Dioses y héroes de la antigua Grecia

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                                Robert Graves

                          Dioses y héroes
                        de la antigua Grecia

                        Traducción de Lucía Graves
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         Introducción . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .          11
          1.   El palacio del Olimpo . . . . . . . . . . . . . . . . .                 15
          2.   Otros dioses y diosas . . . . . . . . . . . . . . . . . .               29
          3.   La hija perdida de Deméter . . . . . . . . . . . . .                    33
          4.   Los titanes . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .         39
          5.   El mundo subterráneo del Tártaro . . . . . . . .                        43
          6.   El nacimiento de Hermes . . . . . . . . . . . . . .                     49
          7.   Orfeo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .     55
          8.   El diluvio de Deucalión . . . . . . . . . . . . . . . .                 57
          9.   Orión . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .       59
         10.   Asclepio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .        63
         11.   Las orejas del rey Midas . . . . . . . . . . . . . . . .                65
         12.   Melampo y Fílaco . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .                69
         13.   Europa y Cadmo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .                73
         14.   Dédalo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .        77
         15.   Belerofonte . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .         81
         16.   Teseo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .     85
         17.   Sísifo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .    93
         18.   Los trabajos de Heracles . . . . . . . . . . . . . . . .                99
         19.   La rebelión de los gigantes . . . . . . . . . . . . . .                119
         20.   Dos rebeliones más . . . . . . . . . . . . . . . . . . .               123
         21.   Jasón y el vellocino de oro . . . . . . . . . . . . .                  127
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       22.   Alcestes . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .   141
       23.   Perseo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .   147
       24.   La cacería del jabalí de Calidón . . . . . . . . . .                 155
       25.   El robo de las vacas. . . . . . . . . . . . . . . . . . . .          161
       26.   Los siete contra Tebas . . . . . . . . . . . . . . . . .             167
       27.   El fin de los dioses olímpicos . . . . . . . . . . .                 173

       Índice de algunos de los nombres citados . . . . .                         177
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                                    El palacio del Olimpo

              Los doce dioses y diosas más importantes de la
         antigua Grecia, llamados los olímpicos, pertene-
         cían a la misma familia, grande y guerrera. Tenían
         un concepto muy pobre de los dioses menores y
         más antiguos, sobre los cuales reinaban, y un con-
         cepto todavía peor de los mortales. Todos los olím-
         picos vivían juntos en un palacio enorme, situado
         muy por encima del nivel normal de las nubes, en
         la cima del monte Olimpo, la montaña más alta de
         Grecia. Unas enormes murallas, tan empinadas que
         resultaba imposible escalarlas, protegían el palacio.
         Los albañiles olímpicos, los gigantescos cíclopes de
         un solo ojo, habían construido el palacio siguien-
         do un plan muy parecido al de los palacios reales
         en la tierra.
              En la parte sur, justo detrás de la sala de conse-
         jos, y mirando hacia las famosas ciudades griegas
         de Atenas, Tebas, Esparta, Corinto, Argos y Mice-
         nas, se encontraban las habitaciones privadas del
         rey Zeus, el dios Padre, y de la reina Hera, la diosa
         Madre. En la parte norte, mirando al valle de Tem-

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       pe, hacia los montes agrestes de Macedonia, esta-
       ban la cocina, la sala de banquetes, la armería, los
       talleres y las habitaciones de los sirvientes. Entre
       estas dos partes había un patio, a cielo abierto, con
       claustros cubiertos y habitaciones privadas en cada
       lado, donde moraban los otros cinco dioses olím-
       picos y las otras cinco diosas olímpicas. Más allá de
       la cocina y de los alojamientos de los sirvientes, ha-
       bía unas casitas para dioses menores, cobertizos para
       los carros, establos para los caballos, perreras para los
       perros, y una especie de zoológico, donde los dio-
       ses olímpicos guardaban sus animales sagrados. En-
       tre éstos figuraba un oso, un león, un pavo real, un
       águila, tigres, ciervos, una vaca, serpientes, un jabalí
       salvaje, toros blancos, un gato montés, ratones, cis-
       nes, garzas reales, un búho, una tortuga y un estan-
       que lleno de peces.
            Los olímpicos se reunían a veces en la sala de
       consejos para discutir asuntos mortales, como por
       ejemplo, a qué ejército terrestre había que dejarle
       ganar una guerra, o si debían castigar a algún rey
       o a alguna reina por comportarse con orgullo o des-
       vergüenza. Pero la mayor parte del tiempo estaban
       demasiado ocupados con sus propias disputas y
       pleitos para prestar atención a los asuntos de los
       mortales. El rey Zeus tenía un enorme trono de
       mármol egipcio pulido, con adornos de oro. Siete
       escalones conducían hasta este trono, cada uno
       de ellos esmaltado con uno de los colores del arco
       iris. En lo alto, había una gran techumbre de color

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         azul brillante, para mostrar que todo el cielo perte-
         necía sólo a Zeus; a la derecha del trono, se posa-
         ba un águila de oro con ojos de rubí, que sujetaba
         unas tiras dentadas de estaño puro, símbolo del
         poder de Zeus para matar a todos los enemigos que
         quisiera con sólo arrojarles un rayo en zigzag. El
         frío asiento estaba cubierto por el vellón púrpura
         de un carnero. Zeus lo utilizaba para fabricar llu-
         via por arte de magia en tiempos de sequía. Era un
         dios fuerte, valiente, tonto, ruidoso, violento y en-
         greído, y siempre estaba alerta para que su familia
         no intentara deshacerse de él, lo mismo que él ha-
         bía hecho, en otra ocasión, con su padre Cronos,
         el malvado y perezoso rey caníbal de los titanes y
         de las titánidas. Los dioses olímpicos no podían
         morir, pero Zeus, con la ayuda de sus dos herma-
         nos mayores, Hades y Poseidón, había desterrado a
         Cronos a una lejana isla del Atlántico (tal vez algu-
         na de las Azores, o posiblemente la isla Torrey, cerca
         de la costa de Irlanda). Entonces Zeus, Hades y Po-
         seidón echaron suertes para repartirse las tres partes
         del reino de Cronos. A Zeus le tocó el cielo, a Po-
         seidón el mar y a Hades los infiernos. La tierra la
         compartían entre los tres. Uno de los emblemas de
         Zeus era el águila, otro el pájaro carpintero.
             Cronos consiguió finalmente escapar de la isla
         en un pequeño bote y, después de cambiarse el
         nombre por el de Saturno, se estableció tranquila-
         mente entre los italianos, y se comportó muy bien.
         Es más, hasta que Zeus descubrió que se había esca-

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       pado y volvió a desterrarlo, el reinado de Saturno
       fue conocido como la Edad de Oro. En Italia, los
       mortales vivían sin trabajar y sin preocupaciones,
       comiendo solamente bellotas, frutos silvestres, miel
       y chufas, y bebiendo sólo leche o agua. Nunca ha-
       cían la guerra, y pasaban los días bailando y can-
       tando.
           La reina Hera tenía un trono de marfil, al que
       se accedía mediante tres escalones de cristal. El
       respaldo estaba adornado con unas hojas de sauce
       de oro sobre las que colgaba una luna llena. Hera
       se sentaba encima de una piel de vaca blanca, que
       algunas veces utilizaba para hacer lluvia por arte
       de magia, caso de que Zeus no se molestara en
       poner fin a una sequía. No le gustaba ser la espo-
       sa de Zeus, ya que éste se casaba a menudo con
       mujeres mortales, diciendo en tono burlón que
       estos matrimonios no contaban, que sus novias
       pronto se volverían feas y morirían, mientras que
       ella seguiría siendo la reina, eternamente joven y
       hermosa.
           La primera vez que le pidió su mano, Hera se
       la había negado, y así había continuado, negándo-
       se cada año, durante trescientos, a casarse con él.
       Pero un año, por primavera, Zeus se disfrazó. Fin-
       giendo ser un pobre cuco atrapado en una tormen-
       ta, dio unos golpes con su pico en la ventana de
       Hera. Hera, que no le reconoció bajo el disfraz,
       dejó pasar al cuco, le acarició las plumas mojadas y
       susurró: «Pobre pájaro, te quiero». Inmediatamen-

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         te, Zeus volvió a recobrar su verdadera forma, y le
         dijo: «¡Ahora tendrás que casarte conmigo!». Des-
         pués de esto, por muy mal que se portara Zeus,
         Hera se sentía obligada a dar un buen ejemplo a
         los dioses, a las diosas y a los mortales, como Ma-
         dre de los Cielos que era. Su emblema era la vaca,
         y también utilizaba el pavo real y el león.
              Estos dos tronos miraban hacia el fondo de la
         sala de consejos, donde había una puerta que daba
         al patio abierto. A los lados de la sala había diez
         tronos más; para cinco diosas en el lado de Hera y
         para cinco dioses en el lado de Zeus.
              Poseidón, dios de los mares y de los ríos, poseía
         el trono que seguía en tamaño a los dos primeros.
         Estaba hecho de mármol de color verde grisáceo
         con vetas blancas, adornado con coral, oro y ma-
         dreperla. El escudo estaba esculpido en forma de
         bestias marinas y Poseidón se sentaba sobre una piel
         de foca. Por haberle ayudado a desterrar a Cronos
         y a los titanes, Zeus le había casado con Anfitrite,
         la anterior diosa del mar, y le permitió adueñarse
         de todos sus títulos. Aunque Poseidón odiaba tener
         que ser menos importante que su hermano menor,
         y siempre andaba malhumorado, tenía miedo del
         rayo de Zeus. Su única arma era un tridente, con
         el que podía agitar las aguas y hacer naufragar los
         barcos; pero Zeus jamás viajaba en barco. Cuando
         Poseidón estaba más enfadado que de costumbre,
         se marchaba en su carro a un palacio que tenía
         bajo las olas, cerca de la isla de Eubea, y allí dejaba

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       enfriar su cólera. Poseidón eligió como emblema el
       caballo, animal que pretendía haber creado.
            Frente a Poseidón se sentaba su hermana De-
       méter, diosa de todos los frutos, hierbas y granos
       de utilidad. Su trono de malaquita verde brillan-
       te estaba adornado con espigas de cebada en oro y
       unos cerditos de oro que traían buena suerte. Demé-
       ter no sonreía casi nunca, excepto cuando su hija
       Perséfone –muy desgraciada en su matrimonio con
       Hades, dios de los muertos– venía a visitarla una
       vez al año. Deméter había sido bastante alocada de
       jovencita, y nadie recordaba el nombre del padre
       de Perséfone: probablemente algún dios del cam-
       po debió de casarse con ella como broma durante
       una borrachera, en algún festival de la cosecha. El
       emblema de Deméter era la amapola, que crece roja
       como la sangre entre la cebada.
            Junto a Poseidón se sentaba Hefesto, hijo de
       Zeus y de Hera. Como era el dios de los orfebres,
       de los joyeros, de los herreros, de los albañiles y de
       los carpinteros, había fabricado él mismo todos estos
       tronos, y había hecho del suyo una obra maestra,
       construida con todos los metales y todas las pie-
       dras preciosas que pudieran hallarse. El asiento era
       giratorio, los brazos subían y bajaban, y todo el tro-
       no rodaba automáticamente hacia donde él quisie-
       ra, igual que las mesas de oro con tres patas que te-
       nía en su taller. Hefesto había cojeado casi desde su
       nacimiento, porque Zeus le había gritado a Hera:
       «¡Un mocoso tan débil no es digno de mí!», y lo

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         había lanzado muy lejos, por encima de las mura-
         llas del Olimpo. Al caer, Hefesto se había roto una
         pierna, con tan mala suerte que tuvieron que po-
         nerle una barra de oro para sujetársela. Tenía una
         casa de campo en Lemnos, la isla en la que había ido
         a caer, y su emblema era la codorniz, un pájaro que
         en primavera baila cojeando.
              Frente a Hefesto se sentaba Atenea, la diosa de
         la sabiduría, la primera en enseñarle a manejar las
         herramientas, y que sabía más que nadie sobre todo
         lo relacionado con la alfarería, el arte de tejer y las
         demás artes útiles. Su trono de plata tenía una la-
         bor de cestería en oro en el respaldo y en los lados,
         y una corona de violetas hecha con lapislázulis azu-
         les en la parte superior. Los brazos del trono aca-
         baban en cabezas de gorgonas. Atenea, por muy
         sabia que fuera, no conocía los nombres de sus pa-
         dres. Poseidón alegaba que era hija suya, fruto de un
         matrimonio con una diosa africana llamada Libia.
         Es cierto que de niña había sido hallada paseando
         por las orillas de un lago libio vestida con una piel
         de cabra, pero antes de admitir que era la hija de
         Poseidón, un dios al que consideraba muy tonto,
         dejaba que Zeus fingiera ser su padre. Zeus procla-
         mó que un día, sintiendo un terrible dolor de ca-
         beza, se había puesto a dar gritos tan fuertes que
         parecían los aullidos de mil lobos cazando en ma-
         nada. Hefesto, dijo, había corrido en su ayuda y
         muy amablemente le había abierto el cráneo con
         un hacha, y entonces de su cabeza había brotado

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       Atenea, vestida con una armadura completa. Ate-
       nea también era la diosa de las batallas, pero nunca
       iba a la guerra si no la obligaban, pues era dema-
       siado sensata para ponerse a buscar pelea, y cuando
       luchaba siempre ganaba. Eligió al búho sabio por
       emblema, y tenía una casa en la ciudad de Atenas.
            Junto a Atenea se sentaba Afrodita, la diosa del
       amor y de la belleza. Nadie sabía tampoco quiénes
       eran sus padres. El Viento del Sur dijo que en una
       ocasión la había visto flotando en una venera cerca
       de la isla de Citera, y que la había guiado suave-
       mente hasta la orilla. Podría haber sido la hija de
       Anfitrite con un dios menor llamado Tritón, el cual
       solía soplar estrepitosamente una concha, o tal vez
       con el viejo Cronos. Anfitrite se negaba rotun-
       damente a hablar del tema. El trono de Afrodita
       era de plata, incrustado con berilos y aguamarinas,
       y el respaldo tenía forma de venera, el asiento esta-
       ba hecho de plumones de cisne, y bajo sus pies ha-
       bía una esterilla dorada, con un bordado en oro de
       abejas, manzanas y gorriones. Afrodita tenía un ce-
       ñidor mágico que se ponía siempre que quería que
       alguien la amase locamente. Para impedir que hi-
       ciera travesuras, Zeus decidió que lo que necesitaba
       era un marido trabajador y honrado, y naturalmen-
       te eligió a su hijo Hefesto. «¡Ahora soy el dios más
       feliz de todos los dioses!», exclamó Hefesto. Pero a
       ella le pareció vergonzoso ser la esposa de un herre-
       ro con la cara sucia de hollín, manos callosas y ade-
       más cojo, e insistió en tener una alcoba propia. El

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         emblema de Afrodita era la paloma, y una vez al año
         visitaba Pafos, en Chipre, donde nadaba en el mar,
         para tener buena suerte.
              Frente a Afrodita se sentaba Ares, el hermano
         alto, apuesto, fanfarrón y cruel de Hefesto, a quien
         le encantaba luchar por luchar. Ares y Afrodita es-
         taban continuamente cogiéndose la mano y riendo
         como tontos por los rincones, cosa que ponía muy
         celoso a Hefesto. Pero, si alguna vez se quejaba
         de ello al Consejo, Zeus se burlaba de él diciendo:
         «Tonto, ¿por qué le regalaste a tu mujer aquel ceñi-
         dor mágico? ¿Cómo puedes culpar a tu hermano si
         se enamora de ella cuando lo lleva puesto?». El tro-
         no de Ares estaba hecho de latón, y era sólido y
         feo; ¡aquellos enormes botones de metal en forma
         de calaveras, y aquella funda de cojín hecha de piel
         humana! Ares no tenía modales, ni conocimientos,
         y el peor de los gustos. Sin embargo, a Afrodita le
         parecía maravilloso. Sus emblemas eran el jabalí sal-
         vaje y una lanza manchada de sangre. Tenía una casa
         de campo en los agrestes bosques de Tracia.
              Junto a Ares se sentaba Apolo, el dios de la mú-
         sica, de la poesía, de la medicina, del tiro con arco,
         y de los hombres jóvenes y solteros. Era hijo de
         Zeus y de Leto, una de las diosas menores, con la
         que Zeus se emparejó para hacer enfadar a Hera.
         En una o dos ocasiones, Apolo se rebeló contra
         su padre, pero cada vez recibió un buen castigo, y
         aprendió a comportarse con más sensatez. Su alto
         trono de oro pulido tenía inscripciones mágicas ta-

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       lladas por toda su superficie, un respaldo en forma
       de lira y una piel de pitón en el asiento. Encima
       colgaba un disco del sol con veintiún rayos en for-
       ma de flechas, porque Apolo presumía de manejar
       el sol. El emblema de Apolo era el ratón. Se su-
       ponía que los ratones conocían los secretos de la
       tierra y que se los contaban a él. (A Apolo le gusta-
       ban más los ratones blancos que los corrientes; casi
       todos los niños de ahora también los prefieren.)
       Apolo era dueño de una estupenda casa en Delfos,
       en la cumbre del monte Parnaso, construida alre-
       dedor del oráculo que le robó a la Madre Tierra, la
       abuela de Zeus.
            Frente a Apolo se sentaba su hermana gemela
       Artemisa, la diosa de la caza y de las muchachas
       solteras, de la cual había aprendido él medicina y
       el arte de tirar con el arco. Su trono era de plata
       pura, una piel de lobo en el asiento y el respaldo
       formando dos palmeras datileras, una a cada lado de
       un barco en forma de luna nueva. Apolo tuvo va-
       rias esposas mortales en distintas ocasiones. Una vez
       persiguió a una muchacha llamada Dafne, la cual
       se puso a gritar, pidiéndole ayuda a la Madre Tierra
       y quedó convertida en laurel antes de que el dios
       pudiera alcanzarla y besarla. Pero Artemisa no so-
       portaba la idea del matrimonio, aunque cuidaba
       bondadosamente a las madres cuando nacían sus
       hijos. Ella prefería cazar, pescar y nadar a la luz de
       la luna en las charcas de las montañas. Si por ca-
       sualidad algún mortal la veía desnuda, lo convertía

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         en ciervo y le daba caza hasta matarlo. Como em-
         blema eligió la osa, el más peligroso de todos los
         animales salvajes de Grecia.
             El último de la fila de dioses era Hermes, hijo
         de Zeus con una diosa menor llamada Maya, que da
         su nombre al mes de mayo. Hermes era el dios
         de los mercaderes, de los banqueros, de los ladro-
         nes, los adivinos y los heraldos, y había nacido en
         Arcadia. Su trono era una sola pieza de sólida roca
         gris esculpida, con los brazos en forma de cabeza
         de carnero, y una piel de cabra por asiento. En el
         respaldo había tallado una cruz gamada, pues ésta
         era la forma de la máquina para producir fuego
         que había inventado: la barrena de fuego. Hasta
         entonces, las amas de casa habían tenido que pe-
         dir prestados trozos de carbón encendido a sus ve-
         cinas. Hermes también inventó el alfabeto, y uno
         de sus emblemas era la grulla, porque vuelan for-
         mando una V, la primera letra que escribió. Otro de
         los emblemas de Hermes era una vara de avellano
         pelada que sostenía como mensajero de los olím-
         picos: de ella pendían unas cintas blancas, que la
         gente necia a menudo confundía con serpientes.
             La última en la fila de diosas era la hermana
         mayor de Zeus, Hestia, diosa del hogar. Se sentaba
         en un trono de madera lisa sin tallar, sobre un co-
         jín tejido con lana sin teñir. Hestia, la más bonda-
         dosa y pacífica de todos los olímpicos, odiaba las
         continuas disputas familiares y jamás se molestó en
         elegir un emblema que fuese particularmente suyo.

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