En busca de Friendship : Viaje a la Isla de los Ovnis - Natales On Line

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En busca de Friendship : Viaje a la Isla de los
Ovnis
Por Sergio Paz. Publicado: 6 de febrero de 2011.
Crónica
El Mercurio

El mito que perseguía este viaje era el de Friendship, una isla que existiría en los
fiordos de Aysén y donde trabajaría un grupo de «médicos» extraterrestres.
«Fuimos a la zona y constatamos que extrañas luces en el cielo siguen siendo pan
de cada día», decía el autor en la bajada, luego de volver de la expedición. ¿Qué
vio? ¿Qué encontró? Esto.

PRIMERA PARTE
La llave para entrar a Friendship, la isla de los extraterrestres, podría estar en manos del
desgarbado portero del Sensual Blue, el único nightclub glam de Chiloé.

Cae la tarde en Quellón, el oxidado puerto que con ansias busca un remake del polvoriento
boom de años atrás. Ese que se produjo cuando a la guerra del ciprés siguió la guerra del
loco, luego la del congrio y la del salmón, la guerra de todo. Aquí, donde termina la
Panamericana (el Hito 0 está en Punta de Lapas, cerca del centro), a poco andar te das
cuenta de que la gente ya no sólo viene para comprar artesanías o bien embarcarse para
conectar Chiloé con la Carretera Austral. Hoy en Quellón -el Far West del sur, según han
dicho inmisericordes como Santiago Pavlovic, el tipo más odiado de Quellón porque alguna
vez habló pestes del pueblo- quizás circulan más dólares que en cualquier casa de cambio de
Agustinas.

Entre Quellón, Chiloé (aquí abajo), y Prudhoe Bay, Alaska (allá arriba), el asfalto que todo lo
une (la Panamericana) bien podría resumir la historia del deseo en esta América aún perdida,
donde sigue siendo más fácil creer en lo que no se ve que en lo que se ve.

Aquí y allá se nota frenesí. Quellón huele a aceite marino, a curanto, a crema Nivea, a luga,
esa alga con la que los chilotes se enriquecen una vez al año. Es lo que explica que, en el
centro, adolescentes colombianos vaguen en las calles esperando a que sus padres
terminen, al ocaso, sus oscuras tareas de indocumentados.

-Somos ocho los que estamos en permanente contacto con Friendship. Cuando ellos nos
llaman, enviamos a los enfermos a la isla en los barcos que van al bacalao -dice
imperturbable, en la penumbra de la plaza de Quellón, el portero del ufológico club.

El hombre asegura estar en comunicación con los mismos extraterrestres que, a fines de los
90, el propio Patricio Bañados buscó infructuosamente. Pero el portero del Sensual Blue no es
el único que asegura haber visto a estos rubios marinos de dos metros, ojos azules y mirada
pacificadora. Me refiero a los soldados de los Ángeles del Señor, según ellos mismos se
habrían definido frente a Eduardo de la Fuente, sonidista retirado de TVN que protagonizaría
el capítulo dedicado a Friendship en la serie Ovni.

Horas antes, en El Jardín -la taberna junto a la costanera donde los pescadores ahogan la sed
sin perder de vista a las chicas del mesón y la cyber-rockola con videos-, otro que afirma lo
mismo es Sandro, patrón de lancha, buzo, pescador, hombre de mar que, con y sin alcohol,
asegura a quien lo quiera escuchar que de noche en los canales australes, cuando el viento
de 30 nudos encrespa el mar, platillos voladores escoltarían a las pequeñas embarcaciones
que se atreven a desafiar al océano encabronado. La patria de Pedro Ñancupel, el príncipe
pirata de los chilotes.

¿Qué hago en Quellón? Lo mismo que otros han intentado antes. Viajar a Friendship. La isla
de los ovnis, la isla no isla, el Lost chileno. El mitológico lugar del que se han tejido los más
insólitos cuentos. Entre ellos, que ahí viviría un ermitaño gigante. O que la isla habría sido en
verdad una base secreta de submarinos nazis hacia la cual habría escapado Hitler antes de
naufragar frente al faro Carranza, Chanco, Región del Maule.

Supongo que cada cual tiene derecho a hacer, en verano, lo que más le gusta. Al menos en
Quellón ha surgido un par de pistas: Sandro y el portero del Sensual Blue insisten en que
Friendship no es otra cosa que la isla Kent, a unas cuatro horas de navegación de Puerto
Aguirre, la última recalada que hacen el Baldo y la Alejandrina, los barcos de Naviera Austral
que semana a semana conectan Chiloé con la Región de Aysén.

Sandro y el Portero tampoco son los únicos en afirmar que los encuentros ufológicos se
producirían en la playa La Cruz, en Kent/Friendship. Una lejana, extrema playa, por la que ya
he viajado casi 1.400 kilómetros por tierra (Santiago-Puerto Montt-Chiloé) más unas 300
millas por mar (Castro-Quellón). Y aún falta para llegar a las Guaitecas y, una vez ahí, seguir
en bote hasta la isla donde los hombres se curarían de cáncer y las mujeres, de osteoporosis.

Para no enredarnos, debo decir que este viaje se divide en dos partes. En la primera Kako,
Yoyo y Yeiyei, más Jana -mi señora, con quien en otro viaje había ido en busca del Arca de
Noé, cielos-, nos embarcamos en Quimched, en la isla grande de Chiloé, con el objeto de
llegar en el motovelero Catiao a Auchemó, un fondeadero en el continente, al sur de Pumalín,
donde otro mito asegura que se escondería, entre sus alucinantes cavernas, una gran base
de osnis: objetos subacuáticos no identificados.
Chanfle.

Era domingo cuando Millo, el capitán, encendió el motor. Lo secundaba Manuel, el
contramaestre. Pronto quedaría atrás la marina de Quimched, a pocos kilómetros de Chonchi,
el lugar donde la familia Bannister construyó un astillero y un precioso muelle con quincho,
tienda de artesanías y lodge, hoy base de operaciones de Fiordland, la empresa de aventuras
que coordina Alan Bannister, también administrador de Tantauco.

La Catiao se transforma rápidamente en una ululante pero confortable casa con baño, cocina,
cuatro camarotes y movida cama matrimonial. Esa misma tarde conocimos a Alejandro
González, el hombre más viejo de Chelín, quien unos días atrás había celebrado su
cumpleaños número 100. Con tarritos, cartulinas y tapitas plásticas, Alejandro sigue con el
que fuera su gran hobby/trabajo de toda la vida: fabricar barcos. Alejandro conoce el Chiloé
profundo. Y los ojos se le iluminan cuando asegura que, mientras viajó por el archipiélago, a
menudo veía luces que cruzaban el cielo. Según él brujos que iban quizás dónde.

Pronto llegamos a Apiao. Según los Bannister, la isla más bella de Chiloé. La iglesia, al
menos, es grande, inquietante. Fue ahí donde un recolector de luga nos comentó algo que
nadie sabía: según la tradición chilota -decía el hombre-, el Caleuche sólo se aparece a las
personas que van a morir. Una idea que no poco tiene que ver con el Mytilus II, el yate-
ambulancia que supuestamente tendrían los extraterrestres de Friendship y que recogería a
los enfermos en lugares como Puerto Montt, Calbuco, Castro, para seguir al sur, a su
misteriosa isla.

Esa noche, poco antes de que las noctilucas (organismos fosforescentes) nos sorprendieran
con su espectáculo 3D, la Catiao echó ancla en el canal interior de Apiao. La tranquilidad era
total. Y, mientras en la cocina las ollas comenzaban a humear, revisé en internet los pasos de
quien debe ser el gran responsable de que estemos aquí: me refiero a Hugo Pacheco, el
geógrafo de lo imposible, el Vidal Gormaz de la ufología, el hombre que en los 80 habría
puesto en el imaginario colectivo la existencia de Friendship.

Hasta donde entiendo Pacheco -administrador público, piloto de planeadores- gastó buena
parte de su vida tratando de dar con la isla. Tanto que, desde su casa en La Florida, él mismo
habría organizado viajes, pero no logró nada salvo un viaje que pronto olvidó. Eso luego de
que a su casa en Santiago llegara de obsequio una misteriosa caja que, según sus cercanos,
ocasionó que al anciano se le borrara la memoria. Cuando murió, a los 90 años, Pacheco ni
siquiera sabía en qué planeta estaba. Hugo Pacheco, en los últimos años, había usado la caja
como almohada.

Para entonces Friendship ya era un lugar común en la ufología internacional. Es lo que
explica que, en 1999, visitara el sur de Chile el periodista/ufólogo Josep Guijarro, en esos
años director de la revista Karma 7, especializada en cosas raras o muy raras. Guijarro,
miembro de la Unión Autónoma de Investigadores Parasicológicos y responsable de la
sección Ovni de la revista Mas Allá, resumió ésa y otras experiencias en su libro Infiltrados,
seres de otras dimensiones entre nosotros.

A esas alturas, lo de Friendship tenía varias cosas claras.
1) Friendship era una isla controlada por extraterrestres que vigilaban a la espera del colapso
final de nuestro planeta.

2) Era una isla-hospital.

3) Los friendship vendrían del centro del Universo y, desde el sur de Chile, habrían
contactado a europeos que ahora trabajaban para ellos. Es lo que explica que nunca nadie
haya dicho que ha visto a un friendship. Incluso los que aseguran haber estado en Friendship.
Sí a los que trabajarían para ellos.

Cielos. Hora de acostarse. No sin antes recordar que el último hito en el cuento Friendship es
cuando aparece Eduardo de la Fuente, el ex sonidista de TVN, en el programa de Pato
Bañados del año 2000. De la Fuente decía ahí que, mientras vivía en un fundo maderero en
Chiloé, tuvo contacto radial y luego físico con los aliados de Friendship, y aseguraba haber
viajado varias veces en la Mytilus II. La última, para que curaran su cáncer pulmonar.

Zzz.

A la mañana siguiente el destino es Bahía Pumalín, el bucólico rincón que da nombre al
parque. Esa mañana el mar está embravecido. Y, velozmente, las nubes son arrastradas por
un viento SW de más de 25 nudos. La Catiao, encabritada, navega primero en dirección a Las
Desertores, el nuevo destino in de Chiloé, un enigmático archipiélago que cautiva en cuanto
asoma Cazuela, la isla que entre la bruma parece un portaviones.

Tras dejar Bahía Pumalín, el último destino es Auchemó. A lo lejos humea el volcán Chaitén.
Busques o no ovnis, es un destino fantástico.

Ese día windsurfeamos por la ventosa costa en busca de las misteriosas cuevas de Auchemó
que, finalmente lo veríamos, recuerdan a las cuevas de mármol del lago General Carrera.
Mucho viento, agua transparente, miles de choritos, pero nada de osnis.

Yoyo y Yeiyei regresan a Santiago. Termina la primera parte de este viaje.

Jana, Kako y quien escribe estamos decididos a seguir al sur, previa escala en el Patagonia
Insular de Quellón, el lugar perfecto para recargar baterías antes de iniciar un viaje que, lo
sabemos, no sólo será largo y duro, sino también improbable. Qué estupidez: buscamos una
isla de marcianos.
¡Una isla de marcianos!

segunda parte

En Quellón abordamos el Baldo, un barco con cómodas butacas y rica comida, que al día
siguiente nos deja en Puerto Aguirre, islas Huichas.

Somos los primeros turistas que pasarán una noche en el pueblo. Los barcos que van a
laguna San Rafael recalan aquí unas horas, pero nadie se queda en Aguirre. Los dos hostales
dan pensión a salmoneros y técnicos de paso. Aunque también han recibido a mudos viajeros
que han dicho que van a la Kent.

Fue en Puerto Aguirre donde un tal sargento Kramp, de la Armada, aseguró al programa Ovni
que él sí había visto al Mytilus II. En la marina explicaban que ninguna nave con ese nombre
había sido registrada jamás.

En la pensión de Don Beña, su mujer asegura haber visto un ovni. No es el único
avistamiento. En 1960, testigos aseguran que en Puerto Aguirre pasaron, de madrugada, dos
naves emitiendo un suave susurro sobre la cancha de fútbol.

En Aguirre nuestro contacto es Coque Maldonado, quien ya tiene lista la panga de Wilson
Robinson: un Starline de fibra con motor de 80 HP. Wilson saca la cuenta y dice que, ir y
volver, nos costará 300 mil pesos. Más de la mitad sólo será combustible. Nos rascamos la
cabeza, pero decimos OK. Aunque hay un problema: llueve intensamente y en la alcaldía de
puerto nos enseñan el informe meteorológico. Estamos justo bajo tres Bs. Tres frentes. Dos
pasarán durante la noche. El tercero nadie sabe cómo evolucionará. Y es el más grande.

La única opción es viajar de madrugada: 10 horas de navegación. Más 2 en Kent. Si nos pilla
el temporal estaremos fregados.

Nadie dice nada cuando partimos al amanecer.

A poco andar, desde una salmonera, preguntan hacia dónde vamos. Decimos que a la isla
Kent. Desde la salmonera responden: «Ah, a la isla de las cosas paranormales». Luego, en el
canal 16, el mismo hombre dice que todos los días ven, en el cielo, extrañas luces de color
rojo y verde. Y dice que tienen videos.

Seguimos viaje. Pronto aparecen los Gemelos, las islas que marcan la entrada al canal
Ninuhlac. Desde entonces la incertidumbre es total. El canal nos conducirá a Kent, con
parada obligada -en la mitad- en Leucotón, un islote donde la carta marina advierte, con
letras minúsculas, que ahí se producen «perturbaciones magnéticas».

Los marinos lo saben: en Leucotón las brújulas enloquecen bajo la atenta mirada de los
imponentes picos Sullivan de la vecina isla James.

A la distancia aparece Kent. Buscamos el estero que nos permitirá ingresar. Kent es grande.
Bella. Silenciosa. Misteriosa. No es tan grande como la cercana isla Melchor, pero lo
suficientemente como para contener lagunas sin nombre, picos de 400 metros, varias bahías
y una curiosa geografía que la hace ser una isla caracol: Kent es una isla que da vueltas
sobre sí misma como un espiral. Entre medio hay ríos, canales y una densa jungla que la
vuelve casi impenetrable. No necesitas ser marciano para esconderte sin que nadie te
encuentre.

A mediodía desembarcamos y pronto topamos con un árbol del que cuelgan papeles
nepaleses y botellas con mensajes. Coque dice que en ninguna otra isla hay algo así. Coque
dice que Kent es especial y que hay gente que llega en yates para conocerla.
Para llegar a la playa La Cruz, en la costa oriental, el único camino es a través de la selva
húmeda. Palmeras, telarañas, raíces que parecen troncos salen al paso. Finalmente, un jardín
de nalcas indica que estamos cerca.

Supongo que si lo digo seré convincente: durante años, para esta misma revista, he aplanado
Chile buscando playas excepcionales. Pero ninguna es como la playa La Cruz: grande como
Ike Ike, misteriosa como Ovahe, apacible como playa Blanca.

Frente a nosotros, toninas surfean olas perfectas que no se desarman sino hasta recorrer la
costa de un lado a otro. La playa es grande, amable, amistosa, sin corrientes. La principal
playa de la isla Kent es gigantesca. La playa es tan buena que uno hasta le perdona que no
tenga etés.

Centro de todo es la gran cruz que recuerda a los mártires del pesquero Chile III que se
hundió en unos roqueríos que se advierten a la distancia. La historia es rara: sólo se
encontraron los cuerpos del capitán y su segundo. Los marineros desaparecieron.

Hay más de un enigma en Kent. Es lo que explica que el escritor francés Jean Robin, autor de
Operación Roth, transformara en su imaginación a Kent en Asgärd: la isla donde se mezclan
historias de ovnis con espías y talismanes egipcios. Hay quienes incluso aseguran que Kent
es la isla grande y retorcida, pero también dos islotes que sólo se ven cuando hay marea
baja. Quienes defienden esta tesis aseguran que es justamente en una de las islas que
aparece y desaparece donde estaría el hospital extraterrestre. El SAMU galáctico.

Y ojo: la posibilidad de que haya en Chile una isla que aparece y desaparece no es
improbable. Prueba de ello es la isla Drake, una isla que no está en los mapas, pero que a lo
largo de la historia varios navegantes han descrito con detalles y coordenadas, pero que
otros nunca han encontrado.

En lo concreto en Kent hay selva, arena, huesos de ballena, cajas de plástico y cuerdas que
ha botado la marea.

En un momento, todos recorremos la isla en solitario. Alguien escribe con cochayuyo «Isla de
los Ovnis». Coque, también con algas, escribe el nombre de una mujer. Minutos después,
sentado frente al mar, Coque cuenta que hace unos años a su señora le diagnosticaron lupus.
Y desde entonces ha empeorado. Coque dice que, antes de que lo contactáramos, él
planeaba venir con su mujer para que se la llevaran los ovnis. Y la operaran.

-¿Crees que esta es la isla de los ovnis? -le pregunto.

-¿Cómo no lo voy a creer? Hay quienes dicen que aquí sí se han sanado -dice él.

Las nubes se han apelotonado en el horizonte. El cielo está azul. La brisa es perfecta.

En solitario, cada uno por su lado, recorremos la isla. De pronto encuentro a mi mujer. Ella
dice que, de la nada, sintió dolor en el pecho y ganas muy fuertes de acostarse. Dice que
estuvo así al menos media hora.
Ernesto de la Fuente Gandarillas, el tipo de Friendship en la serie Ovni, el hombre que dice
haber sido salvado por los doctores marcianos, siempre ha asegurado que él no sabe dónde
está la isla. Sí que, una vez que llegó a ella, bajó al subsuelo en un ascensor. La isla-hospital
tenía piscina temperada e invernaderos donde crecían frutas tropicales. Claro que poco y
nada es lo que recuerda porque dice que los extraterrestres te hipnotizan antes de llevarte a
este sui géneris quirófano.

El viento aumenta. Es tiempo de partir. Volvemos a montarnos en el Titanic 4. Coque hace
girar la llave. El motor vuelve a rugir. Atrás queda la isla Kent.

Ya en el barco reviso las fotos que acabo de tomar. Hay una rara. Es una foto de la cruz en la
que aparece un punto blanco y, bajo ella, un halo de luz.

¿Un ovni? ¿Un error en el CCD? Ni idea. Sólo sé que es la foto más insólita que he tomado. En
verdad también sé que éste es uno de los viajes más extraños. Probablemente el más
absurdo. El más freak. Y pese a todo quiero volver. Quizás para acampar varios días
esperando que algo ocurra. Esperando nada. Más cuando ya en Puerto Aguirre me dan el
dato de un tal Daniel, buzo mariscador que, según dicen, tiene el video de un platillo volador
que habría hecho con su celular en la mismísima isla Kent.

¿Lo creo? No. ¿Lo creo? No sé. ¿Qué es esa luz en mi propia foto? ¿Otra civilización? ¿Una
raya? ¿Una miga de pan? ¿Una buena razón para que Coque vuelva con su señora?

En Puerto Aguirre el fuerte temporal acaba de empezar.

Es hora de salir de aquí.

«En 1960, testigos aseguran que en Puerto Aguirre pasaron, de madrugada, dos naves
emitiendo un suave susurro sobre la cancha de fútbol».

«La playa es grande, amable, amistosa, sin corrientes. La principal playa de isla Kent es
gigantesca. La playa es tan buena que uno hasta le perdona que no tenga etés».
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