Die Zitate in der Originalsprache - De Gruyter

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Die Zitate in der Originalsprache

Die Zitate sind in alphabetischer Reihenfolge nach den Nachnamen der Au-
tor*innen angeordnet. Bei mehreren Zitaten derselben Autorin oder desselben
Autors aus verschiedenen Werken oder Werkausgaben erfolgte die Anordnung
in chronologischer Reihenfolge nach den Publikationsjahren der verwendeten
Ausgaben, wobei mit den älteren Publikationen begonnen wurde. Bei mehre-
ren Zitaten innerhalb einer Textausgabe richtet sich deren Abfolge nach den
Seitenzahlen.

Arenas, Reinaldo: Humor e irreverencia (28 de diciembre de 1989): Siempre
he pensado que las contradicciones son fundamentales en la creación, porque,
primero, si estuviéramos en paz y reconciliados con el mundo no crearíamos
nada; y segundo, porque esas contradicciones son las que nos hacen ver la rea-
lidad desde diversos ángulos y diversos puntos de vista y, hasta cierto punto,
pueden enriquecer la visión literaria de esa realidad. Yo creo que todo lo que he
escrito, en realidad, forma parte como de un solo libro, un libro que, desde
luego, espero que Vds. nunca tengan la desgracia de leerlo completo, ni yo la
fortuna de terminarlo, pero, en realidad, forma todo un mismo contexto. Un
contexto, si se quiere, dentro de diversas categorías infernales, de diversas épo-
cas, todas espantosas, como es natural, desde la época de Batista, o incluso,
hasta antes de Batista, como transcurrió mi infancia en los años 40, la época de
la dictadura de Fidel Castro y la desolación, el desarraigo y la crueldad hor-
rorosa del exilio, es decir, el infierno al que Dante condenaba a casi todos sus
enemigos con mucha inteligencia y con mucho acierto.

Arenas, Reinaldo: Antes que anochezca. Barcelona: Turquets Editores 1992,
S. 9: Yo pensaba morirme en el invierno de 1987. Desde hacía meses tenía unas
fiebres terribles. Consulté a un médico y el diagnóstico fue SIDA. como cada día
me sentía peor, compré un pasaje para Miami y decidí morir cerca del mar. No en
Miami específicamente, sino en la playa. Pero todo lo que uno desea, parece que
por un burocratismo diabólico, se demora, aún la muerte. En realidad no voy a
decir que quisiera morirme, pero considero que cuando no hay otra opción que
el sufrimiento y el dolor sin esperanzas, la muerte es mil veces mejor. Por otra
parte, hacía unos meses yo había entrado en un urinario público, y no se produjo
esa sensación de expectación y complicidad que siempre se había producido.
Nadie me hizo caso, y los que allí estaban siguieron en sus juegos eróticos. Yo ya
no existía. No era joven. Allí mismo pensé que lo mejor era la muerte. Siempre he
considerado un acto miserable mendigar la vida como un favor. O se vive como
uno desea o es mejor no seguir viviendo. […] Al cabo de tres meses y medio me

  Open Access. © 2022 Ottmar Ette, publiziert von De Gruyter.           Dieses Werk ist lizenziert unter
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https://doi.org/10.1515/9783110751321-033
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dieron de alta. Casi no podía caminar […]. Ya en la casa, comencé como pude a
sacudir el polvo. De pronto, sobre la mesa de noche tropecé con un sobre que
contenía un veneno para ratas llamado Troquemichel. Aquello me llenó de cor-
aje, pues obviamente alguien había aquel veneno allí para que yo me lo tomara.
Allí mismo decidí que el suicidio que yo en silencio había planificado tenía que
ser aplazado por el momento, no podía darle ese gusto al que me había dejado
en el cuarto aquel sobre.

S. 17: Yo tenía dos años. Estaba desnudo, de pie; me inclinaba sobre el suelo y
pasaba la lengua por la tierra. El primer sabor que recuerdo es el sabor de la
tierra. Comía tierra con mi prima Dulce Ofelia, quien también tenía dos años.
era un niño flaco, pero con una barriga muy grande debido a las lombrices que
me habían crecido en el estómago de comer tanta tierra. La tierra la comíamos
en el rancho de la casa; el rancho era el lugar donde dormían las bestias; es
decir, los caballos, las vacas, los cerdos, las gallinas, las ovejas. El rancho es-
taba a un costado de la casa. Alguien nos regañaba porque comíamos tierra.
¿Quién era esa persona que nos regañaba? ¿Mi madre, mi abuela, una de mis
tías, mi abuelo? Un día sentí un dolor de barriga terrible; No me dio tiempo a ir
al excusado, que quedaba fuera de la casa, y utilicé el orinal que estaba debajo
de la cama donde yo dormía con mi madre. Lo primero que solté fue una lom-
briz enorme; era un animal rojo con muchas patas, como un ciempiés, que
daba saltos dentro del orinal; sin duda, estaba enfurecido por haber sido ex-
pulsado de su elemento de una manera tan violenta. Yo le cogí mucho miedo a
aquella lombriz, que se me aparecía ahora todas las noches y trataba de entrar
en mi barriga mientras yo me abrazaba a mi madre. Mi madre era una mujer
muy bella, muy sola. conoció sólo a un hombre: a mi padre. Disfrutó de su
amor sólo unos meses.

S. 138: Esos casos se daban mucho también. Recuerdo a un muchacho bronce-
ado, encantador, extremadamente varonil. y siempre cuando iba a mi cuarto, era
él quien era poseído. Confieso que a mí me gustaba poseer a ese tipo de much-
achos que parecían extremadamente varoniles. quizás al cabo de muchas prác-
ticas uno terminaba aburriéndose, pero al principio era una aventura. Este
muchacho, después de ser poseído y haber gozado más de lo que había go-
zado yo, se vestía, me daba un fuerte apretón de mano y me decía: “Me voy,
que tengo que ir a ver la ‘jeva’.” Y, efectivamente, no creo que me mintiera;
era un bellísimo muchacho, y tenía unas novias también encantadoras.

S. 339 f.: ¿Qué era aquel vaso que había estallado? Era el dios que me protegía,
era la diosa que siempre me había acompañado, era la misma luna, que era mi
madre transformada en Luna. ¡Oh Luna! Siempre estuviste a mi lado, alum-
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brándome en los momentos más terribles; desde mi infancia fuiste el misterio
que velaste por mi terror, fuiste el consuelo en las noches más desesperadas,
fuiste mi propia madre, bañándome en un calor que ella tal vez nunca supo
brindarme; en medio del bosque, en los lugares más tenebrosos, en el mar; allí
estabas tú acompañándome; eras mi consuelo; siempre fuiste la que me orien-
taste en los momentos más difíciles. Mi gran diosa, mi verdadera diosa, que me
has protegido de tantas calamidades; hacia ti en medio del mar; hacia ti junto a
la costa; hacia ti entre las rocas de mi isla desolada, elevaba la mirada y te mi-
raba; siempre la misma; en tu rostro veía una expresión de dolor, de amargura,
de compasión hacia mí; tu hijo. Y ahora, súbitamente, Luna, estallas en peda-
zos delante de mi cama. Ya estoy solo. Es de noche.

S. 341: Queridos amigos: debido al estado precario de mi salud y a la terrible
depresión sentimental que siento al no poder seguir escribiendo y luchando
por la libertad de Cuba, pongo fin a mi vida. En los últimos años, aunque me
sentía muy enfermo, he podido terminar mi obra literaria, en la cual he traba-
jado por casi treinta años. Les dejo pues como legado todos mis temores, pero
también la esperanza de que pronto Cuba será libre. […] Pongo fin a mi vida
voluntariamente porque no puedo seguir trabajando. Ninguna de las personas
que me rodean están comprometidas en esta decisión. Sólo hay un responsable:
Fidel Castro. Los sufrimientos del exilio, las penas del destierro, la soledad y
las enfermedades que haya podido contraer en el destierro seguramente no las
hubiera sufrido de haber vivido libre en mi país. Al pueblo cubano tanto en el
exilio como en la isla los exhorto a que sigan luchando por la libertad. Mi men-
saje no es un mensaje de derrota, sino de lucha y esperanza. Cuba será libre. Yo
ya lo soy. Firmado, Reinaldo Arenas.

Aub, Max: Diarios (1939–1972). Edición de Manuel Aznar Soler. Barcelona:
Alba Editorial 1998, S. 128 f.: ¡Qué daño no me ha hecho, en nuestro mundo cer-
rado, el no ser de ninguna parte! El llamarme como me llamo, con nombre y apel-
lido que lo mismo pueden ser de un país que de otro … En estas horas de
nacionalismo cerrado el haber nacido en París, y ser español, tener padre es-
pañol nacido en Alemania, madre parisina, pero de origen también alemán, pero
de apellido eslavo, y hablar con ese acento francés que desgarra mi castellano,
¡qué daño no me ha hecho! El agnosticismo de mis padres –librepensadores– en
un país católico como España, o su prosapia judía, en un país antisemita como
Francia, ¡qué disgustos, qué humillaciones no me ha acarreado! ¡Qué vergüenzas!
Algo de mi fuerza –de mis fuerzas– he sacado para luchar contra tanta ignominia.
    Quede constancia, sin embargo, y para gloria de su grandeza, de que en
España es donde menos florece ese menguado nacionalismo, hez bronca de la
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época; aunque parezca mentira. Allí jamás oí lo que he tenido que oír, aquí y
allá, en pago de ser hombre, un hombre como cualquiera.

Aub, Max: Manuscrito Cuervo. Historia de Jacobo. Introducción, edición y
notas de José Antonio Pérez Bowie con un Epílogo de José María Naharro-
Calderón. Segorbe – Alcalá de Henares: Fundación Max Aub – Universidad
de Alcalá de Henares 1999, S. 53 f.: El caso es que no sé donde nací. Considero
importante este aspecto porque los hombres han resuelto que el lugar donde
ven la luz primera es de trascendencia supina para su futuro. Es decir: que si
en vez de nacer en un nido A, se nace en el nido B, las condiciones de vida
cambian de todo en todo. Si usted ha nacido en Pekín, por las buenas le de-
claran chino; del propio modo si es usted bonaerense, cátese argentino, así
sea blanco, negro, amarillo o cobrizo. Añádense los pasaportes, para mayor
claridad. ¿Os figuráis un cuervo francés o un cuervo español, por el hecho de
haber nacido de un lado u otro de los Pirineos? […] Es decir, que aúnan la pa-
ternidad con el suelo, lo que debe ser producto de muy antiguos ritos. Simbo-
lizan las tierras con vistosas banderas. Estas varían con el tiempo y las
banderías.

S. 58: Todo cuanto describa o cuente ha sido visto y observado por mis ojos,
escrito al día en mis fichas. Nada he dejado a la fantasía –esa enemiga de la
política– ni a la imaginación –esa enemiga de la cultura. Todos los hechos aquí
traídos a cuenta no lo son por mi voluntad, sino porque así sucedieron. He re-
chazado todos los relatos que me pudieran parecer sospechosos aunque el in-
formador me mereciera crédito. He procurado seguir el procedimiento más
riguroso posible.

S. 110: Estos últimos tiempos, en los que las matanzas han sido mejor orga-
nizadas, han llegado a extremos inauditos, hijos de la desesperación. Con tal de
ofendernos, queman las carnes, después de haberlas desinfectado con gases, en
cámaras especiales. Supongo que la reclamación acerca de tal desacato, de nues-
tro ministro en Ginebra, surtirá algún efecto. Si no hay holocausto en nuestro
honor, ¿para qué las guerras? ¿para qué tanto cadáver? Y ¡oh colmo de la estupi-
dez!, ni siquiera escogen a los mejor cebados!

S. 168 f.: Pero en el momento en el que uno del grupo no está conforme con el
sentir de la mayoría, lo expulsan acusándole de lo peor; lo ignoran como si
fuese apestado; lo que nada tiene que ver con lo que pregonan: el hombre pri-
mero. Intransigentes y sectarios, roídos por la desconfianza. El que no piensa
como ellos, traidor. […] No admiten, en ningún momento, considerar las cosas
desde otro punto de vista que no sea el suyo, aun dándose el lujo de cambiarlo
frecuentemente. […] Aseguran que el hombre es producto de su medio, pero
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cuando no piensa como ellos lo aniquilan, sin pensar que –según su teoría– no
tiene culpa. Lo malo: que los demás son peores, por el dinero. Debe haber
algo más.

Aub, Max: Carta al Presidente Vicente Auriol. In (ders.): Hablo como
hombre. Edición, introducción y notas de Gonzalo Sobejano. Segorbe:
Fundación Max Aub 2002, S. 112: Soy escritor, español y fui agregado cultu-
ral de la Embajada de España en Francia en 1936 y 1937. Dejemos aparte que
nací en París, lo que no hace si no dar cierto sesgo tragicómico a la situación.
En marzo de 1940, por una denuncia, posiblemente anónima, fui detenido, a
lo que supe después, por comunista. Conocí campos de concentración –París,
Vernet, Djelfa–, cárceles –Marsella, Niza, Argel–, fui conducido esposado a
través de Toulouse para ser transportado, en las bodegas de un barco ga-
nadero, a trabajar en el Sahara y otras amenidades reservadas a los antifascis-
tas. Esto no tiene, desgraciadamente, nada de particular […].

Barthes, Roland: Sade, Fourier, Loyola. Paris: Seuil 1971, S. 152 f.: La pra-
tique libidineuse est chez Sade un véritable texte – en sorte qu’il faut parler à
son sujet de pornographie, ce qui veut dire : non pas le discours que l’on tient
sur les conduites amoureuses, mais ce tissu de figures érotiques, découpées et
combinées comme les figures rhétoriques de discours écrit. On trouve donc
dans les scènes d’amour, des configurations de personnages, des suites d’ac-
tions formellement analogues aux « ornements » repérés et nommés par la rhé-
torique classique. Au premier rang, la métaphore, qui substitue indifféremment
un sujet à un autre selon un même paradigme, celui de la vexation. Ensuite,
par exemple : l’asyndète, succession abrupte de débauches (« Je parricidais,
j’incestais, j’assassinais, je prostituais, je sodomisais », dit Saint-Fond en bous-
culant les unités du crime comme César celles de la conquête : veni, vidi, vici) ;
l’anacoluthe, rupture de construction par laquelle le styliste défie la grammaire
(Le nez de Cléopâtre, s’il eût été plus court … ) et le libertin celle des conjonctions
érotiques (« Rien ne m’amuse comme de commencer dans un cul l’opération que
je veux terminer dans un autre »). Et de même qu’un écrivain audacieux peut
créer une figure de style inouïe, de même Rombeau et Rodin dotent le discours
érotique d’une figure nouvelle (sonder tour à tour et rapidement les postérieurs
alignés de quatre filles), à laquelle, en bons grammairiens, ils n’oublient pas de
donner un nom (le moulin à vent).

S. 180 u. 193: Ce qui produit Sade, ce sont des pornogrammes. Le porno-
gramme n’est pas seulement la trace écrite d’une pratique érotique, ni même le
produit d’un découpage de cette pratique, traitée comme une grammaire de
lieux et d’opérations ; c’est par une chimie nouvelle du texte, la fusion (comme
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sous l’effet d’une température ardente) du discours et du corps (« Me voilà
toute nue, dit Eugénie à ses professeurs : dissertez sur moi autant que vous
voudrez »), en sorte que, ce point atteint, l’écriture soit ce qui règle l’échange
de Logos et d’Éros, et qu’il soit possible de parler de l’érotique en grammairien
et du langage en pornographe. […] Sadisme: Le sadisme ne serait que le con-
tenu grossier (vulgaire) du texte sadien.

Barthes, Roland: La Chambre claire. Note sur la photographie. Paris: Ca-
hiers Cinéma – Gallimard – Seuil 1980, S. 19: Chaque fois que je lisais quel-
que chose sur la Photographie, je pensais à telle photo aimée, et cela me
mettait en colère. Car moi, je ne voyais que le référent, l’objet désiré, le corps
chéri; mais une voix importune (la voix de la science) me disait alors d’un ton
sévère: « Reviens à la Photographie. Ce que tu vois là et qui te fait souffrir rentre
dans la catégorie ‘Photographie d’amateurs’, dont a traité une équipe de socio-
logues […]. »

S. 99: Or, un soir de novembre, peu de temps après la mort de ma mère, je ran-
geai des photos. Je n’espérais pas la « retrouver », je n’attendais rien de « ces
photographies d’un être, devant lesquelles on se le rappelle moins bien qu’en
se contentant de penser à lui » (Proust).

S. 113: Elle morte, je n’avais plus aucune raison de m’accorder à la marche du
Vivant supérieur (l’espèce). Ma particularité ne pourrait jamais plus s’universa-
liser (sinon, utopiquement, par l’écriture, dont le projet, dès lors, devait devenir
l’unique but de ma vie). Je ne pouvais plus qu’attendre ma mort totale, indialec-
tique. Voilà ce que je lisais dans la Photographie du Jardin d’Hiver.

Barthes, Roland: La Rature. In (ders.): Œuvres complètes. Edition établie et
présentée par Eric Marty. 3 Bde. Paris: Seuil 1993–1995, Bd. 1, S. 1437 f.: Un
test connu dit que personne ne supporte bien d’entendre sa propre voix (au
magnétophone) et souvent même on ne la reconnaît pas; c’est que la voix, si on
la détache de sa source, fonde toujours une sorte de familiarité étrange, qui est,
en définitive, celle-là même du monde cayrolien, monde qui s’offre à la recon-
naissance par sa précision, et cependant s’y refuse par son déracinement. Là
est encore un autre signe: celui du temps; aucune voix n’est immobile, aucune
voix ne cesse de passer; bien plus, ce temps que la voix manifeste n’est pas un
temps serein; si égale et discrète qu’elle soit, si continu que soit son flux, toute
voix est menacée; substance symbolique de la vie humaine, il y a toujours à
son origine un cri et à sa fin un silence; entre ces deux moments, se développe
le temps fragile d’une parole; substance fluide et menacée, la voix est donc la
vie même, et c’est peut-être parce qu’un roman de Cayrol est toujours un roman
de la voix pure et seule qu’il est toujours aussi un roman de la vie fragile.
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Barthes, Roland: Le Plaisir du texte. hier Bd. 2, S. 1528: S’il était possible
d’imaginer une esthétique du plaisir textuel, il faudrait y inclure: l’écriture à
haute voix. Cette écriture vocale (qui n’est pas du tout la parole), on ne la pra-
tique pas, mais c’est sans doute elle que recommandait Artaud et que demande
Sollers. Parlons-en comme si elle existait. Dans l’Antiquité, la rhétorique com-
prenait une partie oubliée, censurée par les commentateurs classiques: L’actio,
ensemble de recettes propres à permettre l’extériorisation corporelle du dis-
cours: il s’agissait d’un théâtre de l’expression, l’orateur-comédien ‘exprimant’
son indignation, sa compassion, etc. L’écriture à haute voix, elle, n’est pas ex-
pressive; elle laisse l’expression au phéno-texte, au code régulier de la commu-
nication: pour sa part elle appartient au géno-texte, à la signifiance; elle est
portée, non par les inflexions dramatiques, les intonations malignes, les ac-
cents complaisants, mais par le grain de la voix, qui est un mixte érotique de
timbre et de langage, et peut donc être lui-aussi, à l’égal de la diction, la ma-
tière d’un art: l’art de conduire son corps (d’où son importance dans les théâ-
tres extrême-orientaux). En égard aux sons de la langue, l’écriture à haute voix
n’est pas phonologique, mais phonétique: son objectif n’est pas la clarté des
messages, le théâtre des émotions: ce qu’elle cherche (dans une perspective de
jouissance), ce sont les incidents pulsionnels, c’est le langage tapissé de peau, un
texte où l’on puisse entendre le grain du gosier, la patine des consonnes, la vo-
lupté des voyelles, toute une stéréophonie de la chair profonde: l’articulation du
corps, de la langue, non celle du sens, du langage. Un certain art de la mélodie
peut donner une idée de cette écriture vocale; mais comme la mélodie est morte,
c’est peut-être aujourd’hui au cinéma qu’on la trouverait le plus facilement. Il suf-
fit en effet que le cinéma prenne de très près le son de la parole (c’est en somme la
définition généralisée du ‘grain’ de l’écriture) et fasse entendre dans leur matérial-
ité, dans leur sensualité, le souffle, la rocaille, la pulpe des lèvres, toute une pré-
sence du museau humain (que la voix, que l’écriture soient fraîches, souples,
lubrifiées, finement granuleuses et vibrantes comme le museau d’un animal) pour
qu’il réussisse à déporter le signifié très loin et à jeter, pour ainsi dire, le corps an-
onyme de l’acteur dans mon oreille: ça granule, ça grésille, ça caresse, ça râpe, ça
coupe: ça jouit.

Barthes, Roland: Journal de deuil. 26 octobre 1977–15 septembre 1979. Texte
établi et annoté par Nathalie Léger. Paris: Seuil – Imec 2009, S. 239: Ce qui
me sépare de mam. du deuil qui était mon identification à elle), c’est l’épaisseur
(grandissante, progressivement accumulée) du temps où, depuis sa mort, j’ai pu
vivre sans elle, habiter l’appartement, travailler, sortir, etc.

S. 245: Je vis sans aucun souci de la postérité, aucun désir d’être lu plus tard
(sauf, financièrement, pour M.), la parfaite acceptation de disparaître complète-
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ment, aucune envie de ‘monument’ – mais je ne peux supporter qu’il en soit
ainsi pour mam. (peut-être parce qu’elle n’a pas écrit et que son souvenir dé-
pend entièrement de moi).

Bolívar, Simón: Carta de Jamaica, The Jamaica Letter. Lettre à un Habitant de
la Jamaïque.Caracas: Ediciones del Ministerio de Educación 1965, S. 69 f.: To-
davía es más difícil presentir la suerte futura del Nuevo Mundo, establecer princi-
pios sobre su política, y casi profetizar la naturaleza del gobierno que llegará a
adoptar. Toda idea relativa al porvenir de este país me parece aventurada. ¿Se
pudo prever cuando el género humano se hallaba en su infancia, rodeado de tanta
incertidumbre, ignorancia y error, cuál sería el régimen que abrazaría para su con-
servación? ¿Quién se habría atrevido a decir tal nación será república o monar-
quía, ésta será pequeña, aquélla grande? En mi concepto, esta es la imagen de
nuestra situación. Nosotros somos un pequeño género humano; poseemos un
mundo aparte; cercado por dilatados mares, nuevo en casi todas las artes y cien-
cias, aunque en cierto modo viejo en los usos de la sociedad civil. Yo considero el
estado actual de la América como cuando desplomado el Imperio Romano cada
desmembración formó un sistema político, conforme a sus intereses y situación o
siguiendo la ambición particular de algunos jefes, familias o corporaciones; con
esta notable diferencia, que aquellos miembros dispersos volvían a restablecer sus
antiguas naciones con las alteraciones que exigían las cosas o los sucesos; mas
nosotros, que apenas conservamos vestigios de lo que en otro tiempo fue, y que
por otra parte no somos indios ni europeos, sino una especie media entre los legíti-
mos propietarios del país y los usurpadores españoles: en suma, siendo nosotros
americanos por nacimiento y nuestros derechos los de Europa, tenemos que dis-
putar éstos a los del país y que mantenernos en él contra la invasión de los invaso-
res; así nos hallamos en el caso más extraordinario y complicado; no obstante que
es una especie de adivinación indicar cuál será el resultado de la línea de política
que la América siga, me atrevo a aventurar algunas conjeturas, que, desde luego,
caracterizo de arbitrarias, dictadas por un deseo racional, y no por un raciocinio
probable.

S. 83: Felizmente los directores de la independencia de Méjico se han apro-
vechado del fanatismo con el mejor acierto, proclamando a la famosa virgen de
Guadalupe por reina de los patriotas; invocándola en todos los casos arduos y
llevándola en sus banderas. Con esto el entusiasmo político ha formado una
mezcla con la religión, que ha producido un fervor vehemente por la sagrada
causa de la libertad. La veneración de esta imagen en Méjico es superior a
la más exaltada que pudiera inspirar el más diestro profeta.
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Carpentier, Alejo: Viaje a la semilla. In: Gordon, Samuel (Hg.): El Tiempo en
el cuento hispanoamericano – antología de ficción y crítica. México Ciudad:
Universidad Nacional Autónoma de México 1989, S. 129–146, hier S. 133: Don
Marcial, el Marqués de Capellanías, yacía en su lecho de muerte, el pecho acora-
zado de medallas, escoltado por cuatro cirios con largas barbas de cera derretida. –
III – Los cirios crecieron lentamente, perdiendo sudores. Cuando recobraron su ta-
maño, los apagó la monja apartando una lumbre. Las mechas blanquearon, arro-
jando el pabilo. La casa se vació de visitantes y los carruajes partieron en la
noche. Don Marcial pulsó un teclado invisible y abrió los ojos. Confusas y revuel-
tas, las vigas del techo se iban colocando en su lugar. Los pomos de medicina, las
borlas de damasco, el escapulario de la cabecera, los daguerrotipos, las palmas de
la reja, salieron de sus nieblas. Cuando el médico movió la cabeza con descon-
suelo profesional, el enfermo se sintió mejor. Durmió algunas horas y despertó
bajo la mirada negra y cejuda del Padre Anastasio. De franca, detallada, poblada
de pecados, la confesión se hizo reticente, penosa, llena de escondrijos. ¿Y qué
derecho tenía, en el fondo, aquel carmelita, a entrometerse en su vida? Don Mar-
cial se encontró, de pronto, tirado en medio del aposento. Aligerado de un peso en
las sienes, se levantó con sorprendente celeridad. La mujer desnuda que se despe-
rezaba sobre el brocado del lecho buscó enaguas y corpiños, llevándose, poco des-
pués, sus rumores de seda estrujada y su perfume. Abajo, en el coche cerrado,
cubriendo tachuelas del asiento, había un sobre con monedas de oro.

S. 135 f.: Después de un amanecer alargado por un abrazo deslucido, aliviados
de desconciertos y cerrada la herida, ambos regresaron a la ciudad. La Mar-
quesa trocó su vestido de viaje por un traje de novia, y, como era costumbre,
los esposos fueron a la iglesia para recobrar su libertad. Se devolvieron presen-
tes a parientes y amigos, y, con revuelo de bronces y alardes de jaeces, cada
cual tomó la calle de su morada. Marcial siguió visitando a María de las Merce-
des por algún tiempo, hasta el día en que los anillos fueron llevados al taller
del orfebre para ser desgrabados. Comenzaba, para Marcial, una vida nueva.
En la casa de altas rejas, la Ceres fue sustituida por una Venus italiana, y los
mascarones de la fuente adelantaron casi imperceptiblemente el relieve al ver
todavía encendidas, pintada ya el alba, las luces de los velones.

S. 144 f.: Hambre, sed, calor, dolor, frío. Apenas Marcial redujo su percepción a
la de estas realidades esenciales, renunció a la luz que ya le era accesoiria.
Ignoraba su nombre. Retirado el bautismo, con su sal desagradable, no quiso
ya el olfato, ni el oído, ni siquiera la vista. Sus manos rozaban formas placente-
ras. Era un ser totalmente sensible y táctil. El universo le entraba por todos los
poros. Entonces cerró los ojos que sólo divisaban gigantes nebulosos y penetró
en un cuerpo caliente, húmedo, lleno de tinieblas, que moría. El cuerpo, al sen-
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tirlo arrebozado con su propia sustancia, resbaló hacia la vida. Pero ahora el
tiempo corrió más pronto, adelgazando sus últimas horas. Los minutos son-
aban a glissando de naipes bajo el pulgar de un jugador.

S. 145: Las aves volvieron al huevo en torbellino de plumas. Los peces cuajaron
la hueva, dejando una nevada de escamas en el fondo del estanque. Las palmas
doblaron las pencas, desapareciendo en la tierra como abanicos cerrados. Los
tallos sorbían sus hojas y el suelo tiraba de todo lo que le perteneciera. El trueno
retumbaba en los corredores. Crecían pelos en la gamuza de los guantes. Las
mantas de lana se destejían, redondeando el vellón de carneros distantes. Los
armarios, los vargueños, las camas, los crucifijos, las mesas, las persianas, salie-
ron volando en la noche, buscando sus antiguas raíces al pie de las selvas. Todo
lo que tuviera clavos se desmoronaba. Un bergantín, anclado no se sabía dónde,
llevó presurosamente a Italia los mármoles del piso y de la fuente. Las panoplias,
los herrajes, las llaves, las cazuelas de cobre, los bocados de las cuadras, se der-
retían, engrosando un río de metal que galerías sin techo canalizaban hacia la
tierra. Todo se metamorfoseaba, regresando a la condición primera. El barro, vol-
vió al barro, dejando un yermo en lugar de la casa.

Cohen, Albert: Jour de mes dix ans. In: La France libre (16 juillet),
S. 193–200 / (15 août 1945), S. 287–294, hier S. 193: Page blanche, ma con-
solation, mon amie intime lorsque je rentre du méchant dehors qui me tue
chaque jour sans qu’ils s’en doutent, je veux te raconter et me raconter une
histoire hélas vraie de mon enfance. Toi, fidèle plume d’or que je veux qu’on
enterre avec moi, dresse ici un fugace mémorial assez drôle. Oui, souvenir
d’enfance. […] Non, il s’agit d’un souvenir d’enfance juive. Il s’agit du jour
où j’eus dix ans. Messeigneurs, oyez et préparez-vous à rire. O rictus fausse-
ment souriants de mes douleurs. O tristesse de cet homme dans la glace que
je regarde.

S. 196 f.: Si j’allais au bord de la mer, j’étais sûr que cette Méditerranée que je
voyais se trouvait aussi dans ma tête, pas l’image de la Méditerranée mais
cette Méditerranée elle-même, minuscule et salée, dans ma tête, en miniature
mais vraie et avec tous ses poissons, mais tout petits, avec toutes ses vagues et
un petit soleil brûlant, une vraie mer avec tous ses rochers et tous ses bateaux
absolument complets dans ma tête, avec charbon et matelots vivants, chaque
bateau avec le même capitaine que le grand bateau du dehors, le même capi-
taine mais très nain et qu’on pourrait toucher si on avait des doigts assez fins et
petits. J’étais sûr que dans ma tête, cirque du monde, il y avait la terre vraie
avec ses forêts, tous les chevaux de la terre mais si petits, tous les rois en chair
Die Zitate in der Originalsprache    1053

et en os, tous les morts, tout le ciel avec ses étoiles et même Dieu extrêmement
petit et mignon. Et tout cela, je le crois encore un peu, mais chut.

Cohen, Albert: Ô vous, frères humains. Paris: Gallimard 1980, S. 56 f.: Puis,
pour passer le temps ou pour me tenir compagnie, je fis des comédies funèbres
avec les doigts de ma main droite, cinq marionnettes. On fait ainsi de petites ab-
surdités pendant un malheur, je l’appris en ce jour de mes dix ans. […] Oui, les
humains ont besoin de s’occuper un peu pendant un malheur. Pendant un mal-
heur solitaire, les humains, pauvres humains, ont d’étranges menues occupati-
ons, ont besoin de répéter des mots saugrenus, ou de ressasser un bout de
poème […], peut-être pour recouvrir le malheur avec des mots ou des gestes,
pour le recouvrir avec un rideau de petites occupations inutiles et ne pas voir le
gouffre du malheur, peut-être pour nier l’existence du malheur, pour la nier avec
des mots ou de gestes simples et normaux, pour la nier avec de l’habituel et du
non catastrophique, peut-être pour faire une magie, pour offrir un petit holo-
causte au malheur et le conjurer, peut-être pour tromper le malheur avec de mots
ou des gestes […].

S. 201: Bien sûr, antisémites, âmes tendres, bien sûr, ce n’est pas une histoire
de camp de concentration que j’ai contée, et je n’ai pas souffert dans mon corps
en ce dixième anniversaire, en ce jour de mes dix ans. Bien sûr, on a fait mieux
depuis. Bien sûr, le camelot n’a fait que donner de la honte à un petit enfant, il
l’a seulement renseigné sur sa qualité d’infâme. Bien sûr, il l’a seulement con-
vaincu du péché d’être né, péché qui mérite le soupçon et la haine.

Cohen, Albert: Mangeclous. Paris: Gallimard 1980, S. 494 f.: – Jé suis né à
Lituanie. – Ah bon. C’est un petit pays que j’ai entendu parler. Alors tu es un
Lituanien. – Non, messié Scipion. Parce qué mon père est né à Roumanie. – J’ai
compris, tu es roumain, dit Scipion conciliant. – Non, pas roumaine. Parce qué
les messiés roumaines ont enlévé passéport à mon messié père. – Alors tu es
quoi? – Plutôt serbe. – Comment, plutôt? – Parce qué jé suis un peu anglais
aussi. Scipion porta ses mains à son front déjà lourd. Esplique, ma belle, vas-y.
T’émotionne pas. – Ma mère est née à Pologne. Mais son messié père était né à
Salonique et il était turc mais pas beaucoup. – Alors tu es turc, quoi. – Oh non.
Voilà, c’est simple. Mais lé consul n’a pas compris parce qu’il n’était pas intelli-
gent. Lé messié père de mon messié père vivait à Maroc mais il était né à Malte
pays de Angléterre. Mais comme lé consul n’a pas réconnu qu’il était bulgare
malgré qué lé messié père du messié père dé mon père était dé Tatar-Pazardjik
alors comme j’ai un cousin dé Canada qui était russe avant dé venir Canada
(Scipion gémit douloureusement.) et qu’il était grand riche à Manchester avec
beaucoup amis à Londres, ils m’ont donné un commencement dé papier qué jé
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suis dé Malte mais après mon cousin est mort … – Arrête! cria Scipion. – Pour-
quoi, messié Scipion? – Parce que je veux pas mourir aussi! – C’est la fin qui
est intéressante pour expliquer qué jé suis grec malgré mon passeport serbe
parce qué j’ai ami à Belgrade qui … Scipion s’enfuit.

Cohen, Albert: Belle du Seigneur. Edition établie par Christel Peyrefitte et
Bella Cohen, Paris: Gallimard 1986, S. 274: Ignoré de tous et dépourvu de
congénères, le pauvre lépreux faisait alors le pressé pour se donner une conte-
nance, sa participation au cocktail consistant à fendre bravement, à intervalles
réguliers, la jacassante cohue. La tête baissée, comme alourdie par son nez, il
traversait en hâte et d’un bout à l’autre l’immense salon, heurtant parfois des
invités et sans nul résultat s’excusant. Faisant ainsi de foudroyantes diagona-
les, il camouflait son isolement en feignant d’avoir à rejoindre d’urgence une
connaissance qui l’attendait là-bas, à l’autre extrémité. Son manège ne trom-
pait d’ailleurs personne. […] Alors, une fois de plus, le docteur en sciences so-
ciales et rapide Juif errant se mettait en marche, reprenait en terre d’exil un de
ses inutiles voyages et se dirigeait avec la même hâte vers le buffet où l’atten-
dait un sandwich consolateur, son seul contact social et son seul droit en ce
cocktail. Pendant deux heures, de six heures à huit heures, le malheureux Fin-
kelstein s’imposait ainsi une marche de plusieurs kilomètres, qu’il se défendait
d’avouer à sa femme, en rentrant chez lui.

D’Annunzio, Gabriele: Il Fuoco. Mailand: Fratelli Treves Editori 1900,
S. 8 f.: E quella musica silenziosa delle linee immobili era così possente che
creava il fantasma quasi visibile di una vita più bella e più ricca sovrapponen-
dolo allo spettacolo della moltitudine inquieta. Sentiva essa la divinità del-
l’ora; e nel suo clamore verso quella forma novella di regalità approdante
all’antica riva, verso quella bella regina bionda illuminata da un sorriso ines-
tinguibile, esalava forse l’oscura aspirazione a trascendere l’angustia della
vita volgare e a raccogliere i doni dall’eterna Poesia sparsi su le pietre e su le
acque. L’anima cupida e forte dei padri acclamanti ai reduci trionfatori del
Mare si risvegliava confusamente negli uomini oppressi dal tedio e dal trava-
glio dei lunghi giorni mediocri; e rimembrava l’aura mossa dai grandi vessilli
di battaglia nel ripiegarsi come le ali della Vittoria dopo il volo o il loro garrito, già
onta alle flotte fuggiasche, non placabile. – Conoscete voi, Perdita, – domandò Stelio
d’improvviso – conoscete voi qualche altro luogo del mondo che abbia, come Vene-
zia, la virtù di stimolare la potenza della vita umana in certe ore eccitando tutti i desi-
derii sino alla febbre? Conoscete voi una tentatrice più tremenda? La donna ch’egli
chiamava Perdita, reclinata il volto come per raccogliersi, non rispose; ma sentì in
tutti i suoi nervi correre quel fremito indefinibile che le suscitava la voce del gio-
Die Zitate in der Originalsprache    1055

vine amico quando si faceva d’improvviso rivelatrice di un’anima appassionata e
veemente verso di cui ella era attratta da un amore e da un terrore senza limiti.

S. 13 f.: – Che deliziose fantasie, Stelio! – disse la Foscarina ritrovando la sua
giovinezza per sorridere attonita come una fanciulla a cui si mostri un libro fi-
gurato. – Chi fu che vi chiamò un giorno l’Immaginifico? – Ah, le immagini! –
esclamò il poeta, tutto invaso dal calore fecondo. A Venezia, come non si può
sentire se non per modi musicali così non si può pensare se non per immagini.
Esse vengono a noi da ogni parte innumerevoli e diverse, più reali e più vive
delle persone che ci urtano col gomito nella calle angusta. Noi possiamo chin-
arci a scrutare la profondità delle loro pupille seguaci e indovinar le parole
ch’esse ci diranno, dalla sinuosità delle loro labbra eloquenti.

S. 82 f.: Vedeva Stelio quel busto femmineo della smisurata chimera occhiuta, sul
quale palpitavano mollemente le piume dei ventagli; e sentiva passare sul suo
pensiero un’ebrezza troppo calda, che lo turbava suggerendogli parole dall’aspetto
quasi carneo, quelle vive sostanziali parole con cui egli sapeva toccare le donne
come con dita carezzevoli e incitatrici. La vasta vibrazione da lui prodotta riper-
cotendosi in lui medesimo con una forza moltiplicata, lo scoteva così profonda-
mente ch’egli smarriva il senso dell’equilibrio abituale. Sembravagli d’oscillare su
la folla come un corpo concavo e sonoro in cui le risonanze varie si generassero
per una volontà indistinta e tuttavia infallibile. Nelle pause, egli aspettava con
ansia il manifestarsi impreveduto di quella volontà mentre gli durava l’eco inte-
riore come d’una voce non sua che avesse proferito parole espressive di pensieri
per lui novissimi.

S. 83–85: Egli si stupiva di quell’ignoto potere che convergeva in lui abolendo i
confini della persona particolare e conferendo alla voce solitaria la pienezza
d’un coro.– Tale era dunque la tregua misteriosa che la rivelazione della Bel-
lezza poteva dare all’esistenza quotidiana delle moltitudini affannate; tale era
la misteriosa volontà che poteva investire il poeta nell’atto di rispondere all’a-
nima innumerevole interrogante intorno al valore della vita e agognante a solle-
varsi pur una volta verso l’Idea eterna. – In quell’ora egli non era se non il
tramite pel quale la Bellezza porgeva agli uomini, raccolti in un luogo consa-
crato da secoli di glorie umane, il dono divino dell’oblio. Egli non faceva se non
tradurre nei ritmi della parola il linguaggio visibile con cui già in quel luogo gli
antichi artefici avevano significato l’aspirazione e l’implorazione della stirpe.
[…] Né soltanto verso quella moltitudine ma verso infinite moltitudini andò il
suo pensiero; e le evocò addensate in profondi teatri, dominate da una idea di
verità e di bellezza, mute e intente dinanzi al grande arco scenico aperto su una
meravigliosa trasfigurazione della vita, o frenetiche sotto il repentino splendore
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irradiato da una parola immortale. E il sogno d’un arte più alta, levandosi in lui
anche una volta, gli dimostrò gli uomini nuovamente presi di reverenza verso i
poeti come verso coloro i quali potevano soli interrompere per qualche attimo
l’angoscia umana, placare la sete, largire l’oblio.

S. 158 f.: L’opera di Riccardo Wagner – egli ripose – è fondata su lo spirito germa-
nico, è d’essenza puramente settentrionale. La sua riforma ha qualche analogia
con quella tentata da Lutero. Il suo dramma non è se non il fiore supremo del
genio d’una stirpe, non è se non il compendio straordinariamente efficace delle
aspirazioni che affaticarono l’anima dei sinfoneti e dei poeti nazionali, dal Bach
al Beethoven, dal Wieland al Goethe. Se voi immaginaste la sua opera su le rive
del Mediterraneo, tra i nostri chiari olivi, tra i nostri lauri svelti, sotto la gloria del
cielo latino, la vedreste impallidire e dissolversi. Poiché – secondo la sua stessa
parola – all’artefice è dato di veder risplender della perfezione futura un mondo
ancóra informe e di gioirne profeticamente nel desiderio e nella speranza, io an-
nunzio l’avvento d’un arte novella o rinnovellata che per la semplicità forte e sin-
cera delle sue linee, per la sua grazia vigorosa, per l’ardore de’ suoi spiriti, per la
pura potenza delle sue armonie, continui e coroni l’immenso edifizio ideale della
nostra stirpe eletta. Io mi glorio d’essere un latino; e – perdonatemi, o sognante
Lady Myrta, perdonatemi, o delicato Hoditz – riconosco un barbaro in ogni uomo
di sangue diverso. – Ma anch’egli, Riccardo Wagner, sviluppando il filo delle sue
teorie, si parte dai Greci – disse Baldassare Stampa che, reduce da Bayreuth, era
ancor tutto pieno dell’estasi. – Filo ineguale e confuso – rispose il maestro. –
Nulla è più lontano dall’Orestiade quanto la tetralogia dell’Anello.

D’Annunzio, Gabriele: Il Piacere. Con la Chronachetta delle pellicce (D’An-
nunzio 1884), un racconto storico sulla nascita de Il Piacere, una cronolo-
gia della vita dell’autore e del suo tempo e una bibliografia a cura di
Giansiro Ferrata. Mailand: Oscar Mondadori 111984, S. 75 f.: A te che studii
tutte le forme e tutte le mutazioni dello spirito come studii tutte le forme e tutte
le mutazioni delle cose, a te che intendi le leggi per cui si svolge l’interior vita
dell’uomo come intendi le leggi del disegno e del colore, a te che sei tanto
acuto conoscitor di anime quanto grande artefice di pittura io debbo l’esercizio
e lo sviluppo della più nobile tra le facoltà dell’intelletto: debbo l’abitudine del-
l’osservazione e debbo, in ispecie, il metodo. Io sono ora, come te, convinto che
c’è per noi un solo oggetto di studii: la Vita. […] Sorrido quando penso che
questo libro, nel quale io studio, non senza tristezza, tanta corruzione e tanta
depravazione e tante sottilità e falsità e crudeltà vane, è stato scritto in mezzo
alla semplice e serena pace della tua casa, fra gli ultimi stornelli della messe e
le prime pastorali della neve, mentre insieme con le mie pagine cresceva la cara
Die Zitate in der Originalsprache     1057

vita del tuo figliuolo. […] E le piccole calcagna rosee, dinanzi a te, premano le
pagine dov’è rappresentata tutta la miseria del Piacere; e quel premere incons-
apevole sia simbolo e augurio.

S. 106: Sotto il grigio diluvio democratico odierno, che molte belle cose e rare
sommerge miseramente, va anche a poco a poco scomparendo quella special
classe di antica nobiltà italica, in cui era tenuta viva di generazione in genera-
zione una certa tradizione familiare d’eletta cultura, d’eleganza e di arte. A
questa classe, ch’io chiamerei arcadica perché rese appunto il suo più alto
splendore nell’amabile vita del XVIII secolo, appartenevano gli Sperelli. L’urba-
nità, l’atticismo, l’amore delle delicatezze, la predilezione per gli studii insoliti,
la curiosità estetica, la mania archeologica, la galanteria raffinata erano nella
casa degli Sperelli qualità ereditarie.

S. 124 f.: La leggera eccitazione erotica, che prende gli spiriti al termine d’un
pranzo ornato di donne e di fiori, rivelavasi nelle parole, rivelavasi ne’ ricordi
di quella Fiera di maggio ove le dame spinte da una emulazione ardente a rac-
cogliere la maggior possibile somma nel loro ufficio di venditrici, avevano atti-
rato i compratori con inaudite temerità. […] Gli appariva ora, all’improvviso,
quel no so che di eccessivo e quasi direi di cortigianesco onde in qualche mo-
mento offuscavasi la gran maniera della gentildonna. Da certi suoni della voce e
del riso, da certi gesti, da certe attitudini, da certi sguardi ella esalava, forse
involontariamente, un fascino troppo afrodisiaco. Ella dispensava con troppa fa-
cilità il godimento visuale delle sue grazie. Di tratto in tratto, alla vista di tutti,
forse involontariamente, ella aveva una movenza o una posa o una espressione
che nell’alcova avrebbe fatto fremere un amante. Ciascuno, guardandola, poteva
rapirle una scintilla di piacere, poteva involgerla d’immaginazioni impure, poteva
indovinarne le segrete carezze. Ella pareva creata, in verità, soltanto ad esercitare
l’amore; – e l’aria ch’ella respirava era sempre accesa dai desiderii sollevati in-
torno. “Quanti l’han posseduta?” pensò Andrea. “Quanti ricordi ella serba, della
carne e dell’anima?” Il cuore gli si gonfiava come d’un’onda amara, in fondo a cui
pur sempre bolliva quella sua tirannica intolleranza d’ogni possesso imperfetto. E
non sapeva distogliere gli occhi dalle mani d’Elena.

S. 156 f.: – Mi piaci! – ripeteva Elena, vedendo ch’egli la guardava fiso nelle
labbra e forse conoscendo il fascino ch’ella emanava con quella parola. Poi tac-
quero ambedue. L’uno sentiva la presenza dell’altra fluire e mescersi nel suo
sangue, finché questo divenne la vita di lei e il sangue di lei la vita sua. Un si-
lenzio profondo ingrandiva la stanza; il crocifisso di Guido Reni faceva religiosa
l’ombra dei cortinaggi; il rumore dell’Urbe giungeva come il murmure d’un
flutto assai lontano. Allora, con un movimento repentino, Elena si sollevò sul
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letto, strinse fra le due palme il capo del giovine, l’attirò, gli alitò sul volto il
suo desiderio, lo baciò, ricadde, gli si offerse. Dopo, una immensa tristezza la
invase; la occupò l’oscura tristezza che è in fondo a tutte le felicità umane,
come alla foce di tutti i fiumi è l’acqua amara. Ella, giacendo, teneva le braccia
fuori della coperta abbandonate lungo i fianchi, le mani supine, quasi morte,
agitate di tratto in tratto da un lieve sussulto; e guardava Andrea, con gli occhi
bene aperti, con uno sguardo continuo, immobile, intollerabile. A una a una, le
lacrime incominciarono a sgorgare; e scendevano per le gote a una a una,
silenziosamente.

S. 302: Egli ancóra udiva la voce di lei, l’indimenticabile voce. Ed Elena Muti gli
entrò ne’pensieri, si avvicinò all’altra, si confuse con l’altra, evocata da quella
voce; e a poco a poco gli volse i pensieri ad immagini di voluttà. Il letto dov’egli
riposava e tutte le cose intorno, testimoni e complici delle ebrezze antiche, a
poco a poco gli andavano suggerendo immagini di voluttà. Curiosamente, nella
sua immaginazione egli cominciò a svestire la senese, ad involgerla del suo desi-
derio, a darle attitudini di abbandono, a vedersela tra le braccia, a goderla. Il
possesso materiale di quella donna così casta e così pura gli parve il più alto, il
più nuovo, il più raro godimento a cui potesse egli giungere; e quella stanza gli
parve il luogo più degno ad accogliere quel godimento, perché avrebbe reso più
acuto il singolar sapore di profanazione e di sacrilegio che il segreto atto, se-
condo lui, doveva avere. La stanza era religiosa, come una cappella.

Darío, Rubén: Cyrano en casa de Lope (en España Contemporánea). In
(ders.): Obras completas, Bd. 3.: Viajes y crónicas. Madrid: Afrodisio Aguado
1950, S. 73: Creo que el fuerte vasco Unamuno, a raíz de la catástrofe, gritó en un
periódico de Madrid de modo que fue bien escuchado su grito: ¡Muera Don Qui-
jote! Es un concepto a mi entender injusto. Don Quijote no puede ni debe morir;
en sus avatares cambia de aspecto, pero es el que trae la sal de la gloria, el oro
del ideal, el alma del mundo. Un tiempo se llamó el Cid, y aun muerto ganó ba-
tallas. Otro, Cristóbal Colón, y su Dulcinea fue la América […].

Darío, Rubén: D.Q. In (ders.): Don Quijote no debe ni puede morir (Páginas
cervantinas). Prólogo de Jorge Eduardo Arellano. Anotaciones de Günther
Schmigalle. Managua: Academia Nicaragüense de la Lengua 2002, S. 21:
Estamos de guarnición cerca de Santiago de Cuba. Había llovido esa noche; no
obstante el calor era excesivo. Aguardábamos la llegada de una compañía de la
nueva fuerza venida de España, para abandonar aquel paraje en que nos moría-
mos de hambre, sin luchar, llenos de desesperación y de ira. La compañía
debía llegar esa misma noche, según el aviso recibido. Como el calor arreciase
y el sueño no quisiese darme reposo, salí a respirar fuera de la carpa. Pasada la
Die Zitate in der Originalsprache    1059

lluvia, el cielo se había despejado un tanto y en el fondo oscuro brillaban algu-
nas estrellas. Di suelta a la nube de tristes ideas que se aglomeraban en mi ce-
rebro. Pensé en tantas cosas que estaban allá lejos; en la perra suerte que nos
perseguía; en que quizá Dios podría dar un nuevo rumbo a su látigo y nosotros
entrar en una nueva vía, en una rápida revancha. En tantas cosas pensaba …

S. 22: Nos traían noticias de la patria. Sabían los estragos de las últimas batallas.
Como nosotros estaban desolados, pero con el deseo quemante de luchar, de agi-
tarse en una furia de venganza, de hacer todo el daño posible al enemigo. Todos
éramos jóvenes y bizarros, menos uno; todos nos buscaban para comunicar con
nosotros o para conversar; menos uno. Nos traían provisiones que fueron reparti-
das. A la hora del rancho, todos nos pusimos a devorar nuestra escasa pitanza,
menos uno. Tendría como cincuenta años, más también podía haber tenido tre-
scientos. Su mirada triste parecía penetrar hasta lo hondo de nuestras almas y
decirnos cosas de siglos. Alguna vez que se le dirigía la palabra, casi no contes-
taba, sonreía melancólicamente; se aislaba, buscaba la soledad; miraba hacia el
fondo del horizonte, por el lado del mar. Era el abanderado. ¿Cómo se llamaba?
No oí su nombre nunca.

S. 25: De pronto, creí aclarar el enigma. Aquella fisonomía, ciertamente, no me
era desconocida. –D.Q. –le dije– está retratado en este viejo libro: Escuchad.
“Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años; era de complexión
recia, seco de carnes, enjuto de rostro, gran madrugador y amigo de la caza.
Quieren decir que tenía el sobrenombre de Quijada o Quesada –que en eso hay
alguna diferencia en los autores que de este caso escriben– aunque por conjet-
uras verosímiles se deja entender que se llamaba Quijano.”

Darío, Rubén: En tierra de D. Quijote. In (ders.): Don Quijote no debe ni
puede morir, S. 40: En Argamasilla de Alba, no existe fonda ni cosa por el
estilo. Hay que ir á la posada con los arrieros ó ser hospedados por algún parti-
cular. A mí me recomendaron á la madre del sastre del pueblo, que se llama
como la mujer de Sócrates, Jantipa y como media España, Parera. ¿Cómo referi-
ros la exigüidad de sus recursos y la revolución causada con mi presencia en
aquella casa mantenida como seguramente se mantenían las de hace tres y cua-
tro siglos?

Echeverría, Esteban: El Matadero. In (Gutiérrez, Juan María, Hg.): Obras
completas de Esteban Echeverría. Buenos Aires: Antonio Zamora 1951,
S. 310–324, hier S. 113 f.: En un momento liaron sus piernas en ángulo a los cua-
tro pies de la mesa volcando su cuerpo boca abajo. Era preciso hacer igual opera-
ción con las manos, para lo cual soltaron las ataduras que las comprimían en la
espalda. Sintiéndolas libres, el joven, por un movimiento brusco en el cual pare-
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