El hombre que está enamorado de las manos de otro

Página creada Mario Borguès
 
SEGUIR LEYENDO
El hombre que está enamorado
                              de las manos de otro

Presentémoslo. Este hombre nació hace 53 años y sus padres le llamaron Gabriel
Granados. Es michoacano, le encantan las auditorías, los números y las leyes. Como él,
sólo hay otras 40 personas entre los 7 mil millones de humanos que habitan el planeta. Y
está enamorado de sus manos, de las manos de otro. Ya entenderán (y aplaudirán) sus
razones.

                              Por Carlos Acuña • @esecarlo

Apenas un roce delicado, un contacto lento, sutil, levemente húmedo, como se besa a un
recién nacido. Así acaricia Gabriel Granados a sus propias manos. Primero se inclina
sobre ellas, mirándolas como si se asomara a un estanque y buscara ahí, en esas palmas
rosas y regordetas, su imagen reflejada. Sus ojos tiemblan de curiosidad, detenidos ante
esos dedos enroscados que ahora se alzan a la altura de su cara. Parecen dos cachorros
dormidos, dos animales mansos que también lo miran con el púrpura de sus uñas.
       A Gabriel no le parece extraño estar enamorado de sus manos. Es un hombre
delgado, de estatura media y una nariz achatada y grande que hace parecer sus labios
más finos. Esos labios que ahora truenan, una y otra vez, entre sus dedos.
       ¿Por qué no habría de quererlas, si sus manos le sirven tanto? Son ellas las que lo
lavan y visten cada mañana, las que lo alimentan tres veces al día, las que frotan sus ojos
para quitarse el sueño. Gracias a ellas puede firmar, rascarse, contar el cambio; abrazar a
sus hijos o a su esposa, hablar por teléfono, aplaudir. Mimarlas con tanto esmero es una
manera de enseñarles a que lo quieran tanto como él las quiere a ellas.
       A veces no puede evitar hablarles.
       –Vamos, manitas, tenemos que salir adelante –las anima, torciendo una sonrisa, y
las manos parecen reanimarse, se acarician entre sí, alternadamente. Su dueño arruga la
mirada de puro gusto y luego las pasea por su cabello negro salpicado de canas. Está
seguro de que ellas pueden escucharlo, de que de alguna misteriosa manera sienten sus
palabras y agradecen.
       Él sabe su cuento. Explica que sus manos, antes de ser manos, son un trozo de
vida. Por eso les habla y las consiente tanto, porque todo lo vivo agradece el cariño
recibido. “A un animalito lo agarras y si lo acaricias con gusto, él lo siente. Si dicen que
hasta los bebés, en el vientre, escuchan lo que les dice su mamá, ¿tú crees que mis
manos no?”, pregunta y, como si le respondieran, las manos se restriegan contra sus
mejillas.
       Gabriel Granados repite que esas manos son suyas, de nadie más, que no le
importa que parezcan dormidas, ni que sea aún sea tan difícil abrirlas o cerrarlas por
completo. Ya tampoco le importa que el color de sus dedos sea distinto al del resto de su
cuerpo o que apenas hace un año obedecieran las órdenes de otra persona. Las quiere
tanto o más que a sus manos anteriores.
       Porque a él le tiene sin cuidado que hace apenas un año estas manos respondieran
a las órdenes de ese vigilante cuya vida quedó en el limbo cuando unos maleantes le
incrustaron una bala en el cerebro.

                                            ***
Los labios de Granados se juntan y dejan escapar un zumbido seco, parecido a lo último
que escuchó antes de sentir que los dientes tronaban adentro de su boca:
“¡Bzzzzuuuuuttt!”.
       Era martes, era invierno y el día parecía correr con la desesperante lentitud de
siempre. Granados tenía 51 años y planeaba jubilarsede su empleo como perito contable
en la Procuraduría de Justicia del Distrito Federal. Sus dos hijos ya cursaban la
universidad y él mismo se preparaba para estudiar Derecho como segunda carrera en la
UNAM.
       El que estuviera de vacacionesno impidió que él, hombre de rutinas y voluntad
férreas, se levantara aquel 4 de enero de 2011 a las cinco de la mañana, como era
habitual. Antes de entrar a la bañera, midió la temperatura del agua con la mano derecha
y esperó hasta que estuviera caliente. Sólo el frío le pareció distinto, un frío húmedo en
el aire.
       Después de dejar a su esposa Celina Castillo en sutrabajo, Gabriel condujo el auto
a la colonia Carmen Serrano, donde levantaba una barda en la azotea de otra de sus
casas. Una de sus sobrinas y su novio lo ayudarían.
       Se disponían a empezar, así que Gabriel, como maestro,tomó un pedazo de varilla
del suelo y con ella señaló un punto en el aire.
       –La barda tiene que ir, más o menos, a esta altura –fue lo último que dijo. Un
poder sobrehumano lo arrancó de la tierra en ese instante.
       La humedad en el aire sirvió para conducir 20 mil voltios de energía eléctrica que
brincaron de los cables de alta tensión que colgaban cerca y alcanzaron la varilla en la
mano de Gabriel. Se formó lo que los especialistas conocen como “arco cónico”. La
corriente entró por su mano y rompió la resistencia de la piel. Las señales de su cerebro
se interrumpieron y su cuerpo dejó de pertenecerle. Cada uno de sus músculos se
doblegó ante ese relámpago que llegaba del exterior.
       En ambas manos, puntos de entrada y salida de la corriente, la energía se
concentró tanto que la carne literalmente empezó a humear. En menos de dos segundos,
la alta temperatura casi carbonizó los tejidos musculares y el hueso. Si el camino de la
corriente se hubiera acercado un poco, o si ésta hubiera sido ligeramente más alta o
durado más tiempo, el corazón del contador se habría acelerado al punto de provocar un
corto circuito y habría muerto al instante por un paro cardiaco o respiratorio.
       Cayó al suelo echando espuma por la boca. De lo que ocurrió desde ese momento
y hasta 48 horas después, ni idea. Quedó inconsciente.
       No supo, por ejemplo, que una ambulancia lo llevó al Hospital López Mateos y
que luego lo trasladaron al Hospital 20 de Noviembre, donde cuentan con un área
especial para quemados.
       Dos días después despertó. Aún temblaba. Orinaba rojo. La sal y los líquidos de su
cuerpo se habían evaporado por completo, lastimando severamente sus riñones.
       Pero ese sería el menor de los daños. Poco a poco,tarde a tarde, Gabriel Granados
atestiguó cómo morían sus manos. El tejido nervioso dejó de conducir las señales
eléctricas debido a la coagulación y al daño celular. Sus brazos simplemente dejaron de
responder. Trece días después del accidente, el lunes 17 de enero de 2011, los médicos
seccionaron la piel, los músculos y los huesos del brazo derecho, por debajo del codo; el
siguiente jueves amputaron el brazo izquierdo.
       –Mejor me hubiera muerto –lamentó Gabriel al despertar y darse cuenta de que
donde antes había dos manos, no había nada ya.
       Ahora las ves.
       “¡Bzzzzuuuuuttt!”
       Ahora no las ves.

                                             ***
La espuma blanca se expande uniforme por las mejillas y el largo cuello. La mano
derecha empuña el rastrillo y trata de no dudar al momento de arrastrar la espuma y el
vello que ha empezado a poblarle el rostro. Primero de la patilla hacia abajo, después de
la garganta hacia el cielo. Tiene que hacerlo con la firmeza suficiente para que su cara
quede limpia, pero con la delicadeza necesaria para no provocarse cortes.
       Es la primera vez que Gabriel Granados intenta rasurarse por sí mismo con sus
nuevas manos. Sus dedos han ganado fuerza: ya pueden apretar y sostener pequeños
objetos, pero aún permanecen engarrotados contra sus palmas que miran siempre hacia
el frente. Los músculos expansores, esos que permiten extender las falanges, aún se
hallan dormidos y las manos de Gabriel no están nunca cerradas ni abiertas. Parecen dos
capullos que poco a poco han empezado a separarse.
       –Estamos pensando en comprar una rasuradora eléctrica –dice mientras inclina la
cabeza, atrás y a la izquierda, y se mira en el espejo, calibrando el siguiente movimiento
del rastrillo. Su voz rebota en los azulejos azules del baño diminuto–, pero como que
sería demasiado fácil, ¿no?
       Hasta ahora, se hacía rasurar por su hijo o por su esposa. Durante un año y medio,
necesitó de la diaria ayuda de su esposa para bañarse, vestirse o comer. Hoy, por fin,
puede entrar a la regadera solo. Lo hace igual que hace tres años. Pero algunos detalles
han cambiado. La llave del agua fue cambiada por una palanca para facilitarle su uso y
ya no mide la temperatura del agua con la mano derecha, pues ésta aún es insensible al
calor y al frío.
       En cada mano, una pequeña gasa le cubre un punto rojo en cada mano.
       –¿Te inyectaron?
       –Es que me salieron unos granitos –dice cabizbajo y muestra sus brazos. Un
pequeño salpullido, apenas visible, le enrojece ligeramente la piel. Parece preocupado
aunque intenta no darle importancia–.No parece grave, pero queremos ver qué está
pasando.
       Abotonarse la camisa, anudarse las agujetas y afeitarse son actividades que hace
apenas tres meses parecían imposibles. Pero hoy ha logrado rasurarse de nuevo. Y un
pequeño salpullido no le va a arrebatar el gusto.

                                             ***
La idea de que la muerte puedeengendrar vida es siempre extraña. Explicar que la
muerte de un ser querido significa la salvación de un desconocido requiere carisma,
tacto, temple y empatía. Pedir un órgano a la familia de un paciente con muerte cerebral
es hacer la pregunta más difícil en el momento menos apropiado.
       Eso lo sabía Selene Artemisa Santander, una joven médico que hacía su servicio
social en el Instituto Nacional de Nutrición, cuando se acercó a solicitar las manos de
aquel hombre de 34 años que llegó al Centro Médico Nacional Siglo XXI con un balazo
en la cabeza.
       Pero una cosa es que la familia ya hubiera decidido donar varios de los órganos de
ese hombre y otra que su esposa y su madre accedieran a entregar las extremidades a
quien esperaba unas manos como las de quien se hallaba con muerte cerebral.
       Selene quiso mostrarles fotografías de Gabriel Granados para sensibilizarlas y
explicarles los alcances de una donación. Fue inútil.
       –Déjanos tus papeles ahí y te hablamos después –respondieron con indiferencia y
le dieron la espalda, abstraídas en su dolor. Selene sabía que sería difícil encontrar otras
manos totalmente compatibles; se sintió frustrada.

El primer paso para procurar un órgano es encontrarlo. No es sencillo. Quienes como
ella y su compañero Diego Monroy, integrantes del programa de trasplantes del Instituto
Nacional de Nutrición, hoy conocido como Tlalpan Team, se dedican a la búsqueda de
órganos deben revisar los reportes de todos los servicios de urgencias de neurología para
identificar a pacientes con muerte cerebral. Luego, acuden al hospital, valoran y
verifican que la persona no sea portadora de ninguna infección y que, además, sea física,
biológica y antropomórficamente compatible con el receptor.
       En un país donde existen más de 17 mil personas en espera de un trasplante, cada
paciente con muerte cerebral se convierteen un tesoro invaluable. Es común ver a varios
grupos de médicos procurando al mismo tiempo una parte distinta del cuerpo. Lo más
urgente es extraer el corazón –es el órgano más solicitado y el que muere más rápido–, le
siguen el hígado, la córnea, la piel y otros tejidos. Pero extraer quirúrgicamente una
mano es todavía un evento extraño.
Por eso el rechazo inicial de la familia del donante de las manos fue un cubetazo
de agua fría. Eso pensaba Diego Ricañocuando salió del Instituto Nacional de Nutrición
hacia su casa. Pero a medio camino sonó su celular y escuchó la voz atrabancada y
aguda de Seleneal otro lado de la línea.
       –Oye, ya me llamaron los familiares. Aceptaron. Vete rapídisimo al Centro
Médico.
       Las extremidades se extrajeron en la madrugada y, antes del amanecer, ya habían
sido trasladadas a Nutrición en una pequeña nevera. Diego Ricaño se quedó en Centro
Médico para colocar un par de prótesis ortopédicas en el cadáver del donador, un
procedimiento que busca aminorar el impacto en la familia. Recuerda en éste a un
hombre moreno, fornido y de estatura baja, conectado a tubos que aún lo mantenían con
vida de manera artificial. Días antes de morir, le contaron, el joven vigilante le había
compartido a su madre una especie de presentimiento sin sentido: creía que moriría
joven y “quería hacer algo grande antes de morir”.
       Hizo algo grande. Es por eso que Gabriel quisiera agradecerles, pero la ley
prohíbe que se acerque a la familia del donador o viceversa.
       –Mira...–dice y muestra su mano, ahora cubierta por una férula rosácea que lo
protege de lastimaduras o roces–. Piénsalo: esa persona está viviendo aquí conmigo, de
alguna forma. Somos los dos juntos los que estamos aquí. Yo siempre digo eso. No
puedo dejarme vencer, ¿no? Porque una parte de él está viviendo aquí, conmigo. Sería
como dejarlo morir otra vez.

                                             ***
Es la hora del desayuno y Gabriel se sienta a la mesa frente a un platón de fruta y un
café. Viste pantalón y chamarra deportiva azul, playera negra y tenis sin agujetas. Celina
extraña verlo de traje y corbata, como solía vestir antes del accidente. Pero la ropa
formal sólo le complica la vida. Abrocharse de nuevo un cinturón puede convertirse en
un suplicio a la hora de ir al baño.
       Con dificultades, acomoda el tenedor entre el anular y el medio. Los dedos
aprietan y el instrumento queda fijo, aprisionado entre ellos. Sin dejar de comer, dándose
espacio entre los mordiscos, comenta las modificaciones que tuvieron que hacer en la
casa después de que perdió las manos. Las perillas redondeadas de las puertas fueron
cambiadas por palancas, al igual que las llaves del lavaplatos. De algunos cajones
cuelgan pequeños cordones para que sea más fácil abrirlos.
       –Mis manos todavía no tienen fuerza para usar el cuchillo, aún no puedo picar la
fruta–explica y cambia de tema. Su plática no lleva mucho orden.
       El encanto de Gabriel Granados tiene efectos inmediatos, aunque su hablar
cantinflesco hace difícil seguirle el paso. Dice que él come de todo. Que hasta hace poco
trabajaba en la Secretaría de Hacienda realizando auditorías. Que su dieta no ha
cambiado en absoluto después de la operación, salvo por los triglicéridos y otras cosas
de las que no se acuerda. Que nació en Bellas Fuentes, Michoacán, cerca de Quevedo.
Que no le gusta la política. Que entrenó box con el Rubén El Púas Olivares en su
juventud, ahí en la Bondojito, que era un buen hombre. Que lo que más le pesa es no
poder ayudar en las tareas del hogar como hacía antes.Que era capaz de derribar a una
persona de un solo golpe. Que al principio, los medicamentos lo ponían de mal humor.
Que planchar ropa lo desespera, pero que sentirse un inútil es peor que cualquier otra
cosa.
       Entonces hace una pausa y, con ambas manos, Granados atenaza la taza de café.
Tarda en acomodar sus manos para que no se le resbale y en cerciorarse de que se ha
enfriado lo suficiente para no quemar la piel. Su boca se acerca a la taza y en un solo
movimiento da un trago rápido y abundante. La taza regresa a la mesa con suavidad y
Gabriel se limpia con la manga un hilo oscuro que le escurre por la comisura de sus
labios.
       Selena, su hija mayor, se sienta a la mesa y muestra un par de cuadernos. Apenas
dos semanas después de haber perdido sus manos, Gabriel entró a la UNAM a estudiar
Derecho. Cualquiera hubiera extraviado los ánimos, pero este hombre parece
invulnerable, impermeable a la desesperanza. Estos cuadernos de pasta azul y estampado
a rayas contienen los apuntes de aquellos primeros semestres. Adentro, con una letra
apretada y pequeña, se habla de filosofía del derecho, de derecho fiscal o derecho
administrativo. Pero sobretodo se habla de la voluntad extrema de este hombre. Las
letras llenan todas las hojas, sin dejar un espacio en blanco. Cada palabra está remarcada
con un segundo trazo. Es difícil creer que haya escrito tanto un hombre que carecede
manos.
       –¿Cómo hacías eso?
       –Pues así, juntaba yo mis muñoncitos y apretaba duro la pluma –dice, como si
fuera cualquier cosa y sus codos se acercan intentando repetir el procedimiento–. Todos
los días me sentaba a leer y a transcribir apuntes de los libros.
       –¿Cuánto tardabas en llenar una hoja?
       –Al principio sí me tardaba horas, no creas tú. Pero fíjate lo que son las cosas.
Cuando me pusieron las manos de nuevo, yo extrañaba mis muñoncitos porque ya era
bien hábil con ellos. Y pues tuve que empezar desde el principio.
       En la sala de su casa el espacio lo llenan dos sillones grandes, una televisión, un
crucifijo y una foto de bodas en la pared. En ella, Celina y Gabriel aparecen de perfil,
una luz tenue los ilumina; sonríen y lucen 25 años más jóvenes. A un lado de la foto, un
pequeño cartel blanco anuncia con letras fosforescentes: “En este hogar vive un buen
hombre y una mujer enojona que se la pasa chin.. y chin.. y chin...”.
       –Celina es una mujer dura –explica Granados–. Un día me dijo: “Si tú no hubieras
sido tan luchón, te hubiera dejado ahí, sin manos”. Lo decía bromeando, pero fíjate lo
que son las cosas, ¿no? Yo, sin ella, no hubiera logrado hacer esto. Detrás de su imagen
dura es una buena persona, quiere mucho a los suyos y los defiende. Es porque ella es
Géminis, ¿te fijas? Es doble cara.
       –Y tú ¿qué signo eres?
       –Yo soy Libra –responde de inmediato y mira sus manos, las coloca al lado de su
cara, con las palmas hacia arriba, como si sostuvieran un peso–. Soy una balanza, el
equilibrio de la balanza... Tal vez por eso es que tenga yo tanta paciencia.

                                              ***
Parece un sueño. Martín Iglesias piensa que la sola idea parece salida de un imposible
sueño. Sentado detrás de su escritorio, sus manos revolotean como mariposas en el aire.
Habla de ciencia ficción y recuerda al Frankenstein de Mary Shelly. La posibilidad de
crear a un nuevo ser combinando los miembros de varios cadáveres es, según él, uno de
los pensamientos primarios del ser humano.
       El doctor Martín Iglesias es una de las autoridades en materia de trasplantes en el
país. Cirujano plástico egresado del Centro Médico La Raza, un hospital que en aquel
entonces, hace más de 20 años, era el único que atendía a toda la zona industrial del
norte de la Ciudad de México. Ya no recuerda la cantidad de miembros que en aquel
entonces tuvo que reimplantar por los constantes accidentes de trabajo. Los tiempos no
han cambiado. El IMSS reporta 3 mil amputaciones de extremidades superiores por año.
Fue por eso que Iglesias decidió comenzar un programa de trasplantes hace ya tres años
y, con el tiempo, ser parte de la historia del hombre que está enamorado de las manos de
otro.
       Así que cuando tuvo que hacerlo, Martín Iglesias no lo dudó. Marcó el número a
pesar de que eran las cuatro de la mañana del 18 de mayo de 2012.Celina atendió y la
voz del doctor Iglesias retumbó.
       –Gabriel, ya tenemos donador. Te necesito aquí en una hora.
       A él le gustó la urgencia y la premura en esa voz. Las dudas se le escurrieron al
instante. Meses antes, su familia le había pedido reconsiderar la operación a la que
estaba a punto de someterse. Lo preferían sin manos, pero vivo, decían.
       Todos lo sabían. Una operación exitosa, sobretodo una tan nueva y tan compleja,
es precedida siempre por múltiples fracasos. Aunque el proceso de reimplantación es
conocido desde hace al menos medio siglo, hasta el momento trasplantar una extremidad
de un cuerpo a otro sigue siendo un acontecimiento peligroso.
       Existen no más de 100 personas en el mundo que se han sometido a trasplante de
alguna extremidad.ClimtHallam fue el primer paciente en recibir un trasplante de mano
con éxito en 1998. Le siguió Matt Scott, de Nueva Jersey, un año después y, luego, Jerry
Fisher, de Michigan, en 2001.
       Gabriel no es el primer mexicano en recibir un trasplante de ambos brazos, es el
primero que ha sido exitoso. Apenas unos meses antes de su operación, una chica de 14
años se sometió en el Instituto Nacional de Nutrición a unaintervención similar. La
cirugía fue exitosa, pero su cuerpo no soportó los medicamentos inmunosupresores y
falleció a las pocas horas.
       En febrero del año pasado, el turco SevketCavdar se convirtió en el primer
trasplantado cuádruple del mundo luego de una operación que duró 20 horas. Como
Granados, había perdido sus extremidades por una descarga de alta tensión. A los pocos
días, su cuerpo comenzó a rechazar los nuevos miembros al punto que tuvieron que
volver a amputárselos. Los tejidos no eran compatibles. El sistema vascular no aceptó
los trasplantes y el hombre murió a los pocos días.
       El del neozelandés Clint Hallam es un caso que muestra la complejidad de una
intervención de esta magnitud.Primerhombre en recibir un trasplante de mano, tres años
después de la cirugía pidió que se la amputaran de nuevo. En una entrevista transmitida
por la BBC, Hallam declaró que había dejado de tomar los medicamentos porque ya no
soportaba mirar su mano: “Es como tener la mano de un muerto, sin sensibilidad, más
ancha y larga que la izquierda, con un color distinto y una piel blanda. Mi cuerpo y mi
mente han dicho ‘basta”.
       –La comunidad médica mexicana consideraba que era muy arriesgado. A fin de
cuentas, todos podemos vivir sin manos. Es cierto, se puede vivir sin manos –explica
Iglesias–, pero la calidad de vida es, a veces, más importante que la vida misma.

                                              ** *
Hoy, las ojeras oscurecen el rostro de Gabriel. Son las 10 de la mañana de un sábado de
mayo y es el último día de clases en la Facultad de Derecho de Ciudad Universitaria. El
próximo lunes empiezan los exámenes y ha pasado toda la semana estudiando cuatro o
cinco horas por la mañana y, por las tardes, preparando un dictamen que le pidieron en el
Tribunal Fiscal. A eso hay que sumar las seis horas de terapia diaria para recuperar la
movilidad de sus dedos.
       –Ayer, después de la terapia, ya no pude más. Me quedé dormido a las nueve de la
noche–se talla los párpados caídos con la palma de sus manos y su boca se abre en un
bostezo larguísimo–, hoy nomás ya no podía levantarme.
       Al frente de la clase, un hombre barbado de traje marrón no para de hablar de
hipotecas y deudores, de contratos civiles, del derecho de enajenación y de garantías.
Entre una cuarentena de alumnos de todas las edades, Granados asiente sin tomar notas.
Es un tema que conoce. Sus ojos, sin embargo, permanecen atentos, fijos, y de vez en
cuando se adelanta con un murmullo a los comentarios del profesor.
       Al final de la clase, el profesor se toma unos minutos para dar un breve discurso
motivacional. Su voz áspera y dura gana volumen e intensidad. Los alumnos lo miran
conmovidos. Granados sonríe. El discurso parece hecho a su medida.
       –Señores, todos tenemos sueños. Soñar no cuesta nada, cumplir su sueño puede
costarlo todo–elabora el maestro–. Y no solo terminen. ¡Titúlense! Hagan a un lado esos
atavismos tontos, de pensar que somos menos por ser una universidad pública. ¡No,
señores! Sépanlo: somos los mejores. Quiero que cerremos ese pacto ahora, señores, que
todos, con orgullo verdadero, entonemos un Goya para cerrarlo.
       Y, todos con el puño en alto, gritan la porra estudiantil de la UNAM y hacen
vibrar las ventanas. Gabriel alza una de sus manos y grita también. Su emoción no es
gratuita. Cinco veces presentó el examen de admisión sin aprobarlo. Sólo hasta la sexta
vez lo consiguió y ahora, con dos años de carrera, la porra estudiantil le hincha el pecho
de orgullo. Y aunque la posición de sus manos le impide chocar las palmas con fuerza,
su aplauso es uno de los más significativos del aula.
       –La vida te enseña muchas cosas –reflexiona después, mientras acaricia una
Constitución Política–. A mí me enseñó a no rendirme. Yo siempre quise estudiar
Derecho para fundamentar bien mis dictámenes. En este país las leyes son muy
intrincadas y uno debería tener obligación de conocerlas.
       Granados camina por la facultad. Aquí, sus manos parecen pasar inadvertidas. La
mayoría lo saluda sin hacer referencia a su condición física. “¿Gabi, listo para el examen
de Comercio Exterior?”, le recuerda una chica. “¿Qué tal te fue en Fiscal?”, pregunta un
hombre de lentes. “Échame una mano con los apuntes, manito”, le dice un bromista.
       En uno de los pasillos, Gabriel se topa con el coordinador de la carrera. Un
hombre de lentes de pasta dura, de dos metros de alto, voluminoso y de labios gruesos
que parece nunca separar las manos de su espalda.
       –¿Cómo va el asunto de la huella digital?–le pregunta en la puerta de un salón, en
donde un grupo de alumnos responden un examen con concentrada angustia.
       Al momento del trasplante, nadie pensó en los múltiples trámites a los que Gabriel
tendría que enfrentarse. Uno de ello, por ejemplo, para actualizar su huella digital que,
legalmente, pertenece a otra persona. No existe hasta el momento ninguna disposición
para un caso como el suyo. Maestros y abogados le han recomendado no hacer nada para
no incomodar a las instituciones. Pero él es terco y quiere elaborar una propuesta de
reforma que facilite el proceso a las personas que en un futuro se encuentren en su
misma situación.
       –Yo soy el primero, pero los trasplantes como el mío van a ser algo muy común
en unos años–dice y es cierto. Actualmente, existen ya dos candidatos en el Instituto
Nacional de Nutrición que esperan un donador.
       –Ese es un excelente tema de tesis –responde el coordinador.

                                            ** *
Gabriel ingresó al quirófano confundido, nervioso y… caminando.
       –¡Qué barbaridad, esto es una cirugía! –gritó la jefa de enfermeras al verlo
ingresar a la sala de operaciones–. Llévenselo y tráiganlo en una camilla.
       No pudo evitar sonreír al notar que los médicos mostraban tanto temor como él.
Había pasado 16 meses en espera de unas manos y había que actuar contrarreloj. Desde
el momento en que se seccionan las extremidades al donador, se cuenta con sólo ocho
horas para volver a vascularizarlas, es decir, para hacer que la sangre corra de nuevo en
ellas. Si el tiempo es mayor, el tejido comienza a morir.
       En su operación participóuna maquinaria de 19 cirujanos, anestesiólogos,
ortopedistas y enfermeras que debía funcionar de manera sincronizada y perfecta.
       El tiempo no da un respiro. Siete horas tardaron en volver a hacer circular la
sangre por las nuevas manos de Gabriel. Otras 12 en ajustar microscópicamente cada
detalle. Horas de vértigo, sin margen para el error. Nadie se detuvo, ni siquiera para
beber un vaso de agua.Sólo la adrenalina mantuvo en pie a los médicos reunidos en un
espacio menor a 30 metros cuadrados.
       Que alguien done sus extremidades no es algo que suceda a diario. Que además
sean compatibles con las del receptor es casi como sacarse la lotería. No hay segundas
oportunidades.
       Cada mano humana está compuesta por 28 músculos, 27 huesos, tres nervios
principales, dos arterias y tres venas principales, sin mencionar piel, tendones,
cartílagos, grasa y vasos sanguíneos. Y todo tiene que volver a reconectarse, vincularse o
pegarse al realizar un trasplante.
       El caso de Gabriel Granados es fascinante y excepcional. Si no existen más de 150
personas con un trasplante exitoso de pies o de manos, no se cuentan más de 40 casos
que hayan recibido un doble trasplante de extremidades superiores. Entre 7 mil millones
de habitantes del planeta, Granados pertenece a una pequeñísima élite de privilegiados
beneficiados por los avances científicos.
       El doctor Iglesias no cree en Dios, pero no puede evitar sentir el peso de ser
responsable de lo extraordinario. Él fue el ilusionista que hizo aparecer de nuevo las
manos.
       –A mí no me gusta hablar de magia, ni de milagros –dice ahora, en voz baja, como
si compartiera un secreto–, pero uno no puede evitar pensarlo, ¿verdad? Es algo
extraordinario.

                                             ***
La luz matutina entra por la ventana y le ilumina el rostro imperturbable frente a la
pantalla. Presiona las teclas de su computadora gracias a una pluma que empuña con
fuerza. Busca la letra rápidamente y, con una destrezainesperada, deja caer la punta de la
pluma sobre la tecla: tap, tap, tap. Utilizar los dedos para escribir es algo todavía
imposible. De vez en cuando aprovecha las protuberancias de sus nudillos para escribir,
pero este método le parece más sencillo.
       Su estudio es un recinto estrecho, lleno de libreros y pequeños sillones. A pesar de
las hojas, que se apilan por todos lados, el sitio proyecta una sensaciónde orden. En uno
de los estantes que lo rodean mientras escribe, entre los volúmenes de Derecho Fiscal y
Contaduría, espera un libro de superación personal que aún no ha tenido tiempo de leer.
Una vida sin límites, del sueco Nick Vujicic, un predicador cristiano que nació sin
piernas ni brazos y que recorre el mundo dando conferencias sobre la capacidad del
hombre para ser feliz. A Gabriel le gustaría leerlo, pero casi nunca tiene tiempo. En una
pequeña mesa, descansan unas 500 hojas repletas de términos abigarrados que hablan
sobre expropiaciones, propiedades crediticias y derecho internacional. Debe leer toda
esa pila en unas horas.
       –Mañana tengo examen de Comercio Exterior –dice, consternado, sin abandonar
la pantalla–, es una materia bien complicada.
       –¿Te preocupa reprobar?
       –No, mira –explica mientras revuelve unas hojas y busca alguna definición que se
le escapa a la memoria–. Siempre hay una manera de lograr las cosas, un procedimiento.
Nomás hay que encontrarle el modo al asunto. Nada es imposible.
       Su sencillez y su sinceridad conmueven. En los labios de Gabriel las frases
hechas, dignas de cualquier libro motivacional, adquieren una fuerza inesperada. “Nada
es imposible”, repite mientras empuña la pluma y la deja caer sobre el teclado. Tap. Tap.
Tap. Tap. Tap. Su infinita paciencia hace que sea fácil creerle.

                                              ** *
Tres electrodos se encuentran conectados a cada uno de los brazos de Gabriel. Sus dedos
responden rítmicamente a los impulsos. Un hormigueo los recorre. La misma energía
que hace dos años le arrebató sus brazos, ahora reactiva los nervios dormidos debajo de
su piel.
       La sala de fisioterapia del Instituto Nacional de Nutrición es un lugar blanco, lleno
de pequeños cubículos. Al fondo, un par piscinas para hidromasajes y una especie de
sala de juegos llena de pelotas de distintos pesos, caminadoras y rampas en donde los
pacientes pueden realizar actividades de la vida diaria con supervisión médica.
       Gabriel habla con África Navarro, una joven fisioterapeuta a quien conoció
mientras ésta realizaba su servicio social y que ahoradedica tres horas para intentar
devolver la movilidad total a las manos del hombre al que ve un día sí y otro también.
       Parecen dos amigos que charlan en un café despreocupadamente. Como Gabriel
acostumbra, su plática viaja de un tema a otro. Habla del gato de sus hijos que tuvieron
que castrar para que no se peleara por las hembras de la cuadra. De que a veces no puede
destapar sus medicamentos por sí mismo. Menciona el sacrificio que representa asistir
todos los días a terapia. Cuenta que siempre le han gustado los animales. Que hace
mucho tuvo un perro corriente, “eléctrico”, que le salvó la vida. Dice que su hijo se
duerme hasta tarde estudiando y que no le gusta despertarlo temprano para que le
prepare el desayuno. Habla de sus antiguas novias y de los trabajos que ha tenido en
todos estos años: desde acomodador en la librería Porrúa y albañil, hasta mozo de cocina
en Liverpool y distribuidor de productos farmacéuticos.
       Gabriel mira sus manos de nuevo. Los primeros días no fueron fáciles. Apenas
despertó de la operación sintió el peso de dos rocas colgando de sus hombros. Se había
acostumbrado a la ligereza de sus brazos ausentes. Cada uno puede pesar hasta cuatro
kilos y, a pesar de los ejercicios para fortalecer sus antebrazos, el peso lo desesperaba.
       Recuerda que sus manos anteriores eran más grandes, poderosas, con las venas
prominentes. Los dedos eran largos y delgados, achatados en la punta. Ahora una
protuberante cicatriz divide sus brazos en dos mitades de colores distintos. Sus manos
actuales son morenas y regordetas.
       Tampoco se acostumbraba a sus uñas. “No podía dejar de mirarlas”, cuenta su
hijo, también llamado Gabriel, un muchacho de 21 años, de lentes y cabello crespo,
quien aún intenta acompañarlo todo el tiempo a la escuela y a las terapias.
       La mirada ausente y extrañada de su padre se clavaba durante largos ratos en esas
uñas que seguían creciendo aunque su dueño original estaba ya muerto. “Son tus manos
papá. Grábatelo en la cabeza, son tuyas”, le dijo su hijo una noche, preocupado. Y desde
entonces, Gabriel padre repite esas palabras como si fueran un mantra.
       –¿Qué es lo que más extrañas de tus manos?
–Cuando terminó la operación, las miré y, no te voy a decir que no, la verdad sí
las extrañé –dice con una sonrisa tímida, como si le avergonzara reconocerlo–. Me
gustaban más, pues. Eran más grandes y tenían marcas de todo lo que yo había
trabajado. Pero, ¿sabes? Cuando las miré bien, vi que en las uñas de éstas había restos de
pintura. Entonces me di cuenta de que también eran trabajadoras. Desde entonces me
empezaron a gustar.
       Después de acabar su sesión con los electrodos, Gabriel sigue conejercicios
sencillos pero que aún lo hacen sudar. Intenta ordenar por tamaño una serie de cilindros,
bota pelotas de diferente peso y tamaño, abre y cierra compuertas y cerrojos en una tabla
de un metro cuadrado repleta de cerraduras y dispositivos.
       Lo más difícil es hacer que las manos recuperen la conciencia del espacio. La
propiocepción es la facultad del cerebro por ubicar la posición de los músculos o de los
miembros del propio cuerpo. Cerrar los ojos y ubicar el dedo índice sin verlo, o medir la
distancia para tocar los objetos en una mesa, es algo que casi todos podemos hacer sin
dificultades. A Gabriel le costó meses.
       Es como si sus manos fueran las de un bebé y tuviera que educarlas de nuevo.
       –A veces me siento frustrado. “¡Ya no puedo!”, les digo.
       –¿Qué ha sido lo más difícil?
       –Venir todos los días y sentir que mis manos siguen igual, engarrotadas. Hay
veces que África y yo hemos llorado porque sentimos que no avanzamos.
       –¿Y no avanzan?
       –¡Claro que avanzamos! Y vamos rápido. Lo que pasa es que uno no lo nota.
       Hasta el momento, su mano izquierda es la que lleva ventaja. Es la más fuerte y la
mejor educada.
       Algo llama la atención. Vista a la distancia, la forma de sus brazos parece
completamente armónica con la de todo su cuerpo. Según los médicos,es gracias a la
plasticidad del cuerpo y el cerebro. Una vez que la mente acepta los nuevos brazos,
comienza a moldearlos de acuerdo con sus características y necesidades. Hace unos
meses, eran ligeramente más anchos. La diferencia era notoria. Hoy, parecen haberse
afilado. También el color de piel ha cambiado, poco a poco los brazos han comenzado a
aclararse, a adoptar el tono de piel del resto del cuerpo. El intercambio de sustancias va
adaptando lentamente las manos y moldeándolas al nuevo cuerpo, como si fueran
plastilina.

                                      ***
Hay días que lo arrasan todo. Días como tornados capaces de apagar las esperanzas con
un solo soplo. A nuestro alrededor todo parece más frágil que de costumbre, a punto de
romperse.
       Pero existen personas invulnerables a esos días negros, capaces de devolver el
golpe con elegancia y humildad. Hombres que parecen haber comprendido que el dolor
es sólo una de las muchas estaciones por recorrer. Y que no vale la pena quedarse
demasiado tiempo ahí.
Gabriel Granados parece ser una de esas personas, aunque aún no pierde el miedo
de subir a una azotea y acercarse a la orilla. Recuerda el día en que el rayo lo alcanzó y
dice que, a fin de cuentas, los planes de Dios casi siempre son perfectos y que los
imperfectos somos los humanos.
      –¿Te imaginas si la descarga hubiera alcanzado a mi sobrina en lugar de a mí?
¿Crees que lo hubiera resistido? –pregunta y niega con la cabeza, sin esperar la
respuesta.
      Después de dos años y medio, por fin puede entender el sentido de aquel día en
que la alta tensión lo hizo escupir espuma. Es increíble que después de todo lo sufrido,
pueda agradecer lo sucedido.
      –Pude haberme muerto, pero no me morí –dice Gabriel–. No fue fácil.
      Después de perder sus manos, no dejaba de lamentarse. “¿Por qué a mí?¿Por qué a
mí?”. Hasta que su hermana, harta de verlo decaído, lo reprendió: “Porque de todos
nosotros, de toda tu familia, tú eres el único que lo hubiera soportado”. Y Gabriel supo
que era cierto.
      Debió someterse a una larga cadena de estudios y valoraciones:pruebas
psiquiátricas, de anestesiología, de cardiología, rayos X, resonancias magnéticas. Se
necesitaba a alguien con una salud impecable capaz de soportar no sólo la cirugía, sino
los medicamentos que tomará de por vida, el proceso de rehabilitación y el impacto
psicológico de tener las manos de otra persona integradas a su propio cuerpo.
      Según el diagnóstico psiquiátrico que le realizaron, se trata de una persona con un
grado de inteligencia emocional alto, capaz de adaptarse a cualquier circunstancia
adversa. El éxito de la operación se debe, en gran parte, a la sana personalidad de
Gabriel,a su equilibrio mental y al apoyo de sus hijos y esposa.

                                            ***
Mañana es 17 de mayo de 2013 y Gabriel Granados se vestirá solo. Apenas requerirá de
la ayuda de su hijo para anudar su corbata azul cobalto y abotonarse la camisa. Está a
punto de cumplir un año exactamente de la fecha en que una cirugía le devolvió las
manos. El Instituto Nacional de Nutrición se ha vestido de gala y ha organizado una
conferencia de prensa.
       Pero ahora recuerda su infancia. Aquellos primeros años en su natal Michoacán,
cuando en casa no había más que un plato de frijoles para comer. Evoca el momento en
que llegó al Distrito Federal a los seis años y los días en que vendía hielo y alfalfa de
casa en casa para ayudar a la economía familiar.
       Cada que se le pregunta sobre cómo ha logrado avanzar tan rápido en su
recuperación, responde lo mismo: “La vida te enseña muchas cosas”. Es una frase que
repite cada tanto, como un pequeño mandamiento.
       –Cuando terminé la carrera de Contaduría –dice ahora, en voz baja y seca–, mi
mamá me dijo algo que nuncavoy a olvidar: “Hijo, te fallamos. Tú triunfaste, nosotros te
fallamos”. Ese día yo me quebré.
       La voz se le adelgaza, cada palabra llena de agua sus ojos. Antes del accidente
Gabriel nunca lloraba. Prefería tragarse las lágrimas, ignorar el sentimiento. La vida te
enseña muchas cosas, repite y es cierto. Últimamente, está aprendiendo a llorar. Porque
hay días en que el dolor asoma con todo.
       –No creas. Todos nos quebramos. Pero no estoy solo. Lo que he logrado, lo he
hecho con mi esposa y con mis hijos–afirma, secándose las lágrimas con la manga de su
sudadera deportiva–. Hay veces que no se puede solo. Y bueno, esto de las manos, es
una victoria para mí. Pero también es una victoria de todos. De mi familia, de mis papás,
de los doctores, de la persona que me los donó, de las fisioterapeutas. De todos, de
todos.
       Mañana, Gabriel estará frente a un atril y dará su testimonio. Responderá las
preguntas de los reporteros con la sencillez de siempre, como si en verdad quisiera
decirles a todos que, si bien ha sido un proceso difícil, tampoco ha sido la gran cosa.
“Caray, es sólo cuestión de disciplina y de paciencia, sobretodo, mucha paciencia”.
       Dos años y medio después de su accidente, el día ha llegado: posa para las
decenas de cámaras que lo apuntan y lo iluminan. Los flashes lanzan cientos de destellos
al aire cuando él sonríe y levanta las manos.
       Dos palmas regordetas, coronadas por 10 uñas oscuras y redondeadas, se alzan
por encima de su cabeza en un gesto triunfal y revolotean por el aire.
También puede leer