NIETZSCHE A LO LEJOS (PRIMERA APROXIMACIÓN).

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RODRIGO CARO

NIETZSCHE A LO LEJOS (PRIMERA APROXIMACIÓN).
                                                                  Manuel Vivas Moreno
           Profesor de Filosofía EN EL ies Rodrigo Caro. Ha colaborado en el nº 1 de
           esta colección con El árbol de la ciencia y el árbol de la vida.

         I.- Nietzsche o la necesaria soledad del lector.
         Fue el recuerdo de la extraordinaria lucidez en medio de la locura abismal: el
nueve de enero de 1889, en el tren de Turín a Basilea, Friedrich Nietzsche –sumido
ya definitivamente en el drama oscuro de su soledad y locura infinitas- sorprende
entre frases inconexas, palabras incoherentes, llantos dramáticos y carcajadas
histéricas a su fiel amigo Overbeck24 –que lo acompañaba rescatándolo de la soledad
de Turín- con la declamación de un poema especialmente bello que concluye con un
verso tremendo25 por sublime, profundo por verdaderamente dramático, pleno de
autenticidad y, sobre todo, necesariamente –es decir, existencial y vitalmente-
solipsista: “¿Había alguien que escuchase mi alma?26
     El teólogo y amigo no sabía que Nietzsche recitaba un poema escrito por él
mismo, perdido en la lejanía de la biografía -vale decir, de la locura- y de la geografía,
desconocido por todos, ya ignorado por el consciente del propio autor, pero que
formaba parte de un montón de papeles manuscritos, dejados atrás junto con otros
objetos personales del filósofo y que en 1906 verían la luz bajo un título también
tremendo: Ecce Homo: Cómo se llega a ser lo que se es.
         Ecce Homo -no lo olvidemos: “he aquí el hombre”- fue concebido como
autobiografía en el profundo sentido del intento de dotarse de narración y de
argumento; terminado pocos días antes del definitivo y dramático hundimiento de su
autor, es un texto singular incluso dentro de la propia obra de Nietzsche,
seguramente porque está atravesado por la certera conciencia de saber quién se es
(recordemos el subtítulo del libro: “como se llega a ser lo que se es”) y de la misión

24
   Franz Overbeck (1837-1905), es un teólogo protestante que coincidirá con Nietzsche en la
Universidad de Basilea; desarrollarán una amistad profunda que será crucial para ambos. Overbeck
no sólo mostró siempre fidelidad hacia su amigo, sino que, sobre todo, aportó una generosa
lucidez durante los años del hundimiento de Nietzsche y la publicación de los primeros escritos
del filósofo posteriores al desastre entre los que se encontraban textos como El anticristo o el
propio Ecce Homo.
25
   “Tremendo” en su justa acepción etimológica: “tremendus” de “tremere”, es decir aquello que
provoca miedo y que, por tanto, debe ser temido y por lo que, en justa consecuencia, se hace digno
de respeto y reverencia. Sólo en este sentido pretendemos emplear tal calificativo en este escrito.
26
   El poema dice así:
“Junto al puente me hallaba/ hace un instante en la grisácea noche./ Desde lejos un cántico venía:/
gotas de oro una a una/ sobre la temblorosa superficie./ Todo, góndolas, luces y la música/ ebrio se
deslizaba hacia el crepúsculo.
Instrumento de cuerda, a sí mi alma,/ de madera invisible, conmovida,/ en secreto cantábase,
temblando/ ante los mil colores de su dicha,/ una canción de góndola./ ¿Alguien había que
escuchase mi alma?...”
“An der Brücke stand/ jügst ich in brauner Nacht./ Fernher kam Gesang:/ goldener Tropeen
quoll´s/über die zitternde Fläche weg,/ Gondeln, Lichter, Musik/ -trunken schwamm´s in die
Dämmrung hinaus…
Meine Seele, ein Saitenspiel,/ sang sich, unsichtbar berührt,/ hemimlich ein Gonellied dazu,
/zitternd vor bunter Selilgkeit./ -Hörte Jemand ihr zu?...”
Nitzsche. Ecce Homo. Wie man wird, was man ist. KSA 6, PG, 291 Edición de Colli y Montinari
en su edición de 2002. Nos limitaremos a señalar el volumen y el número de página. Para las
traducciones al castellano nos remitiremos a la labor de A. Sánchez Pascual publicada en Alianza
Editorial.

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acometida con una voluntad filosófica excepcional.
         Nietzsche, “ecce homo” de nuevo, -quizá otro crucificado inerme en la
“pasión” de su locura-, es plenamente consciente de que trae al mundo un auténtico
“dysvangelium”, una “mala nueva”; su autoproclamada condición de “anticristo”
no es pataleta ni simple ateismo27 sino más bien consecuencia de su condición de
testigo excepcional de la Historia de la Ontología ante la que alza, con voz coherente
y lúcida, su punto de vista calificándola como la “historia de un error”. Es, por
tanto, profundamente pertinente lo que Nietzsche afirma respecto de sí mismo en
Ecce Homo: “Yo no soy un hombre. Soy dinamita.”28
         La afirmación subrayada ni es grandilocuente ni mucho menos meramente
retórica: rota la máscara de la persona –aquella intencionada traducción del
“hypokeimenon” por el “subjectum”29-, olvidado ese concepto de sujeto –y de
hombre- que atraviesa la Historia de la Filosofía desde Aristóteles hasta el Idealismo
Alemán, tiene sentido afirmar “yo no soy un hombre”. Nietzsche huye de y
revienta concepciones tales como “animal racional” (Aristóteles), “trascendental de
Gracia” (Tomás de Aquino), “res cogitans”(Descartes), “monada” (Leibniz), “unidad
sintética de apercepción trascendental” (Kant) o “substancia que se aprehende y se
expresa al tiempo como sujeto”(Hegel). La tentación de totalidad -inherente a la
racionalidad incubada en la filosofía desde los presocráticos- ha permanecido latente
en toda la Historia de la Metafísica desde Parménides hasta su final pleno (die
Vollendung) con Hegel, el cual llevará hasta el extremo la sistematicidad absoluta de
la Historia de la Filosofía (el corazón de la Filosofía de la Historia) al mantener -
con la exuberancia que caracteriza a la famosa “Vorrede” de la Fenomenología del
Espíritu- que “la verdad es el todo”30. Todo esto estalla con absoluta coherencia y
fuerza en el pensar de Nietzsche; por ello, tiene sentido el segundo extremo de la
afirmación: “soy dinamita”. El enunciado no sólo no es banal sino que se muestra
27
    Nietzsche, más allá de limitarse a la simple negación de la existencia de Dios, habla de la muerte
de Dios, invirtiendo así la lógica imperante en la Historia de la Ontología (recordemos a San
Anselmo, Descartes o Hegel). Para morir es necesario haber existido. De esta manera, Nietzsche se
sitúa –y con él sitúa a la filosofía y, ¡sobre todo!, a la teología- más allá de los carcomidos límites
del teismo, ateismo y agnosticismo. La audacia de Nietzsche consiste en sacar a Dios del
planteamiento ontológico y situarlo en los estrictos límites de la teología. El teólogo luterano E.
Jüngel es plenamente consciente del reto que Nietzsche plantea a la reflexión teológica y así lo
muestra en su obra “Gott als Geheimnis der Welt”. Es especialmente significativo su apartado
dedicado a “la pensabilidad del Dios” –“Zur Denkbarkeit Gottes”. También, desde la teología
católica, Rahner ha sido consciente del desafío; recuérdese a este respecto su obra Hörer des
Wortes.
           Entendemos que el pensamiento de Nietzsche y la posterior esencialidad de Heidegger en
su apuesta por el Dasein –en su apuesta de sustitución del sujeto moderno- no ha sido
adecuadamente interiorizado por el discurso teológico –ni católico ni luterano- que sigue
apostando por el sujeto de la Modernidad basado en un dios que ya no puede ser pensado desde
determinados parámetros o categorías gnoseológicas. Sería, en este sentido, necesaria una revisión
del sujeto teológico, tarea sobre cuya necesidad reflexionamos actualmente en un texto titulado
“Notas para la revisión del sujeto teológico”.
28
    Ecce Homo. ¿Por qué soy un destino? 30156, pg. 365 Alianza Editorial, 123. “Ich bin kein
Mensch. Ich bin Dynamitt”
29
     cfr. Heidegger. Nietzsche. Voll.2, “Der Wandel des XSRNHLPHQRQzum subiectum”. Neske
1989, pg 429. Traducción en Ediciones Destino, vol.II. pg 350. Como hace constar Heidegger, esa
permuta va acompañada de otras no menos inocentes y en plena coherencia interna con la
señalada, como la sustitución del concepto de “verdad” por el de “certeza”.
30
   . “Das Wahre ist das Ganze”. Phänomenologie des Geistes, 24. Edición de Eva Moldenhauer
y Harl K. Miche. Frankfurt/M 1970

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pletórico de sentido: es, ante todo, necesario desde la profunda condición de ser – y
Nietzsche es plenamente consciente de ello- un testigo excepcional de la Historia de
la Metafísica, atalaya desde la que califica a ésta como la “historia de un error”,
poniendo de manifiesto la inmensa falsedad que genera la identificación socrática de
virtud y conocimiento y la consecuente trascendentalidad que ha vertebrado desde
entonces al pensamiento y la metafísica de Occidente.
        “Llegar a ser lo que se es” –saberse dinamita, que no hombre, vale decir
“sub-jectum”- no es por tanto, simplemente, ocupar el lugar que “por naturaleza”
nos corresponde –al fin y al cabo mera tautología de la racionalidad socrático-
platónica-, sino algo previo y más profundo: la simple manifestación de que se llega a
ser lo que siempre se ha sido. Y lo que siempre ha sido, el hombre, no es nunca un
“hypo”, un “sub” sino un “über”, un “sobre-hombre”31 que afirma su vida en
medio de su finitud. Esa profunda intuición, que precisa dinamitar el pasado desde
los últimos cimientos a partir de los que ha sido pensado y construido –cristalizada
en la tremenda pregunta de Zaratustra: “¿acaso podéis pensar un dios?”- ocupa el
corazón de Nietzsche y se revuelve en su alma. De ahí, desde esa dramática
condición de testigo peculiar de tal historia, surge y se reitera –siempre eternamente
nueva y siempre dramáticamente idéntica- la tremenda pregunta: “¿Había alguien
que escuchase mi alma?”
        No es posible escuchar el alma de Nietzsche que yace en su dramática
soledad y que, sobre todo, envía al lector a una necesaria soledad. Son exigencias del
guión escrito o del destino descrito por Nietzsche; sabemos que la Modernidad se
inaugura con la soledad del lector, con la espesura de la “meditatio” contrastada
con la claridad, y sobre todo la tranquilidad que siempre arrojaba la “lectio”.
Lutero32 –aunque “decadente” a ojos de Nietzsche como Sócrates o Pablo de
Tarso- lo intuyó sin embargo, lo comprendió y rompió la eclesialidad –vale decir, la
seguridad a partir de la comunidad- enviando al creyente nada más y nada menos que
a la soledad última e íntima ante el absoluto, ante Dios –recordemos, “sola fides”-
rompiendo la mediación de la Gracia de la Eclesiología Católica, basada siempre en el
juego de las “confesiones”33, de la verbalización, de la “lectio” que acompaña y,
sobre todo, dirige a la “meditatio”. Rotundo ejemplo lo tenemos en el propio
Descartes que arrojado a la soledad de la “meditación” tiene que solventar el drama
de encontrar certeza a su propia existencia, viendo como el yo, ahogado en el drama
del solipsismo, precisa de la veracidad divina para tener evidencia de su ser con los
otros y en el mundo.
        No se puede explicar a Nietzsche como no se puede explicar a Platón, a
Hegel o a Heidegger; son, simplemente, inconmensurables; habitan en la soledad de
su pensamiento y exigen, para ser leídos con autenticidad –es decir, con
comprensión- la genuina soledad del lector al que abandonan con pasmosa impiedad
en el cerco frío de sus silencios, aquellos que sus lectores encuentran en medio de sus

31
   Habitualmente, el término nietzscheano “über-mensch” ha sido traducido por “super-hombre”;
no obstante, nosotros preferimos traducirlo por “sobre-hombre”. Entendemos que Nietzsche usa
el prefijo “über” por contraposición al griego “hypo” o el latino “sub”. El hombre, junto con su
voluntad, jamás será lo que meramente subyace, sino siempre lo que sobresale.
32
   Recuérdese el prólogo escrito por Lutero para la Carta a los Romanos de San Pablo.
33
   San Agustín –no es casual que Lutero fuera agustino- procura mantener siempre un exquisito
equilibrio entre introspección –el argumento de su biografía es más que suficiente- y
exteriorización o –valga el lenguaje teológico, eclesialidad-, siendo aquí también la biografía
suficiente argumento. Recuérdense a este respeto las Confesiones.

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locuaces escritos.
         Por todo ello el intento de las líneas que siguen debe ser entendido como un
ingreso en el vacío, un decir que yace en la sima de la más profunda de las paradojas:
su ser -como “lectio”- reside en lo no dicho y para ser necesita, por tanto,
justamente de lo que no se dice siendo esto lo esencial y de la que surge la genuina
comprensión que emana de la experiencia directa de la lectura del filósofo, de la
solitaria meditatio entre sus renglones y sus silencios. Acercarse a Nieztsche es
asumir el riesgo de su lectura y de quedar atrapado para siempre en las infinitas
razones de su irracionalidad; él mismo lo advierte cuando dice de sus textos que es
preciso saber que son “aire de altura”.
         Sólo hay, por tanto, una forma de acercarse a Nietzsche: despegarse de todo,
olvidar fundamentos, manuales o catecismos para la existencia y lanzarse al vacío de
la sospecha y de la pregunta que más que la “certeza” –la aburrida tautología de la
matemática, de lo simplemente calculable- busca la “verdad” –la incomodidad de la
realidad desvelada como eterno torbellino que gira eternamente sobre sí y en medio
de la cual siempre acabamos descubriéndonos a nosotros mismos como “lectores” o,
dicho en leguaje clásico, como lo que somos, “ultima solitudo”.
         En múltiples ocasiones Nietzsche silencia su pensamiento y arroja al lector de
manera fáctica y hasta violenta –la misma violencia con la que interpreta la Historia
de la Metafísica- a la soledad que absorbe y que, necesariamente, provoca el propio
pensamiento íntimo del que lee incitándole incluso a la locura de ser en medio de la
nada, de tener que encender la farola en pleno mediodía. No obstante, asumir el
riesgo de la lectura nos otorga el derecho del preguntar, dirigiéndonos al propio
Nietzsche –aún a pesar de que las preguntas se vuelvan como un boomerang contra
nosotros mismos: ¿Es necesaria la locura de Nietzsche?, vale decir, ¿es necesaria la
locura del lector? ¿Es la locura de Nietzsche consecuencia “lógica” de su
pensamiento?...; es imponderable, pero no podemos reprimir el interrogante: ¿habría
podido decir de sí mismo un “lúcido” profesor al uso que no es un hombre y que es
dinamita? ¿Es necesaria tanta locura para, justamente, ser tan extraordinariamente
lúcido? ¿Es necesaria, pues, una análoga locura para una lúcida lectura de esos
escritos?
         Soledad, locura, lectura privada sin “meditatio” previa, ...justamente aquella
divina locura, fruto de su solitaria lectura –que inaugura la Modernidad de las
modernidades, la anárquica y exenta de “método- que transforma a Alonso Quijano
en el solipsista Quijote- o aquel prodigioso verso del poeta, “a mis soledades voy, de
mis soledades vengo”...: todo ello sólo es muestra de que sólo somos lo que siempre
hemos sido para así tomar conciencia, terrible –esta vez alejada de la hegeliana
“idealidad de lo infinito en lo finito”- de que no hay punto y final, sino más bien una
gigantesca rueda que gira eternamente sobre sí misma y en la que todo retorna desde
sí mismo y hacia sí mismo, porque siempre somos ese solitario y misterioso “si-
mismo”, es decir, “ubicuidad” en medio de la nada.
         “¿Había alguien que escuchara mi alma? De nuevo la misma por eterna y, sin
embargo, siempre nueva pregunta formulada en la frontera de la realidad y el abismo.
Nietzsche es plenamente consciente de que no había nadie y él sabía –y asumió con
rotunda honestidad- que no podía haber nadie. Ciertamente, Nietzsche exige al lector
mucho, pero en cualquier caso menos de lo que se autoexige: la absoluta soledad, la
del cartujo pero no la del que lo es en el convento sino en la intemperie de un
mundo sin Dios que lo acompañe. La soledad de Nietzsche no es la del “cogito”
cartesiano o la del “solus ipse” husserliano que se solucionan bien con la veracidad

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divina, bien con la “Einfühlung”, la empatía o fenomenología de la intersubjetividad:
en definitiva, ambos suponen que, de una manera u otra, siempre accedemos “a lo
otro”, siempre hay un “otro”. La soledad de Nietzsche es previa y anterior, tajante y
radical: es la del “sobre-hombre” que se sabe ontológicamente solo pues, desde su
atalaya, desde su conciencia de la muerte de Dios, arrebata el protagonismo de los
tiempos –que son siempre el eterno retorno de lo mismo- al “Hijo del Hombre”
guardándose para sí ese título, el más preciado de Dios; esta es la soledad de la que
habla, en la que habita y a la que lanza a sus lectores Nietzsche. Su autenticidad fue,
por tanto, de obligada necesidad para él, que fue el primero en experimentarla –
digámoslo con un verbo muy cristiano, en “encarnarla”- con su propio
pensamiento, al vivir –justo en las antípodas de la lucidez socrática- en el vértice de
su locura: absoluta soledad en medio de una nada abrupta, caminando sobre una vida
sin dioses legitimadores ni manuales para la existencia...Al fin y al cabo, tal como
afirmaba el loco con su candil encendido, andamos errando –y Nietzsche así lo hizo-
“sobre una nada infinita”.
         Por ello, y en su continuo esfuerzo de honestidad, es el propio Nietzsche
quien nos advierte del peligro de su lectura; sirvan estas líneas para invitar a asumir el
riesgo y para comenzar a leer: “Quien quiera respirar el aire de mis escritos sabe que
es un aire de altura, un aire fuerte. Es preciso estar hecho para ese aire, de lo
contrario se corre el riesgo no pequeño de resfriarse en él. El hielo está cerca, la
soledad es inmensa -¡más qué tranquilas yacen todas las cosas a la luz!, ¡con qué libertad
se respira!, ¡cuántas cosas sentimos por debajo de nosotros!34-. La filosofía, tal y
como yo la he entendido y vivido hasta ahora, es vida voluntaria en el hielo y en las
altas montañas –búsqueda de todo lo problemático y extraño en el existir, de todo lo
prescrito hasta ahora por la moral.”35
         II.- La Historia de un error o la patencia de la soledad.
         “La soledad es inmensa”, decía Nietzsche, y su inmensidad tiene las
mismas dimensiones que las de la Historia de la Ontología, que nos parapeta desde
su mismísimo inicio ante la inmensidad del olvido de lo que es y, paradójicamente,
ha sido “no pensado”. Tal historia, desde cuya misma lógica interna adviene “el
más inhóspito de todos los huéspedes” –el nihilismo-, nos arroja ante la soledad más
errática de todas las soledades: aquella que, lejos de fundamentos y absolutos
legitimadores se asienta sobre el puro y simple “sí” a la vida.
         “La soledad es inmensa”: la afirmación expresa una rotunda verdad

34
   La soledad, es decir la filosofía, es libertad para buscar la verdad. La soledad de la que habla
Nietzsche, ¿será la misma –aunque quizá invertida- que la del filósofo platónico que, emergiendo
de la caverna, queda solo en su soledad y sufre tal soledad deslumbrado por el sol como el que
desde la cima ve lo que otros otean desde la sima? El concepto de soledad pertenece desde su
hondura a la historia de la ontología. No en vano es para Heidegger uno de los conceptos
fundamentales de la metafísica. Cfr. Die Grundbegriffe der Metaphysik: Welt, Endlichkeit,
Eisamkeit”. WS 1929/30
35
   El laboratorio de la filosofía es la existencia; ser honesto con ella es serlo en fidelidad hasta la
locura. Ecce Homo 30156, pg 258. Traducción en Alianza Editorial. Pg. 16. Negreta en el texto
del propio Nietzsche, Cursiva nuestra. “Wer die Luft meiner Schriften zu attmen weiss, wiess daE
es eine Luft der Höhem ist, eine stärque luft. Man muE für sie gescheffen sein, sonst ist die
Gefahr keine kleine, sich in ihr zur erkälten. Das Eis ins nahe, die Einsamkeit ist ungeheurer -
aber wie ruhig aller Dinge im Lichte liegen! Wie frei man athmet! wie Viel man unter sich fühlt!-.
Philosophie, wie ich sie bischer verstanden und gelb habe ist das frei willige Leben in Heis und
Hochgebirge –das Aufsuchen alles Fremden und Fragwürdigen ind Dasein, alles dessen, was
durch die Moral bisher in Bann dethan war”.

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entendida desde la inconmensurable experiencia del propio Nietzsche, que se
cuestiona a sí mismo con su escritura y que se ve obligado a “advertir-se” –en
admirable ejercicio de honestidad- “contra sus lectores”. La inmensidad de la
soledad se convierte entonces en aviso a caminantes, a “todos” los caminantes: a los
del “método” –llenos todos ellos de solipsismos y dudas “teóricas” remediadas con
veracidades divinas y morales provisionales-, a los contertulios de la conciencia
trascendental, a los amigos de la identidad y la totalidad y, en definitiva a todos los
empeñados en explicar el mundo, lo que es, desde un “trans-mundo”, es decir, desde
un “no-mundo” y, por tanto, desde lo que no es. Se avisa que la filosofía es “vida
voluntaria en el hielo y en las altas montañas”, desde las cuales la “luz” permite ver
con claridad las cosas; es la luz del Mediterráneo que permite ver “cosas”, no “ideas”
que a la postre se revelarán tan impensables como invisibles: hasta Platón se tiene
que conformar con el vástago del bien.
         La filosofía es “vida voluntaria en las altas montañas”, según hemos leído.
Pero para el filólogo Nieztsche e hijo de pastor protestante, la montaña no es el
bíblico lugar de la eterna compañía, de la presencia de Dios –recordemos a Moisés y
el Sinaí, al Jesús que se retira al monte a orar o el monte Gólgota-, sino que es más
bien una montaña helada, preñada de ausencias y soledades, de la que bajará
Zaratustra para anunciar la muerte de Dios y, por tanto, severamente inhóspita. Tales
contrariedades, tal inhospitalidad ofrece, empero, “altura de miras” o, digámoslo con
Ortega, “perspectivas”; pero estas, esenciales. Es decir, desde la nada. En lo alto de la
cima, con la desoladora presencia de la soledad, el sol no proyecta sombras al interior
de ninguna caverna, pues no se trata de dotar de penumbras a ninguna estrechez,
tratándose más bien del sol del mediodía y, como veremos, “del instante de la
sombra más corta”. Este punto de vista, el de las heladas altas montañas no tiene
nada que ver con el anunciado “punto de vista” de la autoconciencia que Hegel
precisa como determinante en su Vorrede a la Fenomenología del Espíritu36.
         De nuevo. La soledad es inmensa. Y lo es porque no se circunscribe al
ámbito de lo psicológico –sobrepasa el mero estar, la simple “coyuntura”- situándose
en el ámbito del ser, de lo sido, de esa historia de la ontología que desvela al ser
como lo no pensado: la soledad se urde en las entrañas de una historia que, desde la
montaña, ha desvelado como impensable lo que se pensaba como eterna compañía.
¿Es acaso pensable la compañía, digámoslo con Levinas, de lo “Otro” frente a la
soledad absoluta? ¿Es, acaso, pensable la amistad?37 Frente a esta soledad, situada en
el ámbito de lo que es, frente a la nada, “lo otro” pierde su “para qué” y su sentido,
se “anonada”. Digámoslo de manera rotunda y provocando la reflexión: ¿es
pensable Dios siendo yo?
          “La soledad es inmensa” y, decíamos al principio, su inmensidad baña los
mismos lares que la Historia de la Metafísica de Occidente, pues ha trascurrido sobre

36
   . Hegel. Phänomenologie des Geistes, edición citada, pag. 22: “Es kommt nach meiner Einsicht,
welche sich nur durch die Darstellung des Stystems selbst rechtfertigen muE, alles darauf an, das
Wahre nicht als Substanz, sondern ebensosehr als Subjetk aufzufassen und auszudrücken”.
“Según mi punto de vista, que deberá justificarse `por la exposición del sistema mismo, todo
depende de que la sustancia se aprehenda y se exprese al mismo tiempo como sujeto.” Cursivas de
Hegel.
37
   Deberíamos detenernos en el concepto de amistad explícito e implícito en la obra de Nietzsche y
en todo caso intrínseco a su pensamiento. Serían necesarias extrapolaciones hasta nuestra más
reciente contemporaneidad. -cfr. Derrida. Políticas de la amistad.- que obviamente caen fuera del
alcance de este escrito.

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la historia de lo no pensado. El error, por tanto tiene historia, justo la misma que la
del ser y por eso Nietzsche puede hablar, con perfecto rigor ontológico, de la
“historia de un error”; no se trata de encerrar a Nietzsche en la “jaula del ser”, sino
más bien de ofrecer la perspectiva de cómo Nietzsche “dinamita” esa jaula obligando
a “repensar” esa historia. Repensar la historia es, al fin, dinamitarla; concebirla como
la historia de un error es poner la carga. Leamos:
        “Cómo el “mundo verdadero” acabó convirtiéndose en una fábula.
        Historia de un error.
        1.- El mundo verdadero, asequible al sabio, al piadoso, al virtuoso, -él vive en
ese mundo, es ese mundo.
                 (La forma más antigua de la Idea, relativamenete inteligente, simple,
convincente. Transcripción de la tesis “yo, Platón, soy la verdad”).
        2.- El mundo verdadero, inasequible por ahora, pero prometido al sabio, al
piadoso, al virtuoso (“al pecador que hace penitencia”).
                 (Progreso de la Idea: esta se vuelve más sutil, más capciosa, más
inaprensible, -se convierte en una mujer, se hace cristiana...)
        3.- El mundo verdadero, inasequible, indemostrable, imprometible, pero en
cuanto pensado un consuelo, una obligación, un imperativo.
                 (En el fondo, el viejo sol, pero visto a través de la niebla y el
escepticismo; la Idea sublimizada, pálida, nórdica, könisgsberguense).
        4.- El mundo verdadero -¿inasequible?- En todo caso, inalcanzado. Y en
cuanto inalcanzado, también desconocido. Por consiguiente tampoco consolador,
redentor, obligante: ¿a qué podría obligarnos algo desconocido?...
                 (Mañana gris. Primer bostezo de la razón. Canto del gallo del
positivismo.)
        5.- El “mundo verdadero” –una Idea que ya no sirve para nada, que ya ni
siquiera obliga –una idea que se ha vuelto inútil, superflua, por consiguiente, una idea
refutada: ¡eliminémosla!
                 (Día claro; desayuno; retorno del bons sens y de la jovialidad; rubor
avergonzado de Platón; ruido endiablado de todos los espíritus libres.)
        6.- Hemos eliminado el mundo verdadero: ¿qué mundo nos ha quedado?,
¿acaso el aparente?...¡No!, al eliminar el mundo hemos eliminado también el aparente.
                 (Mediodía: instante de la sombra más corta; final del error más largo;
punto culminante de la humanidad. INCIPIT ZARATHUSTRA.)”38
        Releamos:
         “Cómo el “mundo verdadero” acabó convirtiéndose en una fábula”39.
Nietzsche menciona el proceso por el que la Historia de la Ontología se desvela y, al
tiempo, se descubre a sí misma, como la “historia de un error”. Tal y como hemos
subrayado       en    la    nota      anterior,     Nietzsche      utiliza    el      adverbio
“finalmente”(“endlich”) y, según entendemos, no de manera casual: que
“finalmente” el mundo verdadero se desvele como fábula y que la historia se
manifieste como falsa historia –es decir, fallida en su propio ser como historia-,
significa que el error se fragua en su mismo inicio, por lo que tal historia debe ser
“superada” pero no precisamente en el sentido de la “Aufhebung” hegeliana. Lo
que “inicialmente” estaba en el meditar de Sócrates y Platón brota y emerge
inexorablemente en el “final” de la misma, estaba implícito en su lógica interna: ese
38
   F. Nietzsche. Götzen-Dämmerung. 30156, pg 80-81. Traducción de A. Sánchez Pascual.
Alianza Editorial, 461, pg. 51-52.
39
   “Wie die “wahre Welt” endlich zur Fabel wurde”, 30156, pg, 80. Subrayado nuestro.

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“final” es distinto del previsto por Hegel tanto en la ya mencionada Vorrede
antepuesta a la Fenomenología, como en la propia Fenomenología del Espíritu o,
incluso, en las Lecciones sobre la Filosofía de la Historia Universal. No se trata
del “Vollendung” hegeliano y meditado por Heidegger, sino más bien de un simple
“Endung”; no es, por tanto, un final pletórico, pleno, y que posibilitaría la
consideración de la Historia de la Filosofía como el corazón de la Filosofía de la
Historia y que subrayaría la condición de “sistema” de la Historia de la Filosofía
respecto de cuya “totalidad” surgiría la “verdad” como genuino correlato ontológico.
         Para Nietzsche todo es más triste –quizá, simplemente más realista: la historia
de un error se agota en sí misma, muere por inanición; se trata de la inversión de la
identificación hegeliana del ser y la nada y con la que, desde un punto de vista
especulativo, se inicia el periplo del Espíritu, es decir, la marcha de la Historia. En el
caso de Nietzsche ser y nada se identificarían pero no especulativamente sino
fácticamente en el final de esa historia que –lejos de la concepción hegeliana de la
misma- se agota en sí desde las premisas de su inicio.40
         El error tiene su origen en la misma asequibilidad del mundo; que el mundo
sea –deba ser- “asequible”, “conseguible” –“erreichbar”- significa que no está “dado”
y que, por tanto, como tal no puede ser “vivido”. Que el mundo no sea considerado
como inmanente y sea pensado como trascendente propicia la necesidad de elaborar
cauces para procurar –veamos la locura de la racionalidad socrático-platónica- la
“mundanidad del mundo”. Tales cauces –los de la metafísica trascendental- se
desvelarán pronto como estériles o, cuando menos, como inapropiados: comienza a
fraguarse la historia del error, pues de manera inmediata el “mundo verdadero” se
desvelará como “inalcanzable” (“unerreichbar”).
         La asequibilidad del mundo viene dada por la racionalidad y la objetividad del
mismo: el mundo es asequible “al sabio, al piadoso, al virtuoso”; es el no va más de la
objetivación y de la identificación: “él es ese mundo”. La Idea encarna ese ideal –
valga la redundancia- “relativamente inteligente” o prudente. El adjetivo que
Nietzsche emplea -“klug”(la expresión completa es simple: “relativ klug”)- tiene
doble acepción: una con connotaciones platónicas –inteligente- y otra con
connotaciones aristotélicas –prudente- aunque para Nietzsche tales matices se
pierden pues la “phrónesis” aristotélica se ejecuta y sólo es tal desde la recta razón.
No en vano será Aristóteles el primero que lleve a cabo una “teoría”41 –vale decir,
objetivación- del selvático bosque del “éthos” humano. Tal objetivación –es decir, tal
condición de posibilidad de la deseada “asequibilidad” del mundo”- tiene su
consecuencia servida: “Yo, Platón, soy la verdad”42. ¿No es esto, empero, otro avance
en el error, otro “progreso de la Idea” que ahora confunde la verdad -la aletheia, el
desvelamiento de la realidad- con la mera certeza objetivadora,
calculadora...rentabilizadora? ¿No habrá caído la filosofía en ese horrendo afán de
“momificar”, de conceptualizar y de negar el devenir de la realidad? ¿Es esa la
idiosincrasia de la filosofía, la que se arrogaba para sí la condición de la humanidad
del hombre? ¿Acaso todo era una mentira para camuflar que nos pensábamos y nos
queríamos– Feuerbach- como dioses?
40
   Cfr. Hegel. Phänomenologie des Geistes. Pg. 519 “La historia es el devenir que se sabe” (sich
wissende Werden”).
41
   Cfr. Emilio Lledó: Memoria de la Ética. Taurus. Madrid 1994
42
   Las consecuencias políticas, sociales, cotidianas del planteamiento platónico están dadas. Léase
La República y el estudio que el respecto escribió Alfonso Ortega Carmona: Platón, primer
comunismo de Occidente”.

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         Ante tal amenaza, el “mundo verdadero” se esconde, justamente para no
dejar de ser verdadero –es decir, trascendente o “fabuloso”. El precio es alto: ya no
es asequible; ahora tan sólo es “prometido”: es decir, el sabio, el piadoso, el
virtuoso...el afanado en la “prudencia”, en el equilibrio, en el “recto uso de la
razón”,....en el humano afán de la felicidad, ha de confesarse ahora como el “pecador
que hace penitencia”43 y –esto es lo absolutamente “decadente”- rezar el Padre
Nuestro para entregar su voluntad a “otro”, que no hombre44. El cristianismo,
esencia de la decadencia de Occidente, se manifiesta como “platonismo para el
pueblo”: la Idea ha dejado de ser relativamente inteligente no en sí –pues es mera
inteligibilidad-, sino para sí pues es cuestionable y cognoscible por el ser humano.
Ahora es mero objeto fiducial que transforma al mundo no ya en una región
eidética sino en un “valle de lagrimas” que transforma a la esencia del mundo –el
tiempo- en un lapsus en medio de la eternidad de Dios y a su historia en un
“mysterium salutis”, en un teatro en el que se representa el drama de la salvación del
hombre; por ello el Hijo de Dios lo es del Hombre.
         Todo esto se cristaliza en el “progreso” ( Fortschitt) de la Idea –algo
inherente a la lógica interna de su objetivación- que en tal camino se hace “más sutil,
más capciosa, más inaprensible, -se convierte en mujer, se hace cristiana...”. Misoginia
aparte –que posiblemente la haya, aunque no sean estos ahora los derroteros de
Nietzsche-, no podemos olvidar el hecho de que son las mujeres las que descubren y
anuncian la Resurrección de Cristo45, las que, por tanto, “objetivan”,
institucionalizan46 y cubren de verosimilitud -positivismo puro– la “certeza” de la fe,
paradójicamente, la promesa cristiana. Además, según los evangelios canónicos, este
Cristo resucitado había dicho de sí mismo –en otro afán objetivador- ser “el camino,
la verdad y la vida”47. Asistimos, pues, a una suerte de discusión entre Platón y Cristo
–entre la dialéctica que conoce la Idea y el ente en el que coinciden Revelador y
Revelado- y de la que Nietzsche, moderador autopostulado, saca a relucir los
acuerdos previamente pactados por los supuestos contertulios y respecto de los
cuales no cabe discusión alguna: la “objetividad” y la “racionalidad” de la verdad y,
ahora, por ende, de la fe. Recordemos a Sto. Tomás: la creencia compete a la fiducia
subjetiva pero también –y sobre todo- a la racionalidad, pues mantenerse en la
incredulidad una vez demostrada la existencia de Dios es cosa de necios antes que de
ateos. La consecuencia es clara y grave: para ser humano hay que ser cristiano.
         Conforme avanza la Historia de la Filosofía, el error se hace patente por
espeso, llegando a adquirir una angustiosa presencia justamente en la ausencia de lo
no pensado: lo que era “asequible” –“erreichbar”- deviene “inasequible” –
“unerreichbar”- para transformarse en “prometido” –“versprochen”. La promesa no
marca, empero, el fin del error; no es casual que el recorrido de Nietzsche por la
Historia de la Filosofía tenga su próxima estación en el Idealismo Alemán: Patrística,
Edad Media y la filosofía de la Modernidad son interregnos48. Resulta paradójico –
43
   “für den Sünder der Busse Thut”
44
   Léase Mt 6, 9-13
45
   cfr. Jn, 20, 1-10
46
   Sin que deje de ser San Pablo el gran fundador del cristianismo, de lo que Nietzsche es
plenamente consciente.
47
   Jn, 14, 6
48
   Leemos de manera implícita lo que más tarde leeremos de manera explícita en el parágrafo sexto
de Sein und Zeit –“la tarea de la destrucción de la Historia de la Ontología”. La Edad Media y la
Modernidad se entienden a sí mismas –como denuncia Heidegger- desde la noción de
hypokeimenon y, posteriormente, de substancia. El mismo recorrido que Nietzsche hace en el

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como veremos- que sea Kant el encargado de desmontar lo prometido y postular el
“Reino de los Fines”. Veamos: el “mundo verdadero” –el prometido Reino de los
Cielos que abría la esperanza a este “valle de lágrimas”- era “prometible” por
“demostrable”; si hay una obsesión en la filosofía medieval es la demostración de la
existencia de Dios, “preambulum fidei” al que Tomás de Aquino dedica reiteradas
energías: hasta cinco argumentos para demostrar que la razón demuestra la existencia
de Dios. Además, con anterioridad, San Anselmo, no había precisado ningún camino,
ninguna vía: la propia noción ontológica de Dios conducía de manera inmediata a la
existencia real de Dios. Consecuentemente, prometer lo demostrado es fácil; no
obstante, Kant enturbiará estas aguas, calmadas en parte por la conveniencia
racionalista -¿qué sería, por ejemplo, del moderno Descartes sin la veracidad divina?-,
pulverizando tanto los argumentos externos como el argumento interno de San
Anselmo que confunde –y esto es esencialmente significativo- lo pensable con lo
existente, la lógica con la metafísica. De la misma manera que se deduce la existencia
de Dios a partir de su pensabilidad, puede deducirse su inexistencia a partir de su
impensabilidad.49
         Pero un mundo sin Dios, por indemostrable, imprometible, e inalcanzable
haría de este una ratonera que ahogaría la “esperanza” del “reino de los fines” que
como comunidad de entes racionales arañamos y añoramos. Es decir, estaríamos ante
un mundo –considerado como totalidad de los fenómenos- no sólo incognoscible
sino, y esto es lo temible, “impensable”. Dios tiene que ser, por tanto, postulable
como “ens realissimum”. Es decir, Kant, el que demuestra la indemostrabilidad de lo
pensado por la razón trascendental, se ve obligado para acabar “razonablemente” la
Crítica de la Razón Práctica –la Crítica de la Razón Pura se lo había dificultado
enconadamente- a postular lo imprometible por indemostrable “como un consuelo,
una obligación, un imperativo”. Consuelo y obligación no son, en el caso de Kant,
expresiones o conceptos antitéticos, sino más bien la expresión de un círculo vicioso
y “perfecto”: consuelo porque permite la pensabilidad del mundo y obligación
porque el mundo debe ser pensable, sobre todo si queremos salir de la lucha de todos
contra todos de Hobbes y alcanzar “la paz perpetua”. En otras palabras: ¿cómo
arbitrar sin ese postulado un imperativo categórico que atempere, sin los egoismos de
la felicidad aristotélica, el variopinto “carácter” de la esencia humana?
         Nietzsche –que de él veníamos hablando- resuelve en dos líneas el asunto: se
trata del sol, del viejo sol –Platón, de nuevo Platón (¿dónde está el progreso?), pero
visto –¡no pensado!- a través de las niebla y el escepticismo del Hume prusiano que
habría vetado a la razón en su ascenso privilegiado a lo trascendente, a un Dios que,
sin embargo tiene que postular.
         Digamos en un lenguaje corriente al uso académico –magníficamente
explícito por otra parte- lo que Niezsche apura en un par de renglones:
                           “La idea de un Dios es requisito indispensable para la
                  sistematicidad de la Filosofía Trascendental kantiana. La realidad de Dios
                  posibilita la estructura teleológica de dicho sistema exigido por la razón
                  misma.

Crepúsculo de los Ídolos lo hará Heidegger en Ser y Tiempo sólo que a la inversa; el primero
recorrerá la Historia de la Filosofía desde su inicio hasta su fin –tiene conciencia de finalizar la
historia de la Metafísica- y el segundo, Heidegger- lo hará desde esa finalización hacia atrás, hacia
su inicio, coincidiendo con su conciencia de reinicio del pensar.
49
    No olvidemos la pregunta que Zaratustra lanza y que mencionábamos páginas atrás: “¿Acaso
podéis pensar un dios?

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                 (...)
                        En los análisis habituales acerca de la actitud con que Kant se
               enfrentó al tema de Dios y las respuestas a él formuladas, se ha concedido una
               atención preferente al aspecto catártico de su tratamiento, es decir, a la
               purificación que la crítica supuso para la teología teórico-dogmática. Este
               aspecto es valioso en verdad, pero oscurece a mi juicio tres puntos de la
               mayor importancia: que la antigua teología, depurada de sus pretensiones
               existenciales, constituye la base del sistema eidético de la filosofía kantiana;
               que el Idealismo trascendental construyó una teología positiva fundada en la
               realidad de un Dios trascendente; que esta teología se revela, tras un
               detemnido estudio de la totalidad de la obra de Kant como la condición
               última de la realidad del sistema creado por la razón pura. (....), confirmaremos
               esta última idea clave con las propias palabras del creador del criticismo:
                        ”50
        La trascendentalidad de la metafísica Occidental, bien sea vista desde la
luminosidad mediterránea, bien sea vista desde la luz pálida y königsberguense
necesita una piedra angular con la que sujetar la bóveda de su sistema. Una bóveda
que se hunde con el peso insostenible del “dato positivo” que la historia arroja sobre
el gigantesco error de Occidente. Por ello, el punto cuatro del texto que comentamos
comienza con una simple y fría “constatación positiva”: más allá de tortuosas y
oscuras especulaciones trascendentales –o, quizá mejor, “más acá” de toda posible
“meta-física”- que por muy críticas que sean se alzan necesariamente sobre la
pensabilidad de un Dios, adviene el “dato positivo”: el “mundo verdadero” podrá ser
prometido, pensado o postulado...en todo caso es “inalcanzado” y, por tanto,
desconocido (“unbekannt”).
        Tal adjetivo, subrayado por el propio Nietzsche, se lanza con toda su crudeza
contra la historia de la Metafísica en general y contra Sócrates en particular,
devolviéndole, dos mil años más tarde y con la misma ironía con la que el ateniense
alzaba su voz –recordemos aquello de “sólo sé que no sé nada”-, el contenido de la
historia del pensamiento como “la historia de un error”. Lo trágico, para Sócrates, es
que la ironía ha dejado de ser tal y se ha desvelado como cruda realidad: realmente,
Sócrates no sabía nada porque no podía saberlo desde su malograda identificación de
virtud y conocimiento. La piedra angular desde la que edificaba –el conocimiento- ha
demostrado ser de tierra y ha devenido en desconocimiento. Este es el gran dato
positivo esgrimido por Nietzsche: que lo postulado, lo supuesto como “conocido”
brota irremediablemente como “desconocido”; obviamente, las consecuencias son
contundentes: si lo pensado “consolaba”, “redimía” y hasta “obligaba” por
conocido, al manifestarse como desconocido pierde todos esos caracteres y la
historia del pensar se desmorona., “desvirtuándose”, obviando toda la “virtud”,
haciéndose “nada”.
        “Mañana gris”51; el bostezo de la razón es paradójico; duerme al despuntar el
50
   Adela Cortina. Dios en la filosofía trascendental de Kant. Biblioheca Salmanticensis. Estudios
36. Universidad Pontificia. Salamanca 1981. pg. 13 Negreta de la propia autora. Subrayado
nuestro.
51
   A partir de ahora y hasta el final del parágrafo, empleará Nietzsche constantes alusiones a la
luminosidad de los distintos momentos o más bien estadios de la Historia. Así, iremos de la
“mañana gris” (“grauer Morgen”) al “día claro” (“heller Tag”) y de ahí al “mediodía, el instante de
la sombra más corta” (“Mittag; Augenblich des küzersten Schattens)”. Nos llama la atención el
paralelismo con el juego de luces con el que San Juan inicia en su Evangelio el relato de la

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alba y su sueño, lejos de producir monstruos, arrojará luz, supondrá el advenir del
sentido común. La luz del sol deja de ser cómplice de la razón –hemos salido de la
Aufkläung que paradójicamente había producido un mito, el progreso- y deja de
iluminar la “caverna” para instaurar la “vida”. Este primer bostezo de la razón deja a
la Ilustración en la prehistoria de la humanidad y a su mito peregrino y mencionado
en el descalabro de una historia que ha vuelto a sí, ha dejado de ser una línea –un
lapsus en medio de la eternidad de Dios- y deviene sobre sí pues el tiempo es lo que
se concibe y perpetua como verdaderamente eterno.
         Todo esto lo anuncia “el canto del gallo52 del positivismo”53; el mismo animal
que, además de anunciar el alba, también al alba anuncia las negaciones de Pedro, el
inicio de la Pasión y la muerte del “Hijo de Dios”. El positivismo es saludado por
Nietzsche como la auténtica revancha de la historia, que lejos de ser el hegeliano
“devenir que se sabe a sí mismo”54, será el laboratorio en el que se “refute” a la
Idea. La filosofía es saber “positivo” por excelencia y entre ellos ocupa la primera
fila; como ya hemos apuntado, su laboratorio, su lugar de contrastación y falsación
es la historia, un banco de pruebas en el que el “mundo verdadero” se manifiesta
como “una Idea que ya no sirve para nada, que ya ni siquiera obliga”. Esa Idea,
escrita con mayúsculas, es aquello de lo que hablaba Patón y que debía ser, ante todo,
obligante en lo metafísico –esto es, en lo político y en lo moral, recordemos la
República- y que ya, sin embargo, no obliga nada. La consecuencia es manifiesta:
rubor avergonzado de Platón y ruido endiablado de todos los espíritus libres: la
caverna le ha reventado a Platón en las manos: los que trepaban practicando la
dialéctica ejercían de inútiles y los supuestamente atrapados en el fondo son en
verdad libres. ¿Con qué va a obligar Platón? ¿Acaso con una ida inaprensible,
indemostrable, impostulable, no obligante…? Es el “día claro” y no la “mañana gris”;
la espesura de la niebla que dejaba entrever el sol ha caído y este ilumina con el “bon
sens” –no con la luz de la Aufklärung, de la razón-, con la luz de la “jovialidad”, de la
vida: no se puede oscurecer la biografía de los veinte años con la senectud del
ejercicio de la virtud. Es el momento del “desayuno”, de romper con el ayuno y la
abstinencia, de librarnos del corsé de la moral, de brindar por Dionisios y de
situarnos, por tanto “más allá del bien y del mal”. La humanidad ha encontrado otras
fronteras: no las de la eternidad de Dios, sino las de la eterna temporalidad de sí

Resurrección de Cristo: “El primer día de la semana, por la mañana temprano, cuando todavía en
tinieblas...”(Jn, 20, 1). De nuevo Nietzsche –atentísimo lector del Nuevo Testamento- utiliza con
ironía magistral la historia para lanzar su crítica radical, esta vez al cristianismo. Si Juan utiliza la
claridad de la mañana para contraponerla a la oscuridad aún existente en el corazón de las mujeres
-que, ajenas a la Resurrección supuestamente ya acaecida, acudían a embalsamar el cuerpo de
Jesús, y anunciar así la victoria sobre la muerte del que es “Lux mundi”-, Nietzsche va a servirse
de la misma metáfora, temporalizándola además, hasta llegar a la nueva “luz del mundo”,
Zaratustra, el profeta de la nueva humanidad -“punto culminante de la humanidad”-
despojando así a Cristo, como ya hemos insinuado, del que quizá sea su título más preciado: “Hijo
del Hombre”. La máxima luz coincidirá con la muerte de Dios, justo al contrario de las tinieblas
que oscurecen el mundo cuando Jesús expira en la cruz. Puede leerse a este respecto la
documentada y bellísima exégesis que del Evangelio de San Juan llevaron a cabo Juan Mateos y
Juan Barento. Cfr. El evangelio de Juan. Análisis lingüístico y comentarios exegéticos. Ediciones
Cristiandad. Madrid 1979. En especial, pgs. 842 y ss.
52
   Subrayado nuestro.
53
   No es este el momento de analizar las relaciones de Nietzsche con el positivismo, filosofía
lejana a su pensamiento, pero que sí coincidió con él en la ruptura con la trascendentalidad de la
metafísica occidental.
54
   G.W.F. Hegel. Phänomenologie des Geistes. Suhrkam Verlag, pg. 590.

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misma.
         “Hemos eliminado el mundo verdadero” –“hemos matado a Dios” gritaba el
loco”- ¿qué mundo nos ha quedado? Quizá ninguno y posiblemente todos; si no hay
mundo verdadero tampoco es necesario su correlato ontológico, el aparente. De
nuevo ha invertido Nietzsche el razonamiento del racionalismo: antes lo hacía con
Dios y ahora lo hace con el mundo. Leibniz justificaba a Dios diciendo que este es
“el mejor de los mundos posibles” –teodicea a la que Hegel respondía que este
mundo era el único posible por ser el único existente, el que de hecho es.
         Nietzsche quiere mantenerse fuera de esa lógica –para él son variaciones
musicales sobre el mismo tema; no se trata ni de perfecciones ni de imperfecciones,
ni de verdades de hecho o verdades de razón y, por tanto, ni de qué sea lo que deba
ser o de justificar “lo sido” con el tautológico “de hecho es”. Estamos ante el
instante de la “sombra” –“error”- más corto, ante el mediodía y la luz del sol que ya
no es el de la Grecia socrática y es, por tanto, ignorante de los parámetros
epistemológicos y ontológicos de esa Historia del error pues hemos incorporado a
Dyonisios y con él a la historia de “lo no pensado”.
         El instante de la sombra más corta y el inicio de Zaratustra se contraponen a
las tinieblas advenidas al mundo con la muerte de Jesús55. La muerte del Hijo del
Hombre significa, justamente, el inicio de humanidad, de Zarathustra. Así comienza
el tiempo de la soledad vivida y de los valores caducos o morales de interregnos. En
cualquier caso, Nietzsche ha hecho pasar el tiempo de las “revoluciones
conservadoras” de los valores eternos instaurados por el cristianismo. El tiempo de
Zarathustra no es lineal como el cristiano ni falsamente circunférico como el
hegeliano, sino que es considerado como lo único absolutamente eterno y, por tanto,
como lo único que eternamente retorna a sí mismo: lo caduco es lo eterno. Nietzsche
traspasa, así, la Resurrección de Cristo que significa lo contrario: la irrupción de la
eternidad en la temporalidad. Nuestro filósofo habría irrumpido en la eternidad
desde la temporalidad.
         La muerte de Dios es el descubrimiento de la vida por ser el descubrimiento
de la temporalidad y en medio de ella el descubrimiento de la libertad, no ilustrada –
no kantiana- y por tanto “no sometida a leyes morales”, pero sí el de una libertad
sola, la de las altas cumbres, la libertad de la soledad. La conclusión no es lógica sino
ontológica: “incipit Zarathustra”; dada la muerte de Dios comienza la vida del
hombre pero habitando en las altas montañas. Seguir leyendo a Nietzsche es
procurarse, en un ejercicio de honestidad, un habitáculo en la soledad.
         III.- A modo de conclusión: el “eterno retorno de lo mismo”, o “a mis
soledades voy,/de mis soledades vengo”.
         El poeta se adelantó al filósofo cuando justificaba ese círculo y lo legitimaba
con un razonamiento pasmoso por simple: “porque para andar conmigo, me bastan
mis pensamientos”. El verso de Lope de Vega, también “tremendo”, describe la
experiencia de la voluntad filosófica de Nietzsche quizá sólo matizable desde un
pequeño detalle: seguramente nos bastaría el singular. Nietzsche fue hombre de un
único pensamiento contra el que, como hemos visto, estrella a sus lectores para
abandonarlos en medio del mismo; tiene razón Heinrich Mann cuando afirma de
Nietzsche que “su obra es terrible y se ha hecho amenazadora…”56
         Es, de nuevo, el propio Nietzsche quien avisa, esta vez desde la conciencia
55
 Cfr. Mt. 27, 45
56
  H. Mann. Nietzsche y la eternidad. Ed. Losada. Buenos Aires 2005.Traductor: Vicente
Mendivil. (No se especifica título original).

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