BAUDELAIRE 200 AÑOS GERARDO DIEGO - Portal de las Bibliotecas de Madrid

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BAUDELAIRE
   200 AÑOS

   GERARDO DIEGO

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BAUDELAIRE 200 AÑOS GERARDO DIEGO - Portal de las Bibliotecas de Madrid
ÍNDICE
Presentación, 3
Baudelaire antes de Baudelaire, 4
Sartre versus Baudelaire, 9
Baudelaire, el dandi, 12
Mujeres, 17
Dinero, 22
Baudelaire y la política, 25
Las ideas de Baudelaire, 29
Belleza deforme, 33
Las flores del Mal, 41
La prosa de Baudelaire, 47
Final belga, 55
Actualidad de Baudelaire, 58
Apéndice: flores esenciales, 60
Bibliografía, 68
Créditos, 72

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Y       a no quedan poetas malditos o, por lo menos, lo disimulan. Sin embargo, la poesía
        sigue siendo más maldita que nunca. ¿Quién lee, por ejemplo, a Claudio Rodríguez,
        uno de los mayores poetas del siglo XX, de aquí mismo, de Zamora?
          Una de las explicaciones habituales, que ya cansan, es que la poesía se ha alejado
de la gente. ¿No será al revés? ¿No será la gente la que se ha alejado de la poesía? ¿No será
la sociedad la que ha desterrado la poesía al rincón de los saberes inútiles, junto con el
encaje de bolillos y los bailes regionales?
   Hasta el XIX el poeta tenía su lugar en la sociedad, que a veces era un lugar prominente.
En la antigua China, una de las pruebas más importantes en las oposiciones a funcionario
era la escritura de poemas. Nadie discutía la primacía del poeta en la cultura. Goethe fue el
último gran poeta que aún pudo gozar de este privilegio, ya con un pie en la nueva época.
Con la llegada de la burguesía y la sociedad industrial todo eso cambió. El poeta perdió su
sitio, fue arrinconado extramuros, posición en la que ―salvo puntuales excepciones―
permanece todavía. Ya no hacía ninguna falta en la civilización de la utilidad y el beneficio.
Desde el primer instante, el buen burgués despreció y ridiculizó a los poetas. Baudelaire fue
el primer poeta consciente de tener que dirigirse a una sociedad que ninguneaba la poesía.
Habitante de los márgenes, el poeta se ocupa desde entonces de todo lo marginal, es decir,
de todo lo que resulta inútil o irrelevante a la sociedad del progreso: la añoranza de paraísos
perdidos o imaginados, la ensoñación, el delirio y el resto de la vida interior, pero también
los compañeros de viaje del poeta: putas, borrachos, viejos, perdedores en general… todos
ellos motivos de algunas de las mejores poesías de Baudelaire.
   El malditismo, el satanismo, el dandismo, sus retratos de mujer-vampiro, sus lamentos de
pecador empedernido… todo eso ha envejecido muy mal. Mientras Lautréamont o
Rimbaud continúan tan flamantes como el primer día, buena parte de la obra poética de
Baudelaire está apolillada. La vigente, en cambio, (digamos ¿un tercio, un cuarto?) es
insuperable. En general, el mejor Baudelaire es el más impersonal y objetivo, aquel que se
olvida de la pose y recuerda, evoca, describe (una carroña o una vieja, un moribundo o un
encuentro con una desconocida); el cronista de la gran ciudad, pero también el que, una vez
en la alcoba, con las cortinas echadas y olvidado de prejuicios morales y misoginias, se deja
arrastrar por la sensualidad de un cuerpo, de un olor o de un recuerdo, que son a veces la
misma cosa.
   En cuanto a su persona, fue un tipo patético, como ya se encargó de analizar de manera
despiadada Sartre en un célebre ensayo. Durante toda su vida cometió la ingenuidad de
pensar que esa misma sociedad que le despreciaba terminaría recompensándole por haber
sido su primer poeta maldito. Después de todo le había sido útil, alguien tenía que ocupar
el puesto. Pero Roma no paga traidores. Le condenaron, le censuraron y le negaron la
entrada a la Academia. Y el autor de Las flores del mal murió idiotizado, repitiendo una sola
palabra, «crénom», equivalente fino de nuestro «me cago en…». De modo que un
impresentable, de acuerdo; pero ¿cuánta de la gente «sana» y «legal» del mundo, de los que
cada día son más equilibrados gracias a los libros de autoayuda, podría escribir un solo
verso de Las flores del mal?...

  ¿Qué queda de Baudelaire hoy día? Veinte o treinta poemas como veinte o treinta
diamantes; sus agudos ensayos; la introducción en Europa de su semejante y hermano Poe;
unas cuantas fotos pintonas que envidian los poetas de ahora, que nunca salen bien en las
suyas; y, sobre todo —eso no hay quien se lo niegue— el haber sido el primero en ver lo
que se nos venía encima: que ya nadie cree en la poesía, es decir, en la posibilidad de otra
vida.

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B           AUDELAIRE ANTES DE BAUDELAIRE

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                                                          Atravesado, a rachas, por soles cegadores»
                                                                        («El enemigo», Flores del mal)

  Charles Baudelaire, nacido en París, en abril de 1821, se consideraba «hijo de viejo, fruta
tardía», algo a lo que debió culpar por sus delicados nervios. «¡Caiga tres veces la desgracia
sobre esos padres inválidos que nos hicieron raquíticos y enclenques, predestinados como
estamos a no engendrar sino niños muertos al nacer!», se lamenta el protagonista de La
Fanfarlo. Joseph-François, padre del poeta, tenía en efecto sesenta años cuando en 1819 se
casa en segundas nupcias con Caroline Dufays, de veintiséis, una huérfana con escasas
perspectivas de matrimonio, presa fácil, por tanto, para un viejo rijoso. El poeta guardará
escasos recuerdos de aquel anciano enfermo con el que sólo convivirá seis años: apenas
unas visitas al Louvre y unos cuadritos de pintor aficionado. «Mi padre era un artista
detestable», escribirá a su madre años más tarde.
  Y, sin embargo, Baudelaire padre debió de ser un tipo
notable, culto y amante del arte, un genuino producto de la
Revolución francesa. Antes de ésta, fue cura y preceptor de
los hijos de un aristócrata liberal. Tras la Revolución,
François Baudelaire, que era un convencido republicano y
cura sólo por conveniencia, renunció a las sagradas órdenes
y se casó por primera vez en 1797. Siguió luego de preceptor
de la misma familia, antes de convertirse en jefe de oficinas
(«jefe de negociado») del Senado, un buen puesto del que se
jubilaría poco antes de casarse con la madre de Baudelaire.
Muere en 1827, ocho años después de casarse, a los seis de
Baudelaire hijo. De él dijo un amigo: «dominó círculos encumbrados por su temperamento
atrabiliario, su espíritu cáustico y la inflexibilidad de su republicanismo». Nos queda un
retrato suyo en el que, aparte de una mirada desafiante, de las que invitan a cambiarse de
acera, existen pocos rasgos en común con el hijo.

  Baudelaire tiene un hermanastro, Alphonse, nacido en 1805 del anterior matrimonio de
su padre. Alphonse trabajaría de juez de pueblo, más bien mediocre y sin brillo, de 1832
hasta su muerte en 1862, y muy pronto ambos hermanos romperían toda relación. El juez,
hombre de orden, le reprochaba al poeta su estilo de vida bohemio. Éste, a su vez,
tampoco se cortó un pelo: «Mi repulsión con respecto a mi hermano es tan fuerte», le
escribió a la madre en 1856, «que no me gusta que me pregunten si tengo un hermano».

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De la madre no hay mucho que decir. Ha pasado a la historia como una mujer débil y
conformista, cuya máxima obsesión era preservar su respetabilidad burguesa. Desde esta
perspectiva, parir a Charles fue un acto de terrorismo. Ciertamente, amó, ayudó y sufrió a
su hijo, pero nunca le comprendió. Todavía después de la muerte de éste, pretendía
censurar algunos poemas de la edición póstuma, algo a lo que se opusieron con ferocidad
los amigos. Uno de ellos, el editor Poulet-Malassis, escribió de ella: «La pobre mujer, cabeza
de chorlito… no se dio nunca cuenta del efecto negativo de sus costumbres y de su manera
de ser sobre su hijo, que ella conocía menos que nadie y con el que imagino fácilmente que
hubiera podido convivir miles de años sin comprender nada en absoluto».
                                        En 1828, al año de morir el padre del poeta, volverá
                                      a casarse de penalti con un militarote, el teniente
                                      coronel Aupick, otro huérfano como ella, quién sabe
                                      si no fue eso lo que les unió. No son jovencitos. La
                                      madre-viuda de Baudelaire tiene treinta y cinco años,
                                      su marido, treinta y nueve. En diciembre de 1828, la
                                      mujer da a luz una niña muerta.
                                        Pese a todas las leyendas, las relaciones entre
                                      padrastro y poeta serían buenas y afectuosas hasta el
                                      final de la adolescencia de éste. Jacques Aupick, por
                                      su parte, era la encarnación del orden establecido, un
                                      tipo como Dios manda. Un superior lo describía así
                                      en 1827: «constitución robusta, físico agradable, muy
                                      discreto y decente, amable en sociedad, firme y muy
juicioso, dueño de sí mismo en todas sus acciones, dotado de suma capacidad…». Aupick
se haría un nombre como represor de levantamientos obreros. En Lyon aplasta sin
contemplaciones el levantamiento de 1831 de los obreros de la seda (canuts). Poco después,
en enero de 1832, hace venir de París a su mujer y a su hijastro Charles, que tiene once
años. Un par de años más tarde reprime brutalmente un nuevo levantamiento de los canuts.
En recompensa por su brillante historial como represor, en 1836 le nombran jefe del
estado mayor de París, cosa lógica porque París era por entonces la capital de los
levantamientos populares y él, un consumado especialista en aplastarlos. En mayo de 1839,
tiene ya su primera oportunidad de lucirse en la capital, sofocando sin dificultad, en un solo
día, la insurrección de mayo liderada por Barbès y Blanqui, lo que le vale la promoción a
general.
   Pese a todos estos antecedentes, el feroz Aupick no era ningún ogro en familia; así
escribía de Baudelaire niño a un amigo por los mismos años en que sofocaba revueltas
obreras (1833): «Encontré a mi mujer con buena salud, así como a mi chavalín, que acaba
de entrar en 4º curso. Nos llena de satisfacción y contribuirá a nuestra felicidad en el
porvenir».
   Aupick desarrollaría una brillante carrera hasta su muerte: director de la Escuela
Politécnica en 1847, embajador en Constantinopla en 1848, embajador en Madrid en 1851
(donde el padrastro y la madre de Baudelaire se alojan en el palacio Villahermosa, el actual
Museo Thyssen), senador por fin en 1853. En 1855, se retira a una casita comprada en
Honfleur, en la costa normanda, de la que disfrutará poco tiempo. Muere de manera
significativa en abril de 1857, pocas semanas antes de que su hijastro, con el que ya no se

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habla, publique Las flores del Mal. Hasta en eso eran incompatibles: la inmortalidad literaria
de uno significará la muerte del otro.
  Pero no adelantemos acontecimientos. Un eufórico Baudelaire de quince años regresa a
París en 1836, después de haber pasado cuatro años odiosos interno en un colegio de Lyon,
donde su padre estaba destinado como jefe militar. Más adelante, en un texto de 1859 (El
arte filosófico) se despacharía a gusto con la ciudad: «… singular, beata y comerciante, católica
y protestante, llena de bruma y de carbón, en donde las ideas se desarrollan con dificultad.
Todo cuanto procede de Lyon es minucioso, elaborado con lentitud y temeroso».
  En París, lo meten interno en el prestigioso Collège
Royal Louis-le-Grand. Es un alumno brillante pero vago,
que queda de los primeros de la clase, pocas veces el
primero, y obtiene premios secundarios al final del curso.
Sobresale en Latín, Retórica, Dibujo, y obtiene una
sólida formación clásica. Falla en ciencias y matemáticas.
La madre ya se queja en 1834 de un Baudelaire de trece
años procrastinador. Siempre deja todo para más tarde,
dice de él. Así lo dibuja un compañero de clase: «Fino y
distinguido, mucho más que ninguno de nuestros
condiscípulos, no se podía uno figurar adolescente más
atractivo».
  Por entonces, aún aprecia a su padrastro. En una carta
a su madre (5-12-1837), escrita con dieciséis años, le
dice: «Le tengo cariño de verdad a ese padre; no te
olvides de decírselo de mi parte». Y está muy enmadrado, incluso con diecisiete años; así se
despide en una carta de entonces: «aunque sepas que te quiero, aún te extrañarás al ver
cuánto te quiero. Adiós, a ver quién quiere más al otro». Además de a su madre, admira a
Victor Hugo y a Delacroix, y ya desde la adolescencia escribe versos, en latín y francés, y se
considera poeta. Se le destina a estudiar Derecho.

  La primera señal de lo que se avecina acontece en su último año de bachillerato. En 1839,
recién cumplidos los dieciocho, lo expulsan del Louis-le-Grand por negarse a entregar una
nota que le había pasado un compañero. En realidad, era la gota que colmaba el vaso de las
indisciplinas. De esta manera explica el director del colegio, en carta al padrastro de
Baudelaire, los motivos de la expulsión: «… su Sr. Hijo, conminado por el subdirector a
entregarle una nota que uno de sus compañeros acababa de deslizarle, se negó a darla, la
rompió en pedazos y se los tragó. Enviado a mi despacho, me declaró que prefería
cualquier castigo a traicionar el secreto de su compañero…».
  Otra rebelión más grave se produce por aquellas mismas fechas. En mayo de 1839, poco
después de la expulsión de Baudelaire, tiene lugar la insurrección de Blanqui y Barbès.
Como queda dicho, será el propio padrastro de Baudelaire quien se encargue de aplastarla.
No es extraño que el joven Baudelaire se identifique con Blanqui y sienta una inmensa
admiración por el revolucionario: un mismo represor los hermana a ambos; el poeta,
encima, lo sufre en casa.
  Un compañero de Baudelaire nos lo describe, al poco de su expulsión, en carta a sus
padres: «… se ha transformado en un joven muy hermoso, pero lo que más me gusta es

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que se ha vuelto estudioso, serio y religioso.» O Baudelaire disimulaba muy bien o el
compañero era de los menos despabilados de la clase, porque, después de aprobar el
bachillerato por libre y de matricularse en Derecho como quería la familia, el poeta se lanza
de lleno a la bohemia y se convierte en todo, menos en «estudioso, serio y religioso». Años
más tarde, evocaría con nostalgia la atmósfera vital de aquellos años en su retrato de Petrus
Borel:

         Ese espíritu que era a la vez literario y republicano, al contrario de la pasión democrática y
       burguesa que más tarde nos oprimió de manera tan cruel, era espoleado al mismo tiempo por un
       odio aristocrático ilimitado, sin restricciones ni piedad, contra reyes y burgueses, tanto como por una
       simpatía general hacia todo lo que en arte representase el exceso en el color y la forma, hacia todo lo
       que fuera a la vez intenso, pesimista y byroniano; diletantismo de una naturaleza singular y que sólo
       puede explicarse por las odiosas circunstancias que enclaustraban a una juventud hastiada y
       turbulenta.

  Son los petardos finales de la explosión romántica, liderada por Victor Hugo, a quien
Baudelaire idolatra: «…le quiero como se quiere a un héroe, a un libro, como se quiere
limpiamente y sin interés a toda cosa bella», le escribe a un Hugo de treinta y ocho.
  Por aquellos años entra en contacto por vez primera con un círculo de escritores
parisinos; entre los más conocidos están Théophile Gautier (diez años mayor), el crítico
Sainte-Beuve (diecisiete años mayor), Gerard de Nerval (trece años mayor), Nadar (un año
mayor). Hace algunas visitas de admirador entusiasta a Victor Hugo (diecinueve años
mayor) y a Balzac (veintidós años mayor). A Stendhal (treinta y ocho años mayor), al que
también admiraba, hubiera podido conocerlo antes de 1842, año en que murió con
cincuenta y nueve cumplidos, mientras Baudelaire contaba veintiuno. Théodore de Banville
era el único conocido menor (un par de años menos que Baudelaire), pero también el más
precoz: se dio a conocer ya desde 1842 (con diecinueve años) como poeta importante con
Les cariátides. Banville tenía en muy alta estima a Baudelaire como poeta, ya desde el
principio. De hecho, desde muy pronto (1844-1845), Baudelaire se crea fama de poeta de
culto entre un círculo de conocidos y entendidos.
  También con diecinueve años traba conocimiento con otro tipo de conocido menos
agradable que le acompañará durante toda su vida. En 1839 contrae una blenorragia que le
contagia su amante de entonces, la prostituta judía Sara, llamada la Louchette (Bizquilla).
Seguramente, también fue ella quien le contagió la sífilis. ¿Acaso provenga de ahí su feroz
antisemitismo? La sífilis se trataba con mercurio, que producía espasmos estomacales
tratados a su vez con opio, al que Baudelaire se engancharía desde joven. Se pensaba
equivocadamente que la sífilis podía curarse y contraerse una y otra vez. No sólo eso, sino
que circulaba la creencia de que, después de curarse una sífilis, uno salía fortalecido. En una
carta de Baudelaire a Poulet-Malassis, su editor, de 1860, le asegura: «no hay nadie que goce
de mejor salud que el que ha tenido sífilis y está bien curado… Es un verdadero
rejuvenecimiento». Baudelaire tendría sucesivos «rejuvenecimientos», que no eran sino las
diversas fases de la misma enfermedad: en 1849-50 y en 1861. Tras esta última, se volvió
pesimista y declaró que tenía «la sangre infectada».
  Igualmente de entonces, arranca su desastrosa relación con el dinero. Fiado en la fortuna
que heredará a la mayoría de edad, el joven bohemio se lanza alegremente al despilfarro.
Antes de cumplir veinte años, Baudelaire le pide un préstamo a su hermano y le envía un

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estado de cuentas. Ya ha acumulado una deuda de unos 3000 francos; una cantidad
considerable para la época (un sueldo anual de un funcionario medio rondaba los 2500
francos), debida sobre todo a gastos de ropa y a sablazos diversos. El hermano Alphonse
ganaba al año justo la mitad de esos 3000 de deuda, que serían cancelados por una
deducción del futuro capital a heredar. Una parte de la deuda se va en mantener a su
bizquilla.
  Para apartarlo de las malas compañías, en junio de 1841 la familia lo embarca rumbo a
Calcuta. El viaje costaba 5500 francos, una cantidad importante. En su travesía, Baudelaire
dobla el Cabo de Buena Esperanza, sufre una tempestad y desembarca en la isla Mauricio,
junto a Madagascar, donde se niega a proseguir viaje a la India. Parte de la isla Reunión en
noviembre de 1841 y arriba a Burdeos en febrero de 1842. A finales de ese mes ya está de
vuelta en París, sin cumplir ni la mitad del periplo, lo que no obsta para que, más adelante,
alimente la leyenda de aventuras exóticas en la India, donde nunca llegó a poner pie.
   Recién cumplida su mayoría de edad en abril de 1842, Baudelaire se independiza de la
familia y se va a vivir a una habitación en la parisina isla de San Luis, por la que paga 225
francos al año, que le parecen caros. La herencia recibida asciende a 18000 francos, más
diversas acciones y tierras que le rentan en total 1800 francos anuales. «Charles se creyó
rico», dice su biógrafo Pichois, «de hecho, era un hombre de posición acomodada, a
condición de ganar algo con su trabajo». Nada más entrar en posesión de la herencia, sin
embargo, Baudelaire se lanza a despilfarrar y se entrampa en tiempo récord. Se siente el
amo de la ciudad, casi tanto como el padrastro, que ese mismo año es nombrado
comandante de la plaza militar de París.
  Las escenas tensas de un veinteañero Baudelaire con el padrastro se suceden sin tregua;
incluso un teatral intento de estrangulamiento por parte del poeta, que el general, un
hombretón, resuelve con un par de bofetones. El escritor renuncia al brillante porvenir que
le preparaba su padrastro, amigo del duque de Orléans, y se dedica de lleno a la bohemia.
Un testigo de aquellas peleas familiares, Maxime du Camp, las recordaba así en sus
memorias: «Entre el padrastro y el hijastro la lucha se haría incesante y de una intensidad
que hacía suspirar a Mme. Aupick, persona débil, que quería a su marido, quería a su hijo,
procuraba calmar al uno, intentaba apaciguar al otro, no lo conseguía y se desesperaba».
  En octubre de 1843, Baudelaire se muda a un apartamento del célebre Hotel Pimodan,
donde tiene su sede el club de los haschischins, y por el que paga 350 francos al año, un
verdadero pastón. Allí seguirá contrayendo sin parar deudas para decorar sus habitaciones
con gran suntuosidad. Gasta una fortuna en cuadros, que resultan en su mayor parte falsos.
Hasta el final de su vida se vería perseguido por las deudas contraídas entonces, más de
veinte años antes. A cambio, en aquel hotel escribiría buena parte de los poemas de sus
Flores del mal, lo que, por lo menos para sus lectores, compensa cualquier despilfarro. Si
pudieran valorarse los poemas como los cuadros, ¿cuánto valdría un poema de Las flores del
mal? ¿No pagaría con él, y aún sobraría, todas las deudas contraídas entonces?

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S       ARTRE VERSUS BAUDELAIRE

             «Pero la creación deliberada del Mal, es decir, la falta, es aceptación y reconocimiento del Bien;
                      le rinde homenaje y, bautizándose a sí misma mala, confiesa que es relativa y derivada,
                         que sin el Bien no existiría. Concurre, pues, mediante un rodeo, a glorificar la regla».
                                                                                             (Sartre, Baudelaire)

  En el informe donde se solicita por parte de la familia la tutela judicial de Baudelaire, los
datos de la prodigalidad del poeta son demoledores. Se valora la herencia recibida (entre
capital, acciones y tierras) en 100000 francos. De ese dinero, sólo un año más tarde ya había
consumido casi un cuarto (20500 francos) y seguía entrampándose a marchas forzadas. Se
dan algunos ejemplos: una cuenta de 900 francos en un restaurante (casi cuatro años de un
buen alquiler de vivienda); o dos cuadros comprados por 400 francos, que al revenderlos,
rentan sólo 18.
  En junio 1844, dos años después de recibir la herencia, la mitad de la fortuna de
Baudelaire ya se había evaporado, según el informe, y además el poeta no tenía ingresos por
trabajo alguno. En respuesta, la familia le prepara un consejo de tutela. Finalmente, en
septiembre de 1844, Baudelaire es sometido a tutela judicial y se le asigna un tutor para que
controle sus gastos, el notario Ancelle, que lo sería ya hasta la muerte del poeta; un tipo de
lo más formal, que terminaría convirtiéndose paradójicamente en su confidente. El poeta se
resignó y renunció a recurrir.
  Según los términos de la tutela, se le arrebata el control de su herencia a cambio de
proporcionarle una cantidad mensual de renta, suficiente para vivir con modestia. El
problema no es sólo que el joven Baudelaire no salda las deudas antiguas, sino que sigue
contrayendo sin parar otras nuevas, pese a que la tutela se lo prohíbe expresamente.
  Después del breve espejismo del hotel Pimodan, la única ocasión en que vivió a lo gran
señor, Baudelaire se convirtió en un rentista pobre y endeudado. A partir de ese momento,
la vida del poeta cambiará muy poco: constantes cambios de domicilio (se calcula que
habitó unos cuarenta en toda su vida), sablazos a los amigos, huida de los acreedores,
lamentos constantes por una situación que él mismo había provocado. Y la vida habitual en
la bohemia de la época: cafés, prostitutas, abundante alcohol y láudano, el opio entonces
legal, que se expendía en las farmacias. Sus ingresos literarios fueron siempre menguados y,
en cualquier caso, nunca hizo verdaderos esfuerzos por vivir de su pluma como otros, cosa
que hubiera estado perfectamente a su alcance. Baudelaire se convirtió muy pronto en lo
que siempre había deseado, un poeta maldito. Como en los daguerrotipos antiguos, una vez
satisfecho con la pose, se inmovilizó para largo tiempo, en realidad para el resto de su vida.
Todos los posteriores acontecimientos de su biografía (las diversas mujeres, la publicación
y proceso de Las flores del mal, las traducciones de Poe…) no fueron sino retoques y
pequeños ajustes a una imagen cuajada («su más preciado anhelo», diría Sartre, «es Ser
como la piedra, la estatua, en el reposo tranquilo de la inmutabilidad»). Es cierto que su
vida entera se nos aparece como un monumento funerario, y hasta Bataille, que trató de
rescatarlo, no tuvo más remedio que admitir: «Puede que la plenitud de su poesía esté ligada

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BAUDELAIRE 200 AÑOS GERARDO DIEGO - Portal de las Bibliotecas de Madrid
a la imagen inmovilizada del animal caído en la trampa que dio de sí mismo». Puesto que él
así lo quiso, aprovechemos esta imagen congelada para analizar los diversos aspectos y
renunciemos al orden cronológico. Tal vez sea éste el momento oportuno de insertar el
despiece que hizo Sartre de esta imagen solidificada, una de las mayores proezas en análisis
psicológico que se han visto nunca.

   La tesis de Sartre es clara: hay ciertas cosas que uno quiere, aunque no las procure
deliberadamente. Simplemente, deja que le pasen poniéndose en situación. Por ejemplo la
miseria de Baudelaire, que recibió una bonita herencia y casi la despilfarra por completo en
tiempo récord. Era vaticinable, pues, que la familia le pusiera bajo tutela para impedir la
completa ruina. Ítem más, frecuentar la prostitución más arrastrada, como hacía el poeta,
fue durante todo el siglo XIX y comienzos del XX (hasta la invención de la penicilina) jugar
a la ruleta rusa con la sífilis. La lista de artistas y escritores infectados es nutrida: de
Beethoven a Joyce, pasando por Flaubert, Van Gogh, Dostoievski o Nietzsche. Uno sabía
muy bien a qué se arriesgaba y cómo acabaría tarde o temprano.
                                               De modo que Sartre desmonta sin
                                             contemplaciones los lamentos victimistas del
                                             poeta. Casi nada de lo que le sucedió a
                                             Baudelaire en su vida fue casualidad o mala
                                             suerte; el escritor no tiene ningún derecho a
                                             quejarse. Baudelaire, en el retrato que Sartre
                                             dibuja de él, fue un niñato en el sentido más
                                             estricto de la palabra. Es decir, un niño
                                             consentido y acaparador, que se sintió
                                             traicionado por el matrimonio de su madre con
                                             su padrastro. Desde ese instante, todas sus
                                             provocaciones y rebeldías ―empezando por el
                                             satanismo― fueron una forma tanto de venganza
                                             como de llamar la atención, de su madre pero
                                             también de la sociedad como Dios manda que
                                             ella representaba: «¿Pero qué es en el fondo
                                             Satán sino el símbolo de los niños desobedientes
                                             y enfurruñados que piden a la mirada paterna
                                             que los cuaje en su esencia singular, y hacer el
                                             mal en el marco del bien para afirmar su
                                             singularidad y lograr su consagración?».
   Y todo lo hizo siempre con la vista puesta en una futura y apoteósica reconciliación,
siguiendo el patrón del hijo pródigo, como demuestran la correspondencia y los numerosos
y baldíos intentos de ser admitido por la buena sociedad de su época al final de su vida. Su
rebeldía fue estratégica, nos dice Sartre, una forma de reclamar más reconocimiento, nunca
cuestionó en serio el orden establecido ni se le pasó por la cabeza que pudiera haber otra
forma de organizarlo, como no fuera volviendo al pasado aristocrático más rancio.
   La conclusión de Sartre es que Baudelaire pudo ser independiente y renunció por miedo.
Tuvo a su alcance la independencia económica, como Flaubert; la política, como Hugo; la
moral, como Rimbaud, la sentimental, como Byron y todas las rechazó para someterse a la

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tutela económica de la familia, a la política de Napoleón III, a la religiosa del cristianismo
más retrógrado, a la erótica de mujeres inferiores a las que en el fondo despreciaba.
   Su rebeldía fue postiza; siempre deseó ser recuperado por aquella sociedad biempensante
a la que provocaba. Como afirmó él mismo en un borrador de dedicatoria a Gautier: «El
blasfemo no hace sino reafirmar la Religión». Para Sartre, Baudelaire es un caso flagrante de
mala conciencia, es decir, de alguien que prefirió disfrazarse de víctima, antes que atreverse
a ser libre.
   Todo su malditismo, nos dice Sartre, no fue, pues, más que una impostura, como se vio
al final de su vida, cuando se convirtió en un ardiente defensor del orden más reaccionario.
Tal es la esencia del poeta: dramatizar, representar un papel, hacer teatro. La pose que toda
su vida adoptó es siempre un signo de inferioridad, de sumisión al público al que va
dirigido y al que se pretende seducir. En su caso, ese público era la sociedad burguesa, el
orden establecido. Hasta su intento de suicidio de los veinticuatro años, decepcionado por
el nulo eco de su primer libro, fue una impostura: las cuchilladas apenas causaron rasguños,
lo que volvía irrisoria la grandilocuente carta de despedida: «Me mato porque soy inútil a
los demás y peligroso para mí mismo».
   Comparado con Rimbaud desde un punto estrictamente humano (olvidemos ahora la
literatura), su trayectoria vital sólo puede calificarse de bochornosa. De todo lo cual
conviene olvidarse a la hora de leer «Las joyas», «Una carroña» o cualquiera de sus otros
grandes poemas. Por si alguien todavía confunde la integridad artística con la humana. El
propio Baudelaire lo explicó mejor que nadie en «Delfina e Hipólita»:

                       ¡Maldigo para siempre al soñador inútil
                       Que deseó el primero, en su imbecilidad,
                       Planteándose un estéril e insoluble problema,
                       Mezclar la honestidad con asuntos de amor!

 Póngase ‘arte’ donde dice ‘amor’, que no se altera el producto.

                                                                                           11
B           AUDELAIRE, EL DANDY

                                                       «El Dandi debe aspirar a ser sublime sin interrupción;
                                                                  debe vivir y dormir delante de un espejo»
                                                                                       (Mi corazón al desnudo)

  Salvo el breve periodo de su juventud, cuando dispuso a su antojo de su herencia,
Baudelaire fue un dandi pobre, una patética contradicción en los términos. Sin embargo, ni
siquiera en sus años de mayor necesidad hay que imaginarlo como un desharrapado. El
poeta fue siempre muy cuidadoso con su
apariencia.
  En su juventud, se diseñaba él mismo
los trajes, a contrapelo de la moda.
Vestido como un petrimetre, con «la
cabeza completamente rapada», su
aspecto por aquellos años, según su
amigo más fiel, Charles Asselineau, es
«chocante e inolvidable». También a los
Goncourt, excelsos cotillas, les llamó la
atención la «toilette de guillotinado» de
Baudelaire.
  Antes de que los excesos le dibujasen
un rostro maligno, de diablillo de títeres,
Baudelaire era un tipo resultón. Medía
1,65 (una estatura media para la época),
tenía manos delicadas; mirada de
hipnotizador; la boca «bastante grande,
pronta a contraerse» en una mueca de
desprecio; la nariz «bien plantada»; «una
voz bien timbrada cuya sonoridad tenía algo metálico y cortante».
  Así describía el fotógrafo Nadar a un poeta de treinta y un años:

       Charles Baudelaire, joven poeta nervioso, atrabiliario, irritable e irritante, y a menudo totalmente
       desagradable en la vida particular… de entre los raros espíritus que van caminando, en los tiempos
       actuales, por las soledades del yo, creo que es el mejor y el más seguro de su ruta. Por otra parte, muy
       difícil de editar, porque llama a Dios en sus versos imbécil.

 Maxime du Camp, otro fotógrafo ―gente que sabe mirar―, lo retrató así por aquellos
mismos años:

       Llevaba un traje impecablemente limpio, de forma y de tela rústicas… La cabeza era la de un joven
       diablo que se hubiera hecho ermitaño; el pelo cortado muy corto, la barba totalmente afeitada, los

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ojos pequeños, vivos, inquietos, más rojizos que castaños, una nariz sensual, abultada por la punta, la
       boca muy estrecha, sonriendo poco, casi siempre apretada, la barbilla cuadrada y las orejas muy
       separadas, le conferían una fisonomía desagradable a primera vista, a la que uno, no obstante, se
       acostumbraba enseguida. Su voz era pausada, como la de un hombre que estudia sus expresiones y
       se recrea en sus palabras. Su estatura mediana, sólidamente plantada, denotaba fuerza muscular, y sin
       embargo, había en todo él algo quebrantado y laxo que indicaba debilidad y abandono.

  Al Baudelaire joven le encantaba hacerse el exquisito, provocar y llamar la atención.
Siempre andaba pendiente del efecto que causaban sus extravagancias. A la cortesía
exagerada, se unían ocurrencias chocantes, que buscaban pasmar al conocido de turno.
Cuando no lo conseguía, se mosqueaba lo suyo. Con ello, se creó bien pronto una leyenda
de tipo excéntrico. He aquí algunas de sus excentricidades y truculencias:
  Ante el director de la Ópera, sacó un libro supuestamente encuadernado en piel humana
y añadió: «y cuando venga a mi casa, le enseñaré unos pantalones de montar que me hice
confeccionar con la piel de mi padre».
                                          A una joven madre que observaba jugar a un niño
                                        por el jardín de las Tullerías: «―¿Es suyo ese niño?
                                        ―Sí, señor. ―¡Santo cielo!, señora, ¡pero si es
                                        feísimo!».
                                          A un mesonero que le sirvió un filete en su punto:
                                        «Éste es el filete que yo quería… está tierno como un
                                        seso de niño pequeño».
                                          Al poeta Théodore de Banville, al que encontró en
                                        la calle: «¿No le parecería agradable, querido amigo,
                                        tomarse un baño en mi compañía?». Pero Banville,
                                        que ya sabía de qué pie cojeaba, no se deja vacilar y le
                                        sigue la corriente: «¡Cómo no!, iba a proponérselo».
                                          Un día se topa con Maxime du Camp, que le ofrece
                                        algo de beber. Baudelaire responde que sólo bebe
                                        vino. Du Camp le pregunta: «¿Burdeos o Borgoña?».
                                        El poeta responde: «Si me lo permite, señor, beberé
uno y otro»; y en una hora se bebió dos botellas, una de cada. Eso sí, mirando por el rabillo
del ojo qué efecto causaba su baladronada en su anfitrión, que lo consideró ―con razón―
un fantasma: «Trajeron dos botellas, un vaso, una jarra, dijo: “Señor, haga el favor de pedir
que se lleven esa jarra, la vista del agua me resulta desagradable”. A lo largo de la hora que
duró nuestra conversación, se bebió las dos botellas de vino a grandes tragos, despacio,
como un carretero. Me quedé tanto más impasible cuanto que percibía, cada vez que
vaciaba su vaso, la mirada de reojo que me echaba, para ver la impresión que le producía».
  A Maxime du Camp, que fue uno de los mejores amigos de Flaubert, le encantaba darle
cortes a Baudelaire. Y éste se los servía en bandeja, la verdad. Una vez el poeta apareció
con el pelo teñido de verde: «¿No ve usted nada anormal en mí?», le preguntó a du Camp.
«Pues no», contesta éste. «Sin embargo, tengo el pelo verde, y no es muy corriente». Y du
Camp: «Todo el mundo tiene el pelo más o menos verde; si lo tuviera usted azul celeste,
podría sorprenderme; pero pelo verde, eso se encuentra bajo cantidad de sombreros de
París».

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Así de rebuscadamente agradecía el poeta un préstamo a su editor Poulet-Malassis, tras la
publicación de las Flores…: «Debo decirle (no se ofenda por ello) que su rapidez y su
complacencia me causaron una sorpresa muy agradable. Siendo que la sorpresa trae gloria
para el que la provoca, al tiempo que placer para el que la sufre…, glorifíquese, pues, usted
mismo». Todo antes que decir: gracias, me has sacado de un apuro.
  Gómez de la Serna recopiló en su estudio otra faceta del Baudelaire baladrón, el inventor
de anécdotas truculentas falsas:
  «“Cuando arrojé a mi querida por el balcón…”, solía decir en voz alta»; «¿Ha comido
                                                       usted sesos de niño? ―solía
                                                       preguntar―. Se parecen mucho a las
                                                       nueces frescas y son excelentes»;
                                                       «“Después de haber asesinado a mi
                                                       pobre padre…”, comenzó una vez
                                                       un relato en pleno restaurante y en
                                                       voz alta y entonada».

                                                           Baudelaire no sólo ejerció de
                                                         dandi, sino que lo teorizó. Durante
                                                         años preparó un magno proyecto
                                                         sobre el dandismo que su indolencia
                                                         redujo finalmente a un capítulo de
                                                         su ensayo El pintor de la vida moderna.
                                                           En aquellas brillantes páginas, el
                                                         autor pone al descubierto la fatal
                                                         servidumbre del dandi: necesita del
                                                         público al que desprecia, sólo contra
el telón de fondo de la masa puede sentirse alguien diferente, superior y distinguido. Así
define la obsesión del dandismo: «Es el placer de asombrar y la orgullosa satisfacción de no
asombrarse nunca… En realidad, existen mucho más para el placer del observador que
para el suyo propio».
  Ahí reside la contradicción fundamental del dandi: desea desmarcarse de la chusma, pero
necesita desesperadamente su reconocimiento. Sin este reconocimiento (sin ese
«asombro»), no es nada. Esa fue siempre la contradicción del propio Baudelaire: despreciar
a la sociedad de su época, mientras por el rabillo del ojo miraba qué efecto causaban en ella
sus actos. Baudelaire idealizó esta comedia perpetua en la figura del dandi, cuya esencia era
vivir su vida como si estuviera siempre delante de un espejo. Por espejo hay que entender
aquí la sociedad de su época. O como dice Sartre: «Se ve, se lee en los ojos de los demás y
goza en la irrealidad de ese retrato imaginario».

   El dandi es además la manera de distinguir una mercancía devaluada (el propio poeta) y
llamar la atención en un mercado adocenado. Se trata de una técnica de márketing como
otra cualquiera: para venderse a los burgueses, tiene que diferenciarse de ellos y
despreciarlos en apariencia, ofreciéndoles una imagen morbosa de lo que ellos rechazan. Es
el mismo proceso del exotismo para turistas.

                                                                                             14
En su estudio sobre el poeta, Azúa introduce una interesante enmienda a esta imagen
peyorativa: convirtiéndose a sí mismo en objeto efímero de arte, el dandi proclama, como
un emblema viviente, la insignificancia, lo efímero y el nihilismo de nuestro tiempo:

       No creo que deba verse en el dandi la pura conversión del sujeto en mercancía, que es la posición
       tradicional de la izquierda desde Benjamin hasta Agamben, sino más bien la adopción masiva de una
       moralidad que encarnan simbólicamente algunos dandis de más compleja artisticidad como pueden
       ser Dalí, Duchamp, Tzara, Warhol o Beuys. Estos artistas-de-sí-mismos asumen conscientemente el
       nihilismo y lo devuelven a la masa nihilista inconsciente, sin necesidad de que el proceso tenga su
       causa metafísica en el mercado… Buena parte de las actividades surrealistas, dadá, conceptuales,
       situacionistas, etc…, son evoluciones más o menos desesperadas del dandi.

  Por suerte, la de dandi fue la faceta más superficial de Baudelaire. A la hora de la verdad,
en su poesía, el supuesto dandi fue un tipo apasionado, como él mismo reconoció. En una
carta a su tutor judicial, Ancelle, escrita un año antes de su muerte, el apóstol del «arte por
el arte» hace esta sorprendente confesión: «¿Habrá que decirle a usted, que tampoco lo
adivinó, que en ese libro atroz puse todo mi corazón, toda mi ternura, toda mi religión
(disfrazada), todo mi odio? Cierto es que escribiré lo contrario, que juraré ante Dios que es
un libro de arte puro, de agudezas, de malabarismo, y mentiré como un sacamuelas».
  Por otro lado, difícilmente podría haber disfrutado un dandi de la pasión baudelairiana
por excelencia, la de «desposarse con la multitud», una pasión que exige pasar
desapercibido. El movimiento del dandi es justo el opuesto del artista y del poeta tal como
lo concibe Baudelaire; mientras que el primero se separa de la multitud, el segundo se
«baña» en ella. Mientras uno se ofrece a la observación (al «asombro»), el otro observa y se
asombra. El dandi nunca sale de sí mismo; el poeta se entrega a la «santa prostitución del
alma» y se introduce en vidas ajenas.
  Baudelaire se debatió siempre entre estos dos impulsos opuestos: potenciar el yo o
diluirse en la masa, convirtiéndose en un hombre invisible. Lo decisivo es que no renunció
a ninguno de ellos, por más que lo desgarraran. Por un lado rehuía a la muchedumbre, la
verdadera enemiga del ensimismado («La facultad de soñar es una facultad divina y
misteriosa… Pero para desarrollarse libremente, esta facultad necesita soledad…»). Pero
por otra, de nada podía prescindir menos que de dejarse llevar por las calles, olvidado de sí
en la observación de otras vidas.
  Sobre la pasión del «baño de multitudes», Baudelaire escribió páginas elocuentes, como
esta, por ejemplo, de El pintor de la vida moderna:

       Su pasión y profesión: desposarse con la multitud. Para el perfecto paseante ocioso, para el observador
       apasionado, constituye un gozo inmenso elegir domicilio entre el número, en lo ondulante, en el
       movimiento, en lo fugitivo y lo infinito. Vivir fuera de casa y, sin embargo, sentirse en casa en
       cualquier parte; ver el mundo, estar en el centro del mundo y permanecer oculto para el mundo,
       tales son algunos de los menores placeres de estos espíritus independientes, apasionados,
       imparciales, a los que el lenguaje sólo torpemente alcanza a definir. El observador es un príncipe que
       goza por doquier de su carácter absoluto.

  En su edad madura, Baudelaire en persona ofrecía una imagen atildada de pijo, muy
diferente de su leyenda de estrafalario. Así lo retrata Sainte-Beuve en un artículo, en que
comentaba su aspiración a la Academia como una «broma»: «Cierto es que M. Baudelaire

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gana con el trato directo, que allí donde uno esperaba ver entrar a un hombre raro,
excéntrico, se encuentra ante un candidato cortés, respetuoso, ejemplar, un chico amable,
de lenguaje fino, totalmente clásico en sus ademanes».
  Como demuestra el cuadro de Manet, Musique aux Tuileries (de 1862, considerado el
primer cuadro impresionista), donde aparece de lo más atildado, Baudelaire no era tan
maldito ni tan marginal como se imagina; de hecho, se movía entre la buena sociedad. Por
mucha fama de vicioso que gastara (algo habitual entre los artistas), respetaba lo
fundamental: el orden político del Segundo Imperio. A partir de ahí, se le podía perdonar
su bohemia. Su admirador Barbey d’Aurevilly advirtió su inocuidad, al llamar al poeta «un
                                                         niño bien muy perverso que se
                                                         sueña hijo de Caín». Como
                                                         apuntó Sartre, siempre tan
                                                         demoledor: «es perfectamente
                                                         inofensivo. No trastorna ninguna
                                                         de las leyes establecidas. Se
                                                         quiere inútil, y, sin duda, no sirve;
                                                         pero tampoco perjudica; y la
                                                         clase en el poder preferirá
                                                         siempre un dandi a un
                                                         revolucionario».

                                                                                           16
M                UJERES

                                                             «… sólo acepto dos tipos de mujeres posibles:
                                                        las putas o las mujeres tontas, el amor o el cocido».
                                                                                 (Consejos a los jóvenes literatos)

  Como en el resto de sus prejuicios, tampoco en la misoginia fue Baudelaire muy original.
En una carta a la madre (27-3-1852) escribió esta parrafada digna del padre Torrejoncillo:
«… pienso firmemente que la mujer que ha sufrido y tenido un niño es la única igual a un
hombre. Engendrar es la única cosa que da a la mujer inteligencia moral [repárese en que
sólo le concede inteligencia moral, no de la otra, de la buena]. En cuanto a las mujeres
jóvenes, solteras y sin hijos, no son más que coquetería, implacabilidad y crápula elegante».
  El maniqueísmo de Baudelaire se aplicaba también a las mujeres: había mujeres ángeles y
mujeres perversas, demoníacas. Ni que decir tiene que el escritor eligió con preferencia a
estas últimas. Pero en los escasos momentos de lucidez, reflejados en un par de poemas
(«Invitación al viaje» y «El vino de los amantes»), Baudelaire ―privilegio del genio― fue
capaz de trascender el tópico y concebir un tercer tipo femenino, la mujer-hermana, ni
arriba ni abajo del hombre, sino al lado.
  Descontando esas excepciones, su visión de la mujer fue de lo más burda y desoladora.
«Una especie de ídolo, quizá estúpido, pero deslumbrante», la definió alguna vez. En
cualquier caso, no había salvación para ella: la mujer normal era abominable («La mujer es
natural, es decir, abominable»); la culta, una aberración: «estoy obligado a colocar en la lista
de las mujeres peligrosas para los que se consagran a las letras, a la mujer honrada, a la
sabihonda y a la actriz».
  En cuanto al amor físico, no lo concebía sin algo sadomasoca, algo perverso y violento:

         Podemos encontrar en el acto de amor una gran semejanza con la tortura o con una operación
       quirúrgica (Cohetes).
         ¿Qué es el amor? La necesidad de salir de sí mismo. El hombre es un animal adorador. Adorar es
       sacrificarse y prostituirse. En consecuencia, todo amor es prostitución (Mi corazón al desnudo).
         ¡Juego espeluznante en el que uno de los jugadores debe perder el control de sí mismo! (Cohetes).
         …la voluptuosidad única y suprema del amor se aloja en la certeza que uno tiene de hacer el mal.
       Y el hombre y la mujer saben desde que han nacido que en el mal reside cualquier tipo de
       voluptuosidad (Cohetes).

  En la vida real, las relaciones del poeta con las mujeres fueron siempre problemáticas. No
tuvo jamás prometida formal ni pensó en el matrimonio. La casi totalidad de sus relaciones
eróticas o sentimentales fue con prostitutas de todos los precios y categorías, algunas de
muy elevado caché. La principal de todas fue la «Venus negra», Jeanne Duval (¿1820-
1862/1870?), una mulata que llegó de Haití al parecer (pues sobre ella hay muy pocos datos
ciertos).

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Baudelaire y Jeanne se conocieron en 1842 y, con altibajos, la relación se mantendría
durante veinte años, hasta la muerte de él. El poeta veinteañero la instala a su costa cerca
del Hotel Pimodan, donde vive por entonces. Al decir de Baudelaire, la Duval tiene los
andares ondulantes de una reina y la belleza exuberante y felina. Es el complemento ideal
para un dandi. La «maga toda de ébano, nocturna criatura», era actriz ocasional y antes fue
la amante de Nadar, el fotógrafo, que alaba su «exuberante, inverosímil desarrollo de los
pectorales». Los retratos a pluma que Baudelaire dejó de ella, incluso en una fecha tan
tardía como 1865, cuando ambos estaban enfermos y decaídos, la muestran desde luego
como una belleza exótica, al menos a los ojos de su retratista. De ella le atraen la mirada
cruel («Tus ojos que nada revelan /de dulce o amargo / son dos frías joyas que aúnan / el
oro y el hierro»), el cimbreo («se diría que baila cuando sólo camina»), la aromática cabellera
(«¡Oh vellón, que rizándose baja hasta la cintura! / ¡Oh bucles! ¡Oh perfume cargado de
indolencia!»). Le tienta sobre todo esa apariencia de esfinge perversa que desprende su
presencia: «Sin cesar resplandece, como un inútil astro, / la helada majestad de la mujer
estéril»).
                                                  Fiados de la visión tendenciosa que dan las
                                                propias poesías de Baudelaire, se ha tendido a
                                                demonizarla como a una vampiresa. La
                                                realidad, como siempre, se muestra bastante
                                                más enredada. Jeanne no era ninguna santa,
                                                pero eso es justo lo que buscaba un poeta
                                                maldito, en una época en que las mujeres
                                                burguesas debían llegar castas y tontas al
                                                matrimonio. Por otro lado, Baudelaire era
                                                brutal a menudo, un maltratador que hoy
                                                tendría orden de alejamiento. A los que acusan
                                                a la mujer de haberle sangrado el bolsillo y
                                                estorbado su escritura, hay que contestarles
                                                que Baudelaire no necesitaba de nadie para
                                                arruinarse o dejar de escribir, y que además,
                                                algunos de los más bellos poemas de las Flores
                                                (baste citar «Las joyas» o «La cabellera») los
                                                inspiró la Duval y le pertenecen por derecho
propio. Ambos se pusieron abundantes cuernos, pero la violencia —no sólo verbal—
provino sólo de uno, el poeta.
  Ya en 1848 (8 diciembre, carta a la madre), la menosprecia como a «una pobre mujer a la
que no quiero desde hace tiempo sino por obligación». Unos años más tarde (carta a la
madre, 27-3-1852), la lista de agravios se amplía:

       Jeanne ha llegado a ser un obstáculo no sólo para mi felicidad, eso sería poca cosa […] sino
       igualmente para el perfeccionamiento de mi espíritu […] Vivir con una persona que no agradece en
       absoluto todos mis esfuerzos, que los contraría con una torpeza o una maldad permanente, que sólo
       le considera a uno como su criado y a su propiedad, con la que es imposible hablar de cuestiones
       políticas o literarias, una criatura que no quiere aprender nada, aunque me haya ofrecido yo mismo para
       darle clases, una criatura que no me admira y que ni siquiera se interesa por mis estudios, que tiraría
       al fuego mis manuscritos si esto le proporcionara más dinero que el dejar publicarlos, que echa a mi

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gato que era mi única distracción en el hogar e introduce perros porque la mera vista de los perros
       me molesta, que no sabe, o no quiere comprender, que ser muy tacaño durante un solo mes me
       permitiría, gracias a ese descanso momentáneo, terminar un libro grueso… vamos, ¿es esto posible?
       ¿Es posible?… Tengo lágrimas de vergüenza y rabia en los ojos mientras escribo esto, y en verdad
       estoy encantado de que no haya armas en esta casa. Pienso en las circunstancias en que me es
       imposible obedecer a la razón y en la terrible noche en que le abrí la cabeza con una consola…

 En 1852 por fin se separa de ella, aunque la sigue ayudando con pequeñas cantidades.
Pero un año más tarde se atreve a contar por fin la otra parte de la historia (carta a la
madre, 26-3-1853):

       …ahora está seriamente enferma y en un estado de indigencia total […] Dos veces le comí sus joyas
       y sus muebles, le hice contraer deudas para mí, suscribir pagarés, la golpeé, y finalmente, en vez de
       mostrarme como se debe comportar un hombre como yo, siempre le di el ejemplo de la disipación y
       de la vida errante. Ella sufre y calla. ¿No hay aquí motivos para el remordimiento?

  En diciembre 1855 vuelven a vivir juntos después de haber coqueteado el poeta con
otras, pero rompen de nuevo en septiembre de 1856. En una carta a la madre de ese año
(11-9-1856), el poeta se muestra tierno, arrepentido, casi humano:

       Mis relaciones, relaciones de catorce años, con Jeanne, se han roto. Hice todo lo humanamente
       posible para evitar la ruptura… Jeanne me contestaba siempre con la mayor calma que yo tenía un
       carácter intratable… Yo, por mi parte, sé que por muy agradables que me resulten las aventuras, los
       placeres, el dinero o la vanidad que me puedan sobrevenir, siempre añoraré a esa mujer….; esa
       mujer era mi única distracción, mi único placer, mi único compañero, y a pesar de todas las
       conmociones de unas relaciones tormentosas, jamás entró de forma tajante en mi mente la idea de
       una separación irreparable…veía ante mí una interminable hilera de años sin familia, sin amigos, sin
       amiga, años para siempre de soledad y de vida azarosa, y nada para el corazón. Tampoco podía sacar
       consuelo de mi orgullo. Porque todo ocurrió por culpa mía; usé y abusé; me divertí martirizando, y
       fui martirizado a cambio.

  Un par de meses más tarde (carta a la madre, 4-11-1856), prosiguen los remordimientos,
lo cual le honra: «La pobre chica está ahora enferma, y me negué a ir a verla. Durante
mucho tiempo, huyó de mí como del demonio, porque conoce mi odioso temperamento,
que no es más que astucia y violencia».
  Pese a todo, siguieron viéndose con cierta frecuencia. Jeanne, parcialmente inválida
debido a una hemiplejía, fue ingresada durante una temporada en una casa de salud, y
Baudelaire la ayudaba económicamente. Ocasionalmente se alojaba con ella, pero nunca
por mucho tiempo. Tras la muerte del poeta, se pierde el rastro de la mulata. Es muy
probable que muriese en la indigencia.

  Como buen maniqueísta, Baudelaire se buscó una mujer buena para compensar la mala.
El papel le tocó a Apollonie Sabatier (1822-1890), una conocida demi-mondaine, el escalón
más elevado de la prostitución. Aparte de satisfacer los gustos del rico que la mantenía, la
cortesana de lujo debía brillar en sociedad por su elegancia, distinción, cultura y encanto.
Algunas, como la Sabatier, organizaban brillantes salones literarios y artísticos, donde se
reunían los artistas y escritores más notables de la época (Flaubert, Musset, Nerval,
Berlioz…) Incluso solían tener veleidades artísticas; la Sabatier era pintora aficionada.

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