La transformación de Bogotá
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La transformación de Bogotá Julio D. Dávila1 Development Planning Unit University College London Junio de 2004 (Publicado en el libro Fortalezas de Colombia, compilado por Fernando Cepeda Ulloa, Editorial Planeta, Bogotá, 2005, pp. 418-439; ISBN 958 42 1058 0) 1. Introducción Pocos dudan de que Bogotá haya experimentado un cambio sustancial de imagen. A comienzos de la década de 1980 el prestigioso periódico francés Le Monde editó un libro consistente en breves perfiles de una docena de ciudades del mundo; el capítulo sobre la capital colombiana se titulaba “Bogotá: la peur” (el miedo). Por esa misma época, una arquitecta francesa publicaría en un solo tomo una breve novela seguida de un ensayo con un título no menos sugestivo: “Bogotá jungle” (jungla), en donde describía un mundo sórdido de ‘gamines’ victimas de las drogas y de una incesante explotación estatal al servicio de una élite corrupta (Sauloy, 1984). Dos décadas más tarde, tres días después de la masacre de las torres gemelas de Nueva York, un periodista del New York Times escribiría en tono optimista que, para los bogotanos, la capital nunca había estado mejor (Forero, 2001). El Washington Post la describiría un año después como una “agradable anomalía” en un continente “cuyas ciudades capitales con frecuencia son historias de horror” (Wilson, 2002). En la interpretación de estos dos periodistas, y de varias personas entrevistadas por ellos, la labor de los alcaldes Mockus y Peñalosa había sido decisiva en este notable cambio. La imagen de Bogotá no sólo cambió a los ojos de los medios extranjeros. Hubo también una metamorfosis radical en la percepción que de ella tienen los colombianos y, más concretamente, los bogotanos. Siendo un joven periodista en Bogotá, para García Márquez ésta había sido una “vieja ciudad de ceniza, todo el día disfrazada de Londres, con habitantes oscuros y parsimoniosos que se perdían en la niebla…” (García Márquez, 1954). A mediados de los ochenta, en palabras del alcalde Julio César Sánchez, para muchos de sus habitantes Bogotá era un “infierno invivible” (Sánchez, 1988). Poco más de diez años después, en 1998, una encuesta entre habitantes de la ciudad calificaría la gestión de la ciudad con un 2,82 sobre cinco puntos posibles, cifra que subiría a 3 en 2000, para luego descender ligeramente a 2,95 en 2001 (El Tiempo, 2001). En 2001, algunas instituciones asociadas con la gestión de la ciudad alcanzarían niveles de aceptación entre la ciudadanía totalmente insospechados una década antes. Por ejemplo, 81 por ciento de los encuestados tenía una imagen favorable de Transmilenio, el sistema de transporte masivo desarrollado bajo la gestión del alcalde Peñalosa y continuado en las alcaldías siguientes. Más de la mitad de los encuestados veía con ojos positivos la labor de entidades como la empresa de energía y la empresa de teléfonos, en tanto que más de dos quintas partes aprobaban la gestión de la Policía Metropolitana, del alcalde y de la 1 El autor desea agradecer los comentarios a un primer borrador de Alfonso Dávila O. y Andrea Lampis, así como la asistencia de investigación de Nicolás Botero. Los errores factuales o de interpretación son de entera responsabilidad de quien esto escribe.
Secretaría de Salud del Distrito (ibid.). Incluso en alguna encuesta ocho de cada diez encuestados se definieron a si mismos como bogotanos (Pizano, 2003). ¿Que sucedió en la capital colombiana para que se diera ese vuelco radical en la percepción de sus ciudadanos y de visitantes ocasionales? ¿Qué cambios se necesitaron para cambiar la imagen de esa ciudad descrita en 1940 por tres profesores de geografía estadounidenses como la capital nacional más inaccesible del Nuevo Mundo (Whitbeck, Williams, & Christians, 1940)? ¿Qué dio origen a los cambios que le han merecido premios internacionales y continúan generando comentarios de periodistas extranjeros, y la visita de políticos, consultores, funcionarios de organismos multilaterales de asistencia, delegaciones de técnicos de ciudades tan distantes y diversas como Yakarta, Delhi y Accra, y turistas nacionales y extranjeros? Los medios quieren atribuirle la transformación de Bogotá a sus alcaldes, particularmente a los alcaldes Peñalosa y Mockus, elegidos por votación popular por tres periodos sucesivos, el primero en 1995-1997 y 2001-2003, y el segundo en 1998-2000. Fue en ese lapso en que ocurrieron muchos de los cambios que resultarían ser más visibles, tanto para los habitantes de la ciudad, como para sus cada vez más frecuentes visitantes. Que los medios le hayan atribuido la transformación a los alcaldes no debe sorprender, pues muchos de los cambios que afectan el espacio público en donde ocurre parte de la vida cotidiana de habitantes y visitantes se deben a la gestión directa o indirecta del gobierno del Distrito Capital. A pesar de la pobreza, las enormes desigualdades sociales y la fragmentación espacial que la aquejan, la Bogotá de comienzos del siglo XXI cuenta con aceptables niveles de aseo callejero, menos publicidad exterior que en el pasado, aceptable mantenimiento de zonas verdes y de vías públicas y parques, un servicio de transporte masivo eficiente (aunque con un cubrimiento social y espacial todavía bastante limitado), andenes más anchos y más libres de obstáculos para el peatón, un largo circuito de ciclorrutas y un mejor equipamiento social que nunca, visible no sólo en obras monumentales de nivel metropolitano como las ‘megabibliotecas’, sino también en obras más modestas de escala barrial (Bromberg, s.f.; Skinner, 2004). No es la intención de este ensayo hacer una evaluación sistemática del desempeño de los sucesivos alcaldes. Sería esa una labor de gran envergadura, que requeriría del apoyo de un equipo interdisciplinario dispuesto a hacer un importante trabajo de recolección y sistematización de información primaria. Tampoco se trata de buscar las causas últimas que están tras el cambio, pues, como bien lo anota Paul Bromberg (quien fuera alcalde encargado al final del primer período de Mockus, cuando éste se retiró para buscar una fallida candidatura presidencial), es muy arriesgado señalar un sentido de causalidad. Son muchas las ‘causas’ que se pueden candidatizar, pero muchos de los factores están imbricados entre sí, y “a veces las causas se tornan consecuencias” (Bromberg, s.f.). El objetivo de este escrito es el más modesto de proponer algunos elementos para enmarcar la labor de las sucesivas administraciones recientes de la ciudad en un contexto histórico, social, político y económico más amplio del que comúnmente lo observan los medios de comunicación - con su visión algo reduccionista, cortoplacista y probablemente más sesgada que la de un académico. La intención es mostrar que los cambios que hoy son palpables se apoyan en una serie de profundos cambios sociales y materiales que venían sucediéndose desde décadas anteriores, y unas bases institucionales (nacionales, pero especialmente locales) 2
que los alcaldes, su equipo humano y sus aliados políticos supieron aprovechar en forma innovadora, con el apoyo fundamental de la ciudadanía. Estas reflexiones se hacen bajo la premisa de que el reto del desarrollo consiste no sólo en lograr el acceso justo a oportunidades y a una mejor calidad de vida a todos los habitantes actuales de una ciudad, sin distingo de origen, clase o lugar de residencia, sino en garantizarles a éstos y a las generaciones venideras una vida mejor y un mayor control sobre sus propias vidas, de forma que estén en capacidad de maximizar su potencial humano como individuos en una sociedad. El reto también está, por supuesto, en lograr que la primera urbe del país utilice sus ventajas comparativas en promover esto mismo en su región y entre las demás generaciones actuales y futuras de colombianos. El capítulo consta de cuatro secciones. Luego de esta introducción, en la segunda sección se pasa revista a algunos de los cambios más significativos que ha experimentado la ciudad. Mi intención es ir más allá de los signos más evidentes que se observan en el uso del espacio publico y el transporte masivo, para documentar algunas de las transformaciones sociales, económicas y político-institucionales que subyacen los demás cambios. En la tercera sección se argumenta que los alcaldes actuaron dentro de un marco jurídico e institucional favorable, una herencia institucional consistente en una marcada tradición de planificación y competencia técnica, y un territorio unificado que permitió una actuación territorial y temporalmente coherente. Una sección final adelanta algunas hipótesis acerca de otro conjunto de factores demográficos, sociales, políticos, y geográficos que pueden haber contribuido, en mayor o menor medida, al éxito de la labor de los ejecutivos Distritales. 2. Bogotá venía cambiando significativamente En tanto que la transformación de Bogotá en las últimas décadas ha sido objeto casi unánime de alabanzas por parte de los medios capitalinos más influyentes, los rápidos cambios que sufrió en las cuatro o cinco décadas anteriores no siempre contaron con el apoyo de la opinión pública más vociferante. Al igual que sucedió en las grandes ciudades europeas que crecieron rápidamente hace cincuenta o cien años, predominaba entre su población establecida durante una o más generaciones la sensación de que el crecimiento demográfico era excesivamente rápido, que las olas de población que a diario llegaban terminarían por ahogar a la ciudad, que era necesario parar el crecimiento de la capital (sentimiento que incluso llegó a expresar un alcalde bogotano en los setenta). La reacción de rechazo a los recién llegados no se diferenciaba en mucho de la que con frecuencia expresan los partidos xenófobos que hoy ganan terreno político en Europa, que se niegan a reconocer las significativas y comprobadas bondades de recibir el influjo de una fuerza laboral por lo general joven, saludable y con un acervo nada despreciable de capital humano, social y en ocasiones financiero. Por más mezquina y miope que parezca hoy, la percepción de cambio vertiginoso de los bogotanos en las décadas entre 1960 y 1990 era producto de observar una realidad que efectivamente mudaba muy rápidamente. Al igual que muchas otras ciudades grandes de América Latina, en las últimas décadas Bogotá ha experimentado considerables cambios demográficos y espaciales. En el último medio siglo, su población se multiplicó por un factor cercano a diez, al pasar de algo más de tres cuartos de millón de personas en 1951, a cerca de siete millones a comienzos del siglo XXI. El crecimiento fue muy rápido antes de 1985, y continuaría 3
luego a tasas bastante menores, alimentado cada vez más por el crecimiento natural de la población que por la inmigración. El área construida se incrementó en un factor algo menor en esas décadas, al pasar de alrededor de 4.000 hectáreas a comienzos de los años cincuenta a aproximadamente 29.000 en 1996 (Mohan, 1986; DAPD, 2001). Esto significa que, en términos generales, la densidad poblacional media (medida como número de habitantes por hectárea) ha tendido a aumentar, evidencia de un proceso de intensificación en el uso del suelo urbanizado. Más recientemente, los municipios vecinos han crecido en forma más rápida que la capital, como efecto de la creciente integración espacial y económica de los distintos centros urbanos de esta ‘región metropolitana’, pero en parte también por el negativo efecto del aumento desmedido en los precios de la tierra dentro del área Distrital, resultante de su creciente escasez especialmente para los estratos más pobres. Al tiempo que la población de la capital crecía, su peso relativo en la población nacional también aumentaba. La población de Bogotá y Soacha sumadas pasó de alrededor de seis por ciento de la población total en 1951, a alrededor de 16 por ciento a comienzos de siglo XXI (DANE, 2001; DANE, 2003). Cabe anotar que esta proporción no es alta si se compara con otras grandes ciudades del continente, como por ejemplo Buenos Aires, Santiago de Chile o Lima, en donde vive alrededor de un tercio de la población nacional (Villa & Rodríguez, 1996). Entre las principales capitales latinoamericanas, sólo Rio de Janeiro, Caracas y Bogotá albergan a menos de una quinta parte de la población total. No obstante, como es lo usual en una metrópolis de su talla, Bogotá tiene un peso económico nacional comparativamente mayor que el demográfico. Por ejemplo, en 1990 en la capital se localizaban cerca de un tercio de todos los establecimientos de venta de automóviles, financieros y de servicios a empresas, cerca de dos quintas partes de los agentes de propiedad raíz y una cuarta parte de los establecimientos educativos y de salud del país (Gouëset, 1998). En 1989, la ciudad generaba una quinta parte del producto interno bruto, una cuarta parte del valor agregado manufacturero nacional, y proporciones aún mayores en sectores como las comunicaciones, los servicios gubernamentales y las finanzas (Cuervo, 1992). Cuadro 1 Bogotá y Colombia: PIB per cápita, 1980-2003 PIB per capita (Miles de millones de pesos de 1994) Contribución Riqueza de Bogotá al relativa de Año Bogotá Colombia PIB nacional Bogotáa (%) 1980 2,576.4 n.d. -- 20.8 1985 2,524.3 n.d. -- 22.0 1990 2,609.5 1,626.4 1.60 22.8 1995 2,967.9 1,843.4 1.61 23.7 2000 2,635.3 1,757.1 1.50 21.7 2003 2,664.9 n.d. -- n.d. n.d.: No hay datos disponibles a. PIB per cápita de Bogotá dividido por PIB per cápita de Colombia Fuente: Cálculos del autor basados en cifras de población censal y proyecciones, cuentas regionales del DANE y 4
Secretaría de Hacienda de Bogotá; cifras de contribución de Bogotá para 1980 y 1985 de Cuervo (1992, cuadro 6). Además de su crecimiento demográfico y espacial, la ciudad experimentó otros cambios notables. Algunos de ellos serían el resultado de esos mismos factores demográficos y espaciales, pero otros serían producto de transformaciones de diversa índole a escala nacional, cuyas manifestaciones tendrían una forma específica en Bogotá, en tanto que otros provendrían de políticas públicas ya fueren del orden nacional o capitalino. La ciudad tuvo un innegable crecimiento económico. Entre 1980 y 2003, el producto interno (PIB) real de la ciudad pasó de 8.900 millones a 18.300 millones de pesos constantes de 1994 (Cuadro 1). Este sería un logro importante considerando la severa recesión que afectó al país a fines de los noventa y comienzos del nuevo siglo (Alcaldía Mayor de Bogotá, 2004). No obstante, no es espectacular si se la compara con las tasas de crecimiento en ese mismo período de las principales ciudades europeas o de algunas economías emergentes como Corea del Sur, Malasia o China. Otro hecho notable que muestra el Cuadro 1 es que la diferencia entre la riqueza promedio de Bogotá y el país tendió a reducirse, producto entre otros factores, de la urbanización y los aumentos en productividad y desarrollo humano que experimentó una parte importante del territorio nacional (Ramírez Gómez, 2001). Desde la década de 1950 la economía de la ciudad se había beneficiado en forma importante de las políticas nacionales de sustitución de importaciones, y apoyo a sectores como la industria manufacturera y la construcción (a través del UPAC, por ejemplo). Incluso algunas de sus industrias lograrían comenzar a penetrar los mercados internacionales, lo que las haría comparativamente más dinámicas. Entre 1974 y 1989, por ejemplo, el valor de los productos agrícolas en el total de exportaciones de Bogotá pasó de 12 a 14.7 por ciento, en tanto que los productos editoriales aumentaban de cero a 14.3 por ciento, los productos de cuero de 3.6 a 11.3 por ciento y los textiles de 0.6 a 12.4 por ciento (Cuervo, 1992). Debido a su peso en el mercado doméstico y su relativo aislamiento geográfico, en los noventa no se afectaría significativamente con la política de apertura económica, e incluso ciertos sectores de la producción se verían beneficiados. Durante la apertura económica, a Bogotá la protegió su relativo aislamiento de la economía internacional, y sectores como el manufacturero probablemente se beneficiaron de la comparativamente más elevada presencia de establecimientos pequeños y de ingresos relativamente más bajos en comparación con Medellín, en donde los sectores más afectados por la competencia internacional fueron los establecimientos más grandes (Dávila, 1996). Más recientemente, las exportaciones han seguido creciendo. Entre 1995 y 2003, el valor en dólares de las exportaciones de Bogotá y Cundinamarca conjuntamente creció en 44 por ciento, lo que contribuyó a que la región pasara de exportar 13.8 por ciento del total nacional a 15.7 por ciento en el mismo período (Cuadro 2). Esto indica que, con relación al tamaño de su población, Bogotá ha tendido a aumentar sus exportaciones en términos reales. Cuadro 2 Exportaciones de Bogotá y Colombia, 1995-2003 5
(Valor FOB en millones de dólares EU) Contribución de Año Bogotá Colombia Bogotá al total nacional (%) 1995 1.423,1 10.287,6 13,8 2000 1.763,9 13.115,0 13,4 2003 2.049,0 13.092,2 15,7 Fuente: (DNP, 2004) Entre 1980 y 2000, el producto interno de la ciudad aumentó de 20.8 por ciento del PIB nacional a 21.7 por ciento (Cuadro 1). No pudo, sin embargo, resistir bien los embates de la recesión del cambio de siglo, que arremetió significativamente contra sectores como el de la construcción, servicios y comercio. La tasa de desempleo pasaría de niveles inferiores a 10 por ciento en los noventa, a más de 20 por ciento en 2000 y algo menos en años subsiguientes. Las grandes inversiones de las recientes alcaldías probablemente ayudaron a contrarrestar esta contracción económica, mientras que las inversiones focalizadas en los sectores sociales en algo contribuían a aliviar algunas de las peores consecuencias del desempleo, y les ofrecerían a algunos sectores de la ciudadanía nuevas oportunidades de educación y capacitación. Las condiciones materiales de producción y reproducción de los bogotanos sin duda contribuyeron al crecimiento económico de las décadas anteriores. De hecho, un primer asomo a la labor de sucesivos gobiernos Distritales la ofrecen las cifras de cobertura de servicios básicos domiciliarios y de calidad de la vivienda (Cuadro 3). No cabe duda de que, a pesar del enorme reto encarnado en las más elevadas tasas de crecimiento demográfico y de expansión física de la ciudad de su historia, la infraestructura básica mejoró notablemente en cantidad y calidad en las tres décadas posteriores al censo de 1951. El hecho de que las empresas de servicios públicos pudieran no sólo mantener el elevado ritmo de crecimiento - por lo general espontáneo y desordenado - del tejido físico sino además sobrepasarlo al punto de aumentar la cobertura efectiva de infraestructura básica, sería amplia muestra de algunas de las fortalezas institucionales del gobierno Distrital en las décadas de 1960 y 1970 (Gilbert, 1978; Dávila & Gilbert, 2001; Dávila, 2000). Y es que, en comparación con otras ciudades grandes de América Latina, a mediados de la década de 1980 la cobertura nominal de servicios en Bogotá podría calificarse como bastante aceptable (Gilbert, 1996b). Cuadro 3 Bogotá: Cobertura de servicios básicos domiciliarios y características de la vivienda, 1951-1993 (Porcentaje del total de hogares) Indicador 1951 1964 1973 1985 1993 2003 Acueducto 85,8 89,5 91,8 95,9 97,9 {85,2}a 100 Electricidad 81,9 88,1 95,3 98,4 99,3 {88,4}a Alcantarillado 80,0 87,6 91,7 95,6 91,1 {89,1}a 94 Tiene los tres n.d. n.d. 87,1 93,5 n.d. n.d. 6
servicios Carece de los n.d. 2,7 2,4 0,7 1,8 n.d. tres servicios Vivienda propia 42,7 46,2 41,9 57,1 54,0 n.d. Hacinamientob 7,6 18,5 23,0 14,9 7,6 n.d. Viviendas construidas con 9,5 7,6 7,0 3,2 3,1 n.d. materiales precarios a. Porcentaje de hogares para los que el abastecimiento del servicio domiciliario es normal. b. Proporción de hogares con cuatro o más personas por habitación. n.d.: No hay datos disponibles Fuentes: Para 1951 a 1993: Dávila y Gilbert (2000). Cifras acueducto y alcantarillado para 2003: (Mockus, 2003b), p. 285) Para comienzos de los noventa, el ritmo de expansión de la infraestructura disminuyó ligeramente, en parte por la dificultad técnica del suministro de servicios a poblaciones cada vez más alejadas de las zonas centrales, y muchas veces en terrenos con condiciones físicas difíciles. Aunque en 1993 las tasas oficiales de cobertura de servicios eran nominalmente altas (de 97.9 por ciento en acueducto y 99.3 por ciento en electricidad), según cifras del Ministerio de Desarrollo, para más del diez por ciento de los usuarios (por lo general en los barrios más pobres) el abastecimiento estaba racionado, era impredecible o carecía de una calidad aceptable (Ministerio de Desarrollo Económico, 1996), lo que da muestra de significativas desigualdades socio-espaciales. Esto era reflejo, a su vez, de las dificultades financieras y de gestión de las empresas de servicios que, de ser empresas gestionadas profesionalmente por técnicos que duraban en el cargo considerablemente más tiempo que los alcaldes, pasaron a ser objeto de una repartición política altamente dañina para el buen manejo de las mismas y sus perspectivas de ampliación a largo plazo (Gilbert, 1978; Gilbert, 1996a). Lo cierto es que, luego de una serie de reformas institucionales al suministro de estos servicios, según cifras oficiales, en 2003 la cobertura de acueducto habría llegado a la totalidad de la población por primera vez en la historia de la ciudad (aunque vale la pena anotar que aún no parece haber una corroboración independiente de estas cifras). Cuadro 4 Bogotá: Indicadores sociales, 1971-2002 Tasa de Mortalidad infantil Esperanza de vida homicidios Año Alfabetismo (por mil nacidos (años) (por cien mil vivos) habitantes) 1971 85,4 50 66,2 23 1980 92,2 42 67,1 27 1985 93,7 35 67,8 34 1990 95,2 24 69,7 47 1993 95,5 22 71,1 58 1998 98,0 n.d. 72,1 41 2001 98,0 n.d. 72,9 31 2002 n.d. 15 n.d. 28 7
n.d.: No hay datos disponibles Fuentes: Para 1971 a 1993: (Rinaudo, Molina, Alviar, & Salazar, 1994); cifras de alfabetismo y esperanza de vida en 1998 y 2001: (El Tiempo, Fundación Corona, & Cámara de Comercio, 2003); mortalidad infantil en 2002 y tasa homicidios para 1998 y 200: (Mockus, 2003b); para 2002: (Sáenz, 2003), con cálculos del autor utilizando proyecciones demográficas del DANE) Pero no sólo las bases materiales que permitían el funcionamiento y crecimiento continuo de la ciudad mejoraron en las ultimas décadas. Al observar una amplia gama de indicadores, se hace evidente que el capital humano en la capital también venía experimentando notables avances desde tiempo atrás, como lo muestra el Cuadro 4. Por ejemplo, las tasas de alfabetismo y la expectativa de vida tendrían aumentos notables e ininterrumpidos en las tres décadas posteriores a 1971. La mortalidad infantil, reflejo no sólo de bajos niveles de nutrición y educación, sino también de factores institucionales como atención médica primaria, tendría un descenso notable. Todos estos indicadores apuntan a un notable mejoramiento material importante en las condiciones de vida de una parte importante de la población, que no se limitan a la década de los noventa, sino que tienen sus raíces en las décadas anteriores y en factores institucionales y de desarrollo económico y social del orden nacional (Flórez, 2000), sobre los cuales las administraciones Distritales tienen limitada injerencia. No sobra recalcar, sin embargo, que estos indicadores muestran una visión agregada y por lo tanto sesgada de la realidad social de los bogotanos, ya que ocultan significativas diferencias entre distintos grupos sociales, como el hecho de que el 10 por ciento más rico tiene un ingreso entre 35 y 40 veces más alto que el 10 por ciento más pobre, las tasas de deserción y repitencia son mucho más altas en las escuelas estatales que en las privadas (en donde estudian los hijos de familias más acomodadas), y que las tasas de morbilidad y natalidad infantil son mucho más bajas en el norte de la ciudad que en el centro o en el sur (Veeduría Distrital, 2003). Un indicador que experimentó un empeoramiento notable y contrario a la tendencia de los demás indicadores es la tasa de homicidios, que más que se dobló entre 1971 y 1993 (a pesar de lo cual todavía estaba muy por debajo de la tasa de Medellín, la más elevada del continente). Esta cifra bajaría en la década siguiente en forma notable, hasta alcanzar un nivel similar al de 1980 (Cuadro 4). Las muertes en accidentes de tránsito también tendrían un marcado descenso, de 24 por 100.000 habitantes en 1995 a 11 en 2001. Los llamados delitos de mayor impacto (como hurto de vehículos, bancarios y residencias, atracos callejeros y lesiones personales) tuvieron, sin embargo un constante aumento al pasar de cerca de 7.000 casos registrados por la policía en 1990 a 25.000 en 1998, luego de lo cual descendieron a cerca de 18.000 en 2001. En estas reducciones, es muy probable que las activas campañas de conscientización y educación, y las enérgicas medidas de control por parte del gobierno Distrital hayan tenido un papel importante (Alcaldía Mayor de Bogotá, 2003). A pesar de los evidentes avances en los indicadores de desarrollo social, Bogotá sigue estando profundamente marcada por la pobreza y la desigualdad. En la década de 1970 la desigualdad, medida a través del ingreso per cápita, tendió a disminuir. El coeficiente de Gini descendería de 0.565 a 0.507 entre 1973 y 1978, un lustro marcado por crecimiento de la economía, escasez de mano de obra en ciertos sectores y, por lo tanto, de crecimiento en los ingresos promedios (Mohan, 1994). En la década siguiente este indicador descendería considerablemente, a 0.44 en 1985, pero con una marcada tendencia a aumentar, hasta llegar a 0.48 en 1993. Entre 1997 y 2000, un período de contracción económica, el coeficiente pasó de 0.519 a 8
0.561, es decir, a niveles similares a los de treinta años atrás (Veeduría Distrital, 2003). Este breve panorama estadístico muestra una ciudad que ha cambiado social, espacial y económicamente durante varias décadas. Por limitaciones de espacio, no ha sido posible desagregar las cifras que, inevitablemente, muestran una visión agregada de la ciudad y su población. Como lo ha mostrado en forma detallada el estudio reciente de Andrea Lampis para la Veeduría Distrital, detrás de estas cifras existe una realidad muy diversa, social y espacialmente, en donde un número nada despreciable de hogares e individuos en varias localidades de la ciudad continúan siendo altamente vulnerables (Veeduría Distrital, 2003). A pesar de los esfuerzos por hacer de la ciudad un espacio más integrado e incluyente, una parte sustancial de su población está excluida en la práctica (aún de servicios como Transmilenio, cuyas tarifas están fuera del alcance de muchos, y que carece de opciones para facilitarle el acceso a los más vulnerables, como los viejos o los estudiantes). De hecho, así lo perciben los jóvenes de estratos socio-económicos medios y bajos, para quienes los cambios físicos recientes de la ciudad han incrementado la marginalidad, el desempleo y la pobreza debido al desplazamiento interno de actividades informales producido por las políticas de recuperación del espacio público (Pizano, 2003). Sección 3: El marco institucional del cambio en Bogotá La labor de los alcaldes bogotanos en los últimos quince años es un buen ejemplo de lo que para Batley (1997) representa una relativa autonomía de los agentes sociales frente a unas fuerzas externas e internas que, como la globalización, propenden ya sea por el cambio o por el retroceso urbano. Y Bogotá no es un caso aislado. En la América Latina de hoy, el ejecutivo municipal ha adquirido una importancia política innegable, tal vez la mayor de toda su historia (Dietz & Myers, 2002; Ward, 1996). No sólo el peso relativo de las ciudades ha aumentado en términos demográficos y económicos dentro de sus países, sino que el hecho de que, con pocas excepciones, tanto el poder ejecutivo (representado en los alcaldes) como el poder legislativo (Concejo) sean elegidos por voto popular, les da una legitimidad inimaginable en décadas anteriores. En una muestra de once capitales latinoamericanas estudiadas por Dietz y Myers (op. cit.), por ejemplo, en tanto que hasta la década de los sesenta sólo cuatro ciudades elegían a su alcalde, hacia fines del siglo XX en sólo una de esas capitales (La Habana) el alcalde era designado por el gobierno central. En ese mismo período, el poder del Concejo de la ciudad aumentó significativamente en todas estas ciudades excepto en La Habana, en donde se redujo, y en Lima y Buenos Aires, en donde se mantuvo constante. Pero, a pesar de que los alcaldes se han convertido en la cara visible del gobierno local en diversas partes del mundo (incluso en países de vieja tradición democrática que hasta hace poco carecían de una figura ejecutiva similar, como Gran Bretaña), ellos no son los agentes privilegiados del cambio. Para Batley, los agentes sociales incluyen a “los políticos locales, funcionarios municipales, grupos económicos, empresas y hogares”, todos los cuales “poseen alguna capacidad para crear vínculos económicos, ‘navegar’ en forma oportunista, abogar y presionar en pro de intereses locales, movilizar recursos locales, utilizar y redistribuir recursos con miras a mejorar la calidad de vida local” (Batley, 1997, p. 341). En contraste con los años sesenta y setenta, en donde el gobierno central se apropiaba las funciones de guía exclusivo de los designios de la nación, ningún gobierno local de una ciudad capital puede hoy en día desconocer el papel fundamental que esta amplia gama de agentes sociales tiene en el desarrollo de la ciudad. 9
En ese sentido, la labor de los alcaldes debe apreciarse en un contexto institucional más amplio, y con una perspectiva histórica mayor, en donde se contemplen no sólo los factores contextuales que facilitan su labor y la de su equipo humano, sino el examen de los instrumentos con que cuentan para desarrollar su labor. En esta sección se examinará brevemente la función del alcalde de Bogotá y de algunos de los instrumentos y características del gobierno Distrital. En la siguiente sección se expondrán algunas hipótesis acerca del posible efecto de factores contextuales dentro de los cuales se inserta la labor del gobierno. No es arriesgado afirmar que, hasta 1988 cuando los bogotanos pudieron elegir por voto popular por primera vez a su alcalde, con pocas excepciones la figura del alcalde había sido la de un personaje distante, casi anónimo, que respondía más a la voluntad de su jefe político y laboral, el Presidente de la República, que a las aspiraciones de los ciudadanos. De hecho, así lo perciben los bogotanos de comienzos del siglo XXI (Pizano, 2003). Y no es para menos. Entre 1931 y 1954, el periodo promedio de gestión de un alcalde capitalino fue de apenas nueve meses. El que la cifra promedio aumentara a 20 meses en las tres décadas anteriores a la elección popular se debió en gran medida a que unos pocos burgomaestres mantuvieron su posición por períodos bastante largos, y sólo tres alcaldes detentaron el título por más de dos años (Dávila y Gilbert, 2001). Esto generaba no sólo serios problemas de continuidad en las políticas y programas del gobierno Distrital, sino que además le quitaba a la figura del alcalde toda posibilidad de identificación emblemática con la ciudad y sus ciudadanos. A esto se agrega el hecho de que más de uno de los alcaldes señalados por el dedo Presidencial escasamente si conocían la ciudad y a sus ciudadanos. Durante gran parte del Siglo XX, los alcaldes capitalinos fueron nombrados por el Presidente de la República y por lo general se trataba de figuras de confianza del Presidente y, por lo tanto, de su mismo partido político. Bajo el Frente Nacional, el período de alternación en la Presidencia y de paridad en puestos públicos de los partidos Liberal y Conservador, el Alcalde Mayor y el gobernador de Cundinamarca, departamento del cual Bogotá también ha sido históricamente la capital, pertenecían a partidos distintos. En ausencia de una tradición de disciplina partidista, para el Presidente era importante además que el cargo lo detentara no sólo alguien de su mismo partido, sino también de su misma facción dentro del partido. Entre 1958 y 1988, el único alcalde que tuvo una filiación partidaria distinta al Presidente fue Jorge Gaitán Cortés, pero debido a que su gestión de 60 meses se extendió a tres Presidencias. Este estado de cosas cambió sustancialmente con las reformas políticas iniciadas bajo el gobierno nacional del Presidente Betancur y consolidadas con la Constitución de 1991 que permitieron, a partir de 1988, la elección popular de alcaldes municipales. Entre 1988 y 2004, los electores capitalinos habían elegido a siete alcaldes (a los que habría que sumar dos encargados por breves períodos), de los cuales sólo dos pertenecían al mismo partido del Presidente (Caicedo Ferrer y Castro, ambos liberales). De los cuatro restantes, los alcaldes Mockus (dos periodos) y Peñalosa (un periodo) se declararon independientes, en tanto que la cuarta – y actual - gestión (Garzón) estaría en manos de una coalición de partidos de izquierda, radicalmente opuesta a un Presidente que, a su vez, había declarado su independencia de los partidos tradicionales. Las reformas representaron un cambio notable no sólo en la estabilidad del Alcalde Mayor, sino también en su legitimidad política. El periodo inicial de dos años de las alcaldías de Pastrana y Castro ha sido aumentado gradualmente hasta alcanzar la cifra de cuatro años a partir de 2004. Si se descuenta la gestión de pocos meses de 10
los dos alcaldes encargados (Sonia Durán en 1991 y Paul Bromberg en 1997), el período promedio de gestión de los alcaldes electos es de cerca de 30 meses. Esta es una notable mejoría frente al promedio de las tres décadas anteriores pues al menos permite poner en práctica el programa de gobierno con el que la ley lo compromete en su campaña electoral. Otro hecho notable de la elección de alcaldes es que se trata de personas que, como individuos, conocen y se identifican mucho más con la ciudad y por lo general están en mayor capacidad de representar al electorado que varios de los alcaldes anteriores (Dávila y Gilbert, 2001; Pizano, 2003). Cuando se compara la realidad geográfica y administrativa de Bogotá con la de otras grandes ciudades latinoamericanas, se hace evidente el hecho de que Bogotá y la región natural en que se asienta no sólo poseen excelentes recursos naturales indispensables para su crecimiento, como agua, tierra para su expansión y servicios ambientales como los ríos, los cerros y los parques naturales, sino que en las últimas cinco décadas se ha podido gobernar casi en su totalidad como un solo ente administrativo (a pesar de que éste no contempla las áreas que la proveen de servicios ambientales, ni el número creciente de municipios con los que intercambia personas y bienes en la región). Esto en cierta forma es una rareza en el continente, en donde la multiplicidad de municipios es la característica principal de las grandes áreas metropolitanas. El Gran Sao Paulo, por ejemplo, consta de 39 municipios independientes, en tanto que el Gran Santiago consta de 34 comunas, cada una con su alcalde electo. La situación es un poco menos dramática en Ciudad de México, Buenos Aires y Caracas (Ward, 1996). En el caso del área conurbada de Bogotá, más del 90 por ciento de la población está contenida dentro del Distrito Capital, un área de 1.732 km2 (de los cuales una cuarta parte está construida) cuyo jefe de gobierno es el Alcalde Mayor. El origen de esta enorme ventaja comparativa se remonta a 1954 cuando, bajo la dictadura del General Rojas Pinilla, se unificaron seis municipios bajo la autoridad única del Distrito Especial de Bogotá. La contraparte legislativa del alcalde es el Concejo de la ciudad. La relación de fuerzas entre estos dos poderes tuvo un cambio significativo a partir de 1993 con la expedición por el alcalde Castro del Estatuto Orgánico, el instrumento legislativo que hizo posibles muchos de los cambios financieros y administrativos más importantes de la siguiente década, incluyendo “una radical separación entre la Administración y las atribuciones normativas y de control político del Concejo” (Bromberg, s.f.), logrando de paso mejorar la capacidad de negociación del ejecutivo. En palabras de Castro, gracias al Estatuto, “el Concejo se va a ocupar de los grandes temas de la ciudad, entre ellos el de la planeación y el presupuesto…(y) podrá controlar, fiscalizar y vigilar la gestión que cumpla el Gobierno distrital de turno” (Castro, 1993). Cuadro 5 Bogotá DE: Inversión directa e ingresos consolidados De la Administración Distrital, 1963-1979 (Pesos constantes de 1976) Sector/rubro 1963 1968 1975 1979 Inversión Servicios públicosa 94,1% 54,3% 73,0% 81,6% Vías y puentes 2,3% 32,6% 9,8% 12,2% 11
Administración general 0,3% 0,5% 1,1% 1,8% Bienestar social 1,2% 0,6% 0,9% 1,5% Educación 1,6% 0,4% 0,4% 1,3% Parques y recreación 0,0% 2,7% 0,7% 0,9% Policía, cárceles, bomberos 0,1% 0,0% 0,2% 0,4% Transporte 0,0% 6,9% 9,9% 0,3% Vivienda 0,3% 1,8% 3,9% 0,0% Salud 0,0% 0,1% 0,0% 0,0% Total 100,0% 100,0% 100,0% 100,0% Inversión total (millones de pesos) 1.031,4 993 1.003,9 493 Ingresos Ingresos per cápita del Gobierno Distritalb 602,2 661,0 758,4 557,9 Participación de los ingresos tributarios en los ingresos totales del Gobierno Distritalc 18,4% 14,2% 12,8% 16,0% a. Incluye acueducto, alcantarillado, electricidad y teléfonos b. Total de ingresos distritales divididos por el número de habitantes de la ciudad c. Incluye recursos del crédito (que oscilan entre un mínimo de 14% en 1979 y un máximo de 29.1% en 1968) Fuente: Mohan (1996) Igualmente, el Estatuto “viabilizó la valorización por beneficio general, estableció el cobro bimestral del impuesto de Industria y Comercio, el autoevalúo para el predial y creó mecanismos de fiscalización y cobro” (Bromberg, s.f.). Todo esto era indispensable para inyectarle recursos financieros a un aparato administrativo seriamente impedido durante más de una década por un creciente déficit fiscal que llegaría a 3.8 por ciento del producto bruto de la ciudad en 1990 (Alvaro Pachón y Asociados, 1992). De hecho, como lo muestra el Cuadro 5, la cifra de ingresos por habitante de la ciudad del Gobierno Distrital permanecería prácticamente estable durante los años sesenta y setenta, e incluso se deterioraría significativamente hacia fines de los setenta. El peso de los ingresos tributarios locales oscilaría por debajo de una quinta parte del total de ingresos, incluso por debajo de otras fuentes de ingresos como los créditos internacionales que, en ciertos años de elevadas inversiones en infraestructura alcanzarían una alta proporción del total (Mohan, 1994). En contraste, y gracias a las reformas, en 1999 y 2003, por ejemplo, los impuestos locales representarían una proporción muy significativa de los ingresos Distritales, como lo muestra el último renglón del Cuadro 6. Las reformas de los noventa permitirían el acceso a otras importantes fuentes de ingreso para la ciudad, como la sobretasa a la gasolina, la venta parcial de la empresa de energía y utilidades de empresas como la de teléfonos. El saneamiento de las finanzas Distritales también facilitó el acceso a nuevos empréstitos internacionales, en tanto que el gobierno de la ciudad lograba puntajes altamente favorables con las agencias internacionales de crédito - algo por demás inusitado apenas unos años antes, cuando a los ojos del sector financiero, sólo el Estado central era merecedor de crédito y todo préstamo municipal debía contar con su aval. En ese sentido, la experiencia altamente positiva de Bogotá contrasta significativamente con la de otras ciudades del país, especialmente medianas, en donde la descentralización significó un aumento significativo de responsabilidades de todo tipo, pero sin la capacidad financiera y humana para enfrentarlas debidamente (Brand, 2001). 12
Las prioridades de inversión de los alcaldes elegidos por voto popular, especialmente luego del considerable fortalecimiento fiscal de mediados de los noventa, serían totalmente distintas a las de sus antecesores en el cargo. Esto les permitiría concentrarse en áreas que, hasta ese momento, prácticamente no habían sido contempladas por el gobierno local. Aunque no son estrictamente comparables debido a ligeras diferencias en las agrupaciones de los distintos rubros, las cifras de los Cuadros 5 y 6 también ilustran la distribución de las inversiones directas (excluyendo gastos de funcionamiento) de los gobiernos Distritales de las décadas de 1960 y 1970 por un lado, y de dos gobiernos más recientes, por el otro. Cuadro 6 Bogotá DC: Inversión directa e ingresos consolidados de la Administración Distrital,1999 y 2003 (Pesos constantes de 2003) Sector/rubro 1999 2003a Inversión Servicios públicos 26,8% 34,9% Educación 21,9% 22,6% Transporte y espacio público 23,3% 14,5% Salud 10,7% 13,1% Gobierno 6,6% 5,8% Bienestar social 3,3% 4,3% Hacienda 1,9% 1,4% Cultura 4,2% 1,9% Gestión pública admirable 0,5% 0,6% Planeación y competitividad 0,6% 0,7% Organismos de control 0,2% 0,1% Total 100,0% 100,0% Inversión total (miles de millones de pesos) 4.668,6 4.480.1 Ingresos Participación de los ingresos tributarios en los ingresos totales del Gobierno Distritalb 37,7% 55,2% a. Proyectado (presupuesto disponible para el año fiscal) b. El monto de préstamos netos fue nulo en estos años Fuentes: (Fainboim, 2003) (Mockus, 2003a) El reto de dotar a una ciudad que cada década se doblaba en población de los servicios indispensables para su buen funcionamiento está reflejado palpablemente en las altísimas proporciones que alcanzan los servicios públicos en la inversión total entre 1963 y 1979 (Cuadro 5). Con excepción de 1968, cuando la visita del Papa Pablo VI dio lugar a un sustancial programa de construcción de nuevas vías por iniciativa del Presidente Carlos Lleras, las áreas de energía eléctrica (especialmente a comienzos de los sesenta) y acueducto y alcantarillado tendrían una posición primordial en las prioridades de los alcaldes y los gobiernos nacionales. Sucesivos alcaldes intentarían darle prioridad a enfrentar la precariedad de servicios en los 13
llamados ‘barrios clandestinos’ que aparecían en el sur, oriente y occidente de la ciudad, pero el gasto de inversión en áreas como bienestar social, educación y parques era comparativamente minúsculo. Ni siquiera el amplio programa de construcción de escuelas primarias del alcalde Gaitán Cortés alcanzaría un dos por ciento del presupuesto total de inversión en 1963, frente a las enormes cifras dedicadas a dotar a la ciudad de energía eléctrica, probablemente el proyecto de infraestructura más importante que la ciudad había enfrentado hasta ese momento, gracias a la cual la capacidad instalada se quintuplicaría entre 1954 y 1964 (Dávila, 2000). En los gobiernos de los alcaldes Peñalosa y Mockus la inversión en servicios públicos, que ya para ese entonces llegaban prácticamente a toda la ciudad (aunque no siempre con la confiabilidad y calidad necesaria, como se vio atrás), no representaría sino entre una cuarta y algo más de una tercera parte del total (Cuadro 6). Las extensiones anuales de las redes serían comparativamente menores, pues las grandes inversiones en generación y transmisión de energía o almacenamiento, tratamiento y canalización del agua ya estaban hechas. Eso les permitiría a estos gobiernos dedicar una quinta parte del total a infraestructura educativa, y entre una décima y cerca de una quinta a transporte y espacio publico. Inversión en otras áreas que ni siquiera alcanzaban unas décimas del uno por ciento tres décadas antes, como salud y policía, tendrían ahora un papel mucho más destacado, al igual que áreas antes inexistentes, como cultura y planeación. No sobra recordar que las empresas descentralizadas de servicios públicos en las que se apoyó la expansión de la infraestructura básica de la ciudad, fueron por lo general empresas gestionadas en forma relativamente idónea durante los años sesenta y setenta, por administradores técnicos que conservaban su puesto durante varios años y estaban dispuestos a dar continuidad a la labor de sus antecesores. En ello jugó un papel fundamental la continuidad entre las distintas alcaldías, especialmente a fines de los cincuenta y los sesenta cuando se formularon los planes de expansión de las redes de energía, acueducto, alcantarillado y vías. Las figuras centrales de esto incluirían al arquitecto y planificador Gaitán Cortés, primero como concejal entre 1968 y 1961, y luego como alcalde cuya gestión duraría 60 meses entre 1961 y 1966 (Dávila, 2000), y al ingeniero Virgilio Barco, posteriormente Presidente de la República, quien fuera alcalde del Presidente Carlos Lleras entre 1966 y 1969 (Alonso, 1999). No menos importante sería el economista de origen canadiense Lauchlin Currie, quien asesoró a los dos alcaldes, y cuyas ideas acerca de las bondades de la urbanización se concretarían a escala nacional bajo la Presidencia de Misael Pastrana (1970-1974). El que hubiera en esa época una cierta ‘cultura de planificación urbana’ representaría un elemento importante de apoyo a los grandes proyectos de infraestructura. La historia de la planeación en la ciudad se remonta a la segunda década del siglo XX, y había consistido en diversos intentos de ordenar y guiar el crecimiento físico mediante instrumentos utilizados en mayor o menor escala, como planes viales, asignación de usos del suelo y densidades, y designación de espacios públicos. La cultura del plan como instrumento de ordenamiento espacial a escala de toda la ciudad se inauguraría con el llamado Plan Piloto (1950) del arquitecto y planificador suizo Le Corbusier y su sucesor, el Plan Regulador (1953) de los arquitectos Paul Wiener y Jose Luis Sert (Cortés, 1995). En las cuatro décadas siguientes habría varios intentos de actualizar o modificar parcialmente estos planes, o simplemente de zonificar la ciudad sin necesariamente pensarla como un todo con la necesaria complejidad, el acopio de información y la visión de conjunto que exigía un plan. La tradición del plan más amplio se reviviría a fines de los noventa con la Ley 388 de Desarrollo Territorial, un importante intento a nivel nacional de “dotar a la 14
ciudad de herramientas potentes que le permitan superar de manera radical las grandes falencias estructurales (de la) espacialidad” (Viviescas, 2001, p. 333). Su producto específico, el Plan de Ordenamiento Territorial (POT), expedido en el caso de Bogotá por decreto del alcalde en 2000, busca guiar el desarrollo de la ciudad durante la primera década del siglo XXI. Los sucesivos planes que buscaron guiar el crecimiento de la ciudad tuvieron diverso grado de éxito. Por un lado, cuando se trataba de ejercicios de prospectiva sectorial, como los planes de acueducto o alcantarillado, el plan tendría un cariz pragmático, y tendría el efecto de preparar en forma relativamente idónea a la empresa descentralizada y al fisco Distrital para enfrentar el reto. Cada entidad de servicios públicos se guiaría por planes y proyecciones relativamente flexibles e independientes, coordinadas en ocasiones desde la Alcaldía o el DAPD, actuando en forma pragmática para dotar de servicios o vías a la población creciente, aun en los asentamientos ilegales. Para Mohan (1994), la ausencia de un plan maestro de usos del suelo rígido que impusiera metas desde arriba es un aspecto positivo del desarrollo de la Bogotá en los setenta (década de muy rápida expansión, como se recordará), pues permitiría responder en forma efectiva a la creciente demanda por infraestructura básica. La posición opuesta la tienen Del Castillo y Salazar Ferro (2001), para quienes la ausencia de un plan en la práctica le entregó la construcción de la ciudad al mercado y a la especulación privada, “sin haberse asegurado las condiciones mínimas de funcionalidad de la ciudad: vivienda, transporte y suelo” (p. 145). Los pocos planes que intentaron una visión más amplia, que incluiría proyecciones de población, zonificación, planes de infraestructura e incluso usos detallados del suelo, en la práctica tuvieron el efecto de consolidar la incipiente segregación espacial que se observaba ya desde comienzos del siglo XX, en donde las clases más adineradas se localizaban hacia el norte y los grupos más pobres hacia el sur y occidente de la Plaza de Bolívar. Desafortunadamente, al igual que ocurriría en numerosas ciudades de diversas partes del globo, el potencialmente valioso instrumento del plan, formulado en forma inconsulta por técnicos, rígido y parcial, e inspirado por una visión exclusivamente espacial de la ciudad, sólo podría tener esas consecuencias. Sin embargo, el hecho de que se hubiera hecho planes es prueba de una larga tradición planificadora inaugurada por el planificador austriaco Karl Brunner en la década de 1930, y continuada en décadas posteriores desde los preceptos del Modernismo por diversos eminentes profesores y profesionales centrados inicialmente en la Universidad Nacional, con el apoyo de órganos escritos como la revista Proa, fundada por el profesor Carlos Martínez. En el gobierno de la ciudad esto tomaría forma en la oficina del Plan Piloto, que luego se convertiría en la Oficina de Planificación Distrital y posteriormente en el Departamento Administrativo de Planificación Distrital (algunos años más tarde el término ‘planificación’ se reemplazaría por ‘planeacion’). Esta institución adquiriría bastante fuerza en los tres primeros años del Frente Nacional gracias a un equipo profesional de gran calibre bajo la dirección de Martínez y el apoyo de concejales como Gaitán Cortés y Enrique Peñalosa (padre del futuro alcalde), pero se vería debilitada considerablemente a partir de los setenta debido al énfasis en grandes proyectos aislados, como el plan de desarrollo de los cerros orientales y Ciudad Bolívar en el sur-occidente, financiados con empréstitos multilaterales, en los cuales el recién creado Instituto de Desarrollo Urbano (IDU) tendría un lugar destacado (Cortés, 1995; Del Castillo & Salazar Ferro, 2001). 15
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