Henrik Ibsen1 Casa de muñecas

Página creada Gil Zerrate
 
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Casa de muñecas

                                    Henrik Ibsen1

           Personajes

           Nora Helmer,2 esposa y ama de casa.
           Torvald Helmer, abogado.
           El doctor Rank, médico amigo de los Helmer.
           La señora Cristina Linde, amiga de Nora.
           Krogstad, abogado procurador.
           Los tres niños de los Helmer.
           Anne-Marie, la niñera.
           Helena, la señora del servicio.
           Un Mensajero.

           Toda la acción sucede en Noruega,3 en la sala de la casa
           de Nora y Torvald Helmer.

           1
             Adaptación de Beatriz Ángeles Ricaño y Roberto Domínguez Cáceres.
           2
             Los nombres de los personajes pueden cambiarse por otros más familiares
           como en el caso de Kristine, que se ha sustituido por Cristina. El nombre
           de Nora, en cambio, debe conservarse, ya que ha sido motivo de todo un
           movimiento (noraísmo) en el planteamiento de la emancipación femenina.
           3
             La obra puede ambientarse en cualquier parte; está situada en el invierno de
           cualquier ciudad. Se aproxima la Navidad.

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ACTO PRIMERO

           El escenario es la sala de una casa. Es acogedora, amueblada
           con buen gusto pero sin lujo. En el fondo, a la derecha, una
           puerta da a un recibidor, y a la izquierda hay otra puerta
           que lleva al despacho de Helmer. Entre ambas puertas hay
           un piano. En el centro del lateral izquierdo, otra puerta, y
           más allá, una ventana. Cerca de la ventana hay una mesita
           redonda, con un sofá y varias sillas alrededor. En el lateral
           derecho, junto al foro, otra puerta, y en primer término, una
           chimenea, con dos sillones y una mecedora enfrente. Entre
           la chimenea y la puerta lateral hay otra mesita de adorno.
           En las paredes hay grabados. También hay una repisa con
           figuritas de porcelana y otros pequeños objetos de arte. Un
           pequeño librero con libros encuadernados primorosamente.
           Alfombra. La chimenea está prendida. Es invierno.

                                Se sube el telón

           Suena el timbre. Momentos más tarde, se abre la puerta que
           da al recibidor. Nora entra en la sala tarareando alegre-
           mente, vestida con un abrigo y cargada de paquetes que deja
           sobre la mesita de la derecha. Deja abierta la puerta y entra
           El Mensajero con un pino de Navidad y un cesto, todo lo
           entrega a la señora del servicio que abrió.

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Nora: Esconde bien el pino, Helena. Que no lo
         vayan a ver los niños. Hasta la noche, cuando ya esté
         arreglado. (Dirigiéndose al Mensajero, mientras saca el
         monedero.) ¿Cuánto es?
               El Mensajero: Cincuenta centavos.1
               Nora: Aquí tiene una corona. Tenga. No, no; qué-
         dese con el cambio. (El Mensajero da las gracias y se va.
         Nora cierra la puerta. Continúa sonriendo mientras se quita
         el abrigo y el sombrero.2 Luego saca del bolsillo una bolsita de
         almendras y come un par de ellas. Después se acerca sigilosa-
         mente a la puerta del despacho de su marido.) Sí, está en casa.
               (Se pone a tararear otra vez según se dirige a la mesita
         de la derecha.)
               Helmer (Desde su despacho): ¿Es mi pichoncito3 la
         que está gorjeando ahí fuera?
               Nora (Mientras abre unos paquetes): Sí, es ella.
               Helmer: ¿Es mi ardillita la que alborota?
               Nora: ¡Sí!
               Helmer: ¿Hace mucho que llegaste, mi ardillita?
               Nora: Acabo de llegar. (Guarda la bolsita de almen-
         dras en el bolsillo y se limpia la boca.) Mira, ven, mira,
         Torvald, mira lo que compré.
               Helmer: ¡Ahora no me interrumpas! (Al poco rato
         abre la puerta y se asoma con la pluma en la mano. Mira
         en la habitación.) ¿Dijiste “comprar”? ¿Todo eso? ¿Otra

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           Todas las cantidades referidas deben actualizarse y contextualizarse. Una co-
         rona equivale a aproximadamente dos pesos mexicanos en la actualidad. El
         dinero en la obra es un factor importante ya que denotará afluencia o necesidad.
         2
           La moda de la época, finales del siglo xix, está referida a la situación
         económica del personaje, por lo que puede sustituirse por otros signos
         de estatus social de clase media en ascenso.
         3
           Todas las expresiones cariñosas que se refieren a animales deben leerse
         con atención para descubrir su significado. El empleo del diminu-
         tivo no siempre es de aprecio, como se verá en el desarrollo de la obra.

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vez la alondra cantora, la manirrota, ha vuelto a salir a
           tirar el dinero?
                 Nora: Sí, pero Torvald, este año podemos gastar
           un poco más. Es la primera Navidad que no tenemos
           que andar con apuros.
                 Helmer: Sí, sí, es cierto, aunque tampoco pode-
           mos tirar el dinero, ¿sabes?
                 Nora: Ay, Torvald, un poquito sí que podremos,
           ¿verdad? Un poquitín, nada más. Ahora vas a tener un
           buen sueldo y vas a ganar dinero, mucho dinero...
                 Helmer: Sí, pero a partir de Año Nuevo. Así que
           tiene que pasar un trimestre para que cobre.
                 Nora: ¿Y qué importa? Mientras llega, podemos
           pedir prestado o un crédito.
                 Helmer: ¡Nora! (Se acerca a ella y, bromeando, le
           tira de una oreja como para reprenderla.) ¡Nora, Nora, tan
           frívola como siempre!... Supón que hoy pido prestado
           dinero y, claro, tú te lo gastarías en la semana de Navi-
           dad, y que el veinticuatro me cae una teja en la cabeza,
           y me voy para siempre de este mundo y que...
                 Nora (Tapándole la boca con la mano): ¡Qué horror!
           ¡Por favor, no digas esas cosas!
                 Helmer: Bueno, pero supón que eso pasara. En-
           tonces, ¿qué?
                 Nora: Si sucediera semejante cosa espantosa, sería
           lo mismo tener deudas que no tenerlas.
                 Helmer: ¿Y qué con la gente que me haya prestado
           el dinero?
                 Nora: ¿Ellos? ¡Ay, quién pensaría en ellos! Son
           personas extrañas.

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Helmer: ¡Nora, Nora!, ¡cómo se nota que eres
         mujer! En serio, Nora, ya sabes lo que pienso de todo
         esto. Nada de deudas, nada de préstamos. En un ho-
         gar fundado sobre préstamos y deudas se respira una
         atmósfera de esclavitud, algo que no puede traer sino
         males. Nosotros hasta hoy nos hemos defendido bien. Y
         así seguiremos el poco tiempo que nos queda de lucha.
               Nora: Bueno, está bien, como tú quieras, Torvald.
               Helmer (Que va tras ella): Ay, ay; no quiero ver
         a mi alondra con las alas caídas. ¿Qué pasa, acaba de
         enfurruñarse mi ardillita? (Saca la billetera.) Nora, ¿a
         que no sabes lo que tengo aquí?
               Nora (Voltea rápidamente): ¡Dinero!
               Helmer: Toma, mira. (Le entrega algunos billetes.)
         Dios mío, ¡si sabré yo lo que hay que gastar en una casa
         cuando se acerca la Navidad!
               Nora (Contando): Diez, veinte, treinta, cuarenta...
         ¡Muchas gracias, Torvald! Con esto tengo para un buen
         tiempo.
               Helmer: Así lo espero.
               Nora: Sí, sí; ya verás. Pero ven ya, porque voy a
         enseñarte todo lo que compré. Y además, ¡muy bara-
         to! Fíjate... una espada y un traje nuevo para Ivar; un
         caballo y una trompeta para Bob, y una muñeca con
         su camita para Emmy. Es muy sencillito, pero es que
         ella lo rompe todo. Mira, aquí traje unos cortes para
         vestidos y delantales para las criadas. La vieja nana Ana
         María se merece mucho más pero...
               Helmer: Y en ese paquete, ¿qué hay?
               Nora (Con un pequeño grito): ¡No, eso no, Torvald!
         ¡No lo puedes ver hasta esta noche!

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Helmer: Está bien. Pero ahora dime, gastadora:
           ¿compraste algo para ti?
                Nora: ¿Para mí? ¡Qué importa! Yo, nada. Yo me
           contento con lo que sea.
                Helmer: Claro, te creo. ¡No faltaba más! Anda,
           dime algo que te guste, algo razonable.
                Nora: No sé... francamente. Aunque… eso… sí...
                Helmer: ¿Qué?
                Nora (Juguetea con los botones de la chaqueta de su
           marido, sin mirarlo): Si insistes en regalarme algo, po-
           drías... podrías...
                Helmer: Sí, dilo.
                Nora (De un tirón): Podrías darme dinero, Tor-
           vald. Lo que tú quieras darme y un día de éstos com-
           praré algo.
                Helmer: Pero, Nora…
                Nora: Sí, Torvald; por favor, querido. Oye, ¿vas
           a hacerme ese favor? Mira, puedo colgar el dinero del
           árbol, envuelto en un papel dorado, ¿te parece bien?
                Helmer: ¿Cómo se llama ese pájaro que siempre
           está despilfarrando?
                Nora: Ya, ya; el estornino;4 lo sé. Pero dime, ¿vas
           a hacer lo que te dije?, ¿eh, Torvald? Así puedo pensar
           con más tiempo en algo que necesite. ¿No crees que
           es mejor?
                Helmer (Sonriendo): Por supuesto que lo sería
           si emplearas bien el dinero que te doy y compraras
           algo que valiera la pena. Pero luego resulta que vas

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            Se refiere a un tipo de pájaro que imita sonidos. También se asocia con el
           chorlito, por eso se les dice cabeza de chorlito a las personas distraídas, con
           poca concentración y que no aprenden de sus actos.

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a gastártelo en cualquier cosa inútil y, claro, después
         tengo que volver a aflojar la bolsa...
               Nora: ¡Qué dices, Torvald!
               Helmer: No lo puedes negar, querida Norita.
         (Rodeándole la cintura.) Sí, mi delicioso chorlito, ¡gas-
         tas tanto!... ¡Es increíble lo que le cuesta a un hombre
         mantener a un pajarito!
               Nora: ¡Qué exageración! ¿Cómo dices eso? Si yo
         ahorro todo lo que puedo.
               Helmer (Riendo): Eso sí es verdad. Todo lo que
         puedes; pero es que no puedes nada.
               Nora (Canturrea y sonríe alegremente): ¡Si tú supie-
         ras todo lo que tenemos que gastar las alondras y las
         ardillas, Torvald!
               Helmer: Eres única. Igualita a tu padre. Te las
         ingenias para conseguir dinero, pero en cuanto lo tie-
         nes, desaparece de tus manos, sin nunca saber en qué
         se ha ido. En fin, lo mejor es tomarte tal y como eres.
         Lo llevas en la sangre. Sí, Nora, qué duda cabe que se
         trata de rasgos hereditarios.
               Nora: ¡Ya quisiera haber heredado algunas cuali-
         dades de papá!
               Helmer: Pero si yo te quiero como eres, mi alon-
         dra adorada. Aunque... Oye, ahora que me fijo... noto
         que tienes una cara... vamos... una cara desconcertante.
               Nora: ¿Yo?
               Helmer: Sí, tú. ¡Mírame a los ojos!
               Nora (Mirándolo): ¿Qué?
               Helmer (La señala con el dedo): ¿No se habrá ido mi
         gastadora golosa a hacer una escapada por el centro?
               Nora: No, por supuesto que no, ¡qué ocurrencia!

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Helmer: ¿No habrá metido su naricita en alguna
           dulcería?
                Nora: No, Torvald, te lo aseguro.
                Helmer: ¿No se habrá comido algún dulcito?
                Nora: No, no; de ninguna manera.
                Helmer: ¿Ni siquiera habrá comido unas cuantas
           almendras?
                Nora: No, Torvald, no; créeme.
                Helmer: Pero, mujer, está bien, está bien… si te
           lo digo en broma.
                Nora (Aproximándose a la mesa de la derecha): Com-
           prenderás que ni en sueños haría algo que te disgustara.
           Puedes estar seguro.
                Helmer: No, ya lo sé. Además, me lo prometiste,
           ¿no? (Acercándose a ella.) Puedes guardarte tus secreti-
           tos de Navidad, que ya los descubriremos esta noche,
           cuando prendamos el pino.
                Nora: ¿Te acordaste de invitar al doctor Rank?
                Helmer: No, ni es necesario. Ya sabe que cena-
           rá con nosotros. De todos modos, lo invitaré cuando
           venga al rato. Encargué un vino muy bueno. Nora, no
           sabes qué alegría tengo por esta noche.
                Nora: Yo también. ¡Y no sabes la alegría que tie-
           nen los niños!
                Helmer: ¡Ah, qué maravilla pensar que estamos en
           una posición sólida con un buen sueldo! Poder vivir con
           holgura, ¿no es ya una dicha el mero hecho de pensarlo?
                Nora: ¡Ay, sí! ¡Parece un sueño!
                Helmer: ¿Te acuerdas de la Navidad pasada? Tres
           semanas antes te encerrabas todas las noches hasta la
           madrugada, haciendo flores y otras mil tonterías para

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el árbol de Navidad. ¡Uf, qué aburrimiento! Ha sido la
         temporada más tediosa que he pasado en mi vida.
               Nora: Pues yo no me aburría en lo más mínimo.
               Helmer (Sonriente): Pero el resultado fue bastante
         lamentable, Nora.
               Nora: ¡Uy, ya! No dejas de burlarte con lo mismo.
         ¿Qué culpa tengo yo de que el gato entrara y destrozara
         todo?
               Helmer: No, claro que no, mi linda. ¿Cómo vas a
         tener la culpa, mi pobre Norita? Lo importante es que
         ponías el mayor empeño en alegrarnos a todos, eso es
         lo principal. Pero, bueno, lo mejor es que ya pasaron
         los malos tiempos.
               Nora: Sí, me parece maravilloso.
               Helmer: Ahora ya no hace falta que me quede aquí
         solo y aburrido, y tú no tendrás que atormentar más tus
         ojitos y tus lindas manitas.
               Nora (Palmotea): ¿Verdad que no, Torvald? Ya no
         hará falta. ¡Qué alegría me da oírlo! (Toma el brazo de su
         marido.) Te voy a decir cómo he pensado que vamos a
         arreglarnos en cuanto pase la Navidad... (Suena el timbre
         en la antesala.) ¡Ah!, llaman. (Ordena un poco los muebles.)
         Viene alguien, ¡qué lata!
               Helmer (Caminando hacia la puerta del despacho):
         Acuérdate de que no estoy para nadie.
               Helena (Desde la puerta del recibidor): Señora, es
         una señora que la busca.
               Nora: Que pase.
               Helena (A Helmer): También acaba de llegar el
         señor doctor.
               Helmer: ¿Pasó a mi despacho?

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Helena: Sí, señor. (Helmer entra en su despacho.
           Helena hace pasar a Cristina Linde, que viste un traje de
           viaje. Cierra la puerta.)
                Cristina Linde (Tímidamente, con cierto titubeo):
           Buenos días, Nora.
                Nora (Indecisa): Buenos días…
                Cristina Linde: ¿No sabes quién soy?
                Nora: No, no sé... ¡Ah, sí!, me parece... (De pronto,
           exclama.) ¡Cristina! ¡No puedo creerlo!, ¿eres tú?
                Cristina Linde: Sí, soy yo.
                Nora (Se acerca para abrazarla): ¡Cristina! ¡Y yo
           que no te reconocí! Pero ¡quién diría que...! (Más bajo.)
           ¡Cómo has cambiado!
                Cristina Linde: Pues sí, es que ya han pasado nue-
           ve largos años...
                Nora: ¿Hace tanto tiempo que no nos vemos?
           Pues sí. ¡Ah, no te imaginas lo felices que han sido es-
           tos últimos años! Oye, ¿así que ya te vas a quedar aquí
           en la ciudad? Y has hecho un viaje tan largo en pleno
           invierno, qué valiente.
                Cristina Linde: Ya ves; acabo de llegar esta ma-
           ñana.
                Nora: Para pasar aquí la Navidad, claro. ¡Qué
           bien! ¡Cuánto vamos a divertirnos! Pero quítate el abri-
           go. Ya no tienes frío, ¿verdad? (La ayuda.) Bueno, ahora
           vamos a sentarnos aquí, a gusto, al lado de la chimenea.
           No, mejor siéntate en el sillón, que mi lugar es la me-
           cedora. (Cogiéndole las manos.) ¿Ves? Ya tienes tu cara
           de antes; fue sólo en el primer momento que me costó
           reconocerte... De todos modos, estás algo más pálida,
           Cristina... y más delgada.

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Cristina Linde: Y muchísimo más vieja, Nora.
               Nora: ¡No, por Dios! A lo mejor un poco más ma-
         dura..., un poquito, no mucho. (Se para, repentinamente
         seria.) ¡Qué tonta soy! ¡Sentada aquí, cotorreando! Mi
         buena Cristina, ¿puedes perdonarme?
               Cristina Linde: ¿De qué estás hablando, Nora?
               Nora (Bajando la voz): ¡Pobre amiga! Cristina, en-
         viudaste, ¿no?
               Cristina Linde: Sí, hace tres años.
               Nora: Lo sabía, lo leí en los periódicos. ¡Ay, Cris-
         tina! De veras, pensé muchas veces escribirte pero lo
         fui dejando de un día para otro, y claro, siempre había
         algo que me lo impedía.
               Cristina Linde: Te entiendo perfectamente.
               Nora: No, Cristina, me porté muy mal. ¡Pobre-
         cita! Amiga, ¡cuánto habrás sufrido!, ¡qué duro trance!
         ¿No te ha dejado nada para vivir?
               Cristina Linde: No.
               Nora: ¿Y tienes hijos?
               Cristina Linde: No.
               Nora: Así, pues, ¿no tienes nada?
               Cristina Linde: Ni siquiera una pena en el cora-
         zón, ni una nostalgia de ésas que te sacan lágrimas que
         te van acabando.
               Nora (Mirándola, incrédula): Pero, Cristina, ¿cómo
         es posible?
               Cristina Linde (Sonríe tristemente mientras se arre-
         gla el pelo): Son cosas que a veces pasan, Nora.
               Nora: ¡Tan sola!, ¡sola en el mundo! Debe de ser
         horrorosamente triste para ti. Yo tengo tres niños ma-
         ravillosos. No puedes verlos porque salieron con la ni-
         ñera. Vamos, cuéntamelo todo.
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Cristina Linde: No, no; primero, tú.
                Nora: No, te toca empezar a ti. No quiero ser
           egoísta; sólo quiero pensar en tus cosas. Sólo voy a de-
           cirte una cosa, a que no sabes la buena noticia que nos
           acaba de llegar.
                Cristina Linde: No. ¿De qué se trata?
                Nora: Imagínate, a mi marido lo acaban de nom-
           brar director del Banco de Acciones.
                Cristina Linde: ¿A tu marido?, ¡qué fantástico!,
           ¡qué suerte!
                Nora: Sí, es increíble. Es tan inseguro el trabajo de
           un abogado. Sobre todo cuando no quiere ocuparse más
           que de asuntos lícitos. Y como es lógico, así ha hecho
           Torvald. No puedes figurarte lo contentos que estamos.
           El 2 de enero tomará posesión, y tendrá un aumento
           importante, además de un porcentaje de las utilidades.
           Por fin podremos cambiar esta manera de vivir... vivir a
           nuestro gusto. ¡Oh, Cristina, no sabes lo contenta que
           estoy! Es algo maravilloso eso de tener mucho dinero
           y verse libre de preocupaciones, ¿verdad?
                Cristina Linde: Sí; al menos debe de ser una tran-
           quilidad poseer lo necesario.
                Nora: No, no sólo lo necesario, sino dinero, ¡di-
           nero en abundancia!
                Cristina Linde (Sonríe): ¡Nora, Nora! ¿Todavía
           no tienes sentido común? Sé razonable. A estas alturas
           de tu vida, desde la escuela eras muy gastadora.
                Nora (Sonríe dulcemente): Sí, eso dice Torvald. (Se-
           ñalando con el dedo.) Pero “Nora, Nora” no es tan gasta-
           dora como suponen. Además, no ha habido mucho qué
           derrochar. Los dos nos hemos visto obligados a trabajar.

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Cristina Linde: ¿También tú?
                Nora: Sí; nada, pequeñeces: bordar, hacer ganchi-
         llo... (Sin darle importancia. Cambia de tono.) ¡Qué sé yo!...
         Sabes que Torvald salió del Ministerio cuando nos casa-
         mos. Tenía pocas esperanzas de ascenso, y como nece-
         sitaba ganar más... Pero el primer año tuvo muchísimo
         trabajo. Se buscaba toda clase de trabajos, ya compren-
         derás, y trabajaba día y noche. Pero no pudo resistirlo,
         abusó de sus fuerzas, y estuvo gravemente enfermo. Los
         médicos declararon indispensable que descansara.
                Cristina Linde: Es cierto. Estuvieron un año en
         Italia...
                Nora: Sí, y no creas que fue nada fácil irnos. Jus-
         tamente acababa de nacer Ivar... Pero había que partir.
         Fue un viaje maravilloso y, gracias a ese viaje, Torvald
         salvó la vida. Eso sí, costó mucho dinero.
                Cristina Linde: Me lo figuro.
                Nora: Mil doscientos escudos, o sea, cuatro mil
         ochocientas coronas.5 ¡Es muchísimo dinero!
                Cristina Linde: Sí, pero en esos casos, la fortuna
         está en poseerlo.
                Nora: Bueno, el dinero nos lo dio papá.
                Cristina Linde: ¡Ah!, sí, recuerdo que fue poco
         antes de que él muriera.
                Nora: Sí, Cristina, justo por aquella época. ¡Qué
         tristeza pensar que no pude ni cuidarlo! Estaba espe-
         rando que naciera Ivar, que iba a nacer de un día a otro,
         y también debía ocuparme de mi Torvald moribundo.
         ¡Papá querido!, no volví a verlo, Cristina. Es lo más
         triste y doloroso que he pasado desde que me casé.
         5
          Debe cambiarse por una suma grande que alcance para mantener a una familia
         por un año.

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Cristina Linde: Ya sé que lo querías mucho. ¿Es
           decir que se fueron a Italia?
                Nora: Sí, contábamos con el dinero, y los médicos
           nos apuraban. Nos marchamos un mes después.
                Cristina Linde: ¿Y tu marido volvió totalmente
           curado?
                Nora: Absolutamente.
                Cristina Linde: Y luego ¿ese médico...?
                Nora: ¿Cómo dices?
                Cristina Linde: Me pareció oír a la señora que ese
           señor que entraba conmigo era un doctor.
                Nora: Ah, sí, es el doctor Rank, pero no viene
           como médico. Es nuestro mejor amigo, y nos visita
           casi a diario. No, Torvald no ha estado enfermo des-
           de entonces. Los niños también están sanísimos, igual
           que yo. (Se levanta de repente y palmotea.) ¡Dios mío!
           ¡Cristina, es una delicia vivir y ser feliz!... Pero ¡qué
           vergüenza!... No hago más que hablar de mis cosas. (Se
           sienta en un taburete junto a Cristina, acodándose en sus
           propias rodillas.) ¡No te enojes conmigo!... Dime, ¿pero
           de verdad que no querías a tu esposo? Pero ¿por qué
           te casaste con él?
                Cristina Linde: En aquel tiempo aún vivía mi ma-
           dre, y estaba enferma e inválida. Para colmo, yo tenía
           que sostener a mis dos hermanitos. Por tanto no pude
           rechazar su oferta.
                Nora: Bueno, así, claro que tuviste razón. ¿En-
           tonces era rico?
                Cristina Linde: Sí, creo que tenía una buena po-
           sición. Pero sus negocios eran inseguros, ¿sabes? Su
           fortuna no era sólida, Nora. Cuando murió, se vino
           todo abajo y me quedé sin nada.
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Nora: ¿Y qué hiciste?
              Cristina Linde: Tuve que ingeniármelas con una
         tiendita, con una escuela y con lo que pude encontrar,
         ¡qué sé yo! Los tres últimos años no he tenido descanso,
         ha sido para mí como un largo día de trabajo. Pero se
         acabó todo, Nora. Mi pobre madre murió y ya no me
         necesita, y los muchachos, tampoco; tienen sus empleos
         y pueden mantenerse por sí mismos muy bien.
              Nora: Debes sentirte aliviada.
              Cristina Linde: No, Nora; lo que siento es un
         vacío descomunal. No tengo a nadie. ¡No tengo a na-
         die a quien dedicar mi vida!... (Se levanta, intranquila.)
         Por eso no podía aguantar más en aquel rincón. Aquí
         debe de ser más fácil encontrar algo en qué ocuparme
         y espantar mis pensamientos. Si al menos pudiera con-
         seguir un trabajo, en una oficina, por ejemplo...
              Nora: Pero, Cristina, ¡trabajar es tan cansado! ¡Y
         tú pareces ya tan cansada! Tú lo que necesitas es des-
         cansar. Sería mejor para ti que fueras a un balneario.6
              Cristina Linde (Acercándose a la ventana): Yo no
         tengo ningún papá que me pague los gastos, Nora.
              Nora (Se levanta): ¡Mujer, no lo tomes a mal!
              Cristina Linde (Vuelve hacia ella): No, Nora, todo
         lo contrario. Tú eres la que no debes tomarlo a mal.
         Lo peor de una situación como la mía es que el alma se
         vuelve amarga... No se tiene a nadie por quién trabajar,
         y sin embargo, una se ve obligada a valerse de todos.
         Hay que vivir. Una acaba por ser egoísta. No lo vas
         a creer pero cuando me contabas lo de tu cambio de
         posición, me alegraba más por mí que por ti.
         6
             Se refiere a la cura de aguas termales, muy comúnes en esa época.

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Nora: ¿Cómo?... ¡Ah!, sí... ya entiendo, pensabas
           en que quizá Torvald podría servirte en algo.
                Cristina Linde: Sí, eso justamente pensé.
                Nora: Y lo hará. Te ayudará, Cristina. Déjalo en
           mis manos. Voy a preparar el terreno con dulzura. Ima-
           ginaré algo agradable para predisponerlo. ¡Tengo tantas
           ganas de serte útil!
                Cristina Linde: Eres muy buena al interesarte por
           mí, Nora. Doblemente buena, viniendo de ti, que co-
           noces tan poco los sinsabores y las penurias de la vida.
                Nora: ¿Yo? ¿Que no conozco...? ¿Eso crees?
                Cristina Linde (Sonriendo): Sí, mujer... Bordar un
           poco y labores por el estilo. Eres una niña, Nora.
                Nora (Con un gesto de orgullo lastimado, meneando
           la cabeza): No deberías decirlo tan a la ligera.
                Cristina Linde: ¿Por qué?
                Nora: Eres como todos los demás. Todos están
           convencidos de que no sirvo para nada.
                Cristina Linde: ¡Vamos, mujer!
                Nora: De que no he pasado por dificultades y pe-
           nas en este mundo.
                Cristina Linde: Querida Nora, acabas de contar-
           me todos tus contratiempos.
                Nora: ¡Bah!... Ésas son pequeñeces. (Baja la voz.)
           No te he contado lo principal.
                Cristina Linde: ¿Lo principal? ¿Qué quieres de-
           cir?
                Nora: Me crees demasiado insignificante, Cristi-
           na, y no deberías hacerlo. Me juzgas desde la altura de
           tu grandeza. Te sientes orgullosa de haber trabajado
           tanto por tu madre.

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Cristina Linde: Yo no creo insignificante a na-
         die ni juzgo desde ninguna grandeza. Pero, eso sí, lo
         confieso, me siento orgullosa y satisfecha de haber con-
         seguido que los últimos días de mi madre hayan sido
         tranquilos.
               Nora: Y también te sientes orgullosa de lo que
         hiciste por tus hermanos.
               Cristina Linde: Creo que estoy en mi derecho.
               Nora: Sí, opino lo mismo. Pues ahora, Cristina,
         voy a contarte algo. Yo también tengo motivos para
         sentirme orgullosa y satisfecha por algo.
               Cristina Linde: No lo dudo. Pero ¿y qué es?
               Nora: Habla más bajo, no quiero que Torvald nos
         oiga. Por nada del mundo conviene que él... No debe
         saberlo nadie más que tú, nadie en absoluto, sólo tú,
         Cristina.
               Cristina Linde: Pero amiga, ¿de qué se trata?
               Nora: Acércate aquí. (La hace sentarse a su lado, en
         el sofá.) Pues verás... También tengo de qué estar orgu-
         llosa y satisfecha. Fui yo quien salvó la vida de Torvald.
               Cristina Linde: ¿Tú? ¿Cómo que tú lo salvaste?
               Nora: Ya te conté lo del viaje a Italia. Torvald no
         viviría si no hubiéramos ido allá.
               Cristina Linde: Sí, tu padre te dio el dinero ne-
         cesario.
               Nora: (Sonriendo.) Sí, eso es lo que cree Torvald y
         todo el mundo, pero…
               Cristina Linde: Pero ¿qué?
               Nora: Papá no nos dio nada. Yo misma conseguí
         el dinero.
               Cristina Linde: ¿Tú? ¿Una cantidad tan grande?

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Nora: Cuatro mil ochocientas coronas. ¿Qué te
           parece?
                Cristina Linde: ¿Y cómo te las arreglaste? ¿Te
           tocó la lotería?
                Nora (Desdeñosamente): ¡La lotería! (Hace un gesto
           despectivo.) De ser así, ¿qué mérito tendría?
                Cristina Linde: En ese caso, ¿de dónde las sa-
           caste?
                Nora (Canturrea y sonríe enigmáticamente): ¡Ah!
           ¡Trala... lalá!
                Cristina Linde: No creo que lo pudieras conse-
           guir prestado.
                Nora: ¿Ah, no?... ¿Y por qué no?
                Cristina Linde: Porque una mujer casada no pue-
           de pedir dinero prestado sin el consentimiento de su
           marido.
                Nora (Con un ademán de orgullo): ¡Ah! Pero cuando
           se trata de una mujer casada que tiene algún sentido de
           los negocios... una mujer que sabe administrarse con un
           poco de inteligencia...
                Cristina Linde: Nora, no me explico lo que quie-
           res decir...
                Nora: Ni hace falta. Nadie dice que haya pedido el
           dinero prestado. Lo pude haber conseguido de otra ma-
           nera. (Dejándose caer en el sofá.) Pudiera haber sido de al-
           gún admirador. Con un físico tan atractivo como el mío...
                Cristina Linde: ¡Estás loca!
                Nora: No puedes negar que tienes una curiosidad
           enorme, Cristina.
                Cristina Linde: Óyeme, Nora: no habrás hecho
           algo sin pensar, ¿verdad?

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Nora (Incorporándose): ¿No es pensar salvarle la
         vida al marido?
              Cristina Linde: Cuando digo “sin pensar” es ha-
         cerlo sin que lo supiera él...
              Nora: Pero si lo que importaba era que no supiese
         nada. ¡Vamos!, ¿no comprendes?... No debía enterar-
         se de la gravedad de su estado. Fue a mí a quien los
         médicos dijeron que su vida estaba en peligro, y que
         solamente una estancia en la playa podría salvarlo. ¡No
         creas que al principio no intenté hablarle con diploma-
         cia! Le dije lo delicioso que sería para mí viajar por el
         extranjero, ni más ni menos como tantas otras mujeres;
         con súplicas y llantos, le dije que debía tener en cuen-
         ta las circunstancias en que me encontraba, que había
         de ser comprensivo y ceder. Entonces le insinué que
         podía pedir un préstamo. Pero cuando me oyó casi se
         muere, Cristina. Me replicó que era una insensata, y
         que su deber de esposo le dictaba no someterse a mis
         caprichos, como él los llamaba. “Bueno, bueno —pen-
         sé— de todos modos, tengo que salvarte.” Y entonces
         busqué otra salida.
              Cristina Linde: ¿Y tu marido no se enteró por tu
         padre de que el dinero no procedía de él?
              Nora: No, nunca. Papá murió por aquellas mismas
         fechas. Yo había pensado hacerlo cómplice del asunto
         y rogarle que no revelara nada, pero ¡estaba tan enfer-
         mo...! Por desgracia, en fin, no hubo necesidad.
              Cristina Linde: ¿Y después?... ¿Nunca se lo has
         confesado a tu marido?
              Nora: ¡No lo quiera Dios! ¿Cómo se te ocurre tal
         idea? ¡A él, tan severo para estas cosas! Por lo demás,

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a Torvald, con su amor propio de hombre, se le habría
           hecho muy penoso y humillante saber que me debía
           algo. Se habría echado a perder toda nuestra relación,
           y la felicidad de nuestro hogar habría terminado para
           siempre.
                 Cristina Linde: ¿No piensas decírselo jamás?
                 Nora (Pensativa, sonríe): Sí, acaso alguna vez...,
           después de muchos años, cuando no sea yo tan bonita
           como ahora. ¡No te rías! Quiero decir que cuando ya
           no le guste tanto a Torvald, cuando ya no se divierta
           viéndome bailar y disfrazarme y declamar... Entonces
           sería bueno tener algo a qué aferrarme... (Interrum-
           piéndose.) ¡Bah, qué tonterías! Ese día no llegará nunca.
           Vamos a ver, Cristina, ¿qué te parece mi gran secreto?
           ¿Ves que yo también sirvo para algo?...Ya te imaginarás
           que el asunto me provocó muchas preocupaciones. No
           ha sido nada fácil para mí cumplir con el compromiso
           a tiempo. Porque te digo, en este mundo de los nego-
           cios hay lo que se llama vencimientos y lo que se llama
           amortización. ¡Y todo eso es tan difícil de solucionar!
           De manera que he tenido que ahorrar un poco de aquí
           y otro poco de allá..., de donde he podido, ¿sabes? Del
           dinero de la casa no podía ahorrar mucho, porque Tor-
           vald tenía que vivir bien. Tampoco podía dejar que los
           niños anduvieran mal vestidos. Todo lo que recibía para
           ellos, pues ¡era para ellos!, ¡mis angelitos!
                 Cristina Linde: O sea que sólo has ahorrado de
           tus gastos personales. ¡Pobre Nora!
                 Nora: Así es. Era lo justo. Cada vez que Torvald
           me daba dinero para mis vestidos, sólo gastaba la mi-
           tad. Siempre compraba de lo más barato y corriente.

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Es una ventaja que todo me quede bien; de modo que
         Torvald no ha notado nada. Pero muchas veces se me
         hacía demasiado difícil, Cristina. ¡Le gusta tanto que
         vaya elegante!
               Cristina Linde: ¡Ya lo creo!
               Nora: Asimismo he tenido otras fuentes de in-
         gresos. El invierno pasado pude encontrar un trabajo:
         copiar escritos. Me encerraba y escribía todas las no-
         ches hasta muy tarde. ¡Oh!, con frecuencia me sentía
         agotada. A pesar de todo, era maravilloso trabajar para
         ganar dinero. Me sentía como si fuera un hombre.7
               Cristina Linde: ¿Y así cuánto has podido pagar?
               Nora: No sé. Es muy difícil llevar cuentas en esta
         clase de negocios. Sólo sé que he pagado lo más que
         he podido. Muchas veces no se me ocurría qué hacer.
         (Sonríe.) Entonces me quedaba aquí sentada, ideando
         que un señor viejo y rico se había enamorado de mí...
               Cristina Linde: ¡Cómo!... ¿Quién, Nora?
               Nora: Que se había muerto, y que, al abrir su tes-
         tamento, se leía en letras muy grandes: “Todo mi dinero
         será pagado al contado inmediatamente a la encanta-
         dora señora Nora Helmer”.
               Cristina Linde: Pero, Nora querida, ¿qué dices?
         ¿De quién estás hablando?
               Nora: ¡Por Dios!, ¿no te das cuenta?... No existe
         ningún señor; es una cosa que me imaginaba siempre
         cuando no sabía qué hacer para sacar dinero. Pero ¡qué
         más da! Ahora ya me da igual. Por mí, ese dichoso señor
         viejo puede estar donde le plazca, ya no me interesan ni
         él ni su testamento; ya se acabaron las preocupaciones.
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           Con esta expresión se alude al mundo de responsabilidades e importancia del
         trabajo, un mundo mayormente masculino en la época.

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