ESTÉTICA Y GLOBALIZACIÓN CARLOS FAJARDO FAJARDO

 
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ESTÉTICA Y GLOBALIZACIÓN
                        CARLOS FAJARDO FAJARDO*
                           carfajardo@hotmail.com
                               CONFERENCIA
           CENTRO DE ESTUDIOS DE COMUNICACIÓN Y LENGUAJE
                     UNIVERSIDAD NOVA DE LISBOA

Mi conferencia realiza una aproximación a la estética en los actuales tiempos de
globalización económica y de mundialización cultural. He concentrado mi atención en las
mutaciones que se manifiestan en cuatro grandes conceptos de la estética moderna, como
son la representación, lo sublime y el gusto estético. De allí que le podamos llamar también
“cartografías de las nuevas sensibilidades”, como una manera de invitar a recorrer los
diferentes territorios que nos desafían tanto teórica como creativamente. Estas bitácoras de
un vuelo geoestético, muestran ciertas puestas en escena de nuevos guiones, escenografías,
actores, que se han ido presentando ante un también nuevo espectador.

Más allá de ser una queja sobre estas inevitables mutaciones y de tratar de tornar al pasado
con ojos nostálgicos, se propone, con sentido más creativo que fóbico, aprovechar las
transformaciones de la estética en la globalización. Es una invitación para asimilar
críticamente, esa otra forma de subjetividad no conocida en los siglos épicos historicistas y
construida por esta época de inmediatez en la sociedad clip. Su intención no es otra que
comprender cómo algunos conceptos, en ciertos casos están agotados, en otros, los más, se
han mutado, produciendo diferentes universos de sentidos.

Otros frentes, otros territorios

Comenzaré formulando unas cuantos interrogantes. Bajo las actuales condiciones globales
y mundializadas, ¿Qué aspectos de fondo han sido sacudidos y mutados en el arte y la
cultura por los gigantescos pasos de una globalización sin precedentes históricos? ¿Cuáles
son los impactos de la mundialización de imaginarios culturales en las artes nacionales,
locales y regionales? ¿Qué nuevas fisionomías va adquiriendo la teoría estética cuando

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algunas de sus categorías y estructuras son alteradas por las nuevas ondas de este espacio-
tiempo contingente y caótico? Son arduas y necesarias averiguaciones.

Los anteriores interrogantes están unidos al cambio que las industrias culturales operan en
los campos de las representaciones estéticas. Esto lleva a que cambiemos el sentido de
nuestras preguntas, pues el resquebrajamiento de los fundamentos histórico-metafísicos
modernos han mutado las indagaciones, ubicándonos en nuevos y sorprendentes territorios.
De esta manera debemos indagar el panorama del arte de finales del siglo XX y principios
del XXI como un prisma que se deconstruye constantemente, provocando otras miradas y
ajuste de nuevos instrumentos para su observación e interpretación. Imposible entrar a éste
con los viejos esquemas de la modernidad triunfante; imposible abordarlo con las teorías
estéticas tradicionales del siglo XX. Aquí hay algo que requiere un estudio más agudo y de
mayor correspondencia con su desenvolvimiento; un análisis que esté acorde con las
múltiples fragmentaciones que en la concepción orgánica del arte se ha operado y con la
exploración de nuevas sensibilidades manifiestas en la estética de última hora.

Otros frentes, otros territorios. La evaporación del sentido histórico; la desublimación de la
memoria creadora, llevan a pensar en un arte hecho para una sociedad civil global virtual,
es decir, para ciudadanos consumidores virtuales, cuya memoria sólo sirve para el olvido, el
instante. El artista-héroe, que dejaba su rastro sobre la tierra, se muta por uno que no desea
heredar las pesadas cargas del tiempo y que brinca sobre su tradición con felicidad errante,
sin angustia alguna. Todas las grandes rocas históricas quedan convertidas en un archivo
museístico; se contemplan como objetos exóticos, o se reutilizan para provocar una
espectacularidad efímera. Pierden su fuerza provocadora, sus peligros. El artista
virtualizado ya no necesita proclamas ni manifiestos para legitimar la acción. Su intención
no está en aclarar qué es o no arte. Se ha despreocupado del esencialismo y de los
fundamentos últimos de lo estético-poético como formas necesarias para la vida. Agotados
los tiempos de la autoconciencia artística filosófica, otras actitudes rondan. Sin
determinismos ni discursos legitimadores, todo es posible, ¿entonces para qué justificar
conceptualmente las acciones?

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Dichas mutaciones habría que observarlas mejor a la luz de una categoría como lo es la
Desterritorialización, ya que buena parte de los actuales sistemas físicos, imaginarios y
económicos se han fragmentado, produciendo expansión, transitoriedad, movilidad espacial
y cultural. Así, podemos ahora hablar de arte desterritorializado, lo cual está más acorde
con la figura cartográfica cultural del mundo contemporáneo. La desterritorialización aquí
se une a las estrategias globales de desintegración cultural nacional y local, como también
cumple el papel de homogenizador, pues, la globalización por su ambigüedad, no es ni
mucho menos la uniformidad de todos los sistemas; por el contrario, produce
homogeneización y fragmentación; es decir, no sólo une sino que separa; multiplica las
diferencias y las distancias entre culturas e individuos. Dispersión y unificación.

Los nuevos espacios de representación

En esta desterritorialización global, muchos programas tradicionales del arte han entrado en
mutación: lo mimésico, lo bello, lo sublime, la voluntad de estilo original, auténtico,
trascendente y sincero, hijos de la época del arte como expresión; los paradigmas de lo
visual y del contemplador, gerenciados por el museo moderno; los tiempos de la
autoconciencia artística y de afirmación subjetiva; los imperativos de sensibilidad y gusto
estéticos. De esta forma, la variedad de mutaciones en los cimientos mismos de la
representación lleva a algunos teóricos a confirmar un proceso de disolución del arte y de
sus relatos legitimadores, de los límites artísticos impuestos por la historia del mismo.

El controvertido concepto de representación artística, ha producido un sin igual número de
reflexiones que van desde los inicios de su formulación, hasta el análisis de las mutaciones
que dentro del panorama estético actualmente se operan. Si bien el tema se configuró en el
arte griego como mimesis (esto es aquello), imitación del mundo fáctico proyectado en
figuras e imágenes, o fijación en un soporte de las percepciones de la realidad, lo que
procesó un arte objetual, también se caracteriza por la superación del obstáculo mimésico
para llegar, en la modernidad estética, a la representación como expresión subjetiva, una
forma de transformar las presencias de lo real, construir nuevas realidades, franquear “otras

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orillas”, crear presencias donde antes no existían, fijar inquietantes sentidos. Sin embargo,
la ambigüedad del concepto se nos muestra en la actualidad en su máximo esplendor. Con
las vanguardias y las nuevas formas de representación, como también con la gama de
manifestaciones visuales a partir de los años cincuenta, los espacios del arte cambian hasta
poner en crisis la tan mencionada por la modernidad “esencialidad del arte”, sus narrativas
tradicionales. Cambio de fundamentos. Nuevos conceptos de arte, artista y espectador
fueron iniciando su difícil recorrido; otros paisajes tendrán lugar en la puesta en escena de
la representación. Del arte objetual clásico (imitación), al arte subjetivo moderno
(expresión y abstracción), al arte multimediático posindustrial (procesual, de acción y de
programación).

Los nuevos espacios de representación nos sitúan en los extremos límites de la receptividad
y creatividad del arte. De por sí existen nuevos rituales que no imitan ni expresan, sino que
producen un efecto, un acontecimiento efímero, fugaz, una nueva mirada que sacude a la
representación moderna dignificando otros espacios. Acciones extra-museísticas, donde las
fronteras entre cotidianidad y arte se superan, legitimando lo ingrávido, lo etéreo, la
fragilidad de la obra. Deconstrucción del museo como espacio sagrado y salón de elite,
elevado a templo desde el siglo XVIII; irrupción del gesto artístico no duradero; cambio en
el ritual del contemplador por el de usuario-consumidor o espectador/usuario; otras formas
de recepción; fisicidad estética que le da cuerpo a la mirada; era de las libres
combinaciones y de la flexibilidad; reivindicación del arte extremo, de la mutilación
corporal que exalta la violencia, la sangre, el sensacionalismo, el dolor como formas de
estremecer a un espectador que se supone insensible; arte escénico de la inmanencia; crisis
del universalismo dogmático y paso a un relativismo estético.

Como consecuencia tenemos una nueva mirada masiva. Despeje del campo, libertad de
acción: ahora cualquier obra es tan buena como otra, digna de ser admirada y contemplada
–usada- en la gama de posibilidades extra-museísticas. Al producirse el arte sin ningún
relato legitimador que lo pre-juicie, y sin carga filosófica metafísica alguna, se generan
otras sensibilidades y emociones estéticas, como también distintas formas de catarsis y de

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experiencias ante una pluralidad expresiva que ha dinamitado los límites de la
representación tradicional. Coexistencia pacífica de estilos, de visiones, formas, figuras,
sensaciones. Conciliación y no repulsión. Todas las artes entran a ser parte           de este
calidoscopio multiforme.

Arte propenso al anonimato, a los públicos-masa, autores-masivos; museos-instantáneos
frente a museos-memoria. Transitoriedad del arte y discontinuidad de lo histórico. El gran
arte y el arte de masas se integran creando un diálogo sin polos, lo que da esa gama informe
de sucesos interactivos donde se encuentran espacios para una des-responsibilidad libertaria
del arte. Ello genera diversidades que pueden contener, en un solo paquete ofertado, la
superficialidad de su presencia junto a la calidad de su representación. Estéticas del
fragmento, confusión y fusión de categorías y de registros; estéticas de frontera; estéticas-
costuras; intercambio hipermediático.

Un ejemplo lo tenemos en la desterritorialización del museo tradicional moderno y en la
inclusión, por parte de éste, de las producciones artísticas extra-occidentales y de las artes
regionales, excluidas durante años por la historia institucional del arte, lo que ha hecho que
se mire a ese “otro” , “extraño” , marginal. El museo actual, entra, de esta manera, al arte de
frontera, desmontando la noción de linealidad unitaria de la legitimidad moderna. Las
exposiciones están acogiendo infinidad de géneros y expresiones, de manera que todo
puede terminar en el museo. Estetización cultural donde cualquier acción es factible de
convertirse en arte. Éste está en todas partes, sin centro y sin periferia. La ingravidez es su
signo: la globalidad su ley.

De lo unitario autónomo, a la apertura pluralista. Multiplicación y fusión de estilos
incompatibles contra la integridad estilística moderna. Una concepción de licencias donde
cierta liberalidad de las formas da la sensación de aquel “aquí todo es posible” . Estos son
algunos aspectos que chocan a los teóricos modernos: la disolución del culto a la
originalidad. Dicha originalidad jamás existió como tal. En el proceso creador es imposible
negar robos, influencias, copias, mezclas de diversas voces y atmósferas de las que el

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artista se apropia. Actualmente la mítica “ partida de cero” en el acto creador, la estética del
yo genial, entran en conflicto con el trabajo del artista procesual y programador, mezclador
de significados y sentidos. La integridad y autonomía, tanto de la obra de arte como del
sujeto, quedan amenazadas, debatiéndose entre lo original y la copia, entre la autenticidad y
la falsificación. Crisis en la idea de posesión, de propiedad, de autoría personal
autosuficientes, desaparición de las nociones de identidad y de permanencia como también
la propuesta de “ obra en proceso” , en continua elaboración. Estas acciones deconstruyen la
solidez monumental de la obra y entran en la vaguedad de lo fugaz. Artes como proceso
frente a la estabilidad del objeto. La obra, una vez presentada, se diluye. Desmonte de la
noción romántica de la obra orgánica unificada; puesta en escena de la obra plural,
fragmentada.

Tal vez sea demasiado prematuro para descifrar qué extrañas conquistas traerán estas
recientes cartografías de la representación, pero algo vislumbramos: algunos artistas
tendrán la actitud de aprovechar su virtualidad y las mezclas de estilos y géneros, para crear
obras de gran calidad que subvierta, desde lo global o local, las estéticas de la
estandarización y repetición. Otros aprovecharán la inmediatez del instante digital para
lograr introducirse en las redes con un sentido más crítico que supere al actual pragmatismo
tecnócrata y utilitario de Internet, proponiendo poéticas renovadoras. Confrontación y
aprovechamiento. He allí la actual ambigüedad del artista: estar dentro de la globalización y
en la periferia de la misma. En el adentro como crítico no conciliador; en la periferia como
reflexivo, no escapista. Expectante y lúcido, es decir, sacando luces para alumbrar estos
brumosos laberintos.

Al aprovechar la red digital para situarse en el mundo como sujetos activos y ciudadanos
múltiples, el sentimiento de ingravidez histórica puede irse superando hasta lograr una
participación colectiva en algunos micro espacios o micro poderes reales.¿Una nueva forma
de utopía histórica y de fenomenología de la esperanza? Estamos presenciando el
nacimiento de unas utopías telemáticas y de actores sociales vídeo-prácticos, los que –sin
retornar a las nociones de gravidez moderna- dejarán una cicatriz sobre la tierra blanda de

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las redes. Cambio de gnoseología y de concepto de praxis artística. De allí surgirán nuevas
fronteras y cartografías de confrontación política y cultural. De hecho, a partir de las redes,
es factible (y se está ya produciendo) realizar una fuerte presencia que impacte en la
mundialización cultural, aprovechándose del mercado global y del consumo para construir
públicos-lectores, superando a los públicos-masa. Se trata de llegar al ágora virtual hasta
lograr un microespacio más participativo en la red.

Las sospechas sobre la politización y actividad creativa de esta tecno-generación es
abundante en los círculos teóricos. Sólo una actitud diferente frente al auge y manejo de la
vitualidad de lo social, facilitará el desplazamiento del pragmatismo tecnócrata y utensiliar
hacia una praxis creativa resistente desde y por las redes telemáticas. Llegado el momento,
las generaciones de artistas virtuales construirán sus acciones sociales e históricas, distintas,
eso sí, a las tradiciones óntico-epistemológicas que han dominado hasta hoy día.

Otra noción de lo sublime

Un cambio de sensibilidad en la era global se ha operado; ya no preguntamos por lo
sublime sino por lo novedoso sin peligro. Lo sublime seductor, trágico, lacerante, tanático,
que llenaba de temor y de fatalidad al observador, se ha mutado. Lo sublime de El Ángel
terrible de Rainer María Rilke, lo sublime convulsivo de André Breton (“ La belleza será
convulsiva o no lo será” ); lo sublime lleno de dolor y de deseo en Luis Cernuda; lo bello
terrible del pintor colombiano Luis Caballero caen derrotados por el fuego de lo novedoso,
lo excitante y el impacto confortable y cómodo. Ahora se impone la novedad como canon.
El desecho sensacional y excitante es el nuevo modelo. Nuestros templos hipermercantiles
están llenos de otros iconos; amamos su apariencia, su perpetuo espejismo. Nos
extraviamos en la contemplación rápida de las fugaces imágenes, interesados por lo nuevo
y fascinante.

Bajo estas condiciones, el sentido      de la representación estética en una globalización
económica y mundialización cultural sin precedentes, está procesando distintas formas de

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“ hacer arte” , del saber hacer arte. Hoy sabemos que en la historia del arte se pasó de la idea
del artesano griego, que fabricaba cosas bellas y útiles, al del virtuoso hacedor y homo
faber de la modernidad que reivindica al genio, sujeto excepcional que hace cosas las
cuales el común de la gente no hace, pero también sabemos que éste ser genial se ha
transformado en la actualidad en un procesador, un programador, desmontando la
concepción de estilo personal auténtico y promoviendo la desterritorialización de la figura
del creador grávido, único y diferente.

Así, el mito romántico del “ se nace artista” se diluye y pasa a engrosar las filas de un
pragmatismo despojado de predestinación. Ahora “ se hace artista” , lo que equivale a decir
que el artista se gestiona, se construye, se elabora como un producto típico del mercado. Al
mismo tiempo la figura del artista como “ hombre diferente” y ser extraño, excéntrico,
vidente, se muta por el “ ser funcional” , enérgico -que no melancólico- positivo,
emprendedor, mesurado, regulado según las lógicas ecónomas capitalistas. De la diferencia
a la identificación casi total con la gama de productos ofertados. De allí que surjan algunos
interrogantes: ¿ arte sin sublimidad?, ¿ sin propuesta de la diferencia?¿arte sumiso a la
dependencia de lo globalitario?

La expresión individual como finalidad autoexpresiva ha dejado de ser un ideal artístico. Al
decir de Jacques Aumont: “ la figura del artista filósofo, la del artista poeta, la del autor, que
perduran, tienen hoy tendencia a ser reemplazadas por la del manager, que gestiona su
actividad artística como cualquier otra actividad, que toma decisiones y asume los riesgos
aferentes, evalúa estrategias y se da los medios para llevarlos a la práctica” (2001: 54,55)

Ya no existe tanto temor a la naturaleza ni a la historia ni a la Idea. Existen otros miedos,
otros terrores. De Seudo-Longino y su éxtasis sublime y metafísico, a la magnificiencia del
mercado con su éxtasis inmediatista. Si lo sublime en Seudo-Longino nos destierra de los
bienes materiales (dinero, honores), la estetización del mercado nos promueve la
adquisición casi esquizofrénica de los mismos. Si lo sublime para los siglos épicos era
tensión y descarga, acumulación y liberación, contracción y expulsión, tempestad y trueno,

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para la era global es relajación y distensión, distracción y disipación. Es decir, nuestra
época se ha quedado sólo en el Deleite incoloro de una sociedad llena de estremecimientos

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  La categoría de lo Sublime, cuyo origen lo podemos ubicar en la teología de San Agustín, el
cual presupone ya la idea de una divinidad plenipotenciaria e infinita, de fundamento sin
fundamento, es explorada ampliamente por Burke y Kant y llega más allá de las categorías
limitadas por la forma y lo bello. Lo sublime se despierta en el sujeto a través de lo sensorial;
por ejemplo, al captar una tempestad, un terremoto, un huracán, un tifón, el oleaje furioso del
mar, un desierto desolado, la incontrolable locura del amor, etc., lo cual está ligado a la
desproporción, al desorden, lo imperfecto y lo infinito. Este desorden, muy superior en
extensión material al sujeto que lo aprehende, le produce una sensación de insignificancia
ontológica: su finitud y su impotencia como ser se hacen manifiestas. Aquella magnitud le
excede y le sobrepasa. Tiene vértigo. Está frente a un espectáculo doloroso, pero de
inmediato combate su miedo al realizar una segunda reflexión que le hace superar su inutilidad
física: pone en funcionamiento su razón, con lo que alcanza así "conciencia de su propia
superioridad moral respecto a la naturaleza que, sin embargo, evoca y conmueve en él, al
presentarse caótica, desordenada y desolada, la idea de infinito, dada así sensiblemente como
presencia y espectáculo" (Trías, 1992,. 42). Es decir, se sobrepone alzándose con una
superioridad ética y estética, lo que le hace experimentar una sensación placentera. Integra el
caos, lo siniestro y lo terrible en su obra de arte. El sentimiento de lo sublime une de esta
manera un dato de la sensibilidad con una idea de lo racional, produciendo un goce moral.

Es entonces cuando lo infinito se hace finito, lo inconmensurable mensurable, el horror
belleza. Los dualismos entre razón y sensibilidad, moralidad e instinto, noúmeno y fenómeno,
quedan superados en una síntesis unitaria: la obra de arte. El sujeto puede ahora tocar aquello
que le horroriza y espanta. Lo divino se ha revelado a través de su potencialidad: su destino
como hombre sobre esta tierra queda salvado. (Trías, 1992, 24 - 25).

Lo sublime hace experimentar un goce estético ambiguo entre el placer y el dolor. El artista
siente a la vez su grandeza y su pequeñez como sujeto. Sólo la obra de arte muestra esta
ambivalencia, pues en ella resplandece internamente el caos, las imágenes que no se pueden
soportar, los abismos siniestros, la muerte y espacios del miedo, pero transmutados a través de
lo simbólico, lo metafórico, lo metonímico, logrando que como actores y espectadores
experimentemos un goce estético ante lo bello de lo terrible. "El caos, decía Novalis, debe
resplandecer en el poema bajo el velo condicional del orden".

El sentimiento sublime kantiano, nos muestra de inmediato la concepción moderna Ilustrada que este filósofo
mantenía en cuanto “ nos da conciencia de que somos superiores a la naturaleza dentro de nosotros” , gracias a
la facultad que poseemos de juzgar sin temor. Escuchemos a Kant: “ Hemos encontrado nuestra propia
limitación y, sin embargo, también, al mismo tiempo, hemos encontrado en nuestra facultad de la razón otra
medida no sensible que tiene bajo sí aquella infinidad misma como unidad, y frente a la cual todo en la
naturaleza es pequeño, y, por tanto, en nuestro espíritu, una superioridad sobre la naturaleza misma en su
inconmensurabilidad” ( 205).

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estandarizados. Sabemos que la sensación de lo sublime –en Burke- combina el dolor con
el placer, produciendo un “ dolor exquisito” , el placer de una pena. Pero la sensibilidad de
nuestra época exige combinar un placer con un placer, creando un hedonismo sin
contradicción alguna, un goce sin enfrentamiento, una belleza sin dolor, sin ese erotismo
con dulce sabor a muerte. Despojadas de impulso y temblor creativo, las sensibilidades de
farándula cambian la belleza convulsiva o sublime por una belleza de calendario.

Superada la angustia de la rebeldía metafísica, lo sublime para el artista deja de ser una
obsesión y un peligro. Ahora su vida demanda otros proyectos. El caso Rimbaud, el caso
del poeta colombiano José Asunción. Silva, el caso Beethoven, el caso Hölderlin, el caso
Rilke, el caso César Vallejo, el caso de los pintores William Turner y Francis Bacon...
quedan museificados en las nuevas sensibilidades, contagiados por una des-sublimación
estética impuesta desde la industria cultural, sin las preocupaciones metafísicas por su
permanencia.

Es posible que en la mundialización cultural, la idea de expresar lo sublime a través del arte
no signifique nada. “ La obra de arte es a la vez apariencia de lo que no aparece, de un no-
ente, apariencia de una epifanía de lo absoluto” (Wellmer, 195). Esta frase de Wellmer, que
nos remite a un concepto del romanticismo alemán y que dialoga con Adorno, nos sirve de
ejemplo para observar las distancias de sensibilidad entre la estética moderna y la
estetización actual. Para Adorno “ lo sublime, que Kant reservaba a la naturaleza, se
convirtió después en constituyente histórico del arte mismo. Lo sublime traza la línea de
demarcación respecto a aquello que más tarde se llamó la industria artística” (citado por
Wellmer, 197); es decir que, para el filósofo alemán, entre lo sublime y el mercado hay una
ruptura profunda y compleja, origen de la agonía del arte ilustrado. Lo sublime posee la
capacidad de constituir al arte en una experiencia de la posibilidad en medio de la
imposibilidad; hace que el sujeto entre en un vértigo, en un estremecimiento de su
sensibilidad, lo que de hecho prosigue la línea del sentimiento de lo sublime kantiano. Lo
extraño, lo contingente, el caos, el abismo, lo absurdo, lo terrible se encuentran dominados
por un sentimiento de pena y de placer en la obra de arte. Estas cualidades son las que,

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según Adorno, las industriales culturales tratan de ignorar o borrar de la memoria colectiva.
La estética de Adorno procura sostener una querella entre la salvación de lo sensible
autónomo del arte y el hundimiento del proyecto artístico moderno en las aguas de la
estetización pragmática de la tecnocultura.

Estas son algunas de las distinciones y pugnas que hallamos ya en la modernidad triunfante,
pero que en el estado de eclipse racional actual se han agudizado y expandido de forma
global. Claro, la dicotomía platónica todavía hace sentir sus reglamentaciones: arte
funcional, arte decorativo, arte de la publicidad versus arte monumental, crítico y sublime.
Desde estas diferentes bases se han edificado y hecho posible grandes innovaciones,
produciendo otras visiones tanto en las pragmáticas técnicas del arte como en los sentidos
de una estética que pelea aún por su autonomía; o bien, se han fundido elaborando
productos artísticos donde las cualidades de los objetos dialogan con las dimensiones
instrumentales y útiles, dando así origen a un funcionalismo artístico reflejado en la
publicidad, la decoración y la arquitectura. Podríamos pensar también en el
aprovechamiento de lo técnico-funcional que se realiza en algunas instalaciones o en los
performances y el net art donde los límites entre la tecnología, los productos industriales
del mercado y el arte desaparecen, construyendo un objeto de múltiples estilos
indiferenciados.

Dichas articulaciones nos llevan a reflexionar sobre cómo se han borrado las distancias
prácticas y teóricas existentes entre el espacio del artista y el espacio del instrumentalizador
técnico, al conseguir un placer estético sublime que también puede poseer la fuerza para
generar un estremecimiento de la sensibilidad, expresar lo inexpresable, la posibilidad en
medio de la imposibilidad que exigía Adorno, o el “ acontecer de la verdad” que proponía
Heidegger. Con esto cambia de por sí el sentido del arte tradicional moderno, situándonos
en una nueva idea de autonomía artística en donde la obra de arte sigue existiendo como ser
autónomo que está allí y, sin embargo, ha sido elaborada con materiales y procesos
multimediáticos, los cuales pierden su utilidad cotidiana en tanto entran a la esfera de lo
simbólico, al universo del lenguaje poético y metafórico. Otro lenguaje, otra forma de

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comunicación, otros sentidos son los que adquieren las esferas técnicas y tecnológicas
cuando forman parte de la obra artística. La angustia neo-romántica adorniana queda
mutada en el arte de la “ posmetafísica” cibercultural y transnacional de última hora. Se
llega así a re-imaginar la esfera artística y a construirla con otras lógicas acordes al mundo
global que le corresponde sobrellevar.

El sentimiento de lo sublime también lo encontramos          en la historia realizada como
fenomenología del poder político, aclamando con sus banderas y estandartes una totalidad
construida o ensoñada. Así, todos los totalitarismos, por su fuerza impositiva histórica,
tienen una profunda raíz sublime. El sujeto histórico como categoría central de la
modernidad, se asume sublime cuando se transforma en futuro, progreso, desarrollo,
racionalidad utópica y logra superar el sentimiento de pequeñez ante la historia, es decir,
cuando toma conciencia de su grandeza como ser que construye el devenir. El heroísmo
histórico es su marca, el entusiasmo sublime su condición. La historia se presenta así como
un absoluto y sus regímenes políticos como una magnitud insuperable. El poder y el
autoritarismo, pregonan la marcha de los pueblos y de las masas hacia una utopía posible,
hacia aquel “ todavía no” esperanzado. El entusiasmo sublime de los totalitarismos requiere
entonces de héroes con sentido de pertenencia y de compromiso y con una firme idea de
trascendencia. He aquí lo sublime histórico: mesianismo moderno que promete un futuro,
una línea recta, un fin.

El dar la vida por una idea de grandiosidad histórica, es lo que facilita ver a los regímenes
totalitarios como símbolos de la sublimidad. La estatuaria y el arte monumental estalinista
es un buen ejemplo de la expresión estética del sentimiento sublime; el documental de Leni
Riefensthal titulado “ El triunfo de la voluntad” de 1935, realizado para Hitler y el nazismo
alemán, muestra la fuerza de aplastamiento de las masas sobre las individualidades, el
absoluto alcanzado, la gran totalidad del heroísmo nazi. Si esto es así, encontramos la
categoría moderna de lo sublime no sólo en la conquista de la mayoría de edad kantiana o
en los cuadros de Castar David Friedrich y en la novena sinfonía de Beethoven, sino
también en los imaginarios de la monumentalidad de los autoritarismos, en la iconografía

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de los regímenes militaristas y en los populismos de última hora. Lo sublime se muestra
entonces como proceso del horror y de la maldad histórica.

Lo sublime histórico impulsa el éxtasis, el entusiasmo entre las masas. Éstas encarnan el
destino. El que no esté de acuerdo con la línea correcta del líder y con el pueblo es
considerado un inauténtico, un extraviado y un extraño que hay que reeducar o liquidar. Las
banderas ondean en el cielo. Todos escalan orgullosos la empinada montaña como amos del
universo. Aquel que se oponga a la gran marcha será arrollado. De esta manera, lo sublime
del autoritarismo legitima la barbarie como destino histórico.

De la misma manera, en el mercado estetizado y espectacularizado, podemos encontrar otra
noción de lo sublime. El mercado ha procedido a superar las distancias entre público y arte
masivo. No está en su lógica imponer barreras entre masas consumidoras y productos
ofertados. De esta identificación entre la multiplicidad de los gustos con las mercancías
consumibles nace el sentimiento sublime por el mercado y lo mediático.

Bien vale pensar esta paradoja actual. Por una parte la des-sublimación y sacralización de
los procesos artístico-poéticos de elite; y por otra, la sacralización y el encantamiento de la
cultura masificada por el mercado. Y esto último se da quizá porque en medio de la
mediatización masiva algo queda de asombro, de insólito, de no presentado. De allí la
proliferación del pastiche o búsqueda nostálgica de lo perdido: deseo por encontrar ese
“ otro lado” sumergido en el tiempo. También en las propagandas y en la vida diaria, el
público – que ya es todo el mundo – sublima un deseo, es decir un vacío. Y esta percepción
es la que se estetiza hasta llegar a filtrar su fuerza erótica-sensible en todo el laberinto
social. Si es así, tendremos lo sublime dentro de la lógica del capitalismo, tejiendo una red
de imposibles-posibles que van administrando y alimentando un campo deseante ideológico
cimentado en las nociones de riqueza, felicidad y éxito. En otras palabras, la lógica
capitalista del mercado también siente en el fondo el “ placer de un pesar” por no poder, con
toda la racionalidad instrumental, vencer en su totalidad a la muerte. Este displacer es el
que le da a la cultura capitalista un aspecto sublime, manifiesto en la pulsión metafísica

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publicitaria, con su frustrada adquisición de poder absoluto. Ante tal fracaso del deseo,
queda inventar el alivio, y es éste el que le llega a la gran masa, apaciguando la desdicha
que produce el no alcanzar sus grandes imaginarios.

Entonces, desde estas visiones, los poderosos y famosos se muestran como algo supremo e
ideal, produciendo sensaciones de insignificancia ontológica. Son magnitudes que exceden
y sobrepasan al sujeto receptor, con las cuales éste debe identificarse. Deseo posible en
tanto virtualidad iconosférica, caso perdido en tanto realidad concreta. Lo inefable de los
famosos procesa un gusto lleno de entusiasmo sublime, fuerza y voluntad para superar la
pequeñez cotidiana a través de la monumentalidad del hombre de éxito. Pero para tal fin, el
sujeto receptor debe obedecer al establecimiento, consagrarse a sus leyes, rendirle pleitesía
a sus exigencias. En últimas, convertirse en colaborador y conciliador con el sistema de
reglamentaciones capitalistas, de lo contrario este Tántalo posmoderno fracasaría.

Esto es lo sublime del mercado estetizado. Máscaras y simulación; realidades capitalistas
ensoñadas pero no alcanzadas; disparos de una imaginación entusiasmada por posar en la
pasarela del mundo-vitrina la apariencia de ser y gozar por un momento lo alcanzado por
pocos pero consumido por todos. Proyección de un deseo posindustrial: ser tele-turista,
tele-top models, protagonista de telenovela; todos pueden emprender su viaje virtual. El
éxtasis y la euforia en línea por consumir con eficacia los productos ofertados, lleva a los
ciudadanos    a   una    permanente    pulsión    casi   esquizofrénica    que   alimenta    su
individualización, excluyendo al otro como sujeto activo.

En últimas, la posindustrialización no ha perdido el sentimiento de lo sublime. Lo ha
mutado. Se ha producido un cambio del objeto por el cual nos sentimos pequeños y grandes
a la vez, y este objeto ya no es la naturaleza ni la historia, es el régimen del mercado, de las
nuevas tecnologías y de los medios, nuevos macro-proyectos y metarrelatos actuales.

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El gusto estético: de lo interesante a lo impactante

El gusto artístico, definido por Joseph Adisson en el siglo XVIII como “ facultad del alma
que discierne las bellezas de un autor con placer y las impresiones con desagrado” , se ha
constituido en uno de los conceptos estéticos más problemáticos desde la Ilustración hasta
nuestros días. Su íntima relación con las estructuras de la subjetividad, en tanto proceso que
gesta la posibilidad de un juicio reflexionante sobre la obra de arte, lo sitúa en una de las
más grandes conquistas de la modernidad triunfante por su noción de autonomía y
autoconciencia ante la complejidad de lo real. De esta forma, la reflexión sobre la facultad
del gusto, emprendida con esmero en el siglo XVIII, es sucedánea a las reflexiones sobre
los procesos de conocimiento que tanto desvelaron a empiristas y racionalistas. El gusto
estético, desde entonces, se constituyó en objeto de estudio de la fisiología y en categoría
de la primigenia psicología del arte, paralelo a los conceptos de sensibilidad, percepción,
imaginación, contemplación y emoción estéticos.

La facultad de juzgar lo bello que produce placer, fue elevada a estatuto teórico por la
filosofía ilustrada. La sensibilidad de la burguesía en auge, degustó no sólo la imagen de lo
sublime –repulsión y superación-, sino la gracia de lo interesante como aquello que es
agradable. Lo interesante, en el siglo XVIII, construye una puesta en escena de la facultad
del buen gusto unido al arte de lo pintoresco como nueva forma de experimentar y disfrutar
la naturaleza. Lo fino del gusto burgués, que está unido al concepto de paisaje, tanto
artístico como natural, posibilita una emoción estética ligada al goce de la contemplación
que disfruta la pulsión aurática del objeto.

Pero, ¿cómo opera el proceso del gusto y de la emoción estética en la disgregación entre el
sujeto y el objeto en la actualidad? ¿Qué tipo de gusto actualmente ejercitamos?, o bien,
¿de qué manera hemos mutado el juicio de gusto en apreciación fragmentada, descentrada?
La pluralidad y la heterogeneidad, lo multi-procesal conforman el corpus del juicio de gusto
actual. Su resultado es la construcción de otros tipos de figuras del mundo, nuevas
imágenes de lo real, diversas y distintas, creadas a partir no de la unidad y universalidad del

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placer estético dieciochesco, sino por medio de una emoción multiforme. El gusto ilustrado
del sujeto autónomo, fruto del arte monumental y de la época de los grandes sistemas
filosóficos, es diferente en la época de los grandes sistemas del hipermercado.

Las formas de mirar han cambiado. Lo interesante, lo placentero, la gracia, lo delicado, lo
grotesco, han sufrido una fuerte mutación y ya no atienden a las necesidades culturales
actuales. Tal vez un “ sin belleza” , “ sin sublimidad” , “ sin gracia” , haya entrado a operar en
estas representaciones del “ sin utopías” como nuevas formas de la experiencia estética de
última hora. Nuestra emoción, imaginación y gusto se sitúan en lo patético estetizado,
entendido esto como aquella sensación de pérdida de centro de gravedad, un abismo
presentido ante la fragmentación de todo fundamento, imagen de lo ingrávido, lo leve, el
naufragio de lo real y cotidiano. El juicio de gusto actual configura una imagen del mundo
pascaliana, cuya soledad ya no es de dioses, sino de realidades. Sin una realidad uniforme y
homogénea, al gusto contemporáneo le queda lanzar su mirada hacia lo calidoscópico. Así,
el gusto actual está también desterritorializado. Lo patético es su figuración quebrada. De
allí la difícil situación por la que atraviesa la noción del gusto moderno, hijo de la Magna
Esthética unitaria y universal, cuyos conceptos sobre un arte estructurado y definido, de
juicios claros y distintos, han entrado en conmoción.

De modo que, en la globalización hemos pasado de lo interesante del burgués moderno a lo
impactante del capitalista posindustrial. El buen gusto, entendido desde la Ilustración como
una sensibilidad que integraba al ciudadano a la sociedad burguesa, era un proceso de
adaptación y de control desde lo establecido, un acto civilizatorio. Al entrar en
confrontación con el gusto masivo, éste último des-realiza esta concepción y se opone a la
idea de ciudadano culto con mayoría de edad y autoconsciente. Desde principios del XX,
unido a las industrias culturales, el “ mal gusto” se entroniza y se va convirtiendo en un
“ buen gusto” para una gran masa alfabetizada a través de los medios de comunicación y del
mercado. El kitsch , Duchamp, Warhol, el cine de Almodóvar, el Pastiche, el cine extremo
posmoderno, el snuff cinema, los happenings , el Body Art , etc., son algunos ejemplos de
cómo los artistas encuentran en el “ mal gusto” sus fundamentos estéticos para construir

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edificios artísticos. Dialogando con la publicidad, el diseño industrial y las composiciones
de lo ornamental, el gusto ha encontrado otra forma de manifestarse en la sensibilidad
mediática, global y mundializada. Esto lleva a pensar que no es viable una cómoda
desligitimación del arte de masas y de su sensibilidad, desacreditándolo desde un dualismo
excluyente que califica al gusto bueno y al gusto malo, paralelo a un moralismo ortodoxo
acrítico y conservador.

Con las industrias culturales el arte entra a otra esfera, cambiando la sensibilidad y
captación del mismo. La diferencia entre arte alto o de elite con el de masas, mostró su más
fuerte contradicción cuando la industria se unió al arte y éste al mercado. Esta triada (arte,
industria, mercado) trajo como consecuencia una serie de protestas por parte de los
intelectuales que veían en ello un oscuro futuro para el arte. Al notar que su antigua esfera
de “ hombres diferentes” se les desvanecía y eran arrastrados por la cultura de masas,
dirigieron sus reflexiones combatiendo la cultura del mercado, al “ mal gusto” que se
imponía sobre la cultura erudita, del “ buen gusto” y del arte altamente elaborado. Desde
estas miradas de los intelectuales modernos, el arte perdía su autonomía crítica y creadora
ganada en la Ilustración, pues quedaba encadenado a las leyes del capital cuyas industrias
culturales lo masifican, arrebatándole su aura original, la encantadora presencia de lo
interesante, la sorpresa, lo sublime.

El debate entonces se ha centrado en aclarar si las industrias culturales masivas privan a la
sociedad de pulsiones analíticas, generando la banalidad y la trivialidad de los gustos, o
más bien abren fronteras, llenan al mundo de una cultura más democrática y asequible a
todo público. Un ejemplo de ello lo tenemos en el imaginario del consumo masivo que se
rige por la homogeneización y el anonimato; sin embargo, es viable aclarar que las
personas escogen “ libre” e individualmente los objetos ofrecidos por el mercado, pero que
colectivamente “ forman parte de un conjunto homogéneo de consumidores” (Ortiz, Renato,
1998,80). De una parte, se estandarizan los gustos, las sensibilidades, los imaginarios: todos
poseen un deseo de adquirir productos culturales, o dicho en otros términos, poseen al
menos un imaginario colectivo con pulsión deseante para adquirirlos, y esto no es otra cosa

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que un proceso de homogeneización del gusto. Pero por otra, la estandarización vuelve
heterogéneos los deseos puesto que ésta, como estrategia del mercado, segmenta, elige,
selecciona a sus posibles compradores, esto quiere decir que cada producto cultural,
estandarizado tiene su público al cual va dirigido, proyectando un tipo de democracia
simulada del gusto. No se pretende vender a “ todos” los ciudadanos los mismos productos.
Allí están en las ciudades-vitrinas para que en su “ libre” elección cada cual escoja según el
proceso de homogeneización de su sensibilidad. La ambigüedad es conflictiva. Se
homogeniza la pulsión deseante (a todos se les impone el deber de ser consumidores como
un acto civilizatorio moral ciudadano) y se diversifican los productos (cantidad, variedad)
para que de forma individual se adquieran, se consuman.

En ésta multiplicidad y diversidad de sensibilidades, el simulacro de la democratización de
los gustos es grande. No podemos ignorar que aún existen vastas distancias entre el buen
gusto burgués de elite y el gusto de masas; entre el gusto del intelectual y artista del salón
tradicional y académico con el del artista e intelectual farandularizado por los medios de
comunicación. Son aún posibles estos abismos en la globalización que unifica y dispersa a
la vez y los acrecienta a través de los productos del mercado con la posibilidad o no de
consumirlos. Pero es en el gusto masivo donde se han operado las mayores mutaciones. Si
el gusto ilustrado nos situaba ante lo pintoresco y lo interesante, ofreciéndonos la naturaleza
al alcance para disfrutarla con hedonismo estético, en la era global lo pintoresco se ha
mutado en el disfrute de lo novedoso, lo inmediato, lo fugaz, lo espectacular.

Así, este proceso del gusto lleva a un placer estético por lo efímero. Al producir cantidad y
variedad de productos seductores estetizados, la sociedad posindustrial ha formado un gusto
por lo desechable, el cual nos vuelve visitantes turísticos. Un gusto zapping que hace gala
de su inmediatez pasajera. El mercado, al lanzar más bienes de consumo de los necesarios
para sobrevivir, retroalimenta aquella sensación del “ aquí se puede escoger libremente” .
Sin embargo, sólo se está des-realizando la cotidianidad e impulsando un anhelo que al
sublimarse se frustra, pues no rompe con la barrera puesta entre la realidad y su deseo. He
aquí los nuevos Tántalos posindustriales. El gusto actual se debate entre la idealización que

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propone el cambio de canal televisivo y la transformación de la realidad concreta del
iconoadicto.

Con esto damos a entender que la cultura del mercado ha construido un gusto ágil que di-
vaga por el arte y no lo habita como casero, ni como voyerista en la fascinación de la obra.
El arte masivo se ha vuelto tan común que antes de ser visto, está sobretodo “ pre-visto” ;
“ pre-juzgado” , “ pre-consumido” . Arte para consumir no para contemplar. La mirada
desinteresada estética que exigía Kant, pierde aquí su magnitud: el ojo receptor va dirigido
a un artefacto artístico que se entroniza por su efecto publicitario y telemático. No hay pues
contemplación sino espectacularización. El gusto por lo interesante y lo pintoresco, que
llamaba al disfrute de la naturaleza y de las “ fisiologías” de la ciudad – tales son los casos
del héroe romántico, del bohemio, del vanguardista-; y el gusto por lo sublime, que llamaba
a superar las adversidades de la naturaleza y de la historia para lograr el placer de una pena
hasta llegar al deleite humano, se han convertido en el disfrute de los sistemas de símbolos
del consumo.

Al arte de lo ágil, lo frágil y fácil se le concede un tiempo de saltos hipertextuales cuyo
resultado es un gusto hipermedial y ecléctico. Esto es algo positivo en tanto que fragmenta
al discurso duro sobre el gusto, y da ciertas pluralidades y divergencias en la percepción de
la obra de arte. Sin embargo, no es por la heterogeneidad y liberalidad de gustos por la que
disparamos nuestra alarma; es por la ingravidez y falta de mirada activa y deseante que la
proliferación de imágenes ha impulsado; es decir, por la pérdida del sentimiento de habitar,
dialogar, vivenciar con ese universo diverso e infinito del arte. Se cuestiona desde la
eticidad estética, y no desde el moralismo nostálgico intelectual, al turista artístico, al
zapping estético promovido como el deber ser del hombre actualizado.

Las sensibilidades alfabetizadas en un gusto turístico, abordan las representaciones
artísticas como espectadores hechizados ante imágenes heterodoxas y fragmentadas. Este
espectador del shock art, más que contemplador es un programador de la fugacidad de
cortes instantáneos y lleva sus gustos a los límites, estremecido por la sensibilidad del golpe

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y del efecto. De tal modo que el gusto por lo interesante y pintoresco, dado en la
modernidad de aventura, se transforma entonces en un gusto por lo chillón, lo escandaloso
y estridente. Se goza del arte sí, pero con estrés sensible, convulsión y grito. A la
sensibilidad no se le da tiempo de apreciar; se le golpea tanto hasta el punto que no puede
ya sentir.   El masoquismo es patético: infarto espiritual        hasta el desfallecimiento;
aceleración, máxima velocidad y placer en su agotamiento.

Esta condición descentrada y múltiple, es la que hace pensar a los estudiosos del juicio
estético en la imposibilidad de construir un canon para abordar las obras de arte. El
escepticismo es grande, la desilusión mayor. Sin embargo, debemos admitir que la
experiencia estética es diversa, diferente en cada momento de la apreciación y aprehensión
de acuerdo a la obra que se observa, lo que en lugar de empobrecer al juicio lo enriquece,
pues amplía sus horizontes gracias a una mirada no unitaria ni excluyente, sino procesual,
multimediática. Los intereses de las personas ante las obras son distintos y variados.
Algunos espectadores son seducidos por la técnica y los aspectos formales, otros dialogan
con la obra desde la historia del arte, los más se interesan por los componentes biográficos,
íntimos del artista, o bien, por los elementos contextuales socio-culturales de época. Por lo
tanto, las obras de arte son “ seres vivos” que hablan desde su universo de distintas maneras,
constituyéndose en flujos y procesos en gestación que, en el intercambio intersubjetivo, se
muestran como presencias rítmicas, acontecimientos, sensaciones vivientes.

Ahora bien, los gustos son educables y propicios para un aprendizaje estético. Sería ideal
que se incluyera como proyecto pedagógico la comparación de las obras, la experiencia
constante con las mismas, el diálogo activo, la apertura de las sensibilidades frente a la
heterogeneidad artística, lo que superaría la espontaneidad ingenua e inmediata de un juicio
ligero, ingrávido. Pero sabemos que una de las primeras escuelas de nuestros gustos se
encuentran en los medios de comunicación y de información. Ellos, como sucedáneos del
mercado, promueven un exclusivismo totalitario que invita a consumir lo que imponen las
industrias culturales masivas, dejándonos sin posibilidades de comparación, de
interpretación activa, llenos de prejuicios para aceptar la alteridad y las diferencias

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artísticas. El desequilibrio entre el llamado arte de masas y el de elite desnutre cada día, y
de forma atroz, la cultura, impartiendo estrechas normas que van desde la reglamentación
hasta la estandarización del arte y del gusto. Se incuban así conformismos, conciliaciones,
aplausos a la oferta del día, obediencia a los cánones masivos y globalizados que controlan
y proponen lo que es de admirar, consumir o rechazar. Ante esta unidimensionalidad de los
criterios y de los juicios estéticos, es menester defender la apertura multidinámica de la
experiencia estética, que exige poseer una sensibilidad abierta hacia la diversidad de
manifestaciones artísticas, superando la unilateralidad a que nos someten los “ patrones del
gusto” .

Hoy estamos ante la crisis del “ en sí” del arte moderno y de su finalidad sin fin kantianos.
El mercado ha impuesto al arte un fin más secular. Se somete al gusto a un interés último y
no a la “ contemplación desinteresada” del idealismo estético ilustrado y de las vanguardias
del siglo XX. Al asumir el arte la teleología de la mercancía, se une a la rentabilidad, a lo
eficaz y eficiente, por lo que se espera de él resultados concretos: arte eficiente, efectivo y
rentable. La mutación de las utopías vanguardistas es notable: “ ya no puede soñarse como
es debido con una Flor Azul” escribía Walter Benjamin refiriéndose con nostalgia a la
imposibilidad de instaurar el ideal del romanticismo alemán y del poeta Novalis. Los
cambios en la teleología del arte han instrumentalizado a lo sublime, al gusto y practicado
una forma de funcionalismo observado en la estética del acontecimiento publicitario; una
finalidad con fin, golpe bajo a la finalidad sin fin kantiana.

Deseo concluir con unas cuantas palabras afirmativas. El arte asume las mutaciones, las
asimila, está en la encrucijada con sus poros abiertos como esponja. Ello no significa que se
indigeste de tanta seductora imagen. Está en el mar de las transformaciones pero se impone
sus propios cambios. No debe permitir ser obligado a abandonar su ethos y su pathos
intrínsecos. Desde el umbral de sensibilidades y voces, es permeable a diversos estilos,
ritmos, atmósferas. Integra géneros, se enriquece con las sensaciones novedosas de su
época, es en sí mismo alteridad, diálogo activo y no simple yuxtaposición, eterno vigía de
los movimientos que se producen en sus fronteras. Y tal como hemos escrito en otros

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