La solitaria cresta del mar

Página creada Zacarias Jorge
 
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La solitaria cresta del mar
                                 Manuel Vásquez Carmona

                                   A Fernando, por darme la oportunidad de volver a soñar
                                                            A Jacklyn, por las mismas razones

      El día en que el hombre soñó por primera vez con el mar, fue el día en que nació su
hijo. Los dolores de parto habían comenzado días atrás, pero las contracciones llegaron de
golpe la noche del sábado, mientras la mujer observaba algún programa de televisión. El
hombre no estaba en casa para aquel momento y cuando llegó, ya las contracciones se
repetían a intervalos de 7 minutos. Cualquier otra pareja estaría feliz por el acontecimiento;
para ellos, sin embargo, fue tan similar a un estado de angustia que rayaba en alarma. Faltaba
aún una semana para cumplir las 38 semanas de embarazo y realizar la cesárea que sin mucha
facilidad habían programado; no cabía la posibilidad, al menos en las mentes de este hombre
y esta mujer, de que su bebé naciera bajo un parto natural, al parecer por recomendaciones
médicas, pero si se escarbaba dentro del corazón de la mujer, se podía encontrar con que ella
así lo había decidido. Esa extraña alarma, se acentuó al no recibir respuesta de su doctor,
luego de las primeras y no últimas llamadas de esa noche.
      Ante tanta llamada infructuosa a su doctor, decidieron salir a la noche hacia la clínica
G. donde estaba pautada la cesárea; la mujer ya tenía su maleta lista, la del bebé, la de su
esposo y la de su otro hijo, que en ese momento dormía en casa de sus abuelos, después de
exigir y rogar enérgicamente como sólo un niño de ocho años sabe hacerlo; quién sabe cómo
este niño, antecediéndose a estos acontecimientos, supo dejar solos al hombre y a la mujer
resolver eso de traer a su hermano menor a este mundo.
      La entrada a la emergencia de la clínica G. se encontraba cerrada con una cadena de
aluminio y sendos candados, el sitio parecía abandonado y la noche oprimía los alrededores
de soledad. Es que este lugar es peligroso, pensó la mujer. No alcanzó a decirlo, el hombre ya
estaba repitiendo las mismas palabras. Los dolores de las contracciones continuaban
periódicas, cada vez más dolorosas. El hombre tocó un timbre a un costado de la emergencia,
una minúscula araña salió despavorida, quizás imaginando cómo alguien, en una real
emergencia, podrá presionar aquel estropajo de timbre. Una enfermera se acercó y sin abrir
los candados le preguntó al hombre si ya había contactado a su doctor; todavía no me he
podido comunicar con él, pero déjenos entrar y seguimos intentando, dijo aquel hombre que
ya se le comenzaba a dibujar un semblante de honda preocupación; no puedo dejarles entrar
si no está su doctor, le respondió la enfermera tras la puerta encadenada de la emergencia.
Extrañado, el hombre subió su mirada y observó el inmenso letrero que rezaba en rojo
“Emergencia 24 horas”. Rogó a la enfermera; no puedo hacer nada por ustedes sin su doctor,
finalizó la enfermera aquel sombrío encuentro.
       Siguieron sin rumbo por la desnudez de las avenidas y calles de la ciudad. Pocos ruidos,
pocos movimientos, poca vida a esas horas de la madrugada. La mujer ocupada en soportar
las contracciones, susurrándole a su bebé algún ruego, alguna solicitud de piedad, algo se
podrá lograr si al menos se intenta, siempre pensaba. Mientras manejaba, el hombre seguía
llamando al teléfono personal de su doctor, sin respuesta alguna, pensaba en el episodio
anterior, cómo la clínica puede negar la atención necesitada, la desidia teñía la noche de una
espesa oscuridad sin vida. Decidieron en silencio ir a la clínica F., que se encontraba a pocos
kilómetros de allí. Ninguno se imaginó que en ese lugar no conseguirían otra cosa que más
pesadillas.

       No puedes, desde el punto de vista físico, parir, recordó la mujer lo que una vez le dijo
su doctor. No entendió, como tampoco entendía en ese instante, lo que quería decir el doctor
con su punto de vista físico, lo cierto es que jamás pensó que podría parir aquél bebé: hace
casi nueve años, la mujer había parido a su primer hijo, cuando cumplía las 26 semanas de
embarazo, un alumbramiento que pudo haber sido un aborto, si no fuera porque el bebé
sobrevivió y creció sano y necio como cualquier loco bajito. Con aquel recuerdo sin nostalgia,
impregnado de traumas (que la llevaron a la decisión de querer, casi desear, aquella cesárea
que traería a su segundo bebé), llegó la mujer junto a su esposo a la clínica F. El hombre
recordará los minutos en aquella clínica como los peores de su vida.
       Su mujer puede parir en cualquier momento, le dijo el médico de guardia. Antes de
aquella sentencia amenazadora, le había preguntado por su empresa de seguro, pregunta que
tienen que hacer para dar la bienvenida a los visitantes enfermos que dan su paseo por la
emergencia. Las cuestiones sobre empresas de seguro y clínicas saltaban fuera de la
comprensión de este hombre que sólo esperaba a su bebé, un acontecimiento tan de rutina
para muchos, considerando la ciudad donde se encontraban, donde diariamente estos
pequeños milagros suceden sin penas ni glorias. Para él, este pequeño milagro que esperaba
se tornaba atribulado, con más penas y pocas glorias.
          La empresa de seguro no aceptó la emergencia de esta pareja; la opción será que
pagues por todo y después te arreglas con tu seguro, gordo, le dijo una muchacha despeinada
por el trasnocho de su guardia. Un parto natural aquí cuesta unos doce palos, cariño, continuó
la muchacha de la clínica, y la cesárea está en catorce. El hombre pensó en los únicos ahorros
que tenían, que apenas representaban una ínfima parte de esos valores que la trasnochada le
informaba. El hombre, ante aquellas cifras, ante el desvarío de su seguro, ante la impotencia
que medraba sus nervios, soltó una frase que consideró trillada, incluso al momento de
decirla, pero fue la mejor que consiguió para desahogar su frustración; no puedo creer que
esto me esté pasando a mi, dijo el hombre; la trasnochada y el médico de guardia cruzaron
miradas y pensaron que habían entrado en el mundo almidonado y exagerado de los
culebrones y melodramas de la televisión, sintieron ganas de crear mayor drama a la escena.
          Esos fueron los momentos en que las primeras lágrimas de desesperación rodaron por
el rostro del hombre. Él se dirigió hacia su esposa con aquel nudo en la garganta, y le dijo algo
que necesitaba decir desde hacía algún tiempo; amor, ya no sé qué hacer, dijo rompiendo en
llanto.
          Tanta planificación, tanto ahorrar el poco dinero que pudieron reunir para aquella
cesárea en la clínica G. para terminar ante la incomprensión de un mundo donde el resolver
aquellos asuntos misteriosos entre las empresas de seguro y las clínicas, privaban la
ocurrencia de ese pequeño milagro que tanto ansiaban este hombre y esta mujer.
          Salieron de allí, tal como salieron de su casa horas antes, con las contracciones más
dolorosas, más repetitivas, abriéndose el camino para el nacimiento del bebé; con aquella
frase lapidaria y amenazante del médico de guardia, “esta mujer puede parir en cualquier
momento”, el trauma del nacimiento del primer hijo, la impotencia del hombre y la soledad
negra de aquella ciudad, que dormía dando la espalda, indiferente. Sollozando en silencio, el
hombre manejó hasta el hospital público, buscando que ocurriese aquel pequeño milagro.

          El hospital público estaba desierto. Esa madrugada sin luna, llena de sombras y
soledad, alimentaba el miedo, incluso ese miedo irreal a lo desconocido. Los alrededores
silenciosos, eructaban de vez en cuando sonidos extraños y en cualquier rincón, oscuro,
parecía estar escondida alguna forma acechante y amenazadora. La emergencia no era menos
lúgubre, muy pocas personas se apostaban allí, sentadas en el suelo, acostadas en
herrumbrosos esqueletos de lo que fueron colchones o en mantas roídas por el tiempo o por
las ratas, igual da si fuera por lo uno o por lo otro. Pase al quinto piso, les dijo alguien al
observar a la mujer embarazada. Los parajes solitarios de aquella edificación parecían un
laberinto, tuvieron que devolverse a preguntar cómo se llegaba a ese quinto piso, otra voz les
dio pista del camino. Siguieron avanzando entre neblinas de oscuridad, tanta soledad oprimía
aquellos corazones, la mujer esperaba que al menos el de su bebé se encontrara tranquilo.
Consiguieron el único ascensor del lugar, un armatoste que daba la impresión de querer
encerrar a cualquiera que se atreviese a utilizarlo. Mientras subían dentro de ese cubo de
metal, como a punto de desbaratarse, tosco en su movimiento vertical, la impotencia
sobrevino en ambos y lloraron una vez más abrazados; una minúscula lagartija los observaba
desde el techo, pareció entristecerse por aquella pareja que se abrazaban con fuerza, pues
movía la cabeza de un lado a otro; se fue por alguna hendija, seguramente a llorar también por
ellos. Llegaron al quinto piso y los pasillos parecían iguales, silenciosos, llenos de sombras,
algunos cuerpos sin rostros tirados en el suelo, conciliando algún sueño o pesadilla, esperando
algo o a alguien. Ningún doctor o enfermera apareció por aquellos predios sanitarios.
       Al llegar a maternidad, la imagen seguía de pesadilla, de mala película de terror, una
soledad inquebrantable, tan densa que hacían que la pareja caminara despacio, como llevando
un gran peso en los hombros. Tocaron una puerta y luego de algunos minutos apareció
alguien con una bata azulenca de quirófano. Lo que dijo terminó de quebrar el ánimo decaído
del hombre; no puedes estar aquí, dijo, salga y espere allá afuera. La mujer se quedó con
aquella persona, enfermera o médico, no lo sabían con seguridad, el hombre pensó que sería
la última vez que vería a su esposa hasta el alumbramiento. Lloró una vez más mientras le
decía a su esposa la más simple y profunda frase que pueden decirse los esposos; te amo, le
dijo sin mirarla a la cara. Se retiró, tal como le dijo aquella desconocida.
       Minutos más tarde, la mujer salió con una pasividad tan inusual pero a la vez tan
propia que confundió al hombre; volvamos a casa, amor, dijo la mujer, tengo cuatro
centímetros de dilatación y aún falta mucho tiempo para que el bebé nazca; por ahora no hay
nada más qué hacer, culminó la mujer bajando la mirada. Y tanto que se había hecho para una
cesárea, una cirugía tan simple como escabrosa y que aún así, ella había decidido hacerla con
tal convicción que aquella forma natural de nacer del ser humano la consideraba como la peor
de las torturas humanas. Por eso, la mujer al decir lo que está a punto de decirle al hombre,
puso un semblante de indiscutible resignación pero con gran firmeza y valentía; si tengo que
parir, dijo, pues pariré a mi bebé. Se fueron a casa, lejos de aquel edificio de pesadilla, lejos de
aquella tiniebla urbana que llamaba más a la muerte que a la vida pero que, sin embargo, les
había dado el único momento de paz y tranquilidad en esa madrugada de mal sueño.
       Ellos ya lo sabían. Sabían que el trabajo de parto podía durar horas, que esa frase
amenazadora dicha por el médico de guardia, “puede parir en cualquier momento”, sólo se
dan en malas películas rosas. Que cualquier cesárea puede realizarse hasta el último momento
del parto. Lo sabían, pero de nada servía aquel conocimiento en esos momentos que
trastocaba la realidad sumiéndola en algo más parecido a la desesperanza.
       Aquella resignación y valentía de la mujer pronto se esfumarían, las contracciones
seguían cada vez más fuertes y comenzaba a amanecer. El hombre seguía insistente en su
intento por localizar a su doctor, que aún no respondía ni daba señales de vida. Pensaba una
vez más que si el doctor hubiese atendido al llamado, se hubiese podido practicar la cesárea
pautada en la clínica G. sin problemas con los asuntos entre las empresas de seguros y clínicas
porque ya estaba programa y avalada y sellada. La mujer sólo dijo lo que podía decir en aquel
momento; amor, sácame este bebé, le dijo al hombre entre sollozos y retorciéndose por el
dolor. Lloraron ambos una vez más.
       Al amanecer, el hombre continuó con las llamadas. Parecía que su doctor había dejado
de existir. Ya con el sol asomándose en el horizonte, salieron a la ciudad amanecida, esta vez a
la clínica H., donde se encontraba el consultorio; si no me responde a mí, pensó el hombre,
deberá responder a su clínica. Con la luz del sol asomándose en el horizonte, en la clínica H.
no preguntaron por seguros ni cartas avales, al menos no en esos primeros minutos. Las
enfermeras de guardia intentaron comunicarse con su doctor, sin éxito. La pareja esperaba a
que la mañana se situara en una hora más noble, con el anhelo de que así pudiera llegar. Todo
fue estéril.

       Médicos desconocidos, doctores desconocidos, enfermeras desconocidas. Así fueron
llegando a la sala de emergencia. Una voz suelta, finalmente, dio la orden de llevar a la mujer
al quirófano a la ansiada cesárea. Parecía extraño, luego de una noche sombría, la sencillez de
aquella orden y su acatamiento.
       Mientras la llevaban al quirófano, largos minutos después, por aquellos médicos y
doctores desconocidos, la mujer quedó tan dormida que no sintió nada de lo que le hicieron.
Sólo abrió los ojos para ver a su bebé que ya llevaba varios minutos llorando sus primeras
lágrimas.
       Mientras veía a su mujer entrar al quirófano, el cansancio derrumbó al hombre. Se
sentó y nunca supo cuánto tiempo pasó hasta escuchar el llanto de su bebé, que inundó la sala
de emergencia. Sintió un oleaje lento y calmo sobre su cuerpo; el mar, pensó, un oleaje que
pasaba de un estado tan vertiginoso, tan de tormenta o viento enfurecido, a uno apenas
perceptible, un leve ir y venir que parecía acurrucarlo, sintió que algo culminaba, que algo
iniciaba y lo primero que le vino a la memoria fueron los versos de un poema.
      Recordó ese poema de Gustavo Pereira, pero nunca pudo entender por qué lo recordó
en ese momento. La solitaria cresta del mar, recitó en silencio mientras seguía escuchando el
llanto que se impregnó en toda la sala de emergencia; La solitaria cresta del mar / apura su
último sorbo de sol. Mientras escuchaba el llanto de su hijo, lloró una vez más, apurando
aquel último sorbo de sol que acababa de ponerse en el alba; sintió que despertaba de un
sueño sólo para iniciar otro.
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