El restaurante del amor recuperado - Ito Ogawa Traducción de Teresa Clavel

Página creada Andreo Roncero
 
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Ito Ogawa

El restaurante del
amor recuperado
     Traducción de
     Teresa Clavel

      alevosía
Aquella tarde, al volver a casa tras el trabajo en el restaurante
turco, encontré el apartamento completamente vacío. No había
nada de nada. Había desaparecido todo: el televisor, la lavadora,
el frigorífico, las cortinas, el felpudo e incluso el plafón con tu-
bos fluorescentes. Por un instante tuve la sensación de haberme
equivocado de puerta, pero, por más que me esforzara en no dar
crédito a mis ojos, aquel era sin duda el nido de amor que hasta
esa mañana había compartido con mi novio indio. La mancha en
forma de corazón que se veía en el techo constituía una prueba
irrefutable.
    El apartamento había recuperado más o menos el aspecto
que tenía cuando el tipo de la agencia inmobiliaria me lo había
enseñado. Solo que ahora, a diferencia de aquella primera vez, en
todo él flotaba un leve aroma de garam masala* y en el suelo, justo
en el centro del salón vacío, brillaban las llaves de casa de mi novio.
    En aquel piso, alquilado después de muchos esfuerzos, mi no-
vio indio y yo dormíamos todas las noches en el mismo futón, co-
gidos de la mano. De su piel emanaba incesantemente una fragan-
cia de especias. Pegadas a las ventanas, había numerosas postales
del Ganges. Yo no poseía los conocimientos necesarios para leer
los caracteres del alfabeto hindi que llenaban las cartas llegadas
con cierta regularidad de la India, y sin embargo, me bastaba pasar

   *
     Marcamos con un asterisco la primera vez que aparecen las palabras que
se explicarán en el Glosario del final del libro.

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los dedos sobre aquellos signos para sentirme parte de su familia
e inundada por una oleada de afecto. Pensaba que algún día haría-
mos un viaje juntos a la India y me esforzaba en imaginar cómo
sería nuestra ceremonia de boda en aquel país. No hacía otra cosa
que perderme en dulces sueños con los ojos abiertos, dulces y
densos como el lassi*, la bebida tradicional india, de mango. Los
recuerdos de los tres años pasados codo con codo, así como nues-
tros preciosos haberes, estaban todos allí, en aquella casa. Todas las
noches preparaba la cena para él, en espera de su regreso.
    La cocina, con las paredes alicatadas, era pequeña. Pero la vi-
vienda, al tratarse de un piso esquinero, tenía ventanas en tres de
los cuatro lados. No habría cambiado por nada del mundo la felici-
dad que sentía delante de los fogones al anochecer, envuelta en la
luz anaranjada del sol poniente, cuando podía dedicarme con tran-
quilidad a hacer la cena después del turno de mañana en el trabajo.
La cocina no era de gran calidad, pero tenía horno de gas, y ade-
más, gracias a la ventana, los olores se disipaban en un santiamén,
incluso cuando asaba a escondidas el pescado seco que él detestaba.
    Tenía muchísimos utensilios y accesorios, con los que me había
encariñado...
    Un mortero de la época Meiji heredado de mi abuela materna,
ya fallecida; un recipiente de ciprés japonés en el que vertía el arroz
humeante inmediatamente después de haberlo cocido; una cazuela
Le Creuset comprada con mi primera paga; un par de palillos de
punta fina, de esos que se utilizan para colocar con arte la comida
en los platos, comprados en una tienda especializada de Kioto; un
cuchillo italiano que me regaló por mi vigésimo cumpleaños el
director de un restaurante de cocina orgánica; un delantal de lino
muy cómodo y bonito; una bolsita de grava para preparar beren-
jenas en salmuera, que se utiliza como peso para que dichos ve-
getales absorban adecuadamente la solución líquida en la que son
sumergidos; una sartén tradicional de la zona de Morioka que me
había costado cientos y cientos de kilómetros de viaje.
    Por desgracia, había desaparecido todo: desde la vajilla hasta
los cubiertos, desde la tostadora de pan hasta el rollo de papel

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absorbente. En casa teníamos pocos muebles, pero la cocina es-
taba equipada de arriba abajo, no faltaba nada. Era mi reino, y
aquellos utensilios eran mis queridos compañeros. Con el dinero
que conseguía ahorrar, todos los meses compraba alguno nuevo,
aunque fueran un poco caros; prefería objetos de buena calidad y
que duraran mucho. Mi tesoro... Y pensar que ya les había cogido
el tranquillo...
    Simplemente para disipar todas las dudas, abrí las puertas de
los armarios una por una y revisé con atención todas las baldas.
No había nada, aparte de las huellas dejadas por los objetos en los
estantes. Buscaba con las manos, a tientas, pero no lograba atra-
par más que aire. Habían desaparecido hasta los tarros de ciruelas
umeboshi*, esos tarros tan llenos de recuerdos que unos años an-
tes mi abuela y yo habíamos limpiado con muchísimo cuidado.
Y faltaban también los ingredientes para preparar las croquetas
de garbanzo y cuscús que precisamente esa noche debería haber
saboreado con él, mi novio vegetariano.
    De pronto, el corazón me dio un vuelco y salí a toda prisa del
apartamento, sin ponerme siquiera los zapatos.
    El único plato japonés fermentado que mi novio toleraba era
las verduras nukazuke*; se lo preparaba con mis propias manos y él
lo comía todos los días, sin saltarse ni uno. Mi nukazuke tenía un
sabor especial, debido esencialmente a la pasta de nukadoko* que la
abuela me había dejado.
    Guardaba el recipiente de barro con el nukadoko en el pequeño
hueco del contador del gas, junto a la puerta de entrada, porque
allí dentro la temperatura y la humedad eran casi idóneas. Aquella
hornacina se mantenía fresca incluso en pleno verano, mientras
que en invierno la temperatura que hacía en su interior no era ni
mucho menos tan baja como la del frigorífico, y por lo tanto era
perfecta para conservar estable el nukadoko.
    Aquel recipiente constituía el recuerdo más querido de mi abue-
la: esperaba con toda mi alma que me hubiera dejado al menos eso.
    Abrí despacio la puertecilla del hueco del contador, con el co-
razón en un puño: ¡sí que estaba! El recipiente con el nukadoko

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estaba allí esperándome, como siempre, acostumbrado desde ha-
cía ya tiempo a la oscuridad. Quité la tapa y eché un vistazo al
interior: el contenido estaba intacto, tal como lo había dejado esa
mañana después de haber cogido una porción y pasado la palma
de la mano por encima para nivelarlo. En la superficie asomaban
las hojas verde claro de unos nabos que, sumergidos en la pasta a
base de salvado de arroz después de haberlos pelado, así como de
haberles quitado parte de las hojas y practicado dos incisiones en
forma de cruz en la base, estaban increíblemente jugosos y tenían
un sabor suavísimo.
    El nukadoko de la abuela, por suerte, estaba a salvo.
    Sin darme cuenta, levanté el recipiente con ambas manos y
lo estreché con fuerza contra mi pecho. Estaba agradablemente
fresco. Aparte del nukadoko, no tenía otros parientes con los que
pudiera contar.
    Coloqué de nuevo la tapa en su sitio, entré en casa con el pre-
cioso recipiente y levanté del suelo con la punta de un pie las
llaves de mi novio. Acto seguido, di media vuelta y, sin separar-
me de mi querido recipiente, cogí el bolso de paja con mis pocas
pertenencias y dejé para siempre a mi espalda aquel apartamento
desierto.
    La puerta se cerró con estruendo, como si estuviera destinada
a permanecer así por toda la eternidad. Preferí no utilizar el as-
censor y bajar por la escalera peldaño a peldaño, muy despacio,
con mucho cuidado para que no se me cayera el nukadoko. Cuan-
do llegué a la calle, en el cielo, al este, acababa de salir una luna
de forma todavía incierta. Me volví para mirar un momento el
edificio de unos treinta años de antigüedad, semejante a un enor-
me monstruo agazapado en la penumbra. Aquel lugar había sido
nuestro nido de amor. El propietario, a quien le había regalado
unas magdalenas caseras, nos lo había alquilado sin exigirnos un
aval. Pero ahora tenía que irme, no podía seguir allí.
    Me alejé a paso rápido y me dirigí a la casa del propietario
para devolverle las llaves. No me puso ninguna pega, ya que es-
tábamos a fin de mes y había pagado hacía poco el alquiler del

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mes siguiente. El procedimiento establecido era tal como recor-
daba: para dejar el apartamento, había que avisar con treinta días
de antelación o garantizar el pago del alquiler durante el mismo
periodo de tiempo. Por otro lado, la ausencia total de muebles y
electrodomésticos facilitaba sin duda alguna las cosas, casi como
si ya se hubiera realizado el traslado.
    Había oscurecido. No llevaba encima ni el reloj ni el móvil, y
no sabía qué hora era. Caminaba fatigosamente en dirección a la
estación de autobuses, dejando atrás una estación de metro tras
otra. Una vez que hube llegado a mi destino, con el poco dinero
que tenía compré un billete para un autobús nocturno de largo
recorrido. Me dirigía a mi pueblo natal, donde no ponía los pies
desde que, a los quince años, me había fugado de casa un día de
primavera.
    El autobús nocturno salió al cabo de un rato; conmigo, el nuka-
doko de la abuela y mi bolso de paja a bordo.
    Las luces de la ciudad pasaban veloces al otro lado de la ven-
tanilla.
    Adiós.
    Imaginaba que saludaba en silencio, moviendo despacio la
mano. Al poco cerré los ojos y los acontecimientos de mi vida pa-
sada empezaron a danzar en mi mente como hojas secas a merced
del viento.

   No había vuelto a casa desde que me había marchado a los
quince años.
   La casa donde había nacido y crecido se encontraba en un
tranquilo pueblecito en plena naturaleza, entre montañas. Amaba
aquel lugar con todo mi corazón, pero, aun así, un día, acabada la
secundaria, había decidido irme de allí en un autobús nocturno,
exactamente igual que como estaba dejando ahora la gran ciudad.
Desde entonces, mi madre y yo nos habíamos limitado a inter-
cambiar simples nengajō, simples postales de felicitación. Unos
años después de mi fuga, había recibido uno junto con una foto
en color en la que aparecía ella luciendo un llamativo kimono de

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músico ambulante, al lado de un cerdo vestido con una especie
de traje de gala: parecían realmente una pareja muy compene-
trada.
    Me había instalado con mi abuela, la madre de mi madre.
Cuando volvía a casa, la saludaba en voz alta mientras abría rui-
dosamente la desvencijada puerta corredera e invariablemente la
encontraba en la cocina, ante los fogones, sonriente y dispuesta
para recibirme. Vivía en una vieja casa aislada de la periferia, des-
deñando el lujo pero apreciando la vida y el paso de las estaciones.
Empleaba siempre palabras amables y se comportaba con una gran
dulzura y afabilidad, aunque era una mujer que sabía muy bien lo
que hacía, de una pieza y un poco chapada a la antigua; el kimono
le iba que ni pintado. La abuela me gustaba un montón.
    Casi sin que me hubiera dado cuenta, desde entonces habían
transcurrido ya diez años: mis días en la gran ciudad habían pasa-
do en un suspiro. El autobús atravesó los barrios de los rascacielos
y se metió en la autopista tomando velocidad. Limpié la ventani-
lla, constelada por una miríada de gotitas de vapor acuoso, y vi mi
cara reflejada en la oscuridad.
    Desde que conocí a mi novio, no me había cortado el pelo, salvo
el flequillo: me había dicho que le gustaban las chicas con melena
larga. Muchas veces, como aquella noche, lo llevaba dividido en
dos trenzas que me llegaban hasta la mitad de la espalda.
    Seguía mirando mis ojos reflejados a duras penas en la venta-
nilla negrísima, hasta que de pronto me entraron ganas de abrir
la boca lo máximo posible. Tenía la impresión de engullir todo
lo que pertenecía al paisaje monocromático del otro lado de la
ventanilla, como una ballena jorobada que se tragara una extraor-
dinaria cantidad de peces de un solo bocado. En aquel preciso
instante tuve la sensación de toparme con mi antiguo yo. Duró
solo un breve momento, pero allí estaba, como si fuera un sueño,
la chiquilla que diez años antes admiraba, con la nariz pegada a la
ventanilla, los miles de luces de la ciudad. Sí, allí estaba, detrás de
la ventanilla del autobús nocturno de largo recorrido que circula-
ba a toda velocidad en la dirección contraria.

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Presa de una gran agitación, doblé el cuello todo lo que pude
para seguir con la mirada el autobús con el que acabábamos
de cruzarnos. Pero, dada la elevada velocidad, la distancia era ya
enorme y, mientras en el cristal de la ventanilla se condensaban
de nuevo infinidad de gotitas, el pasado y el futuro se habían ale-
jado irremediablemente.

    No recuerdo con exactitud cuándo, pero había decidido que
algún día me convertiría en cocinera profesional. Cocinar era
para mí algo similar a un fugaz arcoíris que surgía en la penum-
bra. Desde mi llegada a la gran ciudad, no había reparado en es-
fuerzos, había puesto todo de mi parte, y no había tardado mucho
en habituarme a los nuevos ritmos y a charlar y sonreír como los
demás. Pero justo en aquel trance había perdido a mi abuela. Una
noche, ya tarde, a la vuelta del restaurante turco donde trabaja-
ba como camarera, la había encontrado acurrucada plácidamente
junto al chabudai*, la mesita plegable, sobre el que había una ban-
deja cargada de rosquillas; estaba muerta, pero parecía dormida.
Al apoyar la oreja en su menudo tórax, no había oído ningún soni-
do, como tampoco había percibido la respiración al aproximar la
palma de la mano a su boca y su nariz. La abuela se había ido para
siempre, y ni por un instante pensé que fuera posible reanimarla.
Sin llamar a nadie, y sin dejarme invadir por el pánico, había deci-
dido que aquella última noche la pasaríamos las dos solas. Mien-
tras el cuerpo de la abuela se tornaba cada vez más frío y rígido,
yo, a su lado, comía rosquillas sin parar. Las cogía de una en una
de la bandeja, sacándolas despacio de debajo de la servilleta de
papel que las cubría. La mezcla de canela en polvo y azúcar de
caña con que estaban espolvoreadas y las semillas de amapola que
llevaba la masa les daban un delicado sabor que jamás podré olvi-
dar. Habían sido fritas lentamente en aceite de sésamo y tenían el
tamaño adecuado para comerlas de un solo bocado. Cada vez que
me metía una en la boca y empezaba a masticar, me volvían a la
mente, ligeros como la espuma y semejantes a deliciosos baños de
sol, los días transcurridos en compañía de la abuela.

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Son muchísimos los recuerdos de ella que van y vienen en mi
mente y que nunca me abandonarán: su mano blanca, marcada
por una maraña de venas azuladas, removiendo el nukadoko; su
espalda menuda y redondeada mientras picaba con fuerza en el
mortero; su gracioso perfil cuando recogía con extrema natura-
lidad la comida en la palma de la mano y la retenía unos instantes
en la boca a fin de comprobar su sabor.

    A mi novio indio lo había conocido precisamente durante el
periodo de mayor desánimo, el día siguiente de la muerte de la
abuela. Trabajaba en el restaurante indio que estaba al lado del
turco donde trabajaba yo. Los días laborables hacía de maître,
mientras que los fines de semana tocaba en la orquestina que
acompañaba el espectáculo de danza del vientre. Coincidíamos
con frecuencia en la parte de atrás, cuando íbamos a echar los res-
tos en los contenedores, y poco a poco, durante los descansos o
en el camino de vuelta hacia la estación de tren, habíamos empe-
zado a cruzar algunas palabras. Era muy amable, alto, y tenía unos
ojos preciosos. Era un poco más joven que yo y todavía no hablaba
bien japonés. Me bastaba admirar su dulce sonrisa o escuchar su
gracioso modo de hablar para que se desvaneciera en un instante
la sensación de pérdida, similar a la desesperación pura, derivada
de la conciencia de haber dejado de tener a la abuela a mi lado.
    Pensando en aquel periodo, dentro de mí la India y Turquía se
superponían magníficamente. Recordaba a mi novio, con su piel
típicamente morena y sus ojos tan límpidos, mientras saboreaba
su curry de legumbres y verduras, y al fondo imaginaba, quién
sabe por qué, el espléndido mar azul de Turquía y las paredes
de las mezquitas revestidas de azulejos. Quizá era esa la imagen
que el lugar donde nos conocimos evocaba en mi mente. Por otra
parte, nunca había trabajado tanto tiempo en el mismo sitio: casi
cinco años en aquel restaurante turco, todos los días, aunque solo
a tiempo parcial. En los dos últimos años, además, había tenido
ocasión de ejercitar mis aptitudes culinarias junto a auténticos
cocineros turcos.

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Aquel triste adiós y aquel nuevo encuentro habían llegado a mi
vida juntos y de sopetón, como un tsunami, y había hecho todo lo
posible, tanto física como psicológicamente, para seguir adelante
en mi vida cotidiana. Solo después me había dado cuenta de que
aquellos días habían sido fundamentales para mí, algo así como un
milagro.

    Tras haberme detenido largamente en los recuerdos, volví en
mí y dejé escapar un profundo suspiro. Pensé que tendría que po-
nerme en contacto con el restaurante turco lo antes posible para
informarles de que había dejado la ciudad.
    En la ventanilla del autobús, cubierta por un velo de vaho y
semejante a un espejo de agua, se reflejaba ahora el interior del
vehículo: los pasajeros, en total no más de una docena, habían re-
clinado al máximo el respaldo de los asientos y dormían. Mi ros-
tro vacilaba allí en medio, confuso, suspendido en una oscuridad
que ya tendía a un azul transparente.
    Estaba a punto de amanecer.
    Cuando abrí la ventanilla unos centímetros, con la esperanza de
despejarme la mente, me percaté de que el cielo empezaba poco a
poco a clarear. Una ráfaga de viento trajo consigo un leve olor de
mar. Estiré la espalda y distinguí a lo lejos las palas de un molino
girando. No había uno solo, sino muchos, en medio de una infinita
extensión herbosa, todos blancos y en perenne movimiento.
    El aire frío penetraba, insistente, a través de los poros de la
piel, y de pronto me sentí sacudida por un escalofrío irreprimi-
ble. Solo llevaba una falda hasta las rodillas, calcetines largos y una
camiseta de algodón de manga larga. Tenía los dedos de los pies
helados.
    El autobús nocturno estaba a punto de llegar al término de su
recorrido. Desde lejos llegaba un olor de lluvia.
    Bajé del autobús en la desolada glorieta que quedaba enfrente
de la estación ferroviaria. Aquel lugar no había cambiado casi nada,
hasta el punto de que tuve la impresión de que me había marchado
de allí el día antes. En los colores, sin embargo, había algo distinto,

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como si hubieran pasado una goma de borrar sobre un paisaje pin-
tado al pastel. Estaba todo tan... descolorido...
   Faltaba alrededor de una hora para la salida del minibús que
me conduciría a casa, así que entré en un konbini1 cercano y, con
buena parte de la calderilla que me quedaba, compré un pincel
negro y un pequeño cuaderno de anillas. En la tienda, solo allí,
había aire de nuevo; el suelo, pulido con cera, brillaba tanto que
deslumbraba.
   En el cuaderno escribí, con caligrafía clara y trazo decidido,
una serie de vocablos y breves frases útiles para la conversación
cotidiana, una o dos palabras o una sola frase por página:

   Buenos días.
   Hace buen tiempo, ¿eh?
   ¿Cómo está?
   Me llevo esto, gracias.
   Muchísimas gracias.
   Mucho gusto.
   Hasta luego.
   Por favor.
   Perdone.
   De nada.
   ¿Cuánto es?

   Porque ya la noche anterior me había dado cuenta de una
cosa.
   Había sucedido en el momento en que me había acercado a
la taquilla de la estación de autobuses... No, cuando había ido
a devolverle las llaves de casa al propietario... No, no, cuando, a
la vuelta del trabajo, había encontrado el apartamento vacío. En
aquel preciso instante mi voz se había vuelto «transparente». Di-

   1
    Abreviación del inglés convenience store. Se trata de un pequeño supermer-
cado abierto hasta entrada la noche o, más frecuentemente, las veinticuatro
horas del día. (Todas las notas son de la traductora)

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cho en términos sencillos, sufría con toda probabilidad algún tipo
de histeria causada por el fuerte impacto. No había perdido la ca-
pacidad de dar forma a mis pensamientos, en el sentido de que las
palabras, al menos en la cabeza, continuaban plasmándose como
siempre. A mi organismo solo le faltaba la voz, como cuando se
baja a cero el volumen de la radio: la música y las voces siguen
latiendo, pero no se difunden por el aire circundante.
    Había perdido la voz.
    Me había quedado de piedra, desde luego, pero no hasta el
punto de deprimirme. Ni sentía dolor físico ni tenía dificultades
respiratorias. Me sentía simplemente un poco más ligera. Ade-
más, no me parecía un problema, dado que no tenía ningunas
ganas de hablar. Pensaba que por fin podría escuchar lo mejor
posible, solo yo, las palabras tal como brotaban de mi corazón. Sí,
era justo eso lo que pensaba, con plena convicción. Quedaba por
resolver, no obstante, una cuestión práctica, en absoluto nimia:
tenía veinticinco años y sabía de sobra que para llevar una vida
normal necesitaba comunicarme con el prójimo.
    Por último, poco antes de subir al minibús escribí en la última
hoja del cuaderno: «Lo siento, me he quedado sin voz».

    A diferencia del autobús de largo recorrido, que circulaba a
toda velocidad en la noche, el minibús en el que acababa de mon-
tar iba muy despacio. Al despuntar las primeras luces del alba,
mi estómago había empezado de golpe a protestar. De repente
me acordé del onigiri* sobrante de la comida del día anterior. Lo
saqué enseguida del bolso de paja, donde no quedaba más que el
monedero con un poco de calderilla, un pañuelo de tela y un pa-
quete de pañuelos de papel.
    Para ahorrar, preparaba los onigiri todas las mañanas y me los
llevaba al trabajo. En el restaurante turco, la comida no estaba in-
cluida en el sueldo y habría tenido que pagarla. El motivo por el
que trataba de limitar al máximo los gastos, viviendo con lo es-
trictamente necesario, era solo uno: reunir el capital suficiente
para montar un día un restaurante junto con mi novio. Pensando

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en ello en aquel momento, no sabía si era justo relegar al pasado
ese sueño o si aún quedaba espacio para la esperanza, y cuanto más
buscaba una respuesta, más aumentaba en mí la sensación de que
me estaba cayendo una cascada de pintura blanca sobre la cabeza.
    Los ahorros para el restaurante no los guardaba en el banco,
sino en casa, en el oshiire, en un armario de paneles corredizos.
Hacía fajos de cien mil yenes y, cuando alcanzaba la suma de un
millón, lo metía todo en un sobre de carta, lo cerraba con cinta
adhesiva y lo escondía dentro de un futón bien doblado que nor-
malmente no usábamos. Y, gracias a la vida austera que llevaba,
dentro de aquel futón había más de un sobre de un millón de
yenes... Mientras me esforzaba en recordar cuántos había exacta-
mente, me sentí invadir de nuevo por la misma sensación de poco
antes y otra cascada de pintura blanca me inundó la cabeza.
    Retiré el envoltorio de papel de aluminio arrugado y cogí el
onigiri medio aplastado del día anterior. Desde el primer bocado
noté un vago sabor triste: entre aquellos granos de arroz estaban
las últimas ciruelas en salmuera, el umeboshi que había preparado
con la abuela.
    Para evitar que se formara moho, montábamos guardia por
turnos incluso de noche. La fase de secado, hacia principios de
verano, duraba tres días. Disponíamos las ciruelas una al lado
de otra en la galería de madera de la planta baja e íbamos a dar-
les la vuelta a intervalos de tiempo regulares, muy atentas para
manipularlas siempre con las yemas de los dedos a fin de ablan-
dar sus fibras. Los umeboshi de la abuela se teñían de rosa sin
utilizar albahaca china roja, shiso*, poco a poco, como por arte
de magia.
    Me quedé un momento completamente inmóvil, reteniendo
en la boca el último umeboshi. El típico sabor acre se propagaba
hasta el centro de mi cuerpo. Lo que en aquel momento apreta-
ba entre la lengua y el paladar tenía para mí un valor incalculable,
digno de una gema rara. Al pensar en los días pasados con la abue-
la, se me encogía el corazón. Conseguí a duras penas contener las
lágrimas tragando muy deprisa.

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Era ella quien me había guiado de la mano por el mundo de la
cocina.
    Al principio me limitaba a observarla de lejos. Poco a poco
me había armado de valor hasta decidirme a ponerme a su lado
para que me iniciara en los secretos de los fogones. La abuela
no explicaba gran cosa con palabras, pero me hacía seguir paso a
paso la preparación mediante repetidas demostraciones. Y había
sido así –aunque había hecho falta un poco de tiempo– como mi
lengua había aprendido a controlar a la perfección los tiempos de
cocción, la dosificación de la sal y otras nociones fundamentales.
    Cuando vivía en el pueblo, antes de fugarme de casa, mis nocio-
nes de cocina se limitaban, sin excepción, al horno de microondas
y las latas de conserva. ¡Qué error tan garrafal! Por suerte, había
rectificado. La abuela lo preparaba todo con sus manos, incluidos
el miso*, la salsa de soja y el kiriboshi daikon*. Me había quedado
boquiabierta al tomar conciencia de que incluso en un simple bol
de caldo misoshiru* coexisten numerosas vidas, desde los boquero-
nes secos hasta el bonito katsuobushi*, desde la soja hasta el kōji*, y
así sucesivamente.
    La simple visión de la abuela en la cocina, envuelta en aquella
aura tan suya de luminosa santidad, me llenaba de serenidad. Me
bastaba estar allí ayudándola para tener la clara sensación de par-
ticipar en algo sagrado y solemne.
    A mí, que no estaba acostumbrada a cocinar, algunas palabras
que la abuela pronunciaba muy a menudo, como «conveniente» o
«adecuado», al principio me sonaban bastante misteriosas. Luego,
poco a poco, había logrado captar plenamente su sentido. Ella las
utilizaba en una acepción indudablemente personal, para descri-
bir el culmen de la satisfacción y en especial para dar énfasis a la
combinación de varios elementos.
    El último umeboshi se me había deshecho ya en la boca y sobre
la lengua solo notaba el pequeño hueso y el recuerdo de la abuela.
En la ciudad era más o menos finales de verano, pero allí, en mi
tierra, era ya pleno otoño. Una vez que me hube comido el onigiri,
sentada al final del minibús, empecé a tener frío, tanto que no con-

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seguía dominar el temblor. Deseaba desesperadamente una bebida
caliente, pero el vehículo ya estaba en marcha, sin contar con que
no tenía suficiente dinero. Cogí entonces el recipiente con la pasta
nukadoko y me lo puse sobre el regazo, como si fuera un bebé, con
la esperanza de mitigar al menos en parte el frío. Quizá no era más
que una impresión mía, pero debo decir que funcionó.
    Apoyé la frente en la ventanilla y me puse a observar el pai-
saje. La configuración de mi pueblo y sus alrededores, que había
olvidado hacía tiempo, volvió a tomar forma poco a poco en mi
mente, como una fotografía durante el proceso de revelado. Y a
aquella foto antigua se superponía otra, llena de nuevas construc-
ciones y comercios.
    El minibús estaba alejándose progresivamente del área urbana
para dirigirse hacia el corazón de las montañas. Me sentía devorar
por la tensión. A medida que avanzábamos, los Montes Gemelos se
distinguían cada vez mejor al salir de las curvas. Se trataba de dos
montañas contiguas, ambas de la misma forma redondeada y un tan-
to abombada, aproximadamente de igual altura y sobre cuyas res-
pectivas cimas se alzaba un característico pináculo rocoso. Observa-
das desde lejos hacían pensar en los pechos de una mujer tumbada
boca arriba. Allí, en el valle de los Montes Gemelos, o sea, en la
garganta entre una montaña y otra, habían construido recientemen-
te una de las plataformas de puenting más famosas de todo Japón.
Había leído la noticia por pura casualidad unos años antes y más
tarde había descubierto que la cosa había tenido cierta resonancia.
    Al cabo de un rato, en el punto donde la carretera quedaba
reducida a poco más que un sendero de montaña de la anchura
justa para dar cabida a un solo vehículo, destacaban a ambos lados
dos grandes banderas publicitarias de color rosa fucsia en las que
ponía: «¡Bienvenidos a la patria del puenting!». Un poco más ade-
lante se entreveía un cartel enorme que desentonaba totalmente
con el lugar. Lo primero que pensé es que tanta exageración segu-
ro que tenía algo que ver con el postinero de Cemen.
    Antes de bajar del minibús, le mostré al conductor la página
del cuaderno donde había escrito: «Muchísimas gracias», y lo sa-

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ludé con una leve inclinación. Ante mis ojos ondeaba el eslogan:
«¡Bienvenidos a la patria del puenting!».

    La lluvia descendía a gotitas del cielo gris. Estrechando el re-
cipiente del nukadoko contra el cuerpo con el brazo derecho, y
asiendo firmemente el bolso de paja con la mano izquierda, me
encaminé hacia mi casa natal. A medio camino me entraron ganas
de hacer pipí. Puesto que no tenía otra opción, me agaché entre
los arbustos con toda naturalidad. Por lo demás, mi pueblo tenía
a duras penas cinco mil habitantes y era bastante raro encontrarse
con alguien en aquellos senderos remotos. Mientras hacía pipí,
salió no se sabe de dónde una ranita de San Antonio y se quedó
mirándome. Le tendí un dedo y ella se subió de un ágil salto a mi
mano, a la que se agarró haciendo ventosa con sus frías patas.
    Tras haberme despedido de la ranita, eché de nuevo a andar
a buen paso. Mientras avanzaba por la senda, que se había aden-
trado en un bosque de criptomerias, una ardilla de suntuosa cola
cruzó el camino corriendo. Los Montes Gemelos estaban cada
vez más cerca. Escalofríos ininterrumpidos se propagaban desde
el centro por todo mi cuerpo. Estaba tensísima.
    Cuando llegué a casa, me quedé delante petrificada, con el
nukadoko y el bolso de paja en las manos. La gente del pueblo lla-
maba a nuestra casa, burlándose, el Palacio de Ruriko. «Ruriko»
porque era el nombre de mi madre, y «palacio» porque se tra-
taba de una vasta parcela de tierra donde, además de la vivienda
propiamente dicha, estaban el bar nocturno gestionado por mi
madre –el Snack Amur–, un granero y un huerto. Los días trans-
curridos en aquel lugar junto a mi madre se superponían en mi
mente uno sobre otro, semejantes a un milhojas.
    Una gran palmera se alzaba, alta, cerca de la verja de entrada.
Debían de haberla trasplantado allí hacía un poco, porque estaba
algo raquítica e inclinada hacia delante. La parte inferior estaba ya
llena de hojas secas y marrones, probable indicio de que el am-
biente no le era favorable. Ese terreno aislado rodeado de bosque,
obtenido gracias a un trabajo de allanamiento, pertenecía origi-

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nalmente al amante de mi madre, un tipo al que se conocía por el
sobrenombre de Cemen.
    La casa distaba mucho de ser un palacio; en realidad, había
sido hecha con materiales de mala calidad. Tenía un color oscuro y
apagado, como si la hubieran cubierto desde arriba con una capa
uniforme de ceniza. La habían construido economizando todo lo
posible; solo habían prestado una mínima atención, y algún dine-
ro suplementario, a las partes más visibles. Mientras la miraba,
no pude por menos de pensar que, si tuviera a mi disposición un
bulldozer, la derribaría encantada: era ni más ni menos lo mismo
que me pasaba por la cabeza en el pasado, antes de marcharme a
la ciudad.
    Cemen dirigía Cementos y Hormigones Negishi Tsuneo, una
empresa familiar bastante conocida de la zona, y parece ser que
ese insólito apodo se lo habían puesto en la época de la escuela
elemental.Yo soy hija ilegítima y no he conocido a mi padre, pero
estoy convencida de no ser hija de Cemen, o al menos eso es lo
que siempre he esperado.
    Pasé de puntillas por delante de la casa y del Snack Amur para
evitar que mi madre me oyera y me dirigí hacia el huerto, en la
parte de atrás. Tenía un plan secreto: encontrar su hucha, cogerla
y huir por segunda vez, hacia un nuevo destino. Mi madre, que
no se fiaba nada de los bancos, guardaba todos sus ahorros en una
botella de champán enterrada en el huerto trasero. Lo sabía por-
que una noche la había visto cavar un hoyo en la tierra y meter los
billetes en la botella. Esperaba con todo mi ser dar pronto con el
tesoro, puesto que en ese momento no tenía otras opciones.
    Me adentré en el huerto. El cielo se había encapotado y gotas
de lluvia del tamaño de granos de pedrisco habían empezado a
estrellarse contra el suelo. En menos que canta un gallo, se trans-
formaron en un aguacero en toda regla.
    Aunque mi madre no había mostrado nunca interés por la
agricultura, en el terreno se distinguían diversas verduras. Quizá,
además de Cemen, tenía otro amante que se ocupaba del huerto.

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A mis pies había grandes hojas de colocasia, y alrededor, daikon2,
zanahorias, puerros y muchas otras hortalizas. Ante la visión de
ese espectáculo, casi me habían entrado ganas de ponerme a co-
cinar. Claro que, dadas las circunstancias, no venía mucho al caso.
    Empecé a cavar al pie de un espantapájaros que parecía plan-
tado adrede en aquel punto preciso. ¿Quién iba a pensar que al-
guien pudiera tomarse la molestia de esconder una fortuna en un
sitio tan a la vista? Pero mi madre, a quien le gustaban los retos
peligrosos y el riesgo, era muy capaz de hacerlo.
    Después de cavar un buen rato con las manos, mis expectati-
vas, por desgracia, se vieron frustradas: ahí abajo no estaba el bo-
tín de mi madre, sino mi caja de tesoros, enterrada por mí mucho
tiempo atrás. Estaba tan cubierta de barro que tardé en darme
cuenta de lo que era. Mientras la limpiaba, me acordé de la vieja
caja metálica de galletas.
    Levanté despacio la tapa, con extrema cautela. Estaba toda
oxidada, incluso por dentro. Y allí aparecieron por fin los queri-
dos objetos de mi infancia...
    La pistola de agua de la que no me separaba nunca: la llenaba de
zumo de fruta y bebía a voluntad, estirando el brazo cuanto podía
y tratando de apuntar a la boca; o duchaba a la tortuga que había
comprado en un matsuri* para limpiarle el caparazón; o la utilizaba
para regar las flores. El yoyó que me hacía compañía en los mo-
mentos de aburrimiento, cuando trepaba a mi adorada higuera, al
lado de casa, me sentaba en una cómoda rama y lo hacía bajar y
subir. La piedra blanca en la que había escrito «mamá»: en la otra
cara había dibujado dos ojos, una nariz y una boca parecidos a los
suyos, y cuando mi madre me sermoneaba o estaba de mal humor,
la arrojaba con fuerza al suelo, una y otra vez, para desahogarme.
    En aquella caja había muchas otras pequeñas cosas sin impor-
tancia, al menos para un adulto: un oso panda de peluche, el en-
voltorio dorado de la primera chocolatina extranjera que comí,

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     Término que indica una gran variedad de fiestas folclóricas japonesas,
asociadas sobre todo al culto sintoísta.

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