Cristianismo versus cristiandad. La dimensión edificante de la filosofía de Søren Kierkegaard - Revista de Filosofía ...

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DOSIER

        Cristianismo
     versus cristiandad.
       La dimensión
       edificante de la
         filosofía de
     Søren Kierkegaard
       Christianity versus
          christendom.
     The edifying dimension
     of Søren Kierkegaard's
           philosophy

         Lucero González Suárez*
         Universidad Intercontinental, México
              noche_oscura27@yahoo.com.mx
Dosier · Cristianismo versus cristiandad

Resumen
Ésta es una meditación fenomenológica encaminada a mostrar por qué, al asu-
mir que la finalidad de la filosofía era propiciar que el individuo se convirtiera
en contemporáneo de Cristo, Kierkegaard contrajo la tarea de reintroducir el
cristianismo en la cristiandad. En la primera sección del artículo se mostrará
que la fe es una verdad subjetiva. En la segunda, la meditación tendrá por mo-
tivo fundamental la relación entre cristianismo y verdad. Después, en la tercera
parte, se hará patente que la búsqueda de la salvación surge de la consciencia del
pecado. En la cuarta, se explicará que, para Kierkegaard, la tarea del pensador
cristiano es la escritura de discursos edificantes.

Palabras clave: Kierkegaard, fe, cristianismo, cristiandad, filosofía.

Abstract
This is a phenomenological meditation aimed at showing why, having assumed
that the purpose of philosophy was to enable the individual to become a con-
temporary of Christ, Kierkegaard took on the task of reintroducing Christianity
into Christendom. The first section of the article will show that faith is a subjec-
tive truth. In the second, meditation will aim to explain the relationship between
Christianity and truth. In the third, it will become clear that the search for salva-
tion arises from the consciousness of sin. In the fourth, it will be explained that, for
Kierkegaard, the task of the Christian thinker is the writing of edifying discourses.

Keywords: Kierkegaard, faith, christianity, christendom, philosophy.

Recepción 27-02-20 / Aceptación 02-06-20

                                                                     doi 10.48102/rdf.v53i150.72
                           Revista de Filosofía · año 53 · núm. 150 · enero-junio 2021   •   p 14-43
* Doctora en Filosofía por la UNAM. Profesora de asignatura de la licenciatura en Filosofía
  y de la maestría en Filosofía y crítica de la cultura de la Universidad Intercontinental.
  Investigadora nacional nivel I del Conacyt. Autora de los libros: Existencia y búsqueda de
  sentido. Introducción a la antropología fenomenológica de Gabriel Marcel, J.P. Sartre y Hannah
  Arendt (en proceso de dictaminación por la UIC); La mística cristiana en la época de la secu-
  larización, el nihilismo y los nuevos movimientos religiosos (Ciudad de México: Universidad
  Iberoamericana-Pontificia Universidad Javeriana, 2020); La música callada que enamora.
  Análisis fenomenológico del amado y de la amada del Cántico Espiritual de San Juan de la Cruz
  (Madrid: Editorial de Espiritualidad, 2018); ¿A dónde te escondiste, amado, y me dejaste con
  gemido? Una fenomenología hermenéutica del Cántico Espiritual B, de San Juan de la Cruz
  (Ciudad de México: Universidad Iberoamericana, 2017).
Dosier · Cristianismo versus cristiandad

                             Introducción

                     ¡Oh, qué miseria tan grande la de un alma humana que jamás
                       haya sentido la necesidad de amar y ofrecerlo todo por amor!
                                             Kierkegaard, La enfermedad mortal

El propósito del presente artículo consiste en esclarecer las motivacio-
nes religiosas que confieren a la filosofía de Kierkegaard una dimensión
edificante. Lo que se pretende es poner de manifiesto que, al concebir la
filosofía como una meditación cuya finalidad es la transformación exis-
tencial de quien sí tiene oídos para escuchar la Palabra, Kierkegaard no
tuvo otra alternativa que profetizar en el desierto en el cual le tocó vivir.
    Con la intención última de exhibir que, en su calidad de autor de dis-
cursos edificantes, Kierkegaard no hizo más que defender la verdad del cris-
tianismo, en la primera sección de este artículo se ofrecerá una descripción
de los rasgos esenciales de la fe, para mostrar que todo intento de reducirla
a los límites de la razón objetivadora acaba por despojarla de su esencia.
Tras responder a la pregunta: ¿quién dice Kierkegaard que es Jesús?, se es-
clarecerá la relación entre cristianismo y verdad. Finalmente, al reflexionar
sobre las implicaciones derivadas de ser, al mismo tiempo, cristiano y filó-
sofo se hará ver en qué sentido, desde la perspectiva de Kierkegaard, la más
elevada tarea del pensador cristiano es la escritura de discursos edificantes.
    El enfoque metodológico que orienta la presente meditación cons-
tituye un desarrollo original de la fenomenología de la religión heideg-
geriana, cuyos principios he expuesto a detalle en mis libros La mística
cristiana en la época de la secularización, el nihilismo y los nuevos movi-
mientos religiosos y ¿A dónde te escondiste, amado, y me dejaste con gemido?
Una fenomenología hermenéutica del Cántico Espiritual B, de San Juan de
la Cruz. Para quien esté interesado en profundizar en la comprensión del
modo en que la filosofía, en tanto fenomenología, arriba a la interpre-

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Lucero González Suárez

tación del sentido último de experiencias fundamentales como la fe, me
permito recomendar la lectura de ambos.
   El propósito de estas páginas radica en exhibir la profunda distinción
que separa al cristianismo de la cristiandad; la existencia que se sostiene
en el mundo por la fe en Cristo crucificado y resucitado del cristianis-
mo decadente, experimentado en las comunidades cristianas que han
sucumbido a la mundanización.
   Al igual que Kierkegaard, aspiro a escribir discursos edificantes. Sé muy
bien que hoy la filosofía ha dejado en el olvido la reflexión sobre los proble-
mas fundamentales para “ponerse al día” y se ha degradado en moda. Aun
así, como filósofa cristiana, me siento obligada a llamar la atención sobre la
degradación de la fe. Estoy convencida de que uno de los mayores obstácu-
los a los que debe hacer frente la comprensión adecuada del cristianismo,
como forma de vida orientada a la búsqueda de la salvación, es la concep-
ción errónea que habitualmente se tiene en torno a la relación con Dios.

    1. De la razón objetivadora a la verdad subjetiva

A partir de la modernidad, el término “objeto” designa el producto de
una representación. La metafísica moderna identifica “ser” con “presencia”
y “presencia” con “objetividad”. Esto, a su vez, conduce a la idea de que
“pensar” y “representar” son conceptos equivalentes.
   Ahora bien, ¿aquello que nos hace frente en la experiencia, por ne-
cesidad, tiene que ser convertido en objeto? El pensamiento y el decir
objetivadores no son pensar y decir sin más, sino una de sus posibilida-
des. Tal modalidad del pensar sólo goza de legitimidad en el “ámbito téc-
nico-instrumental, científico-argumentativo o universal-comunicativo,
quedando impedida de aprehender la existencia efectiva”.1
1
    María Binetti, “La razón de la libertad kierkegaardiana”, Revista de filosofía, núm. 112, año 37
    (enero-abril 2005): 152.

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   Cuando el pensar objetivador sale de su órbita y se aplica a la expe-
riencia religiosa da origen a un terrible malentendido. Éste consiste en
concebir que la demostración de la existencia de Dios no sólo es posi-
ble sino, además, necesaria. Al respecto, la pregunta que se impone es:
¿para quién es importante dicha demostración?, ¿en qué circunstancia
vital tiene origen tal necesidad? Más allá de cómo se dé respuesta a tales
cuestiones, es necesario admitir lo siguiente: como sostiene Kierkegaard,
el gran problema es que, en dicha demostración, la realidad misma cuya
existencia se pretendía evidenciar, “ha quedado fuera, no trata con Dios,
sino que trata acerca de Dios”.2
   ¿Acaso tratar con Dios no es lo mismo que tratar acerca de Dios? Tal como
lo entiendo, hablar acerca de Dios es una expresión a través de la cual se anun-
cia un proyecto: hacer de Dios el correlato de una representación. Hablar
acerca de Dios es objetivarlo, reducir su acontecer a los límites del concepto.
   Todo intento objetivador de la presencia divina está condenado al
fracaso. El Dios bíblico no es un “esto”, sino un “Tú” absoluto que se
resiste a todo intento de objetivación. En palabras de Kierkegaard: “Dios
es sujeto y, por ende, sólo es para la subjetividad, en la interioridad”.3
   Solamente del hombre que participa del don de la fe se puede afirmar
que trata con Dios. Esto tiene por condición de posibilidad trasponer el
umbral de lo sagrado y reunir la determinación necesaria para presenciar
el acontecer de lo divino; es decir, cuando se participa de la experiencia
religiosa en sentido auténtico.
   La fe no puede ni requiere ser justificada con argumentos, no es el
objeto de una representación sino una posibilidad existencial. Sólo quien
ignora la diferencia entre concepto y experiencia, entre lo que se demues-
tra y lo que simplemente se muestra, puede albergar el vano proyecto de

2
    Søren Kierkegaard, Dieciocho discursos edificante (Madrid: Trotta, 2010), 405.
3
    Søren Kierkegaard, Post-scriptum no científico y definitivo a “Migajas filosóficas” (Salamanca: Sígue-
    me, 2010), 201-202.

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justificar racionalmente una realidad que, como la fe, nace del encuentro
entre el particular y el misterio de Dios.
   Incluso si fuera posible reducir el sentido de la fe a los límites del con-
cepto, ello no implicaría de ningún modo “que nos hubiésemos apodera-
do adecuadamente de la fe de un modo tal que nos permitiese ingresar en
ella”.4 Estar en posesión de un concepto no es, de ningún modo, acceder
a un encuentro transformador.
   El caballero de la fe se relaciona con Dios “no en virtud de conside-
ración objetiva alguna, sino en virtud de la pasión infinita de la interio-
ridad”.5 Por cuanto deriva de una opción existencial, la fe involucra un
salto cualitativo, dejando de lado la seducción del logos en favor de una
confianza ciega en el absurdo.
   El Dios de la onto-teología es un concepto que, en el marco de un sis-
tema metafísico, hace las veces de principio. Al contrario, el Dios de la fe
es Cristo: la paradoja del Dios-hombre. No hay proporción alguna entre
el ser sobrenatural de Dios y el dios-ídolo de la razón natural.
   El individuo sólo puede tratar con el Dios de la revelación desde la fe.
De acuerdo con Kierkegaard, “en el medio fantástico de la abstracción,
Dios no existe”.6 Allí únicamente tiene cabida el dios-ídolo de la metafí-
sica, cuya postulación tiene el lamentable efecto de obstaculizar el acceso
al Dios de la fe, el único verdaderamente divino.
   La razón es luminosa, su meta es la obtención de verdades claras y
distintas, universales y abstractas. La fe es conocimiento oscuro tanto por
su esencia como por su objeto. Acoger el don de la fe tiene por condición
previa superar la tentación de hacer a Dios una entidad susceptible de
ser aprehendida racionalmente. No se llega a ser cristiano con base en

4
    Søren Kierkegaard, Temor y temblor (México: Fontamara, 1999), 56-57.
5
    Kierkegaard, Post-scriptum..., 201-202.
6
    Søren Kierkegaard, Diario (1846) vol. III (Brescia: Morcelliana, 1980), 218.

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demostraciones racionales de la existencia de Dios. El cristianismo, antes
que una teoría o una doctrina, es un camino subjetivo.7 No es la razón
calculadora, sino la razón subjetiva, la que conduce a la fe como posibi-
lidad existencial.
    Se denomina verdad subjetiva a un tipo de conocimiento cuyo rasgo
característico consiste en que “lo conocido no me puede dejar indiferen-
te, debo tomar postura, comprometerme”.8 El conocimiento de la verdad
subjetiva provoca que el individuo se sienta impulsado a participar de ella.
Acceder a esta verdad —que no tiene lugar en el plano de la abstracción,
sino en el de la existencia— lo lleva a descubrir cuál es el propósito últi-
mo de su vida. Esto es, a caer en la cuenta de la misión que le es propia.
Quien entra en contacto con la verdad subjetiva asume el compromiso
de hacer todo lo que está en su poder para lograr que lo conocido se haga
realidad en su vida.
    La Sagrada Escritura es palabra de Dios; es hieros logos, porque tiene
su origen en Dios mismo. El texto sagrado no sólo resguarda del olvido
la revelación de la esencia divina, sino que confiere sentido a la existencia
de quien se deja interpelar por su mensaje. El mensaje que comunica
constituye una verdad subjetiva. La Biblia no es “una ‘proposición’, ni
un desarrollo dialéctico, sino una ‘narración’, el relato de cómo un Dios
libre y enigmático aparecería en la historia humana por una paradójica
iniciativa de amor redentor”.9
    El Nuevo Testamento —cuya adecuada interpretación ha de realizarse
desde el horizonte de comprensión del Antiguo Testamento, al que a su
vez ilumina— es palabra fundacional; en él se recogen las experiencias de
los grandes testigos de la fe. Esto es, de quienes fueron contemporáneos

7
    John Elrod, Kierkegaard and Christendom (Nueva Jersey: Princeton University Press, 1981), 203.
8
    Luis Guerrero, La verdad subjetiva. Søren Kierkegaard como escritor (México: Universidad Iberoame-
    ricana, 2004), 30.
9
    José María Valverde, “Kierkegaard: la dificultad del cristianismo”, en Filosofía de la religión. Estudio
    y textos, Manuel Fraijó coord. (Madrid: Trotta, 2005), 266.

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de Cristo. Aquí el concepto de participación alude a la experiencia de
estar “situado ante Dios, y la existencia afectada por dicha revelación”.10
    La fe no es el correlato de un concepto, sino una relación de carácter
personal entre Dios y el individuo. No se llega a la fe por medio de la
razón. El sujeto religioso no intenta entender para luego creer, ni creer
para entender, si por ello se quiere decir que es necesario partir de la
aceptación del dogma para luego argumentar racionalmente a su favor.
    Desde una perspectiva sobrenatural —como Kierkegaard señala bien,
la única correcta—, la fe tiene como término último el misterio de Dios.
El cristiano ha de “creer contra la razón; creer, aunque no se pueda ver”.11
Si el conocimiento especulativo de Dios es deficiente12 es sólo porque la
fe, por ser ciencia sobrenatural infusa, conduce a la sabiduría divina.
    Puesto que surge como respuesta positiva a la revelación, la fe no es un
conocimiento de orden racional; es una acción libre, a través de la cual se
manifiesta la voluntad,13 cuyo sentido último consiste en corresponder a la
iniciativa salvífica de Dios. Ante el acontecer de lo divino, el hombre no puede
exigir pruebas racionales ni evidencias; sólo decidir entre aceptar la salvación o
rechazarla. En presencia de Dios, el hombre se siente convocado a la salvación.
En tal circunstancia, está obligado a tomar una decisión que sólo le compete a
él como individuo: “O todo o nada […] No hay mediación posible”.14
    Como he mostrado en otro lugar, entre el creyente y Dios “no hay
mediación alguna. La fe es una relación absoluta. La relación instaurada
por la fe no se da entre Dios y el género, a no ser de modo incidental;
sino entre Aquél y el particular”.15 En palabras de Kierkegaard: “la ley de

10
     Martin Heidegger, “Fenomenología y teología” en Hitos (Madrid: Alianza Editorial, 2001), 55.
11
     Søren Kierkegaard, Diario (1853-55) vol. XII (Brescia: Morcelliana, 1982), 42.
12
     Søren Kierkegaard, Diario (1850) vol. VII (Brescia: Morcelliana, 1981), 147.
13
     Søren, Kierkegaard, Migajas filosóficas (Madrid: Trotta, 1997), 72.
14
     Eduardo Nicol, Historicismo y existencialismo (México: Fondo de Cultura Económica, 1989), 186.
15
     Lucero González, “Angustia y fe teologal en Kierkegaard y San Juan de la Cruz”, Veritas, núm. 28
     (marzo de 2013): 178.

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la existencia que Cristo ha instituido para ser hombre es: ponerse como
singular en relación con Dios”.16
   La fe no sólo es el bien supremo, ante todo, es el bien del cual todo
hombre puede participar,17 su origen se remonta a la donación gratuita
de la presencia divina otorgada, sin distinción, a todo hombre. Tal como
se desprende del Evangelio, el llamado a la salvación no está condiciona-
do a las cualidades ni méritos del individuo.
   Lo anterior no significa que la fe se pueda argumentar, enseñar ni
aprender con facilidad. Acoger el don de la fe exige un esfuerzo per-
manente por preservarlo y hacerlo fructificar. Kierkegaard sostiene que
el individuo sólo puede conservar el don de la fe a través del esfuerzo
constante por apropiarse de ella.18 La fe no es una posesión que se pueda
dar a otro. Como el danés advierte, el individuo tiene la capacidad de
implicarse en la vida de quienes lo rodean para contribuir a que ésta sea
plena en múltiples sentidos, pero no puede poner en común con ellos su
fe.19 La fe nace del encuentro entre el individuo y Dios (en Cristo). Es
tarea de cada uno disponerse favorablemente para entablar una “relación
existente con el Crucificado”.20
   La fe no apunta hacia sí misma, no es autorreferencial. Tener fe no
es, parafraseando a Vattimo, “creer que se cree”, sino creer en Cristo
crucificado. En palabras de Moltmann, la predicación “tiene por objeto
aquel en quien Dios se ha identificado con los sin Dios y con los por él
abandonados, entre los que nos contamos”.21 El propósito último de la
predicación no se limita al mero hecho de conseguir que el individuo
acepte como verdadera la existencia del hombre-Dios. En última instan-

16
     Søren Kierkegaard, Diario (1854-1855) vol. XI (Brescia: Morcelliana, 1982), 48.
17
     Søren Kierkegaard, En la espera de la fe (México: Universidad Iberoamericana, 2005), 43.
18
     Kierkegaard, En la espera de la fe, 48.
19
     Kierkegaard, En la espera de la fe, 45.
20
     Heidegger, “Fenomenología y teología”, 57.
21
     Jürgen Moltmann, El dios Crucificado (Salamanca: Sígueme, 2010), 42.

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cia todo predicador procura la implicación existencial del creyente en
aquello que cree (la paradoja de Cristo).
   La fe no es sólo una experiencia a través de la cual “es revelado el acon-
tecimiento de la Salvación; es este acontecimiento mismo”.22 Al tomar
parte en dicho suceso, el individuo hace propio un modo de existencia
definido por el seguimiento de Cristo crucificado. Esforzarse por imitar
a Cristo es hacerse de la experiencia de la cruz, hasta donde lo permita la
distancia entre Dios y el individuo; amar de modo desinteresado, incon-
dicional y espontáneo.

                       2. La verdad del cristianismo

De Cristo cabe afirmar que “Él es lo que dice, Él es la palabra”.23 Su
discurso ilumina el sentido de su acción amorosa; su amor preeminente
e incondicional es el cumplimiento de la palabra que él es. Por ello la
manera en que el creyente se relaciona con el contenido de lo creído
asume la forma de “‘reduplicación’, esto es, ‘ser lo que se dice’, respaldar
la palabra con la existencia personal”.24
   De acuerdo con Kierkegaard, la individualidad consiste en que “cada
quien es lo que se ha empeñado en ser”.25 Ahora bien, para concebir
el propósito de hacer propio el modo de vida cristiano, resulta impres-
cindible haber sido interpelado por el Crucificado. En todos los casos,
el cristianismo surge como respuesta de la disponibilidad absoluta ante
la presencia divina. Sólo tiene derecho a llamarse cristiano quien elige

22
     Philippe Capelle-Dumont, Filosofía y teología en el pensamiento de Heidegger (Buenos Aires: Fondo
     de Cultura Económica, 2012), 36.
23
     Søren Kierkegaard, Ejercitación del cristianismo (Madrid: Trotta, 2009), 37.
24
     Valverde, “Kierkegaard: la dificultad...”, 273.
25
     Guerrero, La verdad subjetiva, 31.

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vivir como seguidor de Cristo. Lo anterior presupone el conocimiento
de la figura de Cristo, a la luz de la fe, cuyo fundamento está en la in-
terpretación del Evangelio. El seguimiento de Cristo exige como condi-
ción previa profundizar en la comprensión de la personalidad de Jesús
de Nazaret: un individuo, como cualquier otro, nacido en un lugar sin
importancia, en medio de la pobreza. Sólo al tener en cuenta lo anterior,
se descubre la “tremenda contradicción [en el hecho de] que lo más su-
blime se haya hecho lo más cotidiano”.26
   Jesús de Nazaret, a pesar de ser el Mesías esperado por el pueblo elegi-
do, no parece cumplir con las expectativas. Nada en su aspecto es signo
de majestad. Motivo de escándalo es que quien “proclama ser Dios se
manifiesta siendo el hombre insignificante pobre sufriente y por último
impotente”.27 De ahí que solamente algunos hayan sabido responder a la
pregunta “ustedes, ¿quién dicen que soy Yo?” (Mt 16:15).
   A la luz de la fe, ese hombre pobre, humilde y manso es la verdad que
ilumina al mundo. Cristo es “el Salvador y Redentor del género humano,
que por amor descendió a la tierra para buscar a los que se habían per-
dido”.28 Por amor al hombre, en obediencia al Padre, Jesús de Nazaret se
convirtió en el Señor humillado; en el pastorcico que, por la salvación de
todos los hombres, subió al árbol de la cruz para abrir los brazos y llamar
a todos diciendo: “Venid a mí todos los que estéis atribulados y cargados,
que yo os aliviaré” (Mt 11:28).
   Aquel en quien el amor se ha encarnado, viene al hombre sin ser lla-
mado. Cristo no aguarda ni pone por condición previa que el ser huma-
no exprese su necesidad de salvación. En su cualidad de Dios encarnado,

26
     Kierkegaard, Ejercitación..., 81.
27
     Kierkegaard, Ejercitación..., 118.
28
     Kierkegaard, Ejercitación..., 31.

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Jesucristo sabe que “ausentarse uno lejos de sí mismo y hundirse en quie-
to desconsuelo”29 es algo inherente al sufrimiento.
    Su invitación se dirige a todos, pero sólo consigue interpelar al indivi-
duo que se identifica como pecador.30 No todos tienen —o creen tener—
la necesidad existencial de ser salvados. En su relación con los pecadores,
a semejanza del padre del hijo pródigo, Cristo sale al encuentro antes de
que aquellos decidan ponerse en su presencia para recobrar la salud.
    Kierkegaard enfatiza: quien invita a la salvación es el Señor humillado,
el Siervo de Yahvé; no Jesucristo, sentado a la diestra del Padre. Puesto
que “Desde la majestad Él no ha dicho ninguna palabra”,31 ¿a qué llama
la invitación? A convertirse en contemporáneos de aquel que con su vida,
muerte y resurrección manifestó el amor que es Dios.
    El cristianismo “no es una doctrina, sino una comunicación de exis-
tencia”.32 Como sostiene Anti-Climacus,33 Jesucristo “no es un suceso
que cuando pasó entró en la historia, en el sistema, pues no es pasado
sino presente y se hace visible en cada creyente que debe vivir como su
‘contemporáneo’, en cuanto esto se convierte en una condición de fe”.34
En esencia, ser cristiano es asumir como proyecto de vida llegar a ser
contemporáneo de Cristo.
    Reconocer a Dios en Cristo conlleva la difícil tarea de “vivir confor-
me a sus exigencias, no basta la sola fe, se requiere también la suficiente

29
     Kierkegaard, Ejercitación..., 44.
30
     Kierkegaard, Ejercitación..., 42.
31
     Kierkegaard, Ejercitación..., 49.
32
     Kierkegaard, Post-scriptum..., 236-237.
33
     Kierkegaard utiliza este pseudónimo “una vez que ha hecho pública su estrategia de comunicación
     indirecta en los pasajes finales del Post-Scriptum definitivo a las Migajas filosóficas (1846) y en Mi
     punto de vista (1848) […] Anti-Climacus es un autor cristiano”. Óscar Cuervo, “Kierkegaard y la
     comunicación indirecta”, Revista perspectivas metodológicas, núm. 5, vol. 8 (2005): 9.
34
     Jaime Laurence, “Del pensamiento religioso en Kierkegaard hacia una teología cristiana en Tillich:
     entre el sistema y la existencia”, Scripta Theologica, vol. 46 (2014): 20.

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pasión y voluntad para apropiarse la verdad del cristianismo”.35 Imitar a
Cristo es amar como Él ama al Padre y al hombre: sin restricciones; hasta
la muerte crucificado.
   La relación esencial entre amor-ágape y cruz, pone al descubierto que
ejercer el cristianismo exige que el individuo esté dispuesto a negarse a
sí mismo para hacer la voluntad de Dios. Cabe aclarar que tal negación
no implica “la desintegración de la propia identidad, sino la capacidad
de comprender el yo como don que se da gratuitamente a los demás”.36
Aquello que el hombre ha de negar para convertirse en imitador de Cris-
to no es su individualidad, sino la tendencia a colocarse a sí mismo en
el centro de toda preocupación existencial. Cristiano es aquel que, por
amor a Dios, ha “dejado su cuidado entre las azucenas olvidado”.37
   Para el cristiano, la verdad no es una cualidad del pensamiento ni
del discurso; es la manifestación, en el tiempo y la carne, de Dios en
la persona de Jesucristo. Cristiano es el individuo que puede decir con
sinceridad: “solamente conozco de verdad la verdad si ella se hace una
vida en mí”.38 En el cristianismo “no se conoce la verdad, sino que se es
la verdad”.39
   El cristianismo es una posibilidad existencial que tiene su origen en
la experiencia transformadora del encuentro con Cristo. Quien conoce a
Cristo, en la medida en que participa de la verdad subjetiva de la fe, da
cuenta de la sabiduría así recibida en la forma en que obra cotidianamente.
Todo el que ama “es nacido de Dios, y conoce a Dios” (Jn 1 4: 7). Cris-

35
     Guerrero, La verdad subjetiva, 35.
36
     Francesc Torralba, “La esencia del amor en Kierkegaard. Interpretación de Las obras del amor
     (1847)”, Pensamiento, núm. 271, vol. 72 (2016): 417.
37
     San Juan de la Cruz, ”Noche oscura”, en Obras Completas (Burgos: Editorial Monte Carmelo,
     2003), 55.
38
     Kierkegaard, Ejercitación..., 206.
39
     Matías Tapia, “Conceptos fundamentales del cristianismo de Kierkegaard a 200 años de su naci-
     miento”, Revista de Filosofía, vol. 69 (2013): 252.

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tiano es quien concentra todos sus esfuerzos en hacer fructificar las obras
del amor; en irradiar el amor divino con su presencia en el mundo.
   Contra lo que suele pensarse, el cristiano no es un individuo ensimis-
mado. A propósito de la experiencia cristiana, cabe “hablar de un rechazo
de lo mundano pero no del mundo”.40 Tanto la fe como las obras de
amor tienen lugar en el mundo, en el ámbito cotidiano, a su vez deter-
minado por las tareas y afanes propios de cada cual. Ni la fe ni el amor
apartan al hombre del mundo. La ejercitación del cristianismo consiste
en “tener fe en Dios en las cosas pequeñas: de otro modo no se mantiene
una verdadera relación con él”.41

2.1 De la consciencia del pecado a la búsqueda de la salvación
En la experiencia religiosa, la iniciativa es siempre de lo divino. Para que
la religiosidad surja es necesario que el individuo reconozca en sí mis-
mo una necesidad de salvación que sólo la donación de lo divino puede
colmar.
    Cristo es quien llama al individuo con el fin de liberarlo de la única
enfermedad mortal: el pecado, entendido como “una condición en la
que cada hombre está por sí mismo, en tanto cada cual introduce cua-
litativamente el pecado en su vida”.42 Lo propio del pecador es sentirse
cautivo, no de algún poder externo, sino de uno interior, destructivo: la
culpabilidad.
    Para Kierkegaard es de suma importancia reflexionar sobre el pecado
debido a que, desde su punto de vista, la conciencia de pecado es “el
acceso, la perspectiva apta para mostrar la solidaridad y el amor y la mi-

40
     Luis Guerrero, “Fe, esperanza y caridad. La vida cristiana en Søren Kierkegaard”, Open Insight,
     núm. 7, vol. V (enero de 2014): 70.
41
     Kierkegaard, Diario (1842-44) Vol. III, 87.
42
     Tapia, “Conceptos fundamentales del cristianismo”, 254.

28 /   Revista de Filosofía · año 53 · núm. 150 · enero-junio 2021
Dosier · Cristianismo versus cristiandad

sericordia del cristianismo”.43 Sólo quien se sabe enfermo añora la salud.
Únicamente a tal hombre le está permitido hacer suyas, sin profanarlas,
las palabras del salmista: “Como ciervo que brama por las corrientes de
agua, así mi alma clama por ti, mi Dios. Mi alma tiene sed de ti, Dios
de la vida” (Sal 42, 1-2).
   El pecado es la enfermedad mortal. Cristo es el único médico capaz de
curar de esta enfermedad “a todos los que están atribulados y cargados”.
Es decir, a quienes “trabajan por salirse fuera del poder del pecado”.44
Para recibir la salud, el individuo debe tomar consciencia de su debi-
lidad, de su condición pecadora, así como de su “necesidad del auxilio
divino y de la gracia”.45
   El proceso de “hacerse individuo, de realizar su libertad”46 genera an-
gustia. Ésta puede suscitarse en dos posibles direcciones diametralmente
opuestas. La angustia del mal emerge “ante la posibilidad del pecado que
se manifiesta en el vértigo de la tentación. La angustia del bien es lo ‘demo-
niaco’, lo reservado, que se angustia, en su esclavitud, ante la posibilidad
de la revelación […] es el conflicto entre querer la revelación y al mismo
tiempo anclarse en la reserva”.47 Para comprender lo antes dicho es necesa-
rio tener presente que el pecado hizo su aparición “en medio de la angus-
tia, pero también nos trajo una angustia consigo”.48 En un sentido, la an-
gustia antecede al pecado; en otro, la sola posibilidad de que el pecado se
convierta en una posición existencial permanente es motivo de angustia.

43
     Kierkegaard, Ejercitación..., 89.
44
     Kierkegaard, Ejercitación..., 83.
45
     Guerrero, “Fe, esperanza y caridad”, 64.
46
     María del Sagrario Rollán, “De la fe angustiada a las ansias de amor: Søren Kierkegaard y San Juan
     de la Cruz”, en San Juan de la Cruz, espíritu de llama. Estudios con ocasión del cuarto centenario de su
     muerte (1591-1991), Otger Steggink coord. (Roma: Institutum Carmelitanum, 1991), 866.
47
     Rollán, “De la fe angustiada a las ansias de amor”, 866.
48
     Søren Kierkegaard, El concepto de la angustia (Madrid: Alianza, 2008), 105-106.

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   Ante la posibilidad de salvación, el individuo puede adoptar dos posi-
ciones: por un lado, puede sentirse preso de la angustia, cuando la tenta-
ción irrumpe en su vida e introduce la posibilidad del pecado. Por otro,
puede aferrarse a la experiencia del mal y vislumbrar la salvación como
un peligro del cual es necesario huir al encerrarse en sí mismo.
   Quien se asume como pecador está expuesto a la desesperación, en-
tendida como total ausencia de esperanza. El pecado “encierra una cierta
fuerza dentro de esa misma continuidad consecutiva del mal”.49 El hom-
bre desesperado por su pecado se convierte en habitante de un mundo
clausurado, en donde la posibilidad del bien no tiene cabida.
   Mientras que la desesperación del mal surge del deseo frustrado de sal-
varse a sí mismo, la desesperación del bien procede de la creencia errónea
de que la gracia no es eficaz. Quien cree que puede salvarse a sí mismo,
que alcanzará la perfección sin Dios, desespera al descubrir su impoten-
cia. Por su parte, quien desespera del bien, concibe equivocadamente que
depende de su voluntad eliminar la posibilidad de la salvación. Esto es
que, si rechaza a Dios, su perdición será total y no tendrá que angustiarse
más por no poder obrar conforme al bien.
   La tentación pone a prueba la determinación de amar a Dios sobre
todas las cosas. Frente a ella, el individuo se ve forzado a elegir no sólo
aquello que realmente desea, sino, ante todo, a elegirse delante de Dios.
La decisión es hacia dónde orientar su existencia: a la búsqueda de la
salvación o a la obtención de los bienes y placeres mundanos. Por las
tentaciones, el individuo conoce el verdadero rostro de Dios. Sin tenta-
ciones, el creyente “estaría en peligro de manipular a Dios o de hacerse
inocuo”.50 Cuando el ser humano es vencido por la tentación, no sólo
cobra conciencia de sus limitaciones y de su incapacidad para otorgarse a
sí mismo la salvación; también conoce la misericordia de Dios.

49
     Søren Kierkegaard, La enfermedad mortal o De la desesperación y el pecado (Madrid: Sarpe, 1984), 157.
50
     Anselm Grün, La sabiduría de los padres del desierto (Salamanca: Sígueme, 2003), 41.

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Dosier · Cristianismo versus cristiandad

    El reconocimiento de la impotencia para realizar el bien perfecto hace
al individuo humilde. Se considera así quien se reconoce como limitado
y pequeño ante Dios y, a pesar de ello, confiando en su amor, se abando-
na por entero a Él para ser salvado, para ser liberado del peso de sus pe-
cados. La humildad es condición de la esperanza. Si el conocimiento de
la propia finitud e imperfección no estuviera acompañado del encuentro
con el amor manifiesto en Cristo, el reconocimiento de la desproporción
entre la miseria humana y la grandeza divina culminaría en una deses-
peración infinita. Mas, por realizarse en Cristo crucificado, el encuentro
con Dios que origina la humildad no se limita al mero contraste entre la
imperfección y la perfección, sino que posibilita la esperanza.
    A la luz de la humildad, la grandeza del amor divino reluce con mayor
fuerza. En tal circunstancia se comprende que “Dios es amor absoluto.
El hombre, en cambio, está tentado constantemente por el mal”.51 La
tentación es un mal necesario para la salvación del hombre. Esta expe-
riencia le permite caer en cuenta de que en él hay una tendencia al mal,
que coexiste con una lúcida aspiración al bien.
    El autoconocimiento al que accede el individuo en el encuentro con
Dios en Cristo lo obliga a no olvidar que la lucha contra la tentación
reclama el mayor esfuerzo, pero también, la confianza en que, por ser
quien es, Dios lo fortalecerá para que no caiga. Y si cae, lo levantará atra-
yéndolo hacia sí, para convocarlo a una nueva vida.
    La tranquilidad nacida de la confianza superficial en Dios hace al
hombre inocuo. La tentación lo obliga a reconocer que “la senda de la
vida eterna es estrecha” (Mt 7:14) y que “el justo apenas se salva” (1 Pe
4:18). De ese modo, la esperanza es la otra cara de la tentación, puesto
que “en la constricción y la estrechez de la angustia puede desplegarse la
grandeza de la misericordia divina y de la salvación”.52

51
     Grün, La sabiduría de los padres..., 41.
52
     Jean-Louis Chrétien, La mirada del amor (Salamanca: Sígueme, 2005), 70.

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   Para el cristiano, la vida es una constante prueba. A cada instante se
despliega ante él la necesidad de elegir entre sobreponerse a la tentación,
tomando las armas de la fe, la esperanza y el amor; o dejarse vencer por
la tentación. Si opta por la primera alternativa, se convierte en caballero
de la fe. Si se deja arrastrar por sus propios deseos e inclinaciones, queda
cautivo del pecado.
   El caballero de la fe es un hombre apartado de las tendencias munda-
nas, pero que permanece en el mundo como luminar. En su exterior, tal
individuo no es distinto de cualquier otro. Su vida es, desde cualquier
punto de vista, ordinaria. Sin embargo, se separa del resto de los hom-
bres porque, al obrar, se empeña denodadamente en dar respuesta a las
exigencias de Dios. El hombre de fe sabe que, en su lucha contra el mal,
no está solo, puesto que Dios interviene en su vida para regenerarlo y
hacerlo capaz de llevar a cabo las obras del amor.

                      3. El filósofo cristiano como
                    escritor de discursos edificantes

La filosofía de Kierkegaard posee un marcado carácter existencial, lejos
de ser resultado de un esfuerzo especulativo, constituye eco del encuen-
tro personal con Cristo. La escritura kierkegaardiana está animada por
una pasión sagrada: hacer fructificar el don de la fe. El propósito de
los escritos religiosos de Kierkegaard es interpelar al lector; conducirlo
a que adopte una postura ante el mensaje de salvación cristiano. Como
él mismo advierte, “su actividad de escritor podría asemejarse a la labor
del profeta San Juan: una voz que clama en el desierto”.53 Kierkegaard

53
     José García, “Introducción a la lectura de Søren A. Kierkegaard”, Thémata. Revista de Filosofía,
     núm. 43 (2010): 237.
54
     Søren Kierkegaard, Mi punto de vista (Buenos Aires: Aguilar, 1959), 32.

32 /   Revista de Filosofía · año 53 · núm. 150 · enero-junio 2021
Dosier · Cristianismo versus cristiandad

confiesa que su actividad como escritor se relaciona directamente con el
cristianismo, en específico, “con el problema de ‘llegar a ser cristiano’,
con una polémica directa o indirecta contra la monstruosa ilusión que
llamamos cristiandad”.54
   A semejanza de Sócrates, Kierkegaard pensaba que la tarea que le ha-
bía sido encomendada por la divinidad era despertar la conciencia de sus
contemporáneos. Por ello se pronunció en contra de ciertas modalidades
del cristianismo que, desde su punto de vista, “representaban una blas-
femia por querer suplantar las exigencias religiosas con una mundaniza-
ción de la existencia”.55
   Para Kierkegaard era necesario mostrar que el cristianismo, antes que
una doctrina, es una experiencia. Más aún, su propósito era mostrar
que dicha experiencia —originada por el contacto entre el hombre y
la manifestación gratuita de alguno de los rostros de Cristo— emerge
como una respuesta de absoluta disponibilidad al llamado que interpela
al hombre para convocarlo a la salvación.
   La invitación que Cristo dirige al individuo marca el inicio de un pro-
ceso de transformación existencial, el cual deriva en un peculiar modo
de ser y habitar el mundo compartido; un ethos cuyo rasgo esencial es el
ejercicio de las virtudes teologales: fe, esperanza y caridad o amor-ágape.
Estas virtudes constituyen los únicos medios para el conocimiento exis-
tencial de Dios, las obras a las que dan origen son realizaciones concretas
que denotan la contemporaneidad del individuo con Cristo.
   Para las primeras comunidades, el cristianismo fue un modo de vida
engendrado por el seguimiento de aquel quien, por amor al hombre y a
fin de otorgarle el don de la salvación, murió en la cruz. De conformi-
dad con dicha interpretación, ser cristiano significaba esforzarse en todo
momento por albergar e irradiar la presencia de Cristo como luminar en

55
     Guerrero, “Fe, esperanza y caridad”, 63.

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el mundo (Fil 2:15); es decir, como expresión finita de Jesucristo, luz del
mundo (Jn 9:5).
   Al dejar de ser una religión perseguida para convertirse en la del Es-
tado, el cristianismo sufrió una modificación radical. A partir de ese
momento, la preocupación por favorecer la llegada del Reino quedó
desplazada por la construcción, fortalecimiento y mantenimiento de la
Iglesia. Al institucionalizarse, el cristianismo se convirtió en

     una religión centrada en la afirmación monoteísta de Dios y configurada en
     torno a una institución rigurosamente establecida y jerarquizada que dictaba
     a sus miembros las verdades reveladas por Dios que tenían que creer; que
     les manifestaba con toda claridad las normas de conducta bajo la forma de
     mandamientos emanados de la voluntad divina; que les imponía un conjun-
     to de normas rituales que les garantizaba la recepción de la gracia de Dios y
     de la salvación; y […] enmarcaba el conjunto de la vida de las sociedades
     y personas y regulaba el conjunto de la existencia.56

La institucionalización del cristianismo hizo posible su inclusión en la
esfera de lo público, en el mundo, entendido como escenario de la ac-
ción colectiva, como “algo dentro de lo que se puede vivir”.57 Con esta
inclusión, comenzó un proceso de mundanización de la Iglesia, marcado
por la adecuación del ethos cristiano a las exigencias del entorno social.
   Como explica Elrod, la aparición del Estado moderno en su forma
religiosa, es decir, la cristiandad, significa para Kierkegaard la confusión “de
lo sagrado y lo profano, de lo interior y de lo exterior, de la religión y

56
     Juan Martín Velasco, Metamorfosis de lo sagrado y futuro del cristianismo (Santander: Sal Terrae,
     1998), 23.
57
     Martin Heidegger, Introducción a la fenomenología de la religión (México: Fondo de Cultura Econó-
     mica, 2006), 42.

34 /   Revista de Filosofía · año 53 · núm. 150 · enero-junio 2021
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de la secularización, de la fe y la razón”.58 En la cristiandad, seguir a
Cristo ya no se vive como un combate. En su intento por acomodarse
a las exigencias del mundo moderno, la comunidad creyente, a la cual
Kierkegaard denomina cristiandad, rebaja las exigencias del seguimiento
con el argumento de que son excesivas. Sin lugar a dudas, este rebaja-
miento cierra el camino para descubrir que Cristo es la paradoja, acaba
por convencer a todos de que la experiencia mística es un epifenómeno
del cristianismo.
   Al comprenderse a sí misma como Iglesia triunfante, la cristiandad trai-
ciona por completo la esencia del cristianismo, sin siquiera darse cuenta
de ello. El reconocimiento de dicho fenómeno conduce a Kierkegaard a la
conclusión de que “la Iglesia ha mitigado las exigencias del cristianismo y
[…] se ha proclamado triunfante, como si ya hubiera vencido de una vez
por todas el mal en la vida de sus fieles”.59 Esto, dicho en términos teo-
lógicos, implicaría la falsa interpretación de que se puede participar de la
vida del Señor resucitado, sin pasar por la aridez y el abandono de la cruz.
   Para Kierkegaard, una Iglesia triunfante, en este mundo donde la ten-
tación está a la orden del día, no pasa de ser una fantasía nacida del
desconocimiento de la condición humana. En su calidad de profeta,
considera necesario romper la ilusión de que, por el hecho de vivir en un
Estado cristiano, cualquiera sea un cristiano auténtico.
   El filósofo danés sabe que sólo puede hablarse de la paradoja del hom-
bre-Dios de forma indirecta. No hay discurso objetivo que pueda siquie-
ra rozar el misterio de Cristo. De ello se entiende que, para criticar a la
cristiandad y desbrozar el camino para el retorno del cristianismo, el ata-
que directo no es opción, en tanto que sólo contribuye “a fortalecer a una
persona en su ilusión, y al mismo tiempo le amarga”.60 Para cumplir con

58
     Elrod, Kierkegaard and Christendom, 209.
59
     Guerrero, La verdad subjetiva, 24.
60
     Kierkegaard, Mi punto de vista, 54.

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su misión profética, el filósofo desarrolla el arte de escribir que posibilita
manifestar el abismo existente entre la cristiandad, entendida como mera
herencia cultural, y la ejercitación del cristianismo.
   En su calidad de escritor religioso, el filósofo danés desarrolla una
comunicación indirecta que le permite entablar un diálogo con el indi-
viduo. Kierkegaard no se propone construir un sistema filosófico abs-
tracto, sino “una meditación orientada directamente a cada lector, con la
finalidad de transformar su corazón, de suscitar en él una conversión”.61
La comunicación indirecta es el recurso poético del cual se vale para
interpelar al lector y hacerle comprender el verdadero sentido de la exis-
tencia cristiana. A través de esta comunicación indirecta tiene lugar un
fenómeno semejante al provocado por la lectura de los diálogos platóni-
cos: el lector atento expuesto a estos discursos se siente forzado a asumir
una postura, a responder de algún modo las preguntas que le dirigen. El
fin último de la comunicación indirecta no es la exposición objetiva de
un lugar común, sino la transformación existencial del lector.
   Los escritos religiosos de Kierkegaard responden a un propósito “pe-
dagógico, educativo, formador […] edificante”.62 Evidentemente, puesto
que no era la condición de quien los pronunciaba, “no eran sermones; no
impresionan doctrinalmente sino que, en vez de ello, estaban destinados
a conducir al oyente a una confrontación privada y secreta con Dios”.63
Kierkegaard tenía claro que la lectura de las Escrituras debe suscitar la
transformación ética del individuo.64 Más aún, puesto que la proclama-
ción concierne existencialmente a quien la realiza, estaba convencido de

61
     Torralba, “La esencia del amor en Kierkegaard”, 412.
62
     García, “Introducción a la lectura de Søren A. Kierkegaard”, 239.
63
      Olli-Pekka Vaino, “Kierkegaard’s Eucharistic Spirituality”, Theology Today, núm. 1, vol. 67 (abril de
     2010): 16.
64
     Aaron Edwards, “Wadding Geese in the Pulpit: Kierkegaard’s Hermeneutics and Preaching”, Theo-
     logy, num. 3, vol. 115 (2012): 183.

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que sólo debía atreverse a predicar quien tuviera, al menos, el proyecto
de convertirse en contemporáneo de Cristo.
   Al contrario, cuando pensamos que pronunciar discursos es suficiente
para proclamar el sentido del Evangelio “hemos transformado la iglesia en
un teatro. Podemos tener un actor que aprenda un sermón, y que esplén-
dida, magistralmente, lo proclame con expresiones faciales, gesticulacio-
nes, modulación, lágrimas”.65 Para Kierkegaard, la mayor desgracia que
trajo consigo la cristiandad radica en que, habiendo renunciado al com-
promiso de imitar a Cristo, considerando que las exigencias para seguirlo
sobrepasan la capacidad humana, sus miembros han rebajado la sublime
actividad de la predicación a la lectura dramatizada del Evangelio.

                                    Conclusiones

Frente a la mundanización del cristianismo, en diferentes épocas se han
levantado las voces de aquellos que se sienten llamados a ser, como Juan
el Bautista; voces que claman en el desierto. Los dueños de estas voces
han asumido la difícil tarea de interpelar a los hombres de su tiempo para
denunciar la decadencia del cristianismo y hacer un llamado a recuperar
la originalidad de la fe, que animó a las primeras comunidades cristianas.
   Según Kierkegaard, “no hay más que una vida desperdiciada, la del
hombre que vivió toda su vida engañado por las alegrías con los cuida-
dos de la vida […] que nunca cayó en la cuenta ni sintió profundamente
la impresión del hecho de la existencia de Dios y que ‘él’, él mismo, su
propio yo existía delante de este Dios”.66 Existir es habitar el mundo,
asumiendo la inevitable condena de conquistar la individualidad me-

65
     Edwards, “Wadding Geese in the Pulpit”, 185.
66
     Kierkegaard, La enfermedad mortal, 54-55.

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Lucero González Suárez

diante la elección. Depende de cada uno situarse como particular ante
Dios, combatir con él y dedicar la totalidad de la vida a responder las
exigencias del seguimiento de Cristo, o gastar la existencia en el cuidado
propio. En el primer caso, el hombre se convierte en caballero de la fe;
en el segundo, se limita a ser esclavo de sí mismo: vive para atender nece-
sidades y caprichos que lo conducen irremediablemente a la dispersión.
    Por un lado, ser mundano; por otro, vivir en el mundo sin pertenecer
al mundo: esa es la alternativa que se abre ante el cristiano. Para com-
prender qué significa ser mundano basta emprender un análisis fenome-
nológico de la dispersión.
    ¿Qué hace al cristiano? La identidad cristiana no se reduce al simple he-
cho de pertenecer a una iglesia. Como cualquier otra institución, la Iglesia
está sujeta a múltiples condicionamientos que no pertenecen al orden de lo
espiritual. Por otro lado, para responder a dicha pregunta, se puede recurrir
a la profesión de fe. Es un hecho que “la repetición de las fórmulas del sím-
bolo apostólico tampoco garantiza la identidad cristiana, sino a lo sumo, la
comunión con los padres”.67 En sentido profundo, ser cristiano no consiste
en formar parte de una iglesia, ni se limita a estar familiarizado con formu-
laciones dogmáticas. Lo que define al cristiano es el proyecto existencial de
conocer a Cristo para hacerse uno con Él, por Él y en Él.
    La vida cristiana tiene un carácter integral. Vivir en Cristo involu-
cra una transformación que abarca tanto la vida contemplativa como
la activa. Se dice cristiano quien conoce por fe el misterio de Dios, se
esfuerza continuamente por manifestar con obras el amor que es Dios,
renunciando al amor inmaduro y engañoso, cuyos únicos frutos son “las
palabras y las frases hechas”;68 habita el mundo sostenido por la esperan-
za, mientras dura su paso por éste.

67
     Moltmann, El dios Crucificado, 42.
68
     Søren Kierkegaard, Las obras del amor. Meditaciones cristianas en forma de discursos (Salamanca:
     Sígueme, 2006), 29.

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   Quien desea la salvación, pero se horroriza ante la predicación de
Cristo crucificado, no puede considerarse cristiano. En cambio, el caba-
llero de la fe comprende que la existencia es un constante combate contra
el pecado. La comunidad cristiana, en tanto no pierde su esencia, es por
necesidad iglesia militante.
   Quien piense que el camino de la experiencia religiosa cristiana es
fácil, que el cristianismo conduce a una vida llena de complacencias,
debe desengañarse. Ser cristiano es habitar el mundo procurando en
todo momento sustraerse a la mundanización. La vida cristiana es una
constante prueba, una ejercitación. Ser imitador de Cristo exige del indi-
viduo la capacidad para negarse a sí mismo y hacer la voluntad del Padre.
Más aún, “el que invita te exige que renuncies a todo, que lo abandones
todo”.69 Amor cristiano y negación de sí mismo son indisociables.
   La más profunda contradicción de la vida cristiana consiste en que “se
acude a la palabra para buscar amparo y se tiene que sufrir a causa de la
palabra”.70 Esto implica que, dadas las exigencias del camino de Cristo,
acoger el don de la salvación lleva consigo una carga terrible: la tarea de
afirmar la propia individualidad, delante de Dios, en el mundo.
   La mayoría de los hombres que se dicen cristianos no aman en verdad
a Dios pues, como diría San Juan de la Cruz, “por él no quieren hacer
casi cosas que les cueste algo […] sino que así se les viniese el sabor de
Dios a la boca y al corazón sin dar paso y mortificarse en perder alguno
de sus gustos, consuelos y quereres inútiles”.71 Tal renuencia no debiera
ser motivo de asombro, puesto que Cristo es la paradoja y su sabiduría es
locura para el hombre mundano.

69
     Kierkegaard, Ejercitación, 74.
70
     Kierkegaard, Ejercitación, 128.
71
     San Juan de la Cruz, “Cántico espiritual B”, canción 3, párrafo 2, en Obras Completas (Burgos:
     Monte Carmelo, 2010).

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