La conciencia histórica modernista como testación

Página creada Ezequiel Barros
 
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La conciencia histórica modernista como testación

                                                                                          Cecilia Macón
                                                                                                  (UBA)
                                                                                     cmacon@yahoo.com

Las características del evento modernista, tal como son enunciadas por Hayden White, están relacionadas con
atributos propios de la literatura modernista: una serie de innovaciones estilísticas que tienden a disolver la
trinidad de acontecimiento, personaje y trama. Se trata de rasgos que habilitan a este tipo de aproximación a
dar cuenta de ciertos eventos que se distinguen por ser estrictamente inéditos. Creemos que el análisis de
White oscila entre encontrar la causalidad en el hecho mismo y, en otras versiones, a otorgar potencia causal a
las transformaciones en la propia literatura. El presente trabajo aspira a indagar en esta última lectura. Esta
elección se debe a dos motivos. En primer lugar porque resulta sin duda la más disruptiva: afirmar que
determinados acontecimientos como los genocidios ameritan un tipo de aproximación diferenciada dista de
ser original. En segundo lugar porque creemos que este camino nos aproxima a argumentar que la verdadera
transformación se produce a nivel de la conciencia histórica. Es allí y no en ciertas cualidades del
acontecimiento donde se origina la necesidad de otorgar características específicas a los modos de
representación que los involucran. Para desplegar nuestro argumento nos concentraremos en las estrategias
retóricas involucradas en la puesta en escena del testimonio tal como es desarrollada en películas que refieren
a la última dictadura argentina. Específicamente nos concentraremos en Montoneros, una historia de Andrés
Di Tella, Historias cotidianas de Andrés Habegger y Los rubios de Albertina Carri, estas últimas realizadas
por hijos de militantes desaparecidos, una caraterística que resultará fundamental para nuestro análisis.

Me gustaría empezar esta presentación con una serie de preguntas impulsadas por un par
de imágenes. Se trata de dos cuadros del artista belga Luc Tuymans quien a través de
series como Realizando la historia I o el díptico Amnesia se ha preocupado especialmente
por dar cuenta de las dificultades para representar el pasado, de los límites de la memoria
y de las tensiones entre el documento y la representación artística. En el primero de ellos,
Estandarte de mayo (2000), la presencia de los personajes centrales sugiere el fantasma
de varias figuras posibles: ¿se trata de niños boys‐scout que corren durante la
organización de un campamento?, ¿unen sus estandartes para las fiestas mayas?,
¿socorren a alguien?, ¿son, en cambio, niños pertenecientes a las Juventudes Hitlerianas
en carrera para no llegar tarde a vivar al Führer?, ¿ evoca el presente o un pasado
remoto?, ¿ un futuro indeterminado, tal vez? La segunda imagen, denominada Exhibición

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No.3 (2002), basada en una fotografía de un zoológico japonés, retrata la actividad sexual
grupal de un conjunto de simios:¿es una metáfora de los humanos?, ¿son los humanos
metáforas de los simios?, ¿es una fantasía sexual?, ¿el pasado de nuestra especie?, ¿su
futuro?, ¿hay tal cosa como una especie?, ¿hay más de un género retratado?, ¿ más de
dos?

Las preguntas promovidas por estas dos imágenes en un punto tan distintas entre sí
tienen algo en común: hacen de cierta indeterminación una suerte de toma de posición
política sobre la representación. No remiten a la imposiblidad –epistémica o moral ‐ de
representar ciertos hechos sino a señalar las dificultades para conceptualizar un
acontecimiento, sus límites en relación al contexto y la disolución de cada una de las
narrativas posibles. Impulsan inevitablemente dudas sobre su estatuto –hecho o ficción‐ y
acercan la inapelable diversidad de significados. Es en este sentido que estas imágenes
resultan pertinentes en el marco de este encuentro, muy especialmente para discutir la
transformación del estatuto del testimonio. Las introducimos aquí como preámbulo para
nuestro trabajo en tanto ofrecen un marco para la teoría whiteana del acontecimiento
modernista a la que pretendemos revisar y, en un punto, ampliar. Después de todo, son
estos rasgos que acabamos de enumerar los que remiten a la caracterización ofrecida por
Hayden White. Definido en términos de la generación de una ruptura de las expectativas
que obliga a buscar mecanismos alternativos para su representación, el concepto de
“acontecimiento modernista” apunta, en principio, a dar respuesta a quienes acusaron a
White –simplista y ciegamente‐ de legitimar posiciones negacionistas o minimizadoras en
relación al Holocausto. De acuerdo a White el concepto da cuenta de una serie de
características que remiten tanto al acontecimiento en sí como a la conciencia histórica
que se ocupa de reconstruirlo –y que, en muchos casos, es resultado de la propia
reconstrucción‐. A lo largo de estas páginas intentaremos argumentar que la
caracterización del acontecimiento modernista nada tiene que ver con los atributos del
acontecimiento, sino con ciertos rasgos de la conciencia histórica, fatalmente dislocada. Y
es esta dislocación la necesaria para aproximarse al papel del testimonio. Si se trata de
acontecimientos inesperados o inimaginables es porque cierta transformación en la

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conciencia histórica habilita y sostiene esta caracterización. Lo distintivo –lo que
construye al acontecimiento en tanto modernista, lo que nos obliga a indagar en
estrategias diferenciadas‐ está en el tipo de despliegue de la conciencia histórica
involucrada.. Se trata de adjudicar a ciertas transformaciones en la conciencia histórica –
tales como la desconfianza en el progreso en tanto mecanismo de legitimación política‐ la
causalidad de una especificidad, no histórica sino política involucrada en discusiones sobre
su representación. La propia característica de inesperados o inimaginables refiere, no a
cualidades de los acontecimientos, sino de cierta constitución de la conciencia histórica
que los vuelve inesperados.

Claramente, es necesario a esta altura definir qué es lo que entendemos por conciencia
histórica. Si la experiencia histórica es el modo en que recobramos el pasado como parte
del presente (Ankersmit, 2005, xv), la conciencia histórica –establecida, no ya a nivel de la
experiencia sino de la representación donde se expresan estrategias para recuperar el
pasado‐ resulta aquello que nos hace advertirlo como distinto del presente. El sentido
histórico, por su parte, resulta ser el establecimiento de algún tipo de patrón para la
conciencia histórica, es decir para el modo en que entendemos la relación entre pasado,
presente y futuro. En estos términos la conciencia histórica modernista se sostiene en
cierta extrañeza entre el pasado y el presente –que la obliga a hacer uso de instrumentos
reconstructivos nuevos‐ pero a la vez en cierta cercanía que la lleva a sentar un tipo de
compromiso moral –podríamos decir de tipo memorialista‐ que la arrastra hacia una
aproximación alternativa para representarlos. Es esta característica específica –sostenida
en la tensión entre ruptura y continuidad‐ la que define atributos específicos capaces de
construir a los acontecimientos como modernistas.

Evocando la definición plasmada por White en la introducción de Metahistoria podríamos
decir que la conciencia histórica –es decir el modo en que la civilización occidental
contempla su relación con culturas anteriores y con sus contemporáneas‐ ha sido
tradicionalmente pensada como “un prejuicio específicamente occidental por medio del
cual se puede fundamentar en forma retroactiva la presunta superioridad de la sociedad
industrial moderna” (White, 1992, 14). En la revisión que encaramos aquí se trataría de
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otro tipo de prejuicio –en un sentido no necesariamente negativo‐ que busca señalar
cierta excepcionalidad contemporánea, no ya debida a la culminación del progreso, sino a
su capacidad para marcar tensiones.

White señala que el concepto de ‘conciencia histórica’ tradicional –insuficiente para dar
cuenta de los acontecimientos modernistas‐ resulta atado a la construcción de un
tratamiento dramático propio de estrategias perimidas (White, 2010, 154). En nuestro
caso argumentamos, no sólo la posibilidad de ampliar el concepto de conciencia histórica
para pensarlo en términos modernistas, sino también la necesidad de que resulte un
punto de partida para sostener la idea misma de acontecimiento modernista.

La conciencia histórica específicamente modernista tiene una preferencia por aprehender
los acontecimientos en tanto disrupciones radicales, en tanto alteraciones de un sentido
–como el progresivo‐ al que reconocen como contigente. Simultáneamente, al rechazar el
uso de sentidos totalizadores, remite a la imposiblidad de ver al acontecimiento como
algo lejano e impersonal. Por lo tanto, allí se unen cierta preferencia por la discontinuidad
en relación a los sentidos previstos y una cercanía desnuda.

La elección de este camino se encuentra de alguna manera refrendada por un comentario
puntual de White quien señala que las estrategias modernistas pueden ser útiles también
para representar acontecimientos modernos desde una mirada modernista. Es decir que
la especificidad del modernismo como mecanismo de reconstrucción no tiene porqué
limitarse a acontecimientos que le son más o menos contemporáneos, sino que también
puede colaborar en la representación de eventos más lejanos temporal y
conceptualmente hablando.

Concentrémonos por unos minutos en reconstruir la noción whiteana de “evento
modernista”.

De acuerdo a White, resulta central dar cuenta del papel del “modernismo en la invención
de una historiografía sin sujeto y sin trama en el siglo XX”. En sus palabras, “la disolución
del acontecimiento como una unidad básica de la ocurrencia temporal y como bloque

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constructivo de la historia –desplegada por el modernismo‐ socava el propio concepto de
facticidad y amenaza con ello la distinción entre el discurso realista y el meramente
imaginario” (White, 2003, 218). La disolución del acontecimiento defonda así una
presunción del realismo occidental: la oposición entre hecho y ficción. Así, el modernismo
informa sobre nuevos géneros de representación como el docudrama, la metaficción
histórica, la ficción del hecho, etc.

Al plantear la posibilidad de construir los hechos de forma tal que se sostengan diferentes
significados posibles (White, 2003, 218), el modernismo desrealiza el acontecimiento
mismo.

Siguiendo también a White recordemos que las innovaciones estilísticas del modernismo,
frutos de un esfuerzo por arreglárselas con la pérdida anticipada del peculiar sentido de la
historia por cuya carencia el modernismo es ritualmente criticado, pueden ofrecer
instrumentos mejores para representar los acontecimientos modernistas ‐y los
acontecimientos premodernistas por los que sentimos un interés típicamente modernista‐
. Las técnicas modernistas de la representación proporcionan así la posibilidad de
desfetichizar tanto los acontecimientos como las explicaciones fantásticas de ellos que
niegan la amenaza que plantean en el propio proceso de intentar representarlos de modo
realista” (White, 2010, 247). La escritura modernista ofrece técnicas –fluir de la
conciencia, fragmentos, constelación, comentarios – contrapuestas a la narrativa clásica
que permiten la representación de experiencias de acontecimientos modernistas.

Resulta central aclarar –tal como lo hace White‐ que el modernismo libera al evento
histórico de la domesticación de la trama, pero no abandona la realidad en pos de la
fantasía sino que muestra cuánto de lo fantástico está contenido en lo real (White,
2010,144). “El modernismo –señala‐ pone a prueba las profundidades del acontecimiento
histórico del mismo modo en que el psicoanálisis pone a prueba las del evento psíquico”
(White, 2010, 144). Disuelve el límite entre el acontecimiento y su contexto haciendo que
la sustancia del contenido de este nuevo tipo de evento sea ofrecida por la idea
histoteorizada de trauma (White, 2010, 145). Si el trauma es la herida o la cicatriz, es

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importante recordar que, desde Freud, no existe un acontecimiento inherentemente
traumático (White, 2010, 149). Se trata entonces de una cierta disposición de la psiquis
donde irrumpe un acontecimiento inesperado para una constitución previa a la que
desafía.

Si estas son las armas con las que logramos dar cuenta productivamente de estos
acontecimientos, es su cualidad de inesperados e inimaginables en un determinado
contexto –como el atentado de las Torres Gemelas‐ o más allá de él –como en el caso del
Holocausto‐ (White, 2010, 130) lo que los define. Es la misma conciencia histórica que
generó el modernismo literario –donde no pareció imperioso referirse a ciertas
características de lo representado por la literatura ‐ la que está en juego aquí. Si Virgina
Woolf necesita de instrumentos nuevos para dar cuenta de un día en la vida de Mrs.
Dalloway es porque desconfía de una narrativa clásica totalizadora buscando mostrar lo
que de discontinuo tiene ese evento para ella pero también la cercanía ineludible del
sufrimiento de Mrs. Dalloway. Cercanía y discontinuidad constituyen así dos caras que
hablan de su desconfianza en los mecanismos totalizadores.

Hemos accedido entonces hasta aquí a:

   1) conceptualizar al evento modernista como resultado de una conciencia histórica
       modernista sostenida en una tensión entre la continuidad y la discontinuidad o
       entre lo ajeno y lo propio.
   2) referir con esta terminología a acontecimientos inesperados, no necesariamente
       por lo que tienen de traumáticos, sino por su sola capacidad para irrumpir en la
       esfera pública desafiando su gramática. Se trata de acontecimientos que resultan
       difíciles de conceptualizar en relación las expectativas; que son presentados como
       innovadores pero también cercanos gracias a ciertas características de la
       conciencia histórica modernista.

Ahora bien, ¿ en qué medida afecta este tipo de aproximación el modo en que
entendemos el papel del testimonio en relación a los acontecimientos modernistas? Para

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responder a esta pregunta apelaremos brevemente a escenas de dos películas que
consideramos clave a la hora de análizar el estatuto del desaparecido: Montoneros, una
historia y Los rubios. Si en el primer caso su director, Andrés Di Tella opta por un formato
de documental centrado en la historia de Ana, una ex militante, en el segundo Albertina
Carri elige un camino que cuestiona el estatuto de los mecanismos establecidos de
representación. Lo relevante de nuestra evocación está en la capacidad de estas películas
para referir al vacío del desaparecido –un acontecimiento modernista por antonomasia‐
en términos que reconocen esa misma dificultad. En el relato de Ana hay un momento
clave: aquel en que relata el momento en que comienza a desaparecer, el tránsito desde
la presencia hacia una ausencia que no es precisamente la de la muerte. Acorralada por
las llamadas fuerzas de seguridad, Ana y su compañero inician un escape que poco a poco
se va tornando inútil. Progresivamente su huída va perdiendo su objetivo original hasta
transformarse en una suerte de evanescencia. Van desapareciendo poco a poco. Mientras
huyen sobre el horizonte de un basural Ana sangra a causa de la pérdida de un embarazo
y dice refiriéndose a ese momento: “allí no había adonde ir. No había absolutamente
nada”. En sus palabras: “dormíamos abrazados en posición fetal. Teníamos tanto miedo
que nos fuimos volviéndo chicos”. Es el proceso mismo de desaparición el que sale a la luz
aquí. Es la desprotección, pero también la vuelta al útero materno, como un deshilvanar
hacia la ausencia previa a la vida. No se trata de estar o no estar –en un binarismo
fácilmente asible por mecanismos representativos clásicos‐, sino del ir desapareciendo. En
esos momentos la imagen de Ana no está en escena. Es sólo su voz la que enuncia esa
suerte de tránsito hacia el borramiento. Es la distancia radical de la mirada del director
hacia una experiencia en un punto inasible, pero también la cercanía inevitable con la
experiencia misma de un tránsito hacia un borramiento que no implica meramente una
negación de la presencia sino que se ubica en una suerte de limbo mucho más difícil de
aprehender.

Uno de los momentos centrales de Los rubios es cuando la actriz que personifica a la
directora en su búsqueda de una reconstrucción para la desaparición de sus padres
desarrolla un monólogo a cámara. Al evocar el modo en que vivió el proceso de

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desaparición durante su infancia señala “odio la vaquitas de san antonio, odio pedir tres
deseos en mi cumpleaños, odio que se me caigan las pestañas”. Odia esas figuras
asociadas a la esperanza –que en algún momento la sostuvo‐ como una forma de admitir
la imposibilidad de sus padres vuelvan. La niña Albertina no sólo se fue volviendo más
escéptica, sino que además fue registrando y sobre todo constituyendo así el proceso
mismo de desaparición de sus padres. La disolución de la posiblidad de que el futuro
inaugure alguna novedad sobre la reaparición de sus padres desaparecidos no sólo ataca
de lleno el papel de la esperanza –o del progreso‐ para la constitución de una identidad,
sino que además saca a la luz el modo en que esa evascencia se va produciendo. Tanto
Carri como Di Tella intentan aquí, no meramente representar el vacío que implica el
concepto de desaparecido –la chora evocada por Derrida‐, sino el movimiento hacia la
desaparición. Para hacerlo ambos necesitan de una conciencia histórica sostenida en la
inestabilidad radical de la desaparición como proceso. También, de la tensión entre la
intimidad de la experiencia y la disrupción asimilada a lo precibido como inédito. Como en
las figuras de Tuymans los límites del pasado se tornan borrosos para el presente, pero los
de la presencia/ausencia de las víctimas también.

Ese ir desapareciendo altera para siempre la relación de continuidad entre pasado,
presente y futuro. Pero tampoco la expresa en términos de una mera disrupción. Por el
contrario, se trata de hacer foco ‐gracias a una conciencia histórica modernista que
reconoce su estatuto complejo‐ en momentos históricos que de otra manera resultarían
imposibles de representar. Los testimonios refieren aquí, no a una serie de
acontecimientos más o menos reconstruibles, sino a la disolución misma de la subjetividad
de quien enuncia. La evanescencia misma del sentido, atado inevitablemente a poder
distinguir entre la vida y la muerte, ahora obturado por el mecanismo mismo de la
desaparición. No sólo referir a este proceso resulta imposible a través de mecanismos
tradicionales, sino que además es algo difícilmente compatible con una conciencia
histórica moderna sostenida en un sujeto está vivo o muerto, está o no está. Aquí es el
propio testigo el que se va transformando en una figura difusa, pero no por ello menos
potente. Ana enuncia su borramiento como sujeto. Y lo hace desde un lugar particular que

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le es otorgado por el director: Ana no es sólo la principal testigo ‐la primera persona por
antonomasia‐ sino que además es la voz en off que enuncia el relato de la historia, muy
especialmente el contexto político de los acontecimientos. Es la primera persona y
también la tercera encargada de formular la narrativa que busca comprender lo que
sucedió. Su ir desapareciendo entonces muestra la fragilidad del testimonio pero también
la de los mecanismos de comprensión, aunque en esa posibilidad de disolución está
también su potencia. Por su parte Albertina, paradójicamente, se constituye como sujeto
al recuperar la memoria del momento en que una parte de ella fue desapareciendo. No
busca recuperar una presencia para definir su lugar de enunciación, sino el proceso de
disolución de una parte de su historia.

Un tercer ejemplo que puede colaborar en nuestro argumento refiere a uno de los
testimonios recogidos por el director Andrés Habbegger en su documental Historias
cotidianas dedicada a presentar las historias de vida de hijos de desaparecidos. Se trata
del brindado por Victoria Ginzberg. En una escena que se va mostrando intercalada con
otros testimonios a lo largo del documental se ve a Ginzberg en Plaza San Martín con la
única foto que conserva con su padre. Es una imagen ajada donde ella se asoma en su
primera infancia. El objetivo que se pone a lo largo del desplazamiento por la plaza es
identificar el lugar exacto donde fue sacada la foto. Depués de varios intentos fallidos por
encontrar el emplazamiento donde posó con su padre, Ginzberg finalmente encuentra el
rincón preciso. Y es sólo a partir de ese momento en que su testimonio cobra otra
carnadura. Es allí cuando logra ubicar el instante previo a la desaparición. Como si se
tratara de deshilvanar el presente hacia el pasado para definir su lugar como testigo, para
establecer la voz de su testimonio. Si el caso de Ana de Montoneros... es el proceso de
desaparición del propio testigo y el de Carri en Los rubios el de quien testimonia la
desaparición ajena, Ginzberg expresa la necesidad de la reconstitución del recuerdo no
meramente en términos de la recuperación de un contenido, sino de un proceso que
implica ubicar a su padre, no en el lugar de quien no está –es decir, de la muerte‐, sino de
quien la acompaña desde ese pasado que es presente. Habbegger–él también hijo de
desaparecidos –opta aquí por presentar el testimonio de Ginzberg de una manera

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fragmentaria, como si la representación misma de ese momento implicara una serie de
dificultades que obturan cualquier moraleja. En un punto la búsqueda de Ginzberg implica
la identificación de una memoria perdida, pero también constituye el acontecimiento de
su propio testimonio: el momento a partir del cual se transforma en una hija de padre
desaparecido. Ancla, de alguna manera, el instante en que se inicia la indeterminación
entendida como un proceso a comprender.

Entendemos que estos tres momentos cinematográficos, lejos de enfrentar las
representaciones más tradicionales del genocidio argentino, se transforman en artefactos
capaces de encarar la contingencia de las representaciones mismas. Es decir, no sólo de
mostrarse como una representación de tipo modernista, sino de señalar la constitución
del “acontecimiento modernista” que rige la lectura de cualquier otra representación a
través del cuestionamiento radical del estatuto del testigo que enuncia. Nuestro objetivo
aquí –tal como se señaló al principio‐ es mostrar cómo este tipo de aproximación
resignifica los modos clásicos de representación y, por lo tanto, de intervención política.
Así, este tipo de perspectiva excede la representación de la desaparición en términos de
trauma, no para refutarla sino para otorgarle una carnadura más compleja. No para
obturar el uso del papel del testigo, sino para colocarlo en un marco donde, a través del
relato de su propia desaparición, su estatuto se torna paradójico y por ello más
productivo. Es la propia fuente histórica la que aquí va desapariciendo. Es la evascencia
del pasado ‐ pero eventualmente también la del presente‐ en términos tales que,
paradójicamente, refrendan y no debilitan su poder tansformador por el señalamiento
radical que implica sobre la representación misma.

Tal vez se podría señalar –en una operación de corte skinneriano – que es este tipo de
gesto –tal como ha reivindicado White‐ el que hace del presente algo tan contingente
como el pasado (White, 2010, 157). Como en la figura de los preadolescentes que
Tuymans o la de sus simios, los bordes del acontecimiento se difuminan arrastrando con
ellos los límites del propio presente. Y también los de sujetos cuya presencia se pretendió
evadir.

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REFERENCIAS

‐Ankersmit, Frank Sublime Historical Experience, Stanford, Stanford University Press,

‐White, Hayden El texto histórico como artefacto literario Barcelona, Paidós, 2003.

‐White, Hayden Buenos Aires, Ficción histórica, historia ficcional y realidad histórica,
Prometeo, 2010.

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