Todo pasa pronto Juan David Correa Ulloa

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                          Todo pasa pronto

                          Juan David Correa Ulloa

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© 2007, Juan David Correa Ulloa
                    © De esta edición:
                      2007, Distribuidora y Editora Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara, S. A.
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                          © Fotografía de cubierta: Iván Darío Herrera
                          © Ilustración de cubierta: Julio César Gómez
                          © Diseño de cubierta: Ana María Sánchez

                          ISBN: 978-958-704-564-2
                          Impreso en Colombia - Printed in Colombia
                          Primera edición en Colombia, noviembre de 2007

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A Consuelo y Hernán Darío, mis padres

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La soledad deja frágil el cristal y fuerte el acero
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                                          Una historia de amor y oscuridad

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1.

                            Hoy cumplí diez años y no hubo fiesta de cum-
                    pleaños. Es 13 de noviembre de 1982, pero pronto,
                    en veinte segundos, será catorce, y el peor día de mi
                    vida acabará para darle paso a uno aún más terrible.
                    Son las doce de la noche y he decidido levantarme de
                    la cama. He tratado de hacer el menor ruido posible.
                    El piso de esta casa, de este refugio temporal, es de
                    madera y cada pisada es un crac que camina lento por
                    los corredores, los cuartos, la sala, el comedor, la coci-
                    na, el cuarto del servicio, las escaleras que conducen
                    al patio del apartamento que el abuelo le construyó a
                    la tía María como regalo de matrimonio; un crac que
                    se pierde en el garaje donde está parqueado el Zastava
                    azul del abuelo y alcanza la calle y rebota en los postes
                    de la luz; esos postes grises con bombillos de luz azul
                    parecida al aviso del Smith & Wesson, el bar preferi-
                    do de papá y mamá.
                            Camino, salgo del cuarto, doy veinte pasos en
                    puntillas y me siento en la escalera. Es una escalera
                    de baldosa blanca. Sube del hall de entrada hasta el
                    segundo piso. Allí hay seis cuartos en donde duermen
                    mis tíos. Los que aún no se han ido, los que aún son
                    menores. La escalera tiene forma de C al revés. Me
                    siento. Los escucho. Cierro los ojos para oír mejor.
                    Hace tanto frío que lo siento subiendo por la espal-
                    da. Tengo puesta una piyama azul del hombre araña.
                    No llevo medias. Trato de acomodar mis pies sobre

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                    mis muslos. Los cruzo. Como no lo logro, caliento
                    primero uno, lo froto, lo cubro con las mangas de la
                    piyama y después hago lo mismo con el otro. Sus vo-
                    ces llegan apagadas, como si tuvieran un vaso sobre la
                    boca. Mi hermano duerme en el cuarto del fondo.
                            Esta es la casa de mis abuelos. Llegamos hace
                    una semana. Dos de mis tíos debieron desalojar su
                    cuarto para acomodarnos. Es el cuarto más grande,
                    es tan grande como la sala de la casa que dejamos
                    hace poco. Lo desocuparon pues trajimos todo nues-
                    tro trasteo.
                            Abro los ojos. Desde este lugar veo las cabe-
                    zas de papá y de mamá recostadas en los espaldares
                    de dos poltronas amarillas. Detrás de ellos está una
                    jardinera sembrada con millonarias. Las millonarias
                    son las plantas preferidas de la abuela Gracia. Dice
                    que traen buena suerte. Las pobres plantas no han
                    podido cumplir el agüero de la abuela. Desde donde
                    estoy veo a mis abuelos de frente. Están sentados en
                    el sofá compañero de las poltronas. El abuelo aún
                    está en camisa y pantalones de paño. Encima tie-
                    ne puesta una levantadora de cuadros. Lleva unas
                    pantuflas de terciopelo y suela de caucho. Cuando
                    el abuelo camina por los corredores la suela de sus
                    pantuflas aumenta el crac de la madera. Sobre la
                    mesita del centro hay por lo menos veinte porta-
                    rretratos con fotos de la familia de papá. Mi abue-
                    la también tiene puesta levantadora, pero supongo
                    que ya está en piyama porque se le ven los dos blancos
                    de las piernas. La abuela Gracia y el abuelo Luis tienen
                    las manos arrugadas y pecosas. Cada vez que me acari-
                    cian me dan miedo esas manchas cafés sin forma, esos
                    mapas sobre la piel.

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                            Sólo una cosa los haría mirar hacia donde es-
                    toy sentado: que la criatura pegue uno de esos gritos
                    que me dejan helado. La criatura es mi hermano y
                    nació de seis meses y medio. Me ganó por quince
                    días. Papá me llevó hace un mes y medio a verlo flotar
                    en una incubadora a la clínica David Restrepo. Lo
                    miramos desde una ventana que daba a una enorme
                    sala; un laboratorio en el que experimentaban con
                    pequeños animales. Eran pequeños animales lo que
                    vi. Parecían calientes, metidos en aquellas cápsulas de
                    cristal. Llevaban electrodos pegados a la piel. En este
                    momento, al cerrar los ojos, puedo volver a verlos.
                    Una enfermera arrastró una de las cunas y la pegó al
                    vidrio. Sentí la respiración cortada de papá. Su mano
                    apretó mi hombro. Lo miré, no me dijo nada.
                            Ahora son mis manos las que están frías. Vuel-
                    vo a prestar atención. Oigo un seseo, una serpiente
                    arrastrándose por algún lugar del aire: es la voz del
                    abuelo con sus cascabeleos. El abuelo Lucho debe te-
                    ner unos sesenta años. Es calvo y le salen pelos grises
                    de la nariz. Mi abuela también es canosa. Tiene los
                    ojos grises y también cascabelea cuando habla. Cierro
                    los ojos e imagino a papá: tiene barba, la cara redon-
                    da, los ojos verdes que cambian de color con la luz.
                    Usa gafas redondas. No es flaco ni tampoco gordo.
                    Él dice que es fornido. Es más alto que el abuelo que
                    es huesudo y flaco. Las manos de papá son fuertes.
                    Siempre que llega a casa quiero que esas manos me
                    abracen, me escondan, me eviten pensar, como lo
                    hago ahora.
                            A mamá sólo se le ve la mitad de la cabeza.
                    Se le ve un poco de su pelo negro nada más. Se ve la
                    carrera, una línea muy blanca. Es como una carretera

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                    que le cruza el cráneo en dos. Ya casi la alcanzo. En
                    eso pensaba el otro día, el día en que trajimos todas
                    nuestras cosas hasta aquí. Le llego a los hombros. Me
                    paré a su lado mientras empacábamos las cajas y medí
                    con mi mano: me falta una cuarta para alcanzarla. Yo
                    me veo bastante bajito porque soy grueso; no diría
                    que gordo, aunque así me digan en el colegio: ahí va
                    el gordo. A papá le molesta que me llamen así. A mí
                    también. Cargo con un apodo que me restriegan una
                    y otra vez cada vez que intento pasarme con algu-
                    no del curso: grasiento asqueroso, me dicen. El otro
                    día le clavé un puñetazo a Borda por decirme llantas
                    Uniroyal. Estábamos en cambio de clase de matemá-
                    ticas. Me acerqué a Borda, le pedí que se volteara y
                    me repitiera eso de Uniroyal y apreté el puño. Uno de
                    mis nudillos se incrustó en sus dientes de conejo.
                            —Sígame jodiendo, Borda, y la próxima le
                    tumbo todos los dientes —le dije.
                            El imbécil salió corriendo por todo el salón.
                            —¡Me lo aflojó, me lo aflojó! —gritaba.
                            Cuando entró Maritza, la profesora de mate-
                    máticas, todo el mundo se quedó callado. Borda se
                    dedicó a sobarse la boca y yo a contener el chorro de
                    sangre que me salía del nudillo.
                            No debo desviarme. Tengo que concentrarme.
                    Eso es lo que me dice una y otra vez el doctor Giral-
                    do. Estoy sentado en esta escalera y sólo oigo pedazos
                    de la conversación. Los rostros de los abuelos parecen
                    agotados. El cansancio se les ve en la cara. Están cu-
                    biertos por dos sombras con forma de gota que pro-
                    duce la luz de una lámpara de cristal. Mis pies están
                    fríos. Quisiera hacer algún ruido. Sé de qué hablan,
                    pero me resisto a pensarlo. Pienso en una palabra.

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                    Mamá me ha dicho que cuando uno tiene miedo o
                    necesita concentrarse lo mejor es repetir una palabra:
                    tortuga, tortuga, tortuga, tortuga. Por más que repito
                    la palabra no aparecen por ningún lado el caparazón,
                    la cabeza babosa, los ojos negros y la piel fría. Me
                    siento como un testigo de la serie Perry Mason. Es
                    uno de mis programas preferidos. Oigo tres palabras
                    que pronuncia el abuelo Lucho: «Toda la vida». No
                    sé qué quiere decir toda la vida: toda la vida, toda la
                    vida, toda la vida. No aparece nada. ¿Toda la vida son
                    muchas mañanas y muchas noches? Mañana y mu-
                    chas mañanas todos se ocuparán de la criatura, siem-
                    pre vestida de amarillo, moviéndose como un caracol
                    dentro de su concha.
                            Si soy el testigo, los jueces son mis abuelos. Mis
                    padres, los acusados. Estoy en un estrado con forma
                    de escalera. Los miro desde arriba sin que me vean. Y
                    aunque sé lo que estoy escuchando, sigo tratando de
                    buscar palabras. Piso. Pasamanos. Puerta. Matas. Ta-
                    pete. Cajas. Apartamento. Crecer. Criarse. Mijo. Mijo.
                    Mijo. Mi reina. Mi rey. Ninguna me sirve. Criatura,
                    ensayo, criatura, sigo. La criatura es pequeña, muy
                    pequeña y se llama Gabriel y duerme mucho y grita
                    como los locos que pasaban por el frente de la casa de
                    Sears con sus costales de cabuya en los que se llevan
                    a los niños lejos para sacarles los ojos y venderlos. Mi
                    abuelo habla como un juez.
                            Los ojos me pesan y escucho que mi madre le
                    dice a mi padre algo que no quiero repetir. Mi padre
                    agacha la cabeza pues dejo de verla. No dice nada.
                            El frío se apodera de mi espalda. Tengo la piel
                    como una paleta. Estás como una paleta, dice mamá.
                    Un viento helado me sube por la columna, luego a la

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                    cabeza, baja por mi nariz, quiero contenerme, cierro
                    los ojos, ahora no, ahora no, pienso mientras respiro.
                    El crac de la madera se me mete en el cuerpo. Co-
                    mienzo a temblar.
                           —Lo siento, mi pequeño. Lo siento mucho
                    —dice mamá sentada al lado de la cama. Me duelen
                    los dientes. Cada vez las crisis son peores. No puedo
                    recordar nada. Cojo su mano. La luz de la pequeña
                    lámpara del nochero del lado en que duerme papá si-
                    gue prendida. Afuera está lloviendo. Oigo el agua gol-
                    pear los vidrios. Veo la luz de los rayos que iluminan
                    durante segundos la habitación. Quiero dormir pero
                    no puedo y ella lo sabe, así que sigue acariciándome.
                    Luego se levanta cuando cree que me he dormido.
                           Oigo el chirrido de la puerta.
                           —No la cierres —le digo pasito, para no des-
                    pertar a la criatura.
                           —Duerme, Pablo —me dice ella. Su mano se
                    pierde mientras ajusta la puerta.
                           No quiero dormirme. No voy a dormir esta
                    noche.

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2.

                            —En esas cosas no deben estar niños, Daniel,
                    entiéndelo —dijo mamá.
                            —Según tú, ni niños ni adultos. Es sólo un
                    rato. Ya que te vas a ir, quiero estar con Pablo un rato.
                    Si tu decisión está tomada, por lo menos déjame par-
                    ticipar. A las seis estamos de vuelta.
                            Salieron del estudio. Di un brinco y caminé
                    por el corredor como si no hubiera estado acurruca-
                    do escuchando. Era día festivo. Me había levantado
                    tarde. Nacho me sirvió el desayuno. Cuando le pre-
                    gunté en dónde estaban papá y mamá me señaló el
                    estudio.
                            —No se le vaya a ocurrir ir a meterse allá, mi-
                    jito, no sea sapo.
                            La miré con rabia. Le gruñí haciendo una
                    mueca de perro rabioso.
                            —Chite —le dije.
                            Me comí unos huevos fritos y esperé a que se
                    fuera al lavadero. Cuando puse la oreja contra la puer-
                    ta del estudio, mamá se levantó y abrió la puerta.
                            —Pablo, deja de andar espiando —me gritó.
                            —No estaba haciendo nada, lo juro —le dije.
                            —Deja de hacer esa cara. Más bien métete a la
                    ducha que te vas con tu papá.
                            —¿Adónde?
                            —Pregúntaselo a él.
                            Papá salió del estudio.

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18

                            —Dejá de gritar, por favor. Pablo, andá, me-
                    téte en la ducha.
                            —¿Adónde vamos, pa?
                            —A una reunión, camaroncho.
                            —Pablo, deja de preguntar y métete en la du-
                    cha, ¿sí?
                            La ducha me producía terror. La última vez que
                    me caí me abrí el antebrazo. La sangre se confundía
                    con el agua cuando desperté. Estaba tirado en el suelo.
                    Mi cabeza siempre rebotaba como una manzana podri-
                    da al caer de un árbol. Una manzana magullada muy
                    diferente a la de Guillermo Tell. Me metí en la ducha.
                    Me refregué un poco con jabón y puse la espalda sobre
                    el chorro de agua hirviendo. Me gustaba quemarme y
                    aguantar el dolor. La piel se iba poniendo roja.
                            —Échate champú —me gritó mamá.
                            Salí. Ella estaba en mi cuarto tendiendo la
                    cama.
                            —Pablo, esto está muy desordenado, cuando
                    vuelvas lo ordenas, por favor, ¿sí?
                            —Ajá.
                            —Te saqué la ropa.
                            Miré hacia el rincón en donde estaba una silla
                    de madera en la que había varios libros.
                            —¿Y las botas?
                            —Hoy no te vas con botas, tienes hongos en
                    los pies.
                            —Pero siii…
                            —Pero si nada. Ponte los tenis. Y apúrate que
                    tu papá te está esperando.
                            —Mamá, ¿adónde vamos? ¿Por qué papá dice
                    que ya tomaste una decisión? ¿Qué es lo que está
                    pasando?
                       Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución,
                       comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con autorización de los titulares de
                       propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito
                       contra la propiedad intelectual (arts. 270 y ss. Código Penal).

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