YO... TE QUIERO A TI... COMO ESPOSO... ESPOSA
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Año 2008 nº 6 22 de abril “YO... TE QUIERO A TI... COMO ESPOSO... ESPOSA” Manuel de los Reyes Díaz* En 1950 un pensador católico, Romano Guardini diagnosticaba como la imagen de los tiempos modernos se deshacía para dar paso a una nueva era: “Una cultura no cristiana está en proceso de elaboración... ¿De qué tipo será la religiosidad de los tiempos que vienen?.... La manifestación violenta de la existencia no cristiana será más importante que todo... Se desarrollará un nuevo paganismo, pero de carácter distinto al primero... La soledad de la fe será terrible.... Nuestra existencia se enfrenta a una opción absoluta con todas sus consecuencias: las más grandes posibilidades y los peligros extremos”.1 La respuesta de la Iglesia a la sociedad actual El Directorio de la Pastoral Familiar en España es la respuesta de la Iglesia a la sociedad actual y nos retorna a la dimensión cristiana de la vida y el matrimonio. Su último pensamiento de la introducción de la sesión anterior concluye: “En definitiva que la presencia del Esposo entre nosotros haga que cada matrimonio y familia cristiana viva plenamente su vocación apostólica y sea así “luz del mundo” (Mt. 5,14).2 ¿Cómo hacerlo?. el Directorio de la pastoral familiar de la Iglesia en España es un texto amplio, claro, bien fundamentado en los aspectos doctrinales, y eminentemente práctico: una luminosa guía o marco de actuación para el impulso renovado de la evangelización en el ámbito del matrimonio y de la familia en todas las diócesis españolas.3 Nos ayudará en esta tarea, como texto de cabecera, junto con otros documentos significativos como la exhortación apostólica de Juan Pablo II, Familiaris consortio (22-XI- 1981) o el documento más reciente “La familia santuario de la vida y esperanza de la sociedad”, de la Conferencia Episcopal Española, junto con el Directorio de la Pastoral Familiar de la Iglesia en España. * Manuel de los Reyes Díaz, es Licenciado en Sociología y Master en Ciencias del matrimonio y la familia por el P.I. Juan Pablo II (Madrid). 1 R. GUARDINI, La fin des modernes, Seuil, Paris 1953, pp. 61-122, passim. 2 DPF, nº. 24. 3 J. GRANADOS TEMES, El reciente Directorio de la Pastoral Familiar de la Iglesia en España, Revista electrónica E-AQUINAS, Mayo 2004, nº. 2, p. 16. www.jp2madrid.org
IGLESIA Y FAMILIA Año 2008 nº 6 abril “yo... te quiero a ti... como esposo... esposa” Estamos ya en la pista de despegue para abordar “El Plan de Dios sobre el matrimonio y la familia”, No vamos a reproducir la literalidad del documento, que queda reservado a un trabajo de reflexión y de lectura personal. La pretensión es buscar los aspectos medulares de este capítulo, las claves del documento, que nos abran al sentido más profundo, al hilo conductor, que se encuentra justamente en esta primera parte. Hay cuatro apartados que vertebran el documento y que serán la referencia obligada de nuestra reflexión: -El matrimonio y la familia en el plan de Dios. -La vocación al amor. -El matrimonio, vocación cristiana. -La familia: Iglesia doméstica. Cuatro apartados que nos hablan de conceptos desestimados y maltratados por la cultura moderna, como son matrimonio, familia, vocación, amor, Iglesia, irrenunciables por otra parte para vivir la plenitud humana y cristiana a la que estamos llamados y música de fondo reiterada y permanente de este Primer capítulo del Directorio. Convicciones para tiempos de crisis Verdad y amor son inseparables. “No aceptéis nada como la verdad, si carece de amor. Y no aceptéis nada como amor que no tenga la verdad”. El pensamiento es de Edith Stein. Una sin el otro, nos dirá Juan Pablo II, se convierten en una mentira destructiva. Necesitamos una nueva mirada, para contemplar la sencillez de la experiencia original, “Paraos en los caminos a ver, preguntad por la vieja senda: “Cuál es el buen camino?”; seguidlo y hallaréis reposo” (Jr. 6, 16). La familia no es un problema, como pudiera parecer, es una vocación, es la solución. Amor y santidad no son dos realidades inconexas. Se reclaman mutuamente, a pesar del dualismo histórico mantenido de formas diversas en la tradición cristiana (dos ciudades, amor religioso y amor mundano, eros y agape, comprensión social y cosmológica.). Es imposible encontrar a santos, de cualquier género o condición que no hayan amado. El amor cristiano supone la irrupción de un modo distinto de conocer y tratar el amor, que nos introduce en una comunión singular con Dios y con el hombre. El amor es una revelación, y Dios se nos revela en el amor. El misterio del amor humano se nos desvela y se nos revela. Para poder entender la radicalidad del amor, hay que remitirse a un amor anterior a nuestras elecciones, a un primer amor de origen divino. Es el verdadero amor de Dios el que toma la iniciativa. “En esto consiste el amor, no en que le amemos, sino en que El nos ha amado primero.” Ser es amar. El cristianismo nos introduce en una historia de amor con cada uno, y ese amor se hace destino del que ama, al interpretar la propia vida desde el amor de Dios. Santidad y amor se han de fundamentar así en un primer acto de fe. Es el modo en el que el matrimonio y la familia se reconocen como plan de Dios. La libertad nace de un amor primero y tiende a un amor final que es la comunión de las personas. La libertad del hombre hunde sus raíces en la verdad y se abre hacia la comunión. Es la presencia de Dios la que es garante de la auténtica libertad del hombre. La vocación al amor es de origen divino. “Dios ha creado al hombre a su imagen y semejanza”: llamándolo a la existencia por amor, lo ha llamado al mismo tiempo al amor.” Para ser libres, Cristo nos ha liberado en el amor. Amamos porque somos llamados al amor. En esto consiste la vocación al amor. Vocación y amor son términos muy desgastados y peor entendidos. La vocación tiene que ver con la unificación progresiva de todos mis actos, en la verdad del amor, cargada de sentido existencial y personal. El hombre y la mujer descubren por la vocación cual es su lugar y su misión en el mundo. La vocación al amor marca desde dentro la historia o biografía de la vida de cada hombre. La iniciativa es de Dios, y está abierta a múltiples determinaciones que nacen de la propia historia personal. El doble mandamiento del amor, es entonces el correlato moral del descubrimiento del amor originario como la auténtica revelación del amor. Pág. 2 Pontificio Instituto Juan Pablo II
“Yo... te quiero a ti... como esposo... esposa” IGLESIA Y FAMILIA Año 2008 nº 6 abril La experiencia existencial del hombre despierta a la conciencia y al amor. El amor no es algo dado, sino un “don”. Para descubrir la profundidad del amor, hay que encontrarse con el amor originario. “El hombre no puede vivir sin amor. Ël permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace propio, si no participa en él vivamente.”4 Es una respuesta a un amor primero. Este amor primero, nace de un amor incondicionado, irrevocable. La vocación al amor es lo que permite entender el Directorio como una luz que se convierte en camino. La vocación al amor, presente en todo hombre, es una auténtica llamada (Redemptor hominis, 10; Familiaris consortio, 11). “Con la palabra amor se quiere indicar esa experiencia universal y originaria que, por ser tal, no puede perderse, sin que se extravíe el hombre en cuanto hombre”.5 A pesar de su aparente accesibilidad, amar no es fácil La intuición de Juan Pablo II sobre el amor humano nos pone en la pista: “Esto es precisamente lo que me obliga a meditar sobre el amor humano. Nada hay que permanezca tanto en la superficie de la vida humana como el amor, ni nada que sea más desconocido y misterioso. La diferencia entre lo que hay en la superficie y lo que está escondido en el amor, origina precisamente el drama.”6. El verbo amar, se ha dicho, es el más difícil de conjugar: su pasado no es simple, su presente no es indicativo, su futuro es condicional. Sólo un buen Maestro nos puede poner en el camino. ¿Qué es el hombre? ¿Quién es? ¿De dónde viene y a dónde va? ¿Hay salvación para él, hay esperanza? ¿Cómo puede amar en plenitud?. La respuesta es el hombre “en Cristo”. El nos revela el origen del hombre, su destino, su identidad y su dignidad, su grandeza y su miseria, el sentido de sus actos y su vocación al amor.7 La Iglesia no ha dejado de clarificar a la luz de este Magisterio las verdades más esenciales de la condición humana, a saber: la íntima dignidad del hombre y mujer, imagen de Dios, que consiste en la capacidad de vivir en la verdad y en el amor, porque estos conforman la realidad constitutiva del hombre. Los dos sujetos humanos, hombre-mujer genéticamente diferentes, participan igualmente en la capacidad de vivir la verdad de la persona, de la que nadie puede hacer uso ni tratar como una cosa, en razón de su dignidad, que exige disponibilidad, dación, don, responsabilidad, compromiso, apertura, intersubjetividad, presencia, vocación, respuesta, llamada, encuentro, comunión. El cuerpo de la persona es un cuerpo personal, o dicho de otro modo una persona corporal. La íntima naturaleza de la “unidad de los dos” reflejada en el relato del Génesis (“Varón y mujer los creó”), es una unidad espiritual y psicofísica, en la que se salvaguarda y afirma la verdad del ser persona, hombre o mujer, en la única forma adecuada de la donación. Amar significa donarse, entregarse, recibirse. Esa “unidad de los dos” entraña la “comunión de personas”, a la cual hombre y mujer están predispuestos en razón de su masculinidad y feminidad. La vocación originaria de la persona humana se orienta a la comunión interpersonal mediante el don de sí que nos hace amigos, padres, esposos, hijos, en la verdad de esta relación, que construye al sujeto que actúa. “Y vio Dios que era bueno”. El lenguaje, el gesto, la tensión de la inteligencia y de la voluntad, la sensibilidad, el gusto por la actividad..., todo nos une a relaciones inevitables. El personalismo cristiano afirma el respeto por la persona, la igualdad en su dignidad de hombres y mujeres, una comunión existencial que impide usar a la otra persona como cosa, porque el otro es para mi alguien, y no algo. Un objeto se estudia y se puede utilizar, una persona se me 4 J. PABLO II, Redemptor hominis, 10. 5 A. SCOLA, La cuestión decisiva del amor; hombre-mujer. Editorial Encuentro, Madrid 2003. 6 K. WOJTILA, El taller del orfebre. 7 J. PABLO II, Hombre y mujer los creó. Ediciones Cristiandad, Madrid 2000, p. 179. Introducción al segundo ciclo. José Miguel Granados Temes. II, Hombre y mujer lo creó, Ediciones Cristiandad, Madrid, 2000, segundo www.jp2madrid.org Pág. 3
IGLESIA Y FAMILIA Año 2008 nº 6 abril “yo... te quiero a ti... como esposo... esposa” revela y me interpela; un objeto ocupa un lugar, una persona lleva dentro de sí una historia y se proyecta.8 El amor revela a la persona, nos introduce en un nuevo modo de conocer la propia identidad. El amor es el principio, el medio y el fin. La vocación tiene un carácter interpersonal. Lo más importante, en la tarea de una vida, APRENDER A AMAR. Hay que saber interpretar la experiencia del amor, porque aquí es donde nace la falsedad del amor. Me interesa que el amor sea verdadero. Se ofrecen dos obstáculos a superar: Una visión romántica (Siglo XVIII) que interpreta el amor por su intensidad (este se entiende que sería el amor verdadero, porque nos amamos muchísimo) y espontaneidad. Grave error. El amor cortés. Propio de los caballeros andantes (XII al XVII). La verdad del amor está en la fascinación, en el momento de la admiración. Se da por las cualidades. Marido ideal. Pero el amor no se reduce a la intensidad (carecería de futuro), ni es una fascinación –que no tiene sujeto-. El amor no es un estado de ánimo pasajero, sino un tesoro divino inagotable, concedido de modo incondicional. La verdad última del amor, nos la proporciona el amor esponsal de Cristo. Es necesario aprender a amar. Todos necesitamos ser ayudados en este aprendizaje. Para llegar a la madurez de la libertad del don de sí y a la capacidad para descubrir la verdad del amor hermoso. No basta la mera espontaneidad, que aboca tantas veces al desengaño y al hastío, a dejar de creer en el amor, a la desesperación. Hace falta elegir un buen Maestro: aquel que te ama y no te utiliza; aquel que es sabio, porque conoce a fondo quién es el hombre y lo salva de todas sus limitaciones; aquel que cura en la Iglesia con el bálsamo del Espíritu las heridas y deformaciones del corazón del hombre.9 El amor esponsal como acto libre de donación de sí Es necesario para toda vocación cristiana10 (cfr. GS, 24). Sus condiciones son compartir la vida como totalidad de sentido, la corporalidad –lo que se ha denominado corazón-, una intimidad que tiene valor corporal y afectivo. Tiene en si una estabilidad en la medida en que es recibida por otro. Y finalmente la exclusividad. Se entrega sólo a una persona. La lógica del don de sí, cuando se plantea en su totalidad siempre indica una “exclusividad” en la persona amada. Todas estas características son propias del amor esponsal, es decir, el propio de la vocación de todo hombre. Y distinguen este tipo de amor de los otros amores presentes en la existencia humana, porque ninguno de ellos es exclusivo, ni el amor de amistad es directamente corporal. La vocación al amor esponsal es una realidad profunda y grande (mysterion mega: Ef 5,32), concedida como un don de Dios en Cristo, Esposo de la Iglesia, participación por la gracia del Espíritu Santo del torrente eterno del mismo Amor divino trinitario. La vocación al amor construye la historia del hombre desde el bautismo, que es respuesta a Dios, diálogo e historia de salvación. Si se excluye a Dios del amor esponsal éste queda completamente desnaturalizado.11 Como don primero y permanente (“Amor originario”) es la fuente, el manantial a la que uno puede volver; es algo mucho más grande que nosotros, que nos une y vivifica. Por eso decimos que “hemos creído en el amor” (1 Jn 4,16). Recordáis la intuición de Juan Pablo II en su publicación reciente “Tríptico romano”: “La bahía del bosque baja, al ritmo de arroyos de montaña. Si quieres la fuente encontrar, tienes que ir arriba contra la corriente. Empéñate, busca, no cedas, sabes que ella tiene que estar aquí-, ¿Dónde estás fuente? ¡¿Dónde estás fuente?!, 8 Cf. C. ROCCHETTA, Teología de la ternura, p. 70, Ediciones Trinitarias, Salamanca 2001. 9 Cfr. J. J. PÉREZ-SOBA Y DIEZ DEL CORRAL, Presewntación Directorio de Pastoral Familiar, nov. 2003. 10 Cf. Gaudium et spes, nº. 24. 11 J.M. GRANADOS, El reciente Directorio de la Pastoral Familiar de la iglesia en España. Revista E-AQUINAS pp. 34-47 Pág. 4 Pontificio Instituto Juan Pablo II
“Yo... te quiero a ti... como esposo... esposa” IGLESIA Y FAMILIA Año 2008 nº 6 abril Déjame mojar los labios en el agua de la fuente, sentir la frescura, la frescura vivificante.” El amor conyugal se distingue del amor esponsal al incluir la relación sexual como uno de los bienes comunicados, abierto a una fecundidad física incluida en la totalidad de la vocación de ambos cónyuges. El amor conyugal es un tipo concreto de amor esponsal, que no agota sus posibles expresiones del amor. Ambos se dan en una entrega dentro de un proceso afectivo, que en el amor conyugal viene determinado por el enamoramiento. El matrimonio y la virginidad son vocaciones recíprocas y complementarias, las dos únicas vocaciones que se dan en la Iglesia. La vinculación de esas dos realidades habla de una plenitud, en la cual no se entiende la verdad de cada una de ellas si no es a la luz de la otra, porque ninguna de ellas refleja el rostro pleno de la Iglesia por si sola, pero ambas se crecen e iluminan en el apoyo mutuo. El matrimonio y la virginidad consagrada pertenecen al “único misterio de la alianza de Dios con su pueblo” (F.C. 16). La Iglesia es en su totalidad un misterio nupcial fortalecido y recreado en el que ambas vocaciones atestiguan el Amor, el matrimonio “en el Señor” como forma concreta de la ternura del Amor divino, que mira la verdad del “Principio”; la virginidad por el Reino, como anticipo de la universalidad del amor de Dios, que mira a la consumación de las Bodas del Cordero. Ambas realidades se exigen mutuamente, ambas esconden la bondad de Dios, el matrimonio desde la gracia del sacramento del Matrimonio, la virginidad desde un estado de perfección, superior al matrimonio como tal estado, pero que no menoscaba la perfección subjetiva de aquel. Ambos son recíprocos, en cuanto intercambian sus dones, de acuerdo con el carisma que cada uno ha recibido (1 Cor 7,7). Ambos estados, matrimonio y virginidad, se coparticipan en direcciones e influencias recíprocas, el matrimonio cristiano es profecía de la Iglesia-esposa, adquirida a precio de sangre; la virginidad es profecía de la Iglesia-virgen. Al decir de S. Agustín, “La Iglesia total es una virgen, desposada con Cristo como su único Esposo”12. El matrimonio cristiano es signo eficaz de esta alianza esponsal en el tiempo, la virginidad es ya una realidad escatológica, realidad-signo. Ambos, cada uno a su modo, son epifanía en el mundo y actuación del único misterio nupcial. Por lo demás, resumirá S. Pablo (1 Cor 7, 17), “que cada uno viva conforme le asignó el Señor, cada cual como le ha llamado Dios. Es lo que ordeno en todas las iglesias”. “Yo... te quiero a ti ... como esposa... esposo” Nunca unas palabras pueden significar tanto. Se confirma la “verdad” esencial del lenguaje del cuerpo: el hombre vive para el amor y alcanza su plenitud en el amor. La verdad del lenguaje del cuerpo es amor, fidelidad, honestidad conyugal. Es la razón última que da cuenta de todo, que revela el valor de la persona. Y se excluye la esencial “no verdad”, la falsedad del lenguaje del cuerpo. Ese lenguaje del cuerpo, expresado como sacramento de la Iglesia, por boca de los contrayentes, que son los ministros del sacramento, instituye el mismo signo visible de la Alianza y de la gracia, entre los esposos. La genealogía de la persona sólo puede radicarse, de acuerdo con su íntima naturaleza en el “amor-don”. Hoy asistimos a dos fenómenos insidiosos y aberrantes: la reducción de la genealogía de la persona a la biología de la generación, o dicho de otro modo, la sustitución del acto del amor conyugal generativo, propio de la genealogía de la persona, por procedimientos sustitutivos de procreación artificial en orden a la concepción de una nueva persona. Y otro segundo fenómeno más sutil, subordinar la paternidad-maternidad a la lógica del deseo de auto-realización del hombre y de la mujer. Ver al hijo, no por sí mismo, sino como aquello de lo cual el hombre y la mujer tienen necesidad, sea fuera o dentro de la realidad conyugal.13 Los contrayentes en el altar expresan con palabras humanas la verdad proveniente de Dios. Toda la vida de los esposos será relectura “en la verdad” del lenguaje del cuerpo que habita en sus corazones. Las palabras del consentimiento conyugal contienen el propósito, la decisión y la elección. 12 S. Agustín, De sancta virginitate, 12 (PL 40, 401). 13 Cf. C. CAFARRA. Familia cristiana: buona noticia per il terzo millennio. 18-05-03. www.jp2madrid.org Pág. 5
IGLESIA Y FAMILIA Año 2008 nº 6 abril “yo... te quiero a ti... como esposo... esposa” El Misterio nupcial es así: el hombre, con su consentimiento, se hace artífice de acciones que tienen de por sí significados definitivos. Y es así porque han decidido hablar entre sí como ministros del sacramento del matrimonio. El signo que ellos realizan con las palabras del consentimiento conyugal no es inmediato y pasajero. Pisan una tierra sagrada, en lo que lo efímero está condenado a desaparecer. Sus labios hablan con perspectiva de futuro, con efectos duraderos, en el tiempo y en la eternidad. Ese sí extendido a “todos los días de mi vida”, es decir hasta la muerte, se hace así único e indisoluble. Esa verdad esencial del signo permanecerá vinculada al ethos, al ser de la conducta conyugal, y llegado el momento conocerá el significado procreativo del cuerpo, la paternidad y la maternidad a la que están llamados. “Estáis dispuestos a recibir de Dios, responsable y amorosamente, los hijos que Dios os de, y a educarlos según la ley de Cristo y de su Iglesia?, a lo que el hombre y la mujer responden: “Sí, estamos dispuestos”. La analogía del amor conyugal permite una mejor comprensión de la realidad de la naturaleza de la Iglesia. La analogía del matrimonio, con sus limitaciones para trascender el Misterio, nos ha mostrado dos signos: el signo visible del matrimonio “en el principio”, y el signo visible de Cristo y de la Iglesia, pero la carta a los Efesios los ha acercado hasta tal punto que ha hecho de ellos un gran signo, un gran sacramento (Ef 5,25). La verdad de la conyugalidad sólo se capta desde el misterio de la nupcialidad, que se escribe como una partitura bellísima de amor. Querer con todo el corazón sólo es posible por la caridad y la castidad. La fecundidad del amor es siempre el último paso dentro de la revelación del amor al hombre. La familia cristiana, una buena noticia La realidad de la familia cristiana es la afirmación-reconocimiento de la persona humana por sí misma, de los esposos y del hijo. Este canto a la dignidad de la persona, frente a cualquier manipulación es una buena noticia para el hombre y la mujer, al comienzo del tercer milenio. El hombre y la mujer han recibido como don la capacidad de construir una verdadera comunión conyugal, de hacer posible la realidad del amor en su forma original y genuina, la que corresponde perfectamente al deseo del corazón. En el hilo conductor de la vocación al amor se dan tres escalones hacia su pleno desarrollo. En primer lugar, aprender a ser hijo: acoger el don originario del amor con gratitud gozosa. En consecuencia, aprender a ser esposo: alcanzar una plenitud existencial en el amor, en la madurez del amor recibido que se entrega y compromete. Por ultimo, aprender a ser padre: es el canto de la humanidad, la plenitud del amor fecundo en la generación y educación de los hijos. El amor ha de recorrer necesariamente su itinerario: diferencia sexual, don de sí y fecundidad, la triple intersección, que resume la experiencia amorosa: Seguir otro camino es privarse necesariamente de la experiencia de la felicidad, despedazar la unidad del Misterio nupcial. Significa provocar una reacción en cadena, que conduce de modo inexorable a disolver la unidad del yo. Ese riesgo hoy está mas cercano que nunca. No es un tema de roles, ni de consideraciones funcionales. El matrimonio es una vocación que responde a la verdad del hombre y a su identidad. No es algo que me sucede, ni una elección o un proyecto, forma parte de mi ser, porque estoy llamado a la plenitud del don. Entender el matrimonio como una elección de los esposos, es una aspiración imposible, una debilidad del matrimonio, que busca su apoyo donde no puede encontrarlo. Las relaciones prematrimoniales no garantizan la estabilidad del matrimonio, consideran un amor a prueba, sin considerar que en el matrimonio te entregas. Que una cosa es probarse y otra entregarse. El mandato esencial de la Antigua Alianza es la santidad. “Sed santos, porque Yo, Yahwéh, vuestro Dios, soy santo” (Lv. 19,2). En la Nueva Alianza la novedad está en que esta unión se realiza en Cristo, en su ser personal y en sus acciones. La santidad se entiende como la participación en la vida de Cristo, en la plenitud de Cristo. Tal perfección se va definiendo en la caridad, como se ha reiterado en el capítulo 5º. De la Lumen gentium: “la vocación universal a la santidad”. Pág. 6 Pontificio Instituto Juan Pablo II
“Yo... te quiero a ti... como esposo... esposa” IGLESIA Y FAMILIA Año 2008 nº 6 abril El amor santo que no es sino la manifestación plena de la caridad supone entonces una novedad en la dinámica moral. Procede de un primer don de Dios. Y se realiza en una dinámica propia del crecimiento en la santidad: el reconocimiento del don, que es fecundidad del amor divino y nos abre de la muerte a la vida y la integración de las potencias para aprender a amar con “todo el corazón”. En el matrimonio, ese vínculo, a pesar de la inestabilidad de los sentimientos humanos, se configura en el ser de Cristo. La Alianza permanece y es irrevocable en la fidelidad, porque Dios en Cristo no renuncia al don del amor que ha depositado en los esposos para siempre. Matrimonio y vida sacramental Los sacramentos son como dones concretos de Cristo en una historia humana, actos de Cristo. El sacramento del bautismo es el fundamento de toda vocación eclesial. La confirmación es el sacramento de madurez cristiana y hace posible que el matrimonio sea luz para otros matrimonios y comprenda en plenitud su propia misión evangelizadora. La penitencia es el gran consuelo para la vida conyugal. La gran prueba de la verdad de la caridad conyugal pasa por la capacidad de perdón. En la Eucaristía el Esposo, Jesucristo se hace una carne con la Iglesia. Sólo porque la Iglesia recibe el don corporal de Cristo en la Eucaristía ella misma es realmente cuerpo de Cristo, que se dona a sí mismo sobre la cruz. El matrimonio tiene que saber descubrir el origen de su amor en el amor esponsal de Cristo por su esposa, mediante la lógica del don, porque esa fuente del amor conyugal en el amor de Cristo y la Iglesia se recibe como un don y buscar el lugar donde encontrarlo. La Iglesia se configura como ese lugar donde encontrar tal don, el don de sí de Cristo. En la Iglesia encontramos el signo viviente de la presencia de Cristo, que canta y realiza la glorificación del Padre y la salvación del hombre en el amor. Por eso, la unión de dos cristianos en el matrimonio se recibe “en la Iglesia”, la fidelidad del amor conyugal no es simplemente la de los cónyuges, sino la del mismo Cristo. La fe en Cristo pasa a ser también la fe en el propio matrimonio como un don divino. El amor conyugal se convierte en caridad conyugal. Mediante el mutuo consentimiento Cristo mismo une a dos bautizados, vinculándoles definitivamente el uno al otro. El matrimonio cristiano es un acto de Cristo, en el que el hombre y la mujer se donan una relación indisoluble y real.14 El don de sí que hace Dios al hombre no está separado nunca del don de sí de los propios hombres (G.S. nº. 24). Todo don se dirige en el caso conyugal a fundar un lugar de comunicación de gracia. La Iglesia nos habla de la familia como Iglesia doméstica. Juan Pablo II en su libro “Cruzando el umbral de la Esperanza”15 nos deja este testimonio vibrante: “Esta vocación al amor es, de modo natural, el elemento más íntimamente unido a los jóvenes. Como sacerdote, me di cuenta muy pronto de esto. Sentía una llamada interior en esa dirección: Hay que preparar a los jóvenes para el matrimonio, hay que enseñarles el amor. El amor no es cosa que se aprenda, ¡y sin embargo no hay nada que sea más necesario enseñar! Siendo aún un joven sacerdote aprendí a amar el amor humano. Éste es uno de los temas fundamentales sobre el que centré mi sacerdocio, mi ministerio desde el púlpito, en el confesionario, y también a través de la palabra escrita. Si se ama el amor humano, nace también la viva necesidad de dedicar todas las fuerzas a la búsqueda de un “amor hermoso”. La familia es el lugar ineludible para enseñar a amar, escuela de humanidad y de amor En casa es donde cada uno es querido por sí mismo, de modo incondicional. El testimonio del amor vivido por los padres, su entrega, es la primera y principal escuela del amor, escuela de vida y de humanidad. La 14 Cf. C. CAFARRA. Familia cristiana: buona noticia per il terzo millennio. 18-05-03. 15 JUAN PABLO II, Cruzando el umbral de la esperanza, DeBOLSILLO, Barcelona, mayo 2004, pp. 132-133. www.jp2madrid.org Pág. 7
IGLESIA Y FAMILIA Año 2008 nº 6 abril “yo... te quiero a ti... como esposo... esposa” “revelación” primera y fundamental del sentido de la vida y del amor, del valor de la persona, consiste en ser y brotar del amor de los padres, participación del mismo Amor del Padre eterno. La familia es santuario y cuna de la vida, donde ésta es acogida como un regalo inestimable y cuidada con todo cariño. La familia -y, en primer lugar, los padres- sabe que el meollo de su tarea es enseñar a amar amando; así participa y continúa la misión del Buen Pastor. La familia se siente débil en esta encomienda de tanta responsabilidad. Pide ayuda a la Iglesia, que es la gran familia de los hijos de Dios: Casa de Vida y de Amor. Jesucristo, que sigue vivo en su Iglesia, es el Maestro, porque es el Amor que ilumina la vida del hombre. La separación entre fe y vida es como una losa que impide el crecimiento del cristiano. La PF no debe partir de una haciendo abstracción de la otra. La fe es vida, que ha de ser cultivada para que dé fruto abundante. La vocación al amor, inscrita en el corazón de todo hombre, contiene la semilla de la fe. El evangelio es vida creyente. Por eso, la PF atañe a todos los momentos y aspectos de la vida familiar. Sacramento social, porque es también la primera célula de la iglesia como sociedad. La consideración maternal de la Iglesia exige así una renovación de la organización eclesial. Hemos recorrido brevemente un itinerario que nos pone en la pista del plan de Dios sobre el matrimonio y la familia. Nuestra tarea es inmensa y realmente fascinante. En la relación hombre-mujer se da la total “correspondencia” entre el plan de Dios sobre persona, matrimonio y familia y las exigencias más profundas del corazón del hombre. Sólo la verdad es realmente fascinante, y, por ello creíble. Y así lo será mañana. En el Norte y en el Sur, en el Este y en el Oeste del planeta.16 En palabras de Juan Pablo II: De todos modos, cada hombre tiene a su disposición una existencia y un amor. ¿Cómo hacer de ello un conjunto lleno de sentido?.... “!Crear algo que refleje la Existencia absoluta y el Amor, es la más hermosa de las tareas!. Pero se vive sin saberlo.17 La Iglesia nace con Juan y con María, al pie de la cruz La luz definitiva sobre el bien de la persona se nos revela en Jesucristo. Ël es “el Camino, la Verdad y la Vida”, El nos descubre la altísima vocación del hombre, llamado a la comunión con Dios en el amor. La Iglesia nace con Juan y con María, al pie de la cruz, en donde se une el cielo con la tierra y en donde se consuma la vocación al amor. La familia es una buena noticia, una magnífica noticia para la sociedad, para la familia y para cada hombre. “Jesús, viendo a su madre y junto a ella al discípulo a quién amaba, dice a su madre: “Mujer, ahí tienes a tu hijo.”. Luego dice al discípulo: “Ahí tienes a tu madre”. Y desde aquella hora el discípulo la acogió en su casa”. Construiremos esa nueva morada, a donde la Iglesia nos conduce, si acogemos la recomendación de S. Agustín, que hoy tiene sabor martirial, en el panorama que nos ha tocado vivir: ¿Queréis rendir alabanzas a Dios?. Sed vosotros mismos el canto que vais a cantar. Vosotros mismos seréis su alabanza, si vivís santamente. 16 A. SCOLA, La “cuestión decisiva del amor”: hombre-mujer. 17 K. Wojtyla, El taller del orfebre, Ediciones Ciudad Argentina. Buenos Aires 1998. Pág. 8 Pontificio Instituto Juan Pablo II
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