GEORGE HARRISON Tras esa puerta cerrada - Graeme Thomson - Nutopia Ediciones

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GEORGE HARRISON Tras esa puerta cerrada - Graeme Thomson - Nutopia Ediciones
GEORGE
HARRISON
Tras esa puerta cerrada

    Graeme Thomson
GEORGE HARRISON Tras esa puerta cerrada - Graeme Thomson - Nutopia Ediciones
GEORGE
HARRISON
Tras esa puerta cerrada
Graeme Thomson

 GEORGE
HARRISON
 Tras esa puerta cerrada
Esta traducción de George Harrison: Behind the Locked Door,
publicada por primera vez en 2013, se edita mediante un acuerdo con
Omnibus Press (14-15 Berners Street, Londres W1T 3LJ, Inglaterra).

© del texto: Graeme Thomson (2014)
© de la traducción: Víctor Manuel Robledo (2021)
© de la imagen de portada: Alamy
© de la presente edición: Nutopia Ediciones (2021)

Ninguna parte del texto de esta obra puede ser reproducida, registrada
o transmitida por medio alguno. Tampoco se permite la distribución de
ejemplares mediante alquiler o préstamo público sin autorización por
escrito de los titulares del copyright. Todos los derechos reservados.

Se ha hecho todo lo posible para localizar a los titulares de los
derechos de autor de las fotografías de este libro, pero no se ha podido
contactar con uno o dos de ellos. Agradeceríamos que los fotógrafos
en cuestión se pusieran en contacto con nosotros.

Primera edición: noviembre de 2021
Impreso en ByPrint Picassent (España)

ISBN: 978-84-122994-1-0
Depósito legal: AS-02307-2021
Para mi madre, Kathleen,
y los otros Fab Four: J, K, L y M.
9

                               PRÓLOGO

                          Estar aquí ahora
                   Nueva York, 5 de enero de 1969

Ocurrió hace exactamente cuarenta años, semana arriba o abajo. Es julio de
2011 y Ravi Shankar está recordando el Concierto para Bangladesh. A sus
noventa y un años, perspicaz pese a su aspecto frágil y con una tupida barba
plateada, sus recuerdos suenan aún frescos y claros como el aire de la
montaña. «Se convirtió en algo tan importante que no podía creérmelo»,
dice el mayor músico clásico de la India de la era moderna. «Fue», sonríe,
«algo trascendental».
    Pocos pueden discutirlo. Trascendental no solo desde el punto de vista
musical y cultural. Trascendental no solo para los miles de refugiados y ni‐
ños de la guerra cuya situación fue reconocida en todo el mundo y que, más
tarde, tal vez obtuvieran alguna migaja de consuelo material gracias a la
música que se tocó ese día. También resultó trascendental para el hombre al
que Shankar llama «mi hermano, mi amigo y mi hijo, todo junto».
    El primer acto filantrópico masivo de la música rock fue la cumbre
simbólica de la carrera de George Harrison, tanto en solitario como con los
Beatles. Los dos conciertos, celebrados en el Madison Square Garden de
Nueva York la tarde y la noche del domingo 1 de agosto de 1971 y protago‐
nizados por Harrison, Shankar, Bob Dylan, Eric Clapton, Leon Russell, Billy
Preston y Ringo Starr, concentraron a la perfección todo lo que el exbeatle
representaba en el momento de su mayor plenitud. A través de su impulso
humanitario, su audaz facilidad para el intercambio cultural, su trasfondo
de espiritualismo benévolo y su deseo genuino de abrir los corazones, los
ojos y las mentes a Oriente, el concierto abarcó todas las pasiones persona‐
les de Harrison y trató de perpetuar sin grandes aspavientos el idealismo
más amplio de los años sesenta. Luego estuvo la música, un brebaje burbu‐
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jeante que reflejaba aún más la perspectiva expansiva de Harrison, colocan‐
do los sonidos del sitar, el sarod, la tabla y la tambura junto a una mezcla
cinética de rock, blues, soul, folk, pop, gospel y R&B. De este modo, el
Concierto para Bangladesh encarnó la conmovedora búsqueda de la ilumi‐
nación y la elevación espiritual que había mostrado en su primer trabajo en
solitario, All Things Must Pass, una imponente declaración de intenciones
publicada a finales del año anterior en forma de triple álbum. En el disco, y
ahora en el escenario, Harrison parecía un nuevo tipo de estrella de rock
emocionalmente evolucionada hacia una nueva era.
     Algo así habría parecido casi imposible solo doce meses antes. Harrison
fue históricamente el beatle con el perfil más bajo. No el más callado –esa
era una etiqueta superficial y simplista–, pero sí el menos llamativo, el me‐
nos descarado, el que menos atraído se sentía por los focos. Después de que
la banda se separara oficialmente en abril de 1970, no faltaron observadores
que esperaban que se instalara en un áshram de la India para no volver
jamás. En cambio, en agosto de 1971 estaba disfrutando de su periodo más
fértil como músico. All Things Must Pass se mantuvo en el número uno en
el Reino Unido y Estados Unidos durante casi dos meses. Al mismo tiempo,
su single principal, "My Sweet Lord", también fue número uno a ambos
lados del Atlántico. Se convertiría en la canción más vendida de 1971 en
Gran Bretaña, con una trascendencia que va más allá de las cifras de ventas
y las listas. Su trabajo estaba cargado de una poderosa corriente espiritual
que conectaba con el idealismo de finales de los sesenta.
     Si se observa detenidamente su trayectoria hasta aquel momento, el
silencioso ascenso de Harrison a la fama cobra ahora sentido. Fue el beatle
que, durante la vida de la banda, más se alejó de sus prosaicos orígenes y se
convirtió en el primero en cuestionar y desafiar seriamente su estructura.
John Lennon, Paul McCartney, George Harrison y Ringo Starr experimen‐
taron una evolución muy acelerada –los años en la banda eran parecidos a
los años de los perros: uno equivalía a cuatro o cinco de un humano–, pero
al ser el más joven e inicialmente el menos mundano, Harrison «emprendió
el viaje más largo de todos los Beatles», según Bill Harry, fundador del influ‐
yente fanzine pop de Liverpool de principios de los sesenta Mersey Beat y
amigo íntimo de Harrison y de los demás miembros en sus años de
formación. «Fue el que más se transformó de todos». A finales de los sesen‐
ta, con solo veinticinco años, ya estaba 'transformado' del todo y era por fin
consciente de su talento y del potencial que tenía para desarrollarlo.
Harrison terminó la década con una buena racha. Grabó dos de sus mejores
canciones –"Here Comes The Sun" y "Something"– durante las últimas se‐
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siones de los Beatles para el álbum Abbey Road, y puede decirse que fue el
único miembro que se alejó del grupo con sus composiciones y su perfil en
claro ascenso. Durante los oscuros días de 1970 y 1971 supo mantener la
cabeza fría mientras Lennon y McCartney se arrancaban la piel en público.
A diferencia de sus compañeros, Harrison entró en los años setenta todavía
envuelto en su singular halo de utopía, optimismo y candidez.
     Durante un breve periodo de tiempo, para Harrison parecía más fácil ser
un beatle fuera de la banda que dentro de ella. Eso cambiaría más adelante,
pero en aquel momento su legado le dio prestigio como artista en solitario
sin ninguna de las restricciones creativas que había tenido que soportar
durante la década anterior. «Creo que fue eclipsado por John y Paul en la
banda, pero adquirió un nombre propio cuando se separaron», dice Glyn
Johns, que produjo Let It Be en 1969 y trabajó con Harrison en varios álbu‐
mes en el sello Apple. «Creo que la forma en que manejó su carrera y a sí
mismo en ese momento fue asombrosa, llegué a ser un gran fan. Sin duda,
mantuvo la cabeza tan alta como cualquiera de ellos como artista en solita‐
rio tras la disolución de los Beatles. Amplió sus horizontes más allá de lo
común y de la zona de confort, y tuvo un gran éxito».
     El Concierto para Bangladesh fue mucho más que la mera coronación
de doce meses extraordinarios de trabajo. Harrison se presentó ante la au‐
diencia con una sorprendente barba poblada y un aspecto extravagante y
elegante al mismo tiempo. Durante su discurso introductorio, vestido con
una sencilla camisa de lana y un chaleco, parecía un honrado trabajador de
la tierra sacado de alguna obra de la literatura rusa de finales del siglo XIX;
después, para la actuación, optó por un perfil más solemne y brilló con un
traje blanco de aire mesiánico que quizás conectaba mejor con una parte del
público. Había quien buscaba que sus estrellas del rock –con dos exbeatles
en el cartel– lucieran como tal.
     Lo más importante, la música, fue rica y desgarradamente poderosa.
Harrison tocó tres de sus canciones más famosas de los Beatles, "Some‐
thing", "While My Guitar Gently Weeps" y "Here Comes The Sun", redu‐
cidas a un humilde rasgueo folk. De este modo, reconocía el pesado legado
de los Beatles con un toque de ligereza, incorporando su pasado a su trabajo
en solitario sin verse asfixiado por él. Le costará volver a hacer ese ejercicio,
pero en aquel momento esas canciones se sentían simplemente como parte
de él y se fusionaban a la perfección con su nueva música.
     Todo sonó poderoso y alegre. "Wah Wah", una canción que nació de la
frustración creativa de Harrison y de su deseo de emancipación en la etapa
final de los Beatles, disparó su carga emocional al ritmo casi fuera de control
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de las baterías de Jim Keltner y Starr, parapetados tras una enorme fila de
vocalistas y una banda a punto de explotar: una sección de vientos a todo
volumen, órganos vomitando escalas, guitarras destellando… "My Sweet
Lord" era ya entonces un clásico, un himno de necesidad y humildad desnu‐
da, con una sinfonía de guitarras acústicas. Luego sonaron otras. La belleza
fría y fluida de "Beware Of Darkness". El gospel-rock de "Awaiting On You
All". Cada una de ellas conectaba con el momento, el hombre y el mensaje.
Y en el centro de todo ello estaba un artista que parecía haber encontrado
por fin su lugar en el mundo, feliz de mantenerse al margen mientras Billy
Preston y Leon Russell le robaban descaradamente el protagonismo, o
respaldando con decoro a Bob Dylan en su maravilloso mini-set. Si el
Concierto para Bangladesh fue «el rock alcanzando su virilidad», tal como
observó Jon Landau en Rolling Stone, George Harrisón alcanzó su mayoría
de edad aquel día en el Madison Square Garden.
     Las apariencias, no obstante, pueden engañar. El concierto puso a prue‐
ba el temple de Harrison para regresar a los escenarios. Después de haber
llegado a aborrecer e incluso a temer las actuaciones en directo cuando los
Beatles abandonaron las giras, aquella fue su primera aparición en un
concierto oficial, con luz propia, desde agosto de 1966. Según Pattie Boyd,
que conoció a Harrison a principios de 1964 y estuvo casada con él entre
1966 y 1977, estaba «extremadamente nervioso. Tuvo que armarse de valor
para hacerlo». Shankar también recuerda que «parecía estar un poco preo‐
cupado, después de tanto tiempo», mientras que la segunda esposa del ex‐
beatle, Olivia Harrison, me dijo en 2009 que «el Concierto para Bangladesh
fue un movimiento muy valiente de George. Esa fue realmente su contribu‐
ción: superar su timidez para hacerlo». En la narrativa más amplia de su
carrera, sin embargo, aquel regalo resultó un triunfo fugaz más que la pro‐
metedora semilla que pudo haber parecido inicialmente. Su reticencia
anterior acabaría reclamándolo de nuevo.
     Una de las razones por las que el Concierto para Bangladesh entró tan
de lleno en el imaginario popular y resonó más allá de las paredes del Madi‐
son Square Garden fue porque unió a dos símbolos del idealismo de los se‐
senta en un momento en que ambos se habían retirado de las trincheras: Bob
Dylan y, en la forma de Ringo Starr y George Harrison, los Beatles. Puede
que fuera ya 1971, pero como fenómeno cultural los sesenta no habían
terminado del todo. La película documental Woodstock había garantizado
que el espíritu de esa época se había trasladado a una nueva década, y la
música rock seguía siendo considerada una fuerza lo suficientemente podero‐
sa como para desafiar las ortodoxias establecidas. Al principio, Bangladesh
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parecía la cresta de una nueva ola para los iconos de la década anterior, que
proporcionaba una nueva vida repleta de posibilidades. De hecho, sonaba
como un último hurra por los sesenta y, en parte, también por el breve perío‐
do de Harrison como superestrella en solitario. La tristeza que emana del
brillo de aquel concierto es la constatación de que Harrison no volvería a
conectar de forma tan directa y poderosa con su época.
    La promesa de su primer año como artista en solitario se agotó rápi‐
damente. Le proporcionó suficiente impulso para otro álbum de éxito –más
austero–, así como otro gran éxito en forma de single, pero su energía ya
estaba decayendo. Su malograda gira por Estados Unidos a finales de 1974
confirmó definitivamente que Harrison ya no era un auténtico candidato.
De hecho, si se dibujara un gráfico que indicara la evolución de su carrera
en los diez años posteriores a Bangladesh, parecería un descenso muy rápido
por una pendiente pronunciada: demandas, álbumes cada vez más desluci‐
dos, tristeza, enfermedad, bebida y drogas duras, discordia doméstica,
conflicto espiritual, retirada. Al final de la década de los setenta Harrison
era, creativa y culturalmente, irrelevante. Con treinta y tantos años tenía el
aire de un anciano y estaba completamente desencantado con la industria
de la que había formado parte durante casi dos décadas. El hecho de que se
valorara más su paso por los Beatles que su carrera individual lo llevaba a
periodos de profunda amargura. Tocar en directo no estaba en su agenda, y
era más feliz en casa cuidando su jardín que haciendo discos. Con la excep‐
ción de un animado renacimiento a finales de los ochenta y una breve gira
japonesa en 1991, seguiría así hasta su muerte en 2001. Poco después del
Concierto para Bangladesh, Harrison se convirtió en el equivalente musical
del caballero agricultor, sin ganas de ser el centro de atención ni de alcanzar
la grandeza.
    Para Harrison no se trató solo de un lento declive artístico, también fue
un alejamiento consciente y deliberado. A ello contribuyó el propio
Concierto para Bangladesh, que subrayó su falta de apetito por las actuacio‐
nes en directo y acabó convirtiéndose en un asunto complejo y frustrante
lejos del escenario. La organización de la película, el álbum y el dinero que
se recaudó le ocuparon grandes cantidades de tiempo y le desilusionaron
aún más con los maquiavélicos engranajes de la industria discográfica.
    Pero hubo otras muchas causas para su huida de la primera línea del
rock and roll. Luchó contra el legado de ser un exbeatle (un 'beatle en recu‐
peración' como un alcohólico con la botella, porque ningún beatle se liberó
nunca de la grandeza de su propia historia) y eso engendró sospechas, ira y
una necesidad de privacidad muy arraigada. Llegó a describir su tiempo en
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la banda como «una pesadilla, una historia de terror. Ni siquiera me gusta
pensar en ello»1. Pero tenía que hacerlo, porque se veía obligado a hablar de
sus años en la banda cada vez que levantaba la cabeza por encima del para‐
peto de su casa.
     Si los Beatles acabaron convirtiéndose en una corriente ampliamente
negativa que alejó a Harrison de la música, también hubo fuerzas positivas
detrás de su retirada. Muchas de ellas procedían del hombre que inspiró a
Harrison a organizar el Concierto para Bangladesh en primer lugar, y que
murió en diciembre de 2012. Aunque se relacionó con otros numerosos gu‐
rús y maestros, Ravi Shankar siguió siendo el guía espiritual de Harrison
durante gran parte de sus exploraciones. «Fue una relación muy importante
para George, Ravi era un poco como un padre para él», dijo Olivia Harri‐
son. «A veces eran como hermanos, a veces padre e hijo. Siempre tocaban
música y siempre estaban discutiendo ideas sobre cosas que podían hacer
juntos».
     Shankar impactó en Harrison como una piedra arrojada al fondo del
agua: sus ondas se extendieron a lo largo de toda su vida. «Algo en Ravi
abrió una puerta en George», dice Pattie Boyd. «Y no creo que él supiera
realmente en qué se estaba metiendo».
     La pareja se conoció en el verano de 1966 y mantuvo un vínculo extra‐
ordinario hasta la muerte de Harrison. El músico indio llegó a su vida en un
momento en que el beatle se dio cuenta de que «ya nada me entusiasmaba.
Quería algo mejor. Recuerdo que pensé que me gustaría conocer a alguien
que me impresionara de verdad. Y fue entonces cuando conocí a Ravi...»2.
Casi cincuenta años después, su hambre de cambio y su significado siguen
siendo palpables.
     Su relación era fluida, compleja y muy gratificante. Aquel día de julio,
cuando le pregunté por qué creía que Harrison había dedicado la segunda mi‐
tad de su vida a la cultura y la filosofía espiritual de Oriente, Shankar dijo, con
bastante modestia: «Quizá yo sea una de las causas. Fue a través de mi música
que llegó a mí y nos conocimos. Luego se fue a la India. Estuvimos juntos
durante unas semanas en Cachemira y Bombay y empecé a enseñarle, y ese fue
el periodo en el que empezó a interesarse de verdad no solo por la música, sino
por los libros que le di junto con la música. A través de mi música y de su visita
allí, se interesó profundamente por nuestro camino. No solo la religión, sino
la antigua filosofía védica. Se interesó tan profundamente, que continuó con
más y más lecturas y se apegó a la India y a nuestra música».
     La música india catalizó las exploraciones de Harrison durante toda su
vida, y fue Shankar quien puso la llave en su mano. A partir de ahí, las
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puertas se abrieron a interminables habitaciones: al Bhakti yoga, a la medi‐
tación trascendental, al Rishikesh, al Maharishi Mahesh Yogi, al maestro
Bhaktivedanta Swami Prabhupada, al Hare Krisna y al propio Concierto
para Bangladesh; a instantes fugaces de dicha, unidad y trascendencia, y
también a períodos de duda, confusión, dolor y miedo; a los ritmos irregu‐
lares de la fama y la retirada, el péndulo eterno del exceso privilegiado y la
negación devota. Y cada paso que daba lo alejaba un poco más no solo de
los Beatles, sino de las certezas de su infancia y, muy a menudo, de las per‐
sonas más cercanas a él. «Eso hizo que la vida fuera más complicada», dice
Boyd. «Una vez que abres cualquier puerta que permita obtener más
información sobre la vida y sobre por qué estamos aquí, la persigues y te
abre otras puertas, y es simplemente interminable: conocimiento antiguo,
historia, todo lo que hay. Hay demasiado que aprender, en realidad, y una
vez que empiezas en ese camino y has abierto esa puerta no puedes cerrarla.
El misterio y la intriga siempre están ahí y hay que seguirlos».
    Él los siguió. Los siguió y encontró algo más sustancioso, duradero y
complejo que la fama y los conciertos pop y las listas de éxitos. Con el
tiempo quedó claro que el beatle George y esa reluciente superestrella en
solitario que encabezaba un elenco de leyendas en el Madison Square
Garden eran pálidos reflejos de un hombre compuesto por numerosas
partes, muchas de ellas casi cómicamente contradictorias. Las paradojas ru‐
tinarias evidentes en la mayoría de los humanos parecían en Harrison
amplificadas, al igual que el éxito de los Beatles estaba en sí mismo
desgarrado por los extremos. El explorador, que buscaba en Oriente y en su
interior la simplicidad, la paz y la iluminación, tenía los garajes llenos de los
coches más rápidos y caros del planeta. La excéntrica y extravagante
grandeza de su casa en Friar Park, en Henley-On-Thames, oscilaba a veces
entre la austeridad de un retiro monástico y los excesos de carne y hueso
más propios del Chateau Marmont. Era tan probable verlo en los circuitos
de carreras de todo el mundo sin ninguna espiritualidad como que consu‐
miera el tiempo de rodillas cuidando sus plantas. Este ingenioso ciudadano
de Liverpool, con una lengua despiadada y un infantil sentido de la picardía,
el hombre que se coló alegremente en la fila del coro para interpretar a un
leñador durante un espectáculo de los Monty Python, también apareció en
público para apoyar seriamente la práctica del vuelo yóguico como una
cuestión política clave en las elecciones generales de 1992 en Reino Unido.
    Cuando George Martin estaba enfermo, Harrison llegó a verlo en su fla‐
mante coche deportivo McLaren F1, que podía alcanzar velocidades de 370
kilómetros por hora. Junto a la cama, le regaló al exproductor de los Beatles
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una pequeña estatua del dios hindú Ganesh. La buena salud y la sabiduría,
dijo Harrison, derivan de encontrar placer en las cosas más pequeñas y
sencillas. Luego se marchó en su millonario jet-car a una velocidad cercana
a la del sonido, dejando una contradicción cósmica a su paso.
     En algún lugar del espacio entre estas verdades se encuentra la esencia de
un hombre complejo. «Creo que sus crecientes obligaciones y responsabili‐
dades chocaban drásticamente con el tipo de austeridad asociada a un camino
espiritual, sobre todo indio», dice John Barham, su amigo y el arreglista de
cuerdas de sus primeros y mejores discos en solitario. «Por un lado, quería
pasar del mundo material al espiritual y, por otro, estaba atrapado en la red
de su gran riqueza y posesiones. Creo que experimentó angustia».
     La suya no fue una vida sencilla. El camino hacia la trascendencia estaba
plagado de obstáculos muy terrenales: lujuria, ego, tentación, celos, orgullo,
ira. Intratable y temperamental, Harrison no era ajeno a la sensación de pri‐
vilegio que todas las estrellas del rock llevan consigo como un cruce entre
una medalla y una cicatriz, pero también era sensible, concienzudo, consi‐
derado hasta la saciedad con sus amigos, divertido, inteligente, preocupado
por naturaleza y un hombre que descubrió que la fama limitaba sus oportu‐
nidades de disfrutar del tipo de interacción humana con los demás que a
menudo anhelaba. Creía que el hombre tenía la capacidad de una profunda
iluminación, de albergar el cielo dentro de su propia conciencia, y sin
embargo seguía siendo inmensamente temeroso y receloso de su capacidad
de herir y destruir. Y, como resultó, con razón.
     En última instancia, no estaba adaptado a la fama, ni siquiera al superes‐
trellato. Aunque a veces volvía a meterse en el papel del beatle George, ten‐
tado por la facilidad y el acceso que le ofrecía, pasó gran parte de su vida
adulta tratando de escapar de las limitaciones de su físico y de su personaje
público, y en su lugar miró hacia dentro. Mientras que John Lennon a veces
saltaba frenéticamente de una causa a otra con la esperanza de que si podía
cambiar el mundo podría tener una oportunidad de cambiarse a sí mismo,
Harrison se acercó a la realización desde el otro extremo del telescopio:
creía que si conseguía cambiarse a sí mismo ya habría cambiado el mundo.
Se convirtió –quizás de forma admirable– en el trabajo de su vida, y muy
probablemente también en el trabajo de su próxima vida. Podía ser diver‐
tido e interesante, y por lo general conservaba una aguda apreciación de lo
absurdo de la existencia y de su lugar privilegiado en ella. Pero rara vez fue
un viaje tranquilo.
Tras esa puerta cerrada es el profundo relato
de Graeme Thomson sobre la extraordinaria
vida y carrera de George Harrison.
Como miembro de los Beatles, Harrison pasó de adolescente a adulto
sacudido por un nivel de fama y éxito sin precedentes. Atormentado
por la Beatlemanía, se embarcó después en la búsqueda de un
significado mucho más allá de los parámetros de su antigua banda
y de la propia música.

Esta elegante y minuciosa biografía sigue su historia al detalle a través
de sus muchos cambios: del guitarrista colegial de Liverpool a la
superestrella mundial, del incipiente buscador de Dios al cineasta
independiente, del entusiasta de la Fórmula 1 al recaudador de fondos
para UNICEF. También profundiza en la lucha perenne de un hombre
que intentó recorrer un camino espiritual plagado de tentaciones
y contradicciones.

A partir de decenas de nuevas entrevistas al entorno más cercano al
músico, una investigación rigurosa y una visión crítica, George
Harrison. Tras esa puerta cerrada ofrece el retrato definitivo
de un hombre a menudo tan enigmático como incomprendido.
También es un estudio íntimo que ilustra maravillosamente el eterno
yin yang de su naturaleza, una llave para entrar en su mundo.
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