrado un rato de felicidad y cuando menos de historias que nunca podríamos haber vivido en la realidad de nuestras vidas no siempre formidables, para qué vamos a contarnos cuentos. En el cine, las penas, los llantos tú sabías que eran de mentirijilla. Pero cuando un loco Gene Kelly bailaba como un dios inspirado bajo una lluvia de alegría y música eras feliz, diez, veinte minutos y a veces hasta los noventa que duraba el espectáculo.Y cuando se acababa la función seguías disfrutando en la calle hasta que te dabas cuenta de que habías vuelto al mundo de verdad, al que tú vives todos los días, a los problemas. Ya no estaba allí Gene Kelly para hacerte sonreír y a veces llorar de alegría.Pero tratabas de disfrutar mientras estabas en la sala porque sabías que una vez en la calle, hiciese frio o calor, la película no te perseguiría para darte ánimos.Las muchachas, las que tú medio conocías y que a ratos te hacían caso, nada tenían que ver, por mucha imaginación que le echaras, con Kim Novak que te había sonreído durante más de una hora. Y siempre te parecía que aquellos personajes eran los que te representaban, y a veces hasta te confundías con ellos, durante la hora y media que tardaba en proyectarse la película, aunque casi siempre te habría encantado que durase el doble.Y si Cary Cooper se encontraba solo frente a todos los peligros del Oeste inhóspito sabías, porque ya habías visto la película un par de veces, que Grace Kelly, bonita como todos tus sueños reunidos, incluso cuando te habías tomado unas copas, volvería vestida de blanco virginal a socorrer al pobre sheriff, rasurado como se debía en aquellos tiempos en el Oeste,.Así vivió Kirk Douglas, hacedor de sueños durante toda su existencia. Y probablemente pegó tantos tiros, beso a tantas mujeres, tuvo tantos éxitos y tantos fracasos
que quizá llegó a pensar que era invencible. Hasta que a él también le ha llegado el momento de no figurar más en los créditos finales. Y las luces del cine se han encendido para decirle adiós.Pero no te hagas ilusiones. Para ti, para tu vecino y el vecino del otro piso, cuando llegue la hora no habrá luces ni aplausos.Solo el silencio y ese largo pasillo iluminado del que tanto se habla pero que nadie ha contado nunca. Aquellos geniales borrachos Sergio Berrocal | Maqueta Sergio Berrocal Jr. En tiempos mozos de aprendiz periodista conocí a un cronista hípico en Tánger, ciudad internacional entonces, marroquí hoy, el verdadero Casablanca de Humphrey Bogart, que solía llegar a la Redacción totalmente asesinado y vomitado por el alcohol. Lo sentábamos frente a su máquina de escribir y cuando tocaba las teclas la borrachera parecía marcharse y escribía una crónica de premio.Luego, mucho luego, descubrí a Raymond Chandler y la terna de la novela negra, en la que destacaban monstruos de la literatura como Chester Himes, flor de la picaresca ubuesca con sus siniestros inspectores Ataúd y Enterrador, David Goodis (“La calle de los perdidos”)… Lionel White (“Atraco perfecto”) y una infinidad de talentos empezando o terminando por Carter Brown. Mayoría de libros convertidos en películas como el detective Philippe Marlowe de Chandler que encarnaron Humphrey Bogart y Robert Mitchum. Todo era cine. En 1957, cuando yo me incorporé al periodismo naciente en mi cabeza de chorlito malcriado, todos soñábamos y creíamos que los sueños podían realizarse. Época en la que el
alcohol acompañaba la escritura de muchos maestros de la pluma, sin necesidad de recordar el opio embrutecedor y amo de poetas malditos como Beaudelaire o el opio de André Malraux, que en su vuelta al redil se convirtió en el mejor ministro que nunca tuvo Francia, un hombre de cultura franciscana que nadie entendía porque el analfabetismo siempre ha sido glorificado en todo el mundo. En 2009 el romanticismo alcohólico-cinematográfico de Humphrey Bogart emborrachándose por la patria y por una amante de frigorífico que le abandona como un trapo sucio se ha acabado con la muerte de esa Casablanca de película que no existió más que en el magín lleno de serrín de patrioteros productores norteamericanos. Algunos escribidores usan a veces un güisqui con cine pero se han acabado los Bukowski lujuriosos y aquel otro plasmado en “Leaving Las Vegas”. No nos quedan más que recuerdos de una época alcoholizada en la cual hombres o mujeres, escritores o simples mortales, exhibían sus harapos de decadencia de la botella con la misma insolencia que las mujeres de bandera dejaban arrastrar sus visones o sus bragas maravillosamente tejidas con encaje de bolillo de Belém fraguado por brasileñas nordestinas que no tenían para comer y menos para comprar los hilos que les ofrecía probablemente una oficina de turismo. En la novela negra que tuvo su gran época de lectura en los años sesenta aunque Raymond Chandler ya escribía allá por los cuarenta, cuando Europa era una inmensa llaga de guerra, hambre y despropósitos genéticos, el borracho con causa era rey. Philip Marlowe, el detective que nos odió a todos, no se bajaba de la botella, aunque estuviese conquistando el paraíso siempre inestable del amor. En “Adiós, muñeca”, lindo título que en inglés suena a “Farewell, my lovely”, habla así de la bella amante de un gangster gigantesco: “Ella trabajaba con las pestañas y me dio besos de mariposa en las mejillas. Cuando llegué a la boca, la tenía abierta a medias, quemaba, y su lengua era una serpiente veloz
entre los dientes”. Chandler sabía perdonar el amor fugitivo como un Don Quijote cualquiera y resolver problemas policíacos en ese ambiente húmedo de ciudades norteamericanas sumidas en los vapores que llegaban desde el frente europeo de la II Guerra Mundial. Pero podía convertirse también en un cuentista de las mil y una noches.Unos años después de que escribiera esa novela, allá por 1945, recién terminada la contienda, Billy Wilder daba la gran lección de alcoholismo en el cine. “Días sin huellas”“The Lost Weekend” tenía una acogida principesca en el Festival de Cannes, donde arrancaba el gran premio. Francia se rebullía en una desdichada y humillante ocupación por los alemanes de sus mentes, de sus mujeres, de sus haciendas, de sus vidas que todavía les dura. El mal maldito suele perdurar durante siglos. Y tuvo fuerzas o flaqueza para sobreponerse a la última humillación, la de Cristo renegado, la de Jesucristo clavado en la cruz por la voluntad del padre todopoderoso. Es la película que no hay que perderse por nunca jamás.Los días sin huellas son los que Ray Milland pasa agarrado a un mostrador donde va dejando lo que él llama pequeños círculos viciosos, los que imprime el culo del vaso panzudo recién besado. No bebe, traga con la angustia del escritor sin ideas y sin pasión del futuro. No esel Dean Martin en “Rio Bravo”, ni siquiera Nicolas Cage que en “Leaving Las Vegas” se ahoga metódicamente en el alcohol hasta la muerte. Y Ray Milland conoce como nadie los ratones del delirium tremens. Albert Finney era el borracho elegante de “Bajo el volcán” de John Huston y de “Casablanca” qué quieren que les cuente. Cada borracho de cine ha dejado su epitafio. Hay otros que se agarran a los mostradores de la realidad diaria.Tengo un amigo cubano, sociólogo y hombre de mundo de todos los mundos, que habría podido vender su lamento a cualquier guionista: “Una botella de ron me dura seis osiete mujeres”. No les voy a dar la clave de esta frase porque merece la reflexión de los abstemios y porque yo tampoco estoy seguro de tenerla.Los días
sin horas deben de ser espantosos. Los veteranos del güisqui con cine tenemos tantas horas sin días que es una peregrinación sin fin hacia la ilusión de vivir. Y con todo esto nunca sabrás si los vientos te serán suficientemente misericordiosos como para llegar a Ítaca a tiempo para que Penélope no conciba un hijo con uno de los pretendientes a reemplazar a Ulises. Porque largos son los días de vino y rosas.
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